36

Laila

El día despuntaba en el horizonte, desterrando la oscuridad del cielo, aquella mañana de primavera de 1994, y Laila estaba cada vez más convencida de que Rashid lo sabía, que en cualquier momento la sacaría a rastras de la cama y le preguntaría si realmente creía que era un jar, un asno, incapaz de descubrirlo. Pero se oyó la llamada al azan, el sol matinal iluminó los tejados, cantaron los gallos, y no sucedió nada fuera de lo corriente.

Laila oía a su marido en el cuarto de baño, los golpes que daba con la cuchilla en el borde del lavabo. Luego lo oyó moviéndose por el piso de abajo, poniendo a hervir el agua para el té. Oyó el tintineo de sus llaves y luego sus pasos al cruzar el patio llevando la bicicleta de la mano.

La joven atisbó por una abertura en las cortinas de la sala de estar. Vio a Rashid alejarse pedaleando en la pequeña bicicleta con toda su corpulencia, y la luz del sol reflejándose en el manillar.

—¿Laila?

Mariam estaba en el umbral. Se notaba que tampoco había dormido y ella se preguntó si habría pasado la noche entre ataques de euforia y de angustia.

—Nos iremos dentro de media hora —anunció Laila.

Viajaban en el asiento posterior del taxi sin decir nada. Aziza iba sentada en el regazo de Mariam, aferrada a su muñeca y mirando con grandes ojos asombrados la ciudad que pasaba velozmente ante ella.

Ona! —exclamó, señalando a un grupo de niñas que saltaban a la comba—. ¡«Mayam»! Ona.

Allá donde mirara, Laila veía a Rashid. Lo veía saliendo de barberías con ventanas del color del polvillo del carbón, de los puestos diminutos en los que vendían perdices, de los destartalados almacenes donde se amontonaban neumáticos viejos desde el suelo hasta el techo. Se hundió en el asiento.

Junto a ella, Mariam mascullaba una plegaria. La joven tenía ganas de verle la cara, pero la mujer mayor llevaba el burka, igual que ella, y sólo veía el brillo de sus ojos a través de la rejilla.

Era la primera vez en semanas que Laila salía de casa, aparte del corto trayecto de la víspera hasta la tienda de empeños, donde había dejado la alianza de boda sobre el mostrador de cristal y de donde había salido emocionada por el carácter definitivo de su acción, consciente de que ya no había vuelta atrás.

Desde el taxi, Laila observaba las consecuencias de los combates más recientes, cuyo estruendo había oído desde la casa: viviendas convertidas en ruinas de piedra y ladrillo; edificios acribillados de boquetes por los que asomaban vigas caídas; coches quemados, destrozados, volcados, a veces apilados unos encima de otros; paredes plagadas de orificios de todos los calibres; cristales rotos por doquier. Vio una comitiva fúnebre camino de una mezquita, con una anciana vestida de negro que caminaba en retaguardia mesándose los cabellos. Pasaron por delante de un cementerio lleno de tumbas hechas con piedras amontonadas y raídas banderas shahid ondeando al viento.

Laila pasó la mano por encima de la maleta y sujetó el suave brazo de su hija.

En la estación de autobuses de Lahore Gate, cerca de Pol Mahmud Jan, en Kabul este, había una hilera de autobuses aparcados. Hombres con turbante se afanaban en subir cajas y bultos a los tejadillos, donde afianzaban las maletas con cuerdas. Dentro de la estación, había una larga cola de hombres hasta la ventanilla de venta de billetes. También vieron mujeres con burka, charlando en grupos, rodeadas de sus bártulos, mientras acunaban a sus bebés o regañaban a sus hijos por alejarse demasiado.

Milicianos muyahidines patrullaban dentro y fuera de la estación, soltando órdenes tajantes a diestro y siniestro. Llevaban botas, pakols y polvorientos uniformes verdes de faena. Y todos empuñaban kalashnikovs.

Laila se sentía observada. No miraba a nadie a la cara, pero tenía la impresión de que todos lo sabían, de que contemplaban con desaprobación lo que estaban haciendo Mariam y ella.

