5

—Ya sé lo que quiero —dijo Mariam a Yalil.

Era la primavera de 1974, el año en que Mariam cumplía quince años. Los tres estaban sentados a la puerta del kolba, a la sombra de los sauces, en sillas plegables dispuestas en triángulo.

—Para mi cumpleaños… Ya sé lo que quiero.

—¿Ah, sí? —dijo Yalil con una sonrisa alentadora.

Dos semanas antes, Mariam había preguntado al respecto y él había comentado que se estaba proyectando una película americana en su cine. Era una película especial, de lo que él llamó «dibujos animados». Toda la película era una serie de dibujos, explicó, miles de dibujos, y al convertirse en película y proyectarse sobre una pantalla, daba la impresión de que se movían. Yalil dijo que la película contaba la historia de un viejo fabricante de juguetes que se sentía muy solo y deseaba con todas sus fuerzas tener un hijo. Así que decidió tallar una marioneta, un niño de madera que mágicamente cobraba vida. Mariam le había pedido que le contara más cosas, y Yalil le relató que el anciano y su marioneta corrían toda suerte de aventuras, que había un sitio que se llamaba Isla de la Diversión, donde los niños malos se convertían en burros. Al final, una ballena se tragaba a la marioneta y su padre. Mariam refirió toda la historia al ulema Faizulá.

—Quiero que me lleves a tu cine —pidió Mariam para su cumpleaños—. Quiero ver los dibujos animados. Quiero ver al niño marioneta.

Al decir esto, Mariam notó un cambio en el ambiente que respiraban. Sus padres se removieron en sus sillas y Mariam notó que intercambiaban miradas.

—No es buena idea —señaló Nana. Su voz sonó tranquila, con el tono contenido y educado que usaba siempre que Yalil estaba con ellas, pero Mariam notaba su mirada dura y acusadora.

Él cambió de posición en la silla, tosiendo y carraspeando.

—¿Sabes? —dijo—. La calidad de la imagen no es muy buena. Ni la del sonido. Y últimamente el proyector no funciona muy bien. Me parece que tu madre tiene razón. Será mejor que pienses en otro regalo, Mariam yo.

Ané —dijo Nana—. ¿Lo ves? Tu padre está de acuerdo conmigo.

Pero más tarde, en el arroyo, Mariam insistió.

—Llévame.

—Vamos a hacer una cosa —propuso Yalil—. Enviaré a alguien a recogerte para que te lleve. Y me aseguraré de que te den un buen asiento y todas las golosinas que quieras.

—No. Quiero que me lleves tú.

—Mariam yo

—Y también quiero que invites a mis hermanos y hermanas. Me gustaría conocerlos y que fuésemos todos juntos. Sí, eso es lo que quiero.

Yalil suspiró. Miraba a lo lejos, hacia las montañas.

Mariam recordaba que, según le había dicho, en la pantalla un rostro humano parecía tan grande como una casa, y cuando un coche se estrellaba, uno notaba en sus propios huesos cómo se retorcía el metal. Se imaginaba a sí misma sentada en un palco, lamiendo un helado, junto a sus hermanos y su padre.

—Eso es lo que quiero —repitió.

Yalil la miró con tristeza.

—Mañana. A mediodía. Nos encontraremos aquí mismo. ¿De acuerdo? ¿Mañana?

—Ven aquí —dijo él. Se agachó, la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos mucho, mucho tiempo.

Al principio, Nana se paseaba por el kolba, abriendo y cerrando los puños.

—De todas las hijas que podía haber tenido, ¿por qué Dios me ha dado una tan ingrata como tú? ¡Con todo lo que he tenido que soportar por tu culpa! ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a abandonarme así, harami traidora?

Luego empezó con las burlas.

—¡Qué estúpida eres! ¿Crees que le importas, que te aceptaría en su casa? ¿Crees que eres una hija para él? ¿Que te acogería en su familia? Pues escúchame bien: el corazón de un hombre es miserable. No es como el vientre de una madre. No sangra, ni se ensancha para hacerte sitio. Yo soy la única que te quiere. Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!

Luego intentó la táctica de la culpabilidad.

