16
Kabul, primavera de 1987
Laila, de nueve años de edad, se levantó de la cama, como casi todos los días, deseosa de ver a su amigo Tariq. Sin embargo, sabía que esa mañana no podría verlo.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —había preguntado cuando Tariq le había dicho que sus padres se lo llevaban al sur, a la ciudad de Gazni, para visitar a su tío paterno.
—Trece días.
—¿Trece?
—No hay para tanto. No pongas esa cara, Laila.
—No pongo ninguna cara.
—No irás a llorar, ¿eh?
—¡No voy a llorar! No lloraría por ti ni en mil años.
Laila le había dado un puntapié en la espinilla, no en la pierna ortopédica, sino en la buena, y él le había dado un pescozón en broma.
Trece días. Casi dos semanas. Y al cabo de cinco días, Laila había aprendido una verdad fundamental sobre el tiempo: igual que el acordeón con que el padre de Tariq tocaba a veces viejas canciones pastunes, el tiempo se alargaba y se contraía dependiendo de la ausencia o presencia de Tariq.
Abajo, sus padres discutían. Otra vez. Laila conocía la rutina: mammy, feroz, indomable, paseándose de un lado a otro mientras despotricaba; babi sentado, con aire cohibido y atribulado, asintiendo obediente, esperando a que amainara la tormenta. Cerró la puerta de su habitación y se vistió. Pero igualmente seguía oyéndolos. Aún la oía a ella. Luego hubo un portazo. Unos fuertes pasos, el sonoro crujido de la cama de mammy. Al parecer babi iba a sobrevivir para ver un nuevo día.
—¡Laila! —gritó su padre desde abajo—. ¡Voy a llegar tarde al trabajo!
—¡Un momento!
La niña se calzó los zapatos y rápidamente se cepilló los rizados cabellos rubios que le llegaban hasta los hombros, mirándose en el espejo. Mammy siempre le decía que había heredado el color del pelo —así como las gruesas pestañas, los ojos verde turquesa, los hoyuelos de las mejillas, los pómulos prominentes y el mohín del labio inferior, que compartía con su madre— de su bisabuela, la abuela de mammy. «Era una auténtica pari, una mujer espectacular —decía mammy—. Su belleza era la comidilla de todo el valle. Se saltó a dos generaciones de mujeres en la familia, pero desde luego no te saltó a ti, Laila». El valle al que se refería mammy era el Panyshir, en la región Tayik, situada a cien kilómetros al nordeste de Kabul, donde hablaban farsi. Tanto mammy como babi, que eran primos carnales, habían nacido y crecido en Panyshir; se habían trasladado a Kabul en 1960, siendo dos recién casados de ojos brillantes y llenos de esperanzas, cuando él fue admitido en la Universidad de Kabul.
Laila bajó corriendo las escaleras, esperando que mammy no saliera de su habitación para un nuevo asalto. Encontró a babi acuclillado junto a la puerta mosquitera.
—¿Habías visto esto, Laila?
Hacía semanas que había un desgarrón en la malla protectora. Laila se agachó junto a su padre.
—No. Debe de ser nuevo.
—Eso es lo que le he dicho a Fariba. —Parecía tembloroso, encogido, como ocurría siempre tras un arrebato de mammy—. Dice que han estado entrando abejas por ahí.
Laila sintió lástima de él. Babi era un hombre menudo, de hombros estrechos y manos finas y delicadas, casi femeninas. Por la noche, cuando Laila entraba en la habitación de babi, lo encontraba siempre inclinado sobre un libro, con las gafas en la punta de la nariz. A veces ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí. Cuando sí se daba cuenta, señalaba la página y sonreía amablemente sin despegar los labios. Babi se sabía de memoria la mayor parte de los gazals de Rumi y de Hafez. Podía hablar largo y tendido sobre el conflicto entre Gran Bretaña y la Rusia zarista por el dominio de Afganistán. Conocía la diferencia entre una estalactita y una estalagmita, y sabía que la distancia entre la Tierra y el Sol era medio millón de veces la que había entre Kabul y Gazni. Pero si Laila necesitaba que le abrieran la tapa de un tarro de caramelos, tenía que recurrir a mammy, lo que para ella era como una traición. Babi se ofuscaba con las herramientas más corrientes. Si dependía de él, las bisagras de las puertas nunca se engrasaban. Los techos seguían con goteras después de que él los reparara. El moho crecía desafiante en los armarios de la cocina. Mammy decía que antes de que se fuera con Nur para unirse a la yihad contra los soviéticos en 1980, era Ahmad quien se ocupaba con diligencia y eficacia de tales cosas.
