11
Mariam nunca había llevado burka. Rashid tuvo que ayudarla a ponérselo. La parte acolchada de la cabeza le apretaba y era pesada, y le resultaba extraño ver el mundo a través de una rejilla. Probó a caminar por la habitación con el burka puesto y tropezó una y otra vez al pisarse el dobladillo. La pérdida de visión periférica resultaba desconcertante, y no le gustaba la sensación opresiva de la tela plisada contra la boca.
—Ya te acostumbrarás —dijo él—. Con el tiempo, seguro que acaba gustándote.
Cogieron un autobús para ir a un lugar que Rashid llamó parque Shar-e-Nau, donde había niños columpiándose y lanzándose pelotas de voleibol por encima de unas maltrechas redes atadas a unos árboles. Pasearon y contemplaron a los niños que remontaban cometas. Mariam caminaba junto a Rashid, tropezando de vez en cuando con el dobladillo del burka. Rashid la llevó a comer a un pequeño restaurante de kebab cercano a una mezquita que llamó Hayi Yagub. El local tenía el suelo pegajoso y el ambiente saturado de humo. Las paredes desprendían un leve olor a carne cruda, y la música, que según Rashid era logari, sonaba demasiado fuerte. Los cocineros eran muchachos enclenques que avivaban el fuego de las brochetas con una mano y espantaban mosquitos con la otra. Era la primera vez que Mariam estaba en un restaurante y al principio le resultó extraño sentarse en una sala llena de tanta gente desconocida, y levantarse el burka para llevarse la comida a la boca. En el estómago notaba una leve punzada de la misma ansiedad que había sentido en la cola del tandur, pero la presencia de Rashid la aliviaba un poco, y al cabo de un rato ya no le molestó tanto la música, el humo e incluso la gente. Y se sorprendió al darse cuenta de que el burka también le resultaba cómodo. Era como una ventana sólo para ella. Desde su interior, podía observarlo todo, protegida de las miradas curiosas de los desconocidos. Ya no le preocupaba que la gente pudiera detectar, a primera vista, todos los vergonzosos secretos de su pasado.
En la calle, Rashid nombró varios edificios: ésta es la embajada americana, dijo; ése es el Ministerio de Asuntos Exteriores. Señaló los coches, dijo las marcas y dónde se fabricaban: Volga soviético, Chevrolet americano, Opel alemán.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó.
Ella vaciló, señaló un Volga y Rashid se echó a reír.
En Kabul había mucha más gente que en lo poco que había visto de Herat. Había menos árboles y menos garis tirados por caballos, y en cambio más coches, edificios más altos, más semáforos y más calles asfaltadas. Y por todas partes se oía el peculiar dialecto de la ciudad: «querida o querido» era yan en lugar de yo, «hermana» era hamshira en lugar de hamshiré, y así con todo.
Rashid compró un helado a un vendedor ambulante. Era la primera vez que Mariam comía helado y nunca había imaginado que el paladar pudiera disfrutar de tales sensaciones. Devoró la tarrina entera con los pistachos triturados que cubrían el helado, y los diminutos fideos de arroz del fondo. Le maravilló su cautivadora textura y el dulce sabor que dejaban sus lengüetazos.
Llegaron a un lugar llamado Koché Morga, la calle del Pollo. Se trataba de un bazar angosto y atestado en un barrio que, según Rashid, era uno de los más prósperos de Kabul.
—Aquí es donde viven los diplomáticos extranjeros, los más ricos hombres de negocios, los miembros de la familia real… esa clase de gente. No los que son como tú y yo.
—No veo ningún pollo —observó Mariam.
—De eso no vas a encontrar en la calle del Pollo —dijo él, y rio.
Había tiendas a ambos lados de la calle y pequeños puestos que vendían sombreros de borreguillo y chapans multicolores. Rashid se detuvo delante de una tienda para admirar una daga de plata grabada, y luego en otra para examinar un viejo rifle que, según le aseguró el vendedor, era una reliquia de la primera guerra contra los británicos.
—Sí, hombre, y yo soy Moshe Dayan —musitó Rashid. Esbozó una sonrisa y a Mariam le pareció que la sonrisa era sólo para ella. Una sonrisa privada, que sólo compartían los esposos.
Pasaron por delante de tiendas de alfombras, de artesanía, de repostería, de flores, y establecimientos donde vendían trajes para hombres y vestidos para mujeres, y en ellas, tras las cortinas de encaje, Mariam vio a chicas jóvenes cosiendo botones y planchando cuellos. De vez en cuando, Rashid saludaba a algún tendero conocido suyo, a veces en farsi, otras en pastún. Mientras se estrechaban la mano y se besaban en la mejilla, Mariam permanecía a unos pasos de distancia. Rashid no la llamó a su lado, no la presentó a nadie.
Le pidió que aguardara a la puerta de una tienda de bordados.
—Conozco al dueño —dijo—. Sólo entraré un minuto para dar el salam.
Mariam esperó fuera, en la atestada acera. Observó los coches que recorrían lentamente la calle del Pollo, avanzando entre la multitud de vendedores ambulantes y transeúntes, y tocando la bocina para que se apartaran los niños y los burros que no se movían. Observó a los mercaderes que ocupaban sus pequeños puestos con aire aburrido, fumando o lanzando escupitajos en escupideras de latón. Sus rostros emergían de las sombras de vez en cuando para ofrecer a los transeúntes telas y abrigos pustin con cuello de piel.