—¿Ves a alguien? —preguntó la joven.

La mujer mayor cambió de posición a Aziza en sus brazos.

—Estoy buscando.

Aquélla sería la primera parte arriesgada de su plan, como había previsto Laila: encontrar a un hombre adecuado para que se hiciera pasar por un pariente de ellas dos. Las libertades y oportunidades de las que habían disfrutado las mujeres entre 1978 y 1992 eran cosa del pasado. Laila aún recordaba las palabras de su padre al hablar sobre aquellos años de gobierno comunista: «Ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán, Laila». Desde que los muyahidines se habían hecho con el poder en abril de 1992, el país había pasado a llamarse Estado Islámico de Afganistán. Y ahora, bajo el gobierno de Rabbani, el Tribunal Supremo estaba formado sobre todo por ulemas integristas que habían sustituido los decretos de la era comunista, que otorgaban mayor libertad a las mujeres, por la sharia, las estrictas leyes islámicas que ordenaban a las mujeres cubrirse de pies a cabeza, les prohibían viajar sin la compañía de un pariente masculino, y castigaban el adulterio femenino con la lapidación; aun cuando la aplicación de tales leyes no pasaba de ser esporádica. «Pero las aplicarían eficazmente si no estuvieran tan ocupados matándose entre ellos, o a nosotros», había dicho Laila a Mariam.

La segunda parte arriesgada del viaje llegaría cuando se encontraran en Pakistán. Con la llegada de casi dos millones de refugiados afganos, el país vecino había cerrado sus fronteras a los afganos en enero de aquel mismo año. Laila había oído decir que sólo se admitía a los viajeros que disponían de visado. Pero la frontera era permeable, como siempre, y la joven sabía que miles de afganos seguían cruzándola gracias a los sobornos, o bien aduciendo motivos humanitarios. Y siempre se podía pagar a algún contrabandista. «Hallaremos la manera cuando lleguemos allí», había asegurado.

—¿Qué tal ése? —propuso Mariam, señalando con el mentón.

—No parece muy digno de fiar.

—¿Y ése?

—Demasiado viejo. Y viaja con dos hombres más.

Al final, la joven lo encontró sentado en un banco del parque, con una mujer velada a su lado y un niño pequeño, más o menos de la edad de Aziza, sentado en sus rodillas. Era alto y delgado, con barba, y llevaba una camisa con el cuello abierto y una modesta chaqueta gris a la que le faltaban un par de botones.

—Espera aquí —indicó la joven. Mientras se alejaba, volvió a oír a su compañera musitando una plegaría.

El hombre levantó la vista cuando Laila se acercó a él, protegiéndose los ojos con una mano.

—Perdóname, hermano, pero ¿vas a Peshawar?

—Sí —respondió él, entornando los párpados.

—Tal vez podrías ayudarnos. ¿Querrías hacernos un favor?

El hombre entregó el niño a su esposa. Luego se alejó un poco con Laila.

—¿Qué es, hamshira?

La joven se animó al ver que tenía la mirada dulce y la expresión bondadosa, y se dispuso a contarle la historia que había convenido con Mariam. Era una biwa, dijo, una viuda. Su madre, su hija y ella se habían quedado solas en Kabul. Querían ir a Peshawar, a casa de su tío.

—Y queréis venir con mi familia —concluyó el joven.

—Sé que es zamat para ti. Pero pareces un hermano decente y yo…

—No te preocupes, hamshira. Lo entiendo. No es ningún problema. Iré a comprar vuestros billetes.

—Gracias, hermano. Lo que estás haciendo es una sawab, una buena acción. Dios te recompensará por ello.

Laila sacó el sobre del bolsillo del burka y se lo entregó. En su interior había mil quinientos afganis, más o menos la mitad del dinero que había recogido durante un año, más lo que había obtenido por el anillo. El hombre se metió el sobre en el bolsillo del pantalón.

—Esperad aquí.

Ella lo vio entrar en la estación, de la que regresó media hora más tarde.