—Pero si tienes un libro que es preciso leer con urgencia —decía—, entonces Hakim es tu hombre.
Aun así, Laila no podía evitar la sensación de que en otro tiempo, antes de que Ahmad y Nur se fueran a combatir a los soviéticos —antes de que babi les hubiera permitido ir a la guerra—, también mammy encontraba atractivo su carácter libresco; de que hubo una época en que el carácter olvidadizo y la ineptitud de su marido también a ella le habían resultado encantadores.
—Bueno, ¿qué día es hoy? —preguntó su padre, sonriendo con timidez—. ¿El quinto? ¿O el sexto?
—¿Qué más da? No los cuento —mintió Laila, encogiéndose de hombros, pero adorando a su padre por acordarse. Mammy ni siquiera había reparado en la ausencia de Tariq.
—Bueno, su linterna se encenderá antes de que te des cuenta —dijo babi, refiriéndose a las señales nocturnas con que Laila y Tariq se comunicaban. Hacía tanto tiempo que lo hacían, que el juego se había convertido en un ritual antes de irse a dormir, como lavarse los dientes.
Babi pasó el dedo a través del desgarrón.
—Lo arreglaré en cuanto tenga un momento. Será mejor que nos vayamos. —Alzó la voz para gritar por encima del hombro—: ¡Nos vamos, Fariba! Llevo a Laila al colegio. ¡No te olvides de recogerla!
En la calle, mientras montaba en el portabultos de la bicicleta de babi, Laila divisó un coche aparcado calle arriba, frente a la casa donde vivía Rashid, el zapatero, con su recluida esposa. Era un Benz, un coche poco habitual en el barrio, azul y con una gruesa franja blanca que partía en dos el capó, el techo y el maletero. Laila distinguió a dos hombres sentados en el interior, uno al volante y otro en el asiento de atrás.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—No es asunto nuestro —contestó babi—. Sube, o llegarás tarde a clase.
Laila recordó otra pelea y a su madre inclinada sobre su padre, diciéndole sin pelos en la lengua: «Eso sí que es asunto tuyo, ¿verdad, primo? Nada es asunto tuyo, ¿eh? Ni siquiera que tus propios hijos se fueran a la guerra. ¡Cuánto te supliqué! Pero tú enterraste la nariz en esos malditos libros y dejaste que tus hijos se marcharan como si fuesen un par de haramis».
Babi pedaleó calle arriba con Laila atrás, aferrada a su cintura. Cuando pasaron junto al Benz azul, la niña vislumbró fugazmente al hombre del asiento posterior: delgado, de pelo blanco y con un traje marrón oscuro, el triángulo de un pañuelo blanco asomando por el bolsillo del pecho. Sólo tuvo tiempo de observar además que el coche tenía matrícula de Herat.
Hicieron el trayecto en silencio, salvo en las curvas, cuando babi frenaba con cautela y decía:
—Sujétate, Laila. Voy a frenar. Voy a frenar. Ya está.
Ese día, en clase, entre la ausencia de Tariq y la pelea de sus padres, a Laila le costó mucho prestar atención. De modo que cuando la maestra le pidió que nombrara las capitales de Rumanía y Cuba, la pilló desprevenida.
La maestra se llamaba Shanzai, pero a sus espaldas los alumnos la llamaban Jala Rangmaal (Tía Pintora), refiriéndose al movimiento de su mano cuando abofeteaba a los alumnos, primero con la palma y luego con el dorso, como un pintor dando brochazos. Jala Rangmaal era una mujer joven de rostro anguloso y cejas gruesas. El primer día del curso había comunicado orgullosamente a su clase que era hija de un campesino pobre de Jost. Iba siempre muy erguida y llevaba el cabello negro azabache recogido en un tirante moño, de modo que cuando se daba la vuelta Laila le veía el oscuro vello de la nuca. Jala Rangmaal no llevaba maquillaje ni joyas. No se cubría y prohibía a las alumnas que lo hicieran. Decía que hombres y mujeres eran iguales en todo y que no había razón para que las mujeres se cubrieran si los hombres no lo hacían.