—Me moriré si te vas. Vendrá el yinn y tendré uno de mis ataques. Ya lo verás, me tragaré la lengua y me moriré. No me dejes, Mariam yo. Quédate, por favor. Me moriré si te vas.

Mariam permaneció en silencio.

—Tú sabes que te quiero, Mariam yo.

Mariam anunció que se iba a dar un paseo, porque si se quedaba temía decir cosas que hirieran a Nana: que sabía que lo del yinn era mentira, que Yalil le había contado que Nana tenía una enfermedad con un nombre y que tomándose unas pastillas se pondría mejor. Podría haberle preguntado a Nana por qué se negaba a ver a los médicos de Yalil, como él había insistido que hiciera, por qué no se tomaba las pastillas que él le había comprado. Si hubiera sabido expresarse, podría haberle dicho que estaba cansada de ser un instrumento, de que le contara mentiras, de que la reclamara como suya, de que la utilizara. Que estaba harta de que Nana distorsionara la verdad de su vida y la convirtiera a ella en otro de sus motivos de queja contra el mundo.

«Tienes miedo, Nana —podría haber dicho—. Tienes miedo de que encuentre la felicidad que tú nunca has tenido. Y no quieres que yo sea feliz. No quieres que disfrute de la vida. Tú eres la que tiene un corazón miserable».

Al borde del claro había una atalaya que a Mariam le gustaba frecuentar. Se sentaba allí, sobre la hierba cálida y seca, y contemplaba Herat, que se extendía a sus pies como un tablero de juegos infantiles, con el jardín de las Mujeres al norte de la ciudad, y el bazar Char-Suq y las ruinas de la antigua ciudadela de Alejandro Magno al sur. Mariam distinguía los minaretes a lo lejos, como gigantescos dedos polvorientos, y las calles que, imaginaba, bullían de gente, carros y mulas. Veía las golondrinas que descendían en picado y volaban en círculos, y las envidiaba porque habían estado en Herat. Las golondrinas habían volado por encima de sus mezquitas y bazares. Tal vez se habían posado incluso en los muros de la casa de Yalil, o en los escalones de entrada de su cine.

Cogió diez guijarros e hizo con ellos tres pilas. Era un juego al que se entregaba a veces en secreto, cuando Nana no la miraba. Colocó cuatro guijarros en la primera pila, por los hijos de Jadiya, tres en la segunda por los hijos de Afsun, y otros tres en la tercera por los hijos de Nargis. Luego añadió una cuarta pila. Un undécimo guijarro en solitario.

A la mañana siguiente, Mariam se puso un vestido de color crema que le llegaba hasta las rodillas, unos pantalones de algodón y un hiyab verde en la cabeza. Estuvo un buen rato preocupada porque el hiyab verde no hacía juego con el vestido, pero eso no tenía remedio, porque las polillas habían dejado el blanco lleno de agujeros.

Miró la hora. Llevaba un viejo reloj de cuerda con números negros y esfera verde, regalo del ulema Faizulá. Eran las nueve. Se preguntó dónde estaría Nana. Pensó en salir a buscarla, pero temía la confrontación, las miradas de agravio. Nana la acusaría de traicionarla. Se burlaría de sus absurdas ambiciones.

Mariam se sentó. Trató de pasar el rato dibujando un elefante de un solo trazo, tal como le había enseñado Yalil, una y otra vez. Se quedó entumecida de estar sentada, pero no quiso tumbarse por miedo a que se le arrugara el vestido.

Cuando por fin las manecillas del reloj señalaron las once y media, se metió los once guijarros en el bolsillo y salió. De camino al arroyo, vio a Nana sentada en una silla a la sombra de un sauce llorón. Mariam no sabía si su madre la había visto.

Al llegar al arroyo, esperó en el lugar acordado. Unas cuantas nubes grises con forma de coliflor surcaron el cielo. Yalil le había enseñado que las nubes grises tenían ese color porque eran tan densas que la parte superior absorbía la luz del sol y proyectaba su propia sombra sobre la parte inferior. «Eso es lo que se ve, Mariam yo —le había dicho—, la oscuridad de su vientre».