Pero fueron las mujeres las que más atrajeron las miradas de Mariam.
En esa zona de Kabul las mujeres no eran como las que vivían en barrios más pobres, o en el que vivía ella con su marido, donde muchas se cubrían enteramente. Esas mujeres eran —¿qué palabra había usado Rashid?— «modernas». Sí, mujeres afganas modernas casadas con hombres afganos modernos a los que no les importaba que sus mujeres se pasearan entre desconocidos con el rostro maquillado y la cabeza descubierta. Mariam las vio caminando desinhibidamente por la calle, a veces con un hombre, en ocasiones solas, o también con niños de mejillas sonrosadas que llevaban zapatos relucientes y relojes con correa de cuero, y bicicletas con manillares altos y ruedas de radios dorados, a diferencia de los niños de Dé Mazang, que tenían marcas de mosquitos en las mejillas y hacían rodar viejos neumáticos con palos.
Esas mujeres hacían balancear el bolso al compás del frufrú de sus faldas. Mariam incluso vislumbró a una de ellas fumando al volante de un coche. Llevaban las uñas largas, pintadas de rosa o naranja, y los labios rojos como tulipanes. Caminaban sobre tacones altos y con prisa, como si las esperara siempre algún asunto urgente. Llevaban gafas de sol oscuras, y cuando pasaban por su lado, a Mariam le llegaba el aroma de su perfume. Ella imaginaba que todas tenían títulos universitarios, que trabajaban en edificios de oficinas, en despachos propios, donde mecanografiaban y fumaban y hacían llamadas importantes a personas importantes. Todas esas mujeres dejaron perpleja a Mariam, que de pronto fue consciente de su propia inferioridad, de su aspecto vulgar, de su falta de aspiraciones, de su ignorancia respecto a tantas cosas.
De repente Rashid le dio unos golpecitos en el hombro y le tendió algo.
—Toma.
Era un chal de seda marrón oscuro con flecos de cuentas y bordado de hilo de oro en los bordes.
—¿Te gusta?
Ella alzó la vista. Rashid hizo entonces algo conmovedor: parpadeó y desvió la mirada.
Mariam pensó en Yalil, en el modo enfático y jovial con que le ofrecía su bisutería, la alegría apabullante que no dejaba espacio para más respuesta que una dócil gratitud. Nana tenía razón sobre los regalos de Yalil. No eran más que muestras de penitencia desganada, hipócrita, gestos corruptos que hacía más para tranquilidad suya que para la de ella. Ese chal, en cambio, a ojos de Mariam era un auténtico regalo.
—Es bonito —dijo.
Aquella noche, Rashid volvió a pasar por su habitación. Pero en lugar de quedarse en la puerta fumando, cruzó el cuarto y se sentó junto a ella, que estaba en la cama. Los muelles crujieron bajo su peso.
Se produjo un momento de vacilación y luego él le deslizó una mano bajo el cuello. Sus gruesos dedos le apretaron lentamente la nuca. El pulgar se deslizó hacia abajo y le acarició el hueco por encima de la clavícula, y luego por debajo. Mariam empezó a temblar. La mano siguió bajando lentamente, y sus uñas se enganchaban en la blusa de algodón.
—No puedo —murmuró ella con voz ronca, mirando el perfil de Rashid iluminado por la luna, sus hombros fornidos y su ancho pecho, y los mechones de vello gris que asomaban por el cuello abierto de la camisa.
Él dejó la mano sobre su seno derecho y lo apretó con fuerza a través de la blusa, y Mariam le oyó respirar agitadamente por la nariz.
Su marido se metió en la cama y ella notó su mano desabrochándose el cinturón y desatando luego el cordón de sus pantalones. Apretó los puños, estrujando las sábanas que sujetaban. Rashid se colocó encima de ella y empezó a retorcerse, y ella dejó escapar un gemido. Cerró los ojos y apretó los dientes.
El dolor fue repentino e inesperado. Mariam abrió los ojos. Aspiró una bocanada de aire entre los dientes y se mordió el pulgar doblado. Pasó el brazo libre por encima de la espalda de Rashid e hincó las uñas en su camisa.
Rashid hundió el rostro en la almohada y Mariam se quedó mirando el techo por encima del hombro de su marido, con los ojos muy abiertos, temblando, apretando los labios, sintiendo el calor de su agitada respiración en el hombro. El aliento le olía a tabaco, a las cebollas y el cordero asado que habían comido. De vez en cuando, la oreja de Rashid le rozaba la mejilla y ella notaba que se había afeitado.
Cuando hubo terminado, él se apartó y se tumbó a su lado con el antebrazo sobre la frente. En la oscuridad, Mariam veía las manecillas azules de su reloj. Permanecieron así un rato, de espaldas, sin mirarse.
—No hay nada de que avergonzarse, Mariam —dijo él, algo azorado—. Esto es lo que hacen los esposos. Es lo que el Profeta en persona hacía con sus esposas. No es nada vergonzoso.
Instantes después, Rashid apartó la manta y abandonó la habitación, dejando a Mariam con la impresión de su cabeza en la almohada, esperando que remitiera el dolor que sentía, mirando las estrellas fijas en el firmamento y una nube que ocultaba el rostro de la luna como un velo de novia.