—Será mejor que yo os guarde los billetes —señaló—. El autobús saldrá dentro de una hora, a las once. Subiremos todos juntos. Me llamo Wakil. Si me preguntan, aunque seguro que no será así, les diré que eres mi prima.

Laila le dio sus nombres y él afirmó que los recordaría.

—No os alejéis —advirtió.

Se sentaron en el banco contiguo al de Wakil y su familia. La mañana era cálida y soleada, y en el cielo sólo había unas cuantas nubes algodonosas sobre las colinas distantes. Mariam dio a Aziza unas galletas que se había acordado de coger pese a las prisas por hacer el equipaje. También ofreció a la joven.

—La vomitaría —dijo ella, entre risas—. Estoy demasiado nerviosa.

—Yo también.

—Gracias, Mariam.

—¿Por qué?

—Por esto. Por venir con nosotras —respondió Laila—. No creo que hubiera podido hacerlo sola.

—No lo estás.

—Todo irá bien, ¿verdad?

Mariam alargó la mano para coger la de su compañera.

—El Corán dice que Alá es el este y el oeste, por lo tanto, allá donde vayas, hallarás a Alá.

Bov! —exclamó Aziza, señalando un autobús—. ¡«Mayam», bov!

—Ya lo veo, Aziza yo —dijo Mariam—. Eso es, bov. Pronto iremos las tres en un bov. Oh, la de cosas nuevas que vas a ver.

Laila sonrió. Al otro lado de la calle vio a un carpintero en su taller manejando la sierra, que hacía volar las astillas de madera. Vio pasar los coches con las ventanillas cubiertas de polvo y suciedad. Vio los autobuses aparcados, con el motor al ralentí, y en los costados, imágenes de pavos reales, leones, soles nacientes y espadas centelleantes.

Al calor del sol matinal, se sentía mareada y audaz. Experimentó un nuevo y fugaz ataque de euforia, y cuando un perro callejero de ojos amarillos se acercó cojeando, ella se inclinó y le acarició el lomo.

Unos minutos antes de las once, un hombre con un megáfono llamó a los pasajeros con destino a Peshawar para que subieran al autobús. Las puertas hidráulicas se abrieron con un intenso silbido. Los viajeros corrieron hacia el vehículo, adelantándose unos a otros, empujándose para ser los primeros en subir.

Wakil cogió en brazos a su hijo y dirigió una seña a Laila.

—Nos vamos —anunció ella.

Wakil caminaba delante. Cuando se acercaron, Laila vio rostros en las ventanillas, con la nariz y las manos apretadas contra el cristal. Por todas partes se oían gritos de despedida.

Un joven soldado miliciano comprobaba los billetes en la puerta del autobús.

Bov! —exclamó Aziza.

Wakil entregó los billetes al soldado, que los partió por la mitad y se los devolvió. El hombre hizo subir primero a su esposa. Laila vio que Wakil y el miliciano intercambiaban una mirada. Cuando se hallaba en el primer escalón del autobús, Wakil se inclinó y murmuró algo al oído del soldado, y éste asintió.

A Laila se le cayó el alma a los pies.

—Vosotras dos, las de la niña, haceos a un lado —ordenó el militar.

Laila fingió no haber oído nada. Quiso subir los escalones del autobús, pero el miliciano la agarró por el hombro y la sacó a la fuerza de la fila.

—Tú también —gritó a Mariam—. ¡Deprisa! Estáis molestando a los demás.

—¿Qué ocurre, hermano? —preguntó Laila, capaz apenas de mover los labios—. Tenemos billete. ¿No te los ha dado mi primo?

El soldado se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y dijo algo a otro soldado en voz baja. El segundo miliciano, un tipo rechoncho con una cicatriz en la mejilla derecha, asintió.

—Seguidme —exigió a Laila.

—Tenemos que subir —exclamó ella, consciente de que le temblaba la voz—. Tenemos billete. ¿Por qué hacéis esto?

—Vosotras no subiréis al autobús, más vale que os vayáis haciendo a la idea. Seguidme. A menos que queráis que la niña vea cómo os llevamos a rastras.