Pasó un rato.

Mariam volvió al kolba. Esta vez, rodeó el claro por el oeste para no tener que pasar por delante de Nana. Consultó su reloj. Era casi la una. «Es un hombre de negocios —pensó—. Le habrá surgido un imprevisto».

Volvió de nuevo al arroyo y esperó un poco más. Unos ruiseñores sobrevolaron la corriente y luego se posaron, perdiéndose de vista entre la hierba. Mariam observó una oruga que avanzaba despacio por el tallo de un cardo verde.

Aguardó hasta que las piernas se le agarrotaron. Esta vez no volvió al kolba. Se subió las perneras de los pantalones hasta las rodillas, cruzó el arroyo y, por primera vez en su vida, inició el descenso de la colina en dirección a Herat.

Nana también se equivocaba sobre la ciudad. Nadie la señaló con el dedo. Nadie se rio de ella. Mariam recorrió los bulevares ruidosos y atestados de gente, flanqueados de cipreses, dominados por un trasiego constante de transeúntes, gente en bicicleta y garis tirados por mulas. Nadie le arrojó ninguna piedra ni la llamó harami. De hecho, apenas le dirigieron la mirada. Inesperada y asombrosamente, allí no era más que una persona entre otras muchas. Se detuvo ante un estanque de forma ovalada que había en el centro de un gran parque, donde se cruzaban varios senderos de guijarros. Maravillada, acarició los hermosos caballos de mármol que bordeaban el estanque y contempló el agua con ojos opacos. También observó a unos niños que botaban barquitos de papel. Vio flores por todas partes, tulipanes, lirios, petunias, iluminados sus pétalos por el sol. Había gente paseando por los senderos, sentada en los bancos, tomando té.

A Mariam le costaba creer que estuviera realmente allí. El corazón le latía de emoción. Deseó que el ulema Faizulá pudiera verla. Qué atrevida le parecería. ¡Qué valiente! Se dedicó entonces a imaginar la nueva vida que la esperaba en la ciudad, una vida con un padre, con hermanas y hermanos, una vida en la que amaría y sería amada, sin reservas ni horarios, sin vergüenza.

Alegre y vivaz, volvió a la amplia avenida que discurría junto al parque. Pasó por delante de viejos vendedores ambulantes de rostro curtido, sentados a la sombra de los plátanos, que la contemplaron con aire impasible desde detrás de sus pirámides de cerezas y sus montones de uvas. Niños descalzos corrían en pos de coches y autobuses, agitando bolsas de membrillos. Mariam se detuvo en una esquina y observó a los transeúntes, incapaz de comprender cómo podían permanecer indiferentes a las maravillas que los rodeaban.

Al cabo de un rato, se armó de valor para preguntar al anciano propietario de un gari tirado por un caballo si sabía donde vivía Yalil, el dueño del cine. El anciano tenía las mejillas redondas y llevaba un chapan a rayas con los colores del arco iris.

—¿No eres de Herat, verdad? —dijo afablemente—. Todo el mundo sabe dónde vive Yalil Jan.

—¿Podría indicármelo?

El anciano le quitó el papel de plata a un caramelo y preguntó:

—¿Estás sola?

—Sí.

—Sube. Te llevaré.

—No puedo pagarle. No tengo dinero.

El anciano le dio el caramelo. Dijo que de todas formas hacía dos horas que no llevaba a nadie y que estaba pensando en dejar el trabajo por ese día. La casa de Yalil le pillaba de camino.

Mariam subió al gari. Hicieron el trayecto en silencio, codo con codo. Por el camino, Mariam vio herbolarios y casetas donde se compraban naranjas y peras, libros, chales, incluso halcones. Había niños jugando a canicas en círculos trazados en el polvo. A la puerta de las casas de té, sobre plataformas de maderas alfombradas, había hombres bebiendo té y fumando tabaco de narguiles.

El anciano hizo virar su gari para entrar en una amplia calle flanqueada de coníferas. Al llegar a la mitad de la avenida, detuvo al caballo.

—Aquí es. Parece que tienes suerte, dojtar yo. Ése es su coche.