Afirmaba que la Unión Soviética era la mejor nación del mundo junto con Afganistán. Allí se trataba bien a los trabajadores, que eran todos iguales. En la Unión Soviética todo el mundo era feliz y cordial, al contrario que en América, donde se producían tantos delitos que la gente tenía miedo de salir a la calle. Y todo el mundo sería feliz también en Afganistán, aseguraba, en cuanto derrotaran a los bandidos contrarios al progreso.
—Para eso vinieron nuestros camaradas soviéticos en mil novecientos setenta y nueve: para echar una mano a sus vecinos, para ayudarnos a derrotar a esos brutos que quieren que nuestro país sea una nación atrasada y primitiva. Y vosotros también tenéis que arrimar el hombro, niños. Debéis informar de cualquiera que pueda tener información sobre los rebeldes. Es vuestro deber. Debéis escuchar y luego informar. Aunque se trate de vuestros padres, tíos o tías. Porque ninguno de ellos os ama tanto como vuestro país. ¡Vuestro país es lo primero, recordadlo bien! Yo estaré orgullosa de vosotros, y también vuestro país lo estará.
En la pared, detrás de la mesa de Jala Rangmaal, había un mapa de la Unión Soviética, uno de Afganistán y una foto enmarcada del último presidente comunista, Nayibulá, que, según decía babi, había sido el jefe del temido KHAD, la policía secreta afgana. También había otras fotos, sobre todo de jóvenes soldados soviéticos estrechando la mano a campesinos, plantando nuevos manzanos y construyendo casas, siempre con una amistosa sonrisa en los labios.
—Bueno —dijo Jala Rangmaal—, ¿te he despertado de tus ensoñaciones, Niña Inquilabi?
Aquél era el apodo de Laila, la Niña Revolucionaria, porque había nacido la noche del golpe de abril de 1978, aunque Jala Rangmaal se enfurecía si algún alumno de su clase usaba la palabra «golpe». Ella insistía en que se trataba de una inquilab, una revolución, un levantamiento del pueblo contra la desigualdad. Yihad era otra palabra prohibida. Según ella, ni siquiera había guerra en las provincias, sólo escaramuzas contra revoltosos incitados por personas a las que ella llamaba agitadores extranjeros. Y desde luego, nadie, nadie en absoluto se atrevía a repetir en su presencia los crecientes rumores de que, al cabo de ocho años de guerra, los soviéticos estaban siendo derrotados. Sobre todo ahora que el presidente americano Reagan había empezado a entregar misiles Stinger a los muyahidines para que derribaran helicópteros soviéticos, y que musulmanes de todo el mundo se estaban adhiriendo a la causa: egipcios, pakistaníes, e incluso los ricos saudíes, que dejaban sus millones atrás para irse a combatir en la yihad de Afganistán.
—Bucarest. La Habana —consiguió decir Laila.
—¿Y esos países son amigos o no?
—Lo son, moalim sahib. Son países amigos.
Jala Rangmaal asintió con una brusca inclinación de la cabeza.
Cuando acabaron las clases, mammy no fue a buscarla, como ocurría con frecuencia. Al final Laila volvió a casa con dos de sus compañeras de clase, Giti y Hasina.
Giti era una niña huesuda y muy envarada que llevaba el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Siempre fruncía el ceño y caminaba con los libros apretados contra el pecho, como un escudo. Hasina tenía doce años, tres más que Laila y Giti, pero había repetido el tercer curso una vez y dos veces el cuarto. Lo que le faltaba en inteligencia lo compensaba con malicia y una boca que, según decía Giti, era rápida como una máquina de coser. El apodo de Jala Rangmaal se le había ocurrido a ella.
Ese día Hasina les daba consejos para defenderse de pretendientes poco atractivos.
—Método infalible, éxito garantizado. Os doy mi palabra.
—Eso es una estupidez. ¡Soy demasiado joven para tener pretendientes! —replicó Giti.