Mariam se bajó de un salto. El anciano sonrió y reanudó su camino.

Era la primera vez que Mariam tocaba un automóvil. Acarició el capó del coche de Yalil, que era negro y reluciente, con ruedas resplandecientes en las que vio una imagen ensanchada y plana de sí misma. Los asientos eran de cuero blanco. Tras el volante había esferas indicadoras.

Por un momento le pareció oír la voz de Nana burlándose de ella, apagando el resplandor de sus más íntimas esperanzas. Mariam se acercó al portón de la casa con piernas temblorosas. Apoyó las manos en sus muros. Eran muy altos, los muros de Yalil, llenos de malos presagios. Tuvo que levantar mucho la cabeza para ver las copas de los cipreses que sobresalían al otro lado. Las copas se balanceaban impulsadas por la brisa, y Mariam imaginó que se inclinaban para saludar su llegada. Tuvo que dominarse para reprimir la consternación que la atenazaba.

Una joven descalza abrió el portón. Llevaba un tatuaje bajo el labio inferior.

—He venido a ver a Yalil Jan. Soy Mariam, su hija.

El rostro de la joven expresó un desconcierto momentáneo. Después vino la comprensión, que suscitó una leve sonrisa y cierto aire de vehemencia, de expectación.

—Espera aquí —indicó rápidamente, y cerró el portón.

Transcurrieron unos minutos. Luego salió un hombre. Era alto, de hombros anchos, ojos soñadores y rostro sereno.

—Soy el chófer de Yalil Jan —dijo, no sin cierta amabilidad.

—¿Su qué?

—Su conductor. Yalil Jan no está en casa.

—Veo ahí su coche —señaló Mariam.

—Está fuera, atendiendo un negocio urgente.

—¿Cuándo volverá?

—No lo ha dicho.

Mariam respondió que esperaría.

El hombre cerró el portón. Mariam se sentó y dobló las rodillas hasta pegarlas contra su pecho. Era ya tarde y empezaba a tener hambre. Se comió el caramelo que le había dado el hombre del gari. Poco después, el chófer volvió a salir.

—Tienes que irte a casa —dijo—. Falta menos de una hora para que anochezca.

—Estoy acostumbrada a la oscuridad.

—También va a refrescar. ¿Por qué no dejas que te lleve a casa en el coche? Ya le diré que has venido.

Mariam se limitó a mirarlo.

—Pues te llevo a un hotel. Allí podrás dormir cómodamente. Ya veremos qué podemos hacer por la mañana.

—Déjeme entrar en la casa.

—No me lo permiten. Mira, nadie sabe cuándo volverá. Podría tardar días.

Mariam cruzó los brazos.

El chófer suspiró y le dirigió una mirada de leve reproche.

A lo largo de los años, Mariam tendría numerosas ocasiones para pensar en lo que podría haber ocurrido si hubiera accedido a que el chófer la llevara de vuelta al kolba. Pero no fue así. Pasó la noche ante la puerta de la casa de Yalil. Vio cómo se oscurecía el cielo y las sombras engullían las fachadas de las casas vecinas. La joven tatuada salió con pan y un plato de arroz para ella, pero Mariam lo rechazó. La joven lo dejó todo a su lado. De vez en cuando, la muchacha oía pasos en la calle, puertas que se abrían, saludos amortiguados. Se encendieron luces eléctricas y de las ventanas surgió un tenue resplandor. Unos perros ladraron. Cuando no pudo resistir más el hambre, Mariam se comió el pan y el plato de arroz. Luego estuvo escuchando el sonido de los grillos de los jardines. Las nubes se deslizaban en lo alto, ocultando la pálida luna.

Por la mañana, alguien la zarandeó para despertarla. Mariam vio entonces que durante la noche la habían tapado con una manta.

Quien la sacudía por el hombro era el chófer.

—Ya basta. Ya has hecho tu escena. Bas. Ahora tienes que irte.

Mariam se incorporó y se frotó los ojos. Tenía la espalda y el cuello doloridos.

—Me quedo para esperarlo.

—Mírame —ordenó el chófer—. Yalil Jan dice que he de llevarte a tu casa ahora mismo. ¿Lo entiendes? Lo ha dicho Yalil Jan.

El chófer abrió la puerta de atrás del automóvil.

Bia. Vamos —indicó amablemente.

—Quiero verlo —insistió Mariam con los ojos llenos de lágrimas.

El chófer suspiró.

—Deja que te lleve a casa. Vamos, dojtar yo.

Mariam se levantó y se dirigió al coche. Pero en el último momento, cambió de dirección y echó a correr hacia el portón. Notó la mano del chófer, que intentaba agarrarla por el hombro. Lo rehuyó e irrumpió en la casa.

En los pocos segundos que estuvo en el jardín de Yalil, los ojos de Mariam captaron una reluciente estructura de cristal con plantas en su interior, las uvas de un emparrado, un estanque de peces construido con bloques grises de piedra, árboles frutales y arbustos de flores vistosas por doquier. Su mirada pasó por encima de todas estas cosas antes de encontrar un rostro al otro lado del jardín, en una de las ventanas de arriba. La cara permaneció allí apenas un instante, como un destello, pero fue suficiente. Suficiente para que Mariam viera sus ojos de espanto y la boca abierta. Luego desapareció. Apareció una mano y tiró de un cordón frenéticamente. Las cortinas cayeron.

Después un par de manos la sujetaron por las axilas y la alzaron del suelo. Mariam pataleó. Se le cayeron los guijarros del bolsillo. Siguió pataleando y llorando mientras la llevaban al coche y la sentaban en el frío cuero del asiento posterior.

El chófer hablaba en tono apagado mientras conducía, tratando de consolarla. Mariam no lo escuchaba. No dejó de llorar, dando botes en el asiento de atrás, durante todo el trayecto. Eran lágrimas de dolor, de ira, de desilusión. Pero, sobre todo, eran lágrimas de una profundísima vergüenza por su estupidez al haberse entregado plenamente a Yalil, al haberse preocupado tanto por el vestido que debía ponerse y por el hiyab que no hacía juego, al haber ido a pie hasta su casa y haberse negado luego a marcharse, y por haber dormido en la calle como un perro vagabundo. Y sentía vergüenza de no haber hecho caso del rostro desconsolado de su madre, de sus ojos hinchados. Nana, que se lo había advertido, que siempre había tenido razón.

Mariam tenía grabado a fuego el recuerdo del rostro en la ventana. Había permitido que durmiera en la calle. En la calle. Mariam siguió llorando, tumbada en el asiento. No quería sentarse, no quería que la vieran. Imaginaba que todo Herat conocía ya su vergüenza. Deseó que el ulema Faizulá estuviera allí para apoyar la cabeza en su regazo y dejar que la consolara.

Al cabo de un rato, las sacudidas aumentaron y el morro del coche empezó a inclinarse hacia arriba. Se hallaban en la carretera que subía hasta Gul Daman desde Herat.

¿Qué iba a decirle a Nana?, se preguntó. ¿Cómo se disculparía? ¿Cómo la miraría a la cara?

El coche se detuvo y el chófer la ayudó a salir.

—Te acompañaré —se ofreció.

Mariam lo siguió al otro lado de la carretera y luego enfiló el sendero tras él. Al borde del camino crecían las madreselvas y también los algodoncillos. Las abejas zumbaban alrededor de las flores silvestres. El chófer la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el arroyo. Luego la soltó y comentó que pronto empezarían a soplar los famosos vientos de ciento veinte días en Herat, desde media mañana hasta el anochecer, y que los mosquitos iniciarían su febril actividad, cuando de pronto se detuvo delante de ella, tratando de taparle los ojos y obligándola a retroceder.

—¡Vuelve atrás! —ordenó—. No, no mires. ¡Date la vuelta! ¡Vuelve atrás!

Pero no fue lo bastante rápido. Mariam lo vio. Una ráfaga de viento levantó las ramas caídas del sauce llorón como si fueran una cortina y Mariam vislumbró lo que había bajo el árbol: la silla volcada. La cuerda colgando de una rama alta. Nana balanceándose al final de la cuerda.