—No eres demasiado joven.
—Bueno, pues nadie ha venido a pedir mi mano.
—Eso es porque tienes barba, hija mía.
Giti se llevó la mano a la barbilla y miró alarmada a Laila, que sonrió con expresión compasiva —Giti era la persona con menos sentido del humor que conocía— y negó con la cabeza para tranquilizarla.
—Bueno, ¿queréis saber lo que hay que hacer o no, señoritas?
—Cuenta —dijo Laila.
—Judías. No menos de cuatro latas. Justo la noche en que ese lagarto desdentado vaya a pedir vuestra mano. Pero hay que saber elegir el momento, señoritas. Tenéis que reprimir vuestros ímpetus hasta que llegue el momento de servirle el té.
—Lo recordaré —aseguró Laila.
—Y él también, te lo aseguro.
Laila podría haberle dicho que no necesitaba sus consejos, porque babi no tenía intención de darla en matrimonio en un futuro próximo. Aunque babi trabajaba en Silo, la gigantesca panificadora de Kabul, donde pasaba el día entre el calor y el zumbido de la maquinaria que alimentaba los enormes hornos, era un hombre educado en la universidad. Había sido profesor de instituto hasta que los comunistas lo habían destituido poco después del golpe de 1978, aproximadamente un año y medio antes de la invasión soviética. Babi había dejado muy claro a Laila desde muy niña que para él lo más importante, después de su seguridad, era su educación.
«Sé que aún eres pequeña, pero quiero que lo sepas y lo comprendas desde ahora —le dijo un día—. El matrimonio puede esperar; la educación no. Eres una niña muy, muy inteligente. De verdad, lo eres. Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará tanto como a sus hombres, tal vez más incluso. Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad».
Pero Laila no le contó a Hasina lo que le había dicho babi, ni lo feliz que era por tener un padre así, ni lo orgullosa que estaba del buen concepto que tenía de ella, ni su férrea determinación de seguir estudiando igual que su padre. En los dos años anteriores, Laila había recibido el certificado awal numra que se otorgaba anualmente al mejor estudiante de cada curso. Pero todas estas cosas no se las dijo a Hasina, cuyo padre era un taxista con muy mal genio que sin duda entregaría a su hija en matrimonio al cabo de dos o tres años. En una de las pocas ocasiones en que Hasina se mostraba seria, le había contado a Laila que ya se había decidido su matrimonio con un primo carnal veinte años mayor que ella, dueño de una tienda de coches en Lahore. «Lo he visto dos veces. Y las dos veces comió con la boca abierta», le había confiado.
—Judías, chicas —insistió Hasina—. Recordadlo. A menos, claro está —esbozó entonces una sonrisa pícara y dio un codazo a Laila—, que sea tu joven y apuesto príncipe de una sola pierna el que llame a tu puerta. Entonces…
Laila apartó el codo de Hasina de un manotazo. Se habría ofendido mucho si otra persona le hubiera hablado así de Tariq, pero sabía que Hasina no lo hacía con mala fe. Sólo se burlaba, como siempre, y nadie se libraba de sus bromas, ni siquiera ella misma.
—¡No deberías hablar así de las personas! —protestó Giti.
—¿Y quiénes son esas personas?
—Las que han resultado heridas por culpa de la guerra —replicó Giti con severidad, sin darse cuenta de que Hasina bromeaba.
—Creo que la ulema Giti se ha enamorado de Tariq. ¡Lo sabía! ¡Ja! Pero él ya está comprometido, ¿no te habías enterado? ¿No es verdad, Laila?
—¡No estoy enamorada de nadie!
Hasina y Giti se despidieron de Laila y, sin dejar de discutir, volvieron la esquina al llegar a su calle.
Laila recorrió sola las tres últimas manzanas. Cuando llegó a su calle, se fijó en que el Benz azul seguía aparcado frente a la casa de Rashid y Mariam. Ahora el hombre mayor del traje marrón estaba de pie junto al capó, apoyado en un bastón y mirando hacia la casa.
Fue entonces cuando Laila oyó una voz a su espalda.
—Eh, Pelopaja. Mira.
Laila se dio la vuelta y se encaró con el cañón de una pistola.