Cuando las conducían a un camión, Laila miró por encima del hombro y divisó al hijo de Wakil en la parte posterior del autobús. El niño también la vio y agitó la mano con gesto alegre.

En la comisaría de policía de Torabaz Jan las obligaron a sentarse en los extremos opuestos de un largo y atestado pasillo. En el centro había una mesa y, sentado a ella, un hombre que fumaba un cigarrillo tras otro, tecleando de vez en cuando en una máquina de escribir. De esa forma transcurrieron tres horas. Aziza se las pasó correteando entre Laila y Mariam, jugando con un clip que le dio el hombre de la mesa y comiéndose las galletas. Al final se quedó dormida en el regazo de Mariam.

Hacia las tres de la tarde, se llevaron a la joven a una sala de interrogatorios, y la mujer mayor tuvo que quedarse esperando en el pasillo con la niña.

El hombre que se sentaba a la mesa en la sala de interrogatorios rondaba la treintena y vestía ropa de civil: traje negro, corbata y mocasines negros. Lucía una barba pulcramente recortada y los cabellos cortos, y sus cejas se unían en una sola. Miraba fijamente a Laila, haciendo botar un lápiz en el borde de la mesa por el extremo de la goma.

—Sabemos que hoy has dicho ya una mentira, hamshira —empezó diciendo, tras carraspear y cubrirse educadamente la boca con el puño—. El joven de la estación no era tu primo. Nos lo dijo él mismo. La cuestión es si vas a contar más mentiras hoy, cosa que no te aconsejo.

—Nos dirigíamos a casa de mi tío —afirmó Laila—. Es la verdad.

El policía asintió.

—La hamshira del pasillo, ¿es tu madre?

—Sí.

—Tiene acento de Herat, y tú no.

—Ella se crio en Herat. Yo nací aquí, en Kabul.

—Por supuesto. ¿Y te has quedado viuda? Eso le dijiste al joven. Mis condolencias. Y ese tío, ese kaka, ¿dónde vive?

—En Peshawar.

—Sí, eso habías dicho. —El hombre lamió la punta del lápiz y se preparó para escribir en una hoja de papel en blanco—. Pero ¿en qué parte de Peshawar? ¿En qué barrio, por favor? Necesito el nombre de la calle y el número del distrito.

Laila trató de contener la oleada de pánico que le subía por el pecho. Nombró la única calle que conocía de Peshawar. La había oído mencionar una vez, en la fiesta que había dado su madre al entrar los muyahidines en Kabul.

—La calle Jamrud.

—Ah, sí. La del hotel Pearl Continental. Tal vez tu tío lo mencionara.

Laila vio una oportunidad y quiso aprovecharla.

—Esa calle, sí.

—Pero el hotel Pearl Continental está en la calle Jyber.

Laila oyó el llanto de Aziza en el pasillo.

—Mi hija está asustada. ¿Puedo ir a buscarla, hermano?

—Prefiero que me llames «agente». No te preocupes, pronto volverás con ella. ¿Tienes el número de teléfono de ese tío?

—Lo tengo. Lo tenía. Bueno… —Ni siquiera el burka parecía frenar la penetrante mirada del agente—. Estoy tan nerviosa que lo he olvidado.

El agente soltó aire por la nariz. Preguntó el nombre del tío y el de su esposa. ¿Cuántos hijos tenían? ¿Cómo se llamaban? ¿En qué trabajaba? ¿Qué edad tenía? Sus preguntas no hicieron más que acrecentar el nerviosismo de Laila.

El agente dejó el lápiz sobre la mesa, enlazó los dedos y se inclinó hacia delante con la actitud de un padre a punto de reprender a un niño pequeño.

—¿Eres consciente, hamshira, de que es delito que una mujer huya de su casa? Lo vemos muy a menudo. Mujeres que viajan solas y afirman que se han quedado viudas. Algunas dicen la verdad, pero la mayoría no. Podrían meterte en la cárcel por huir de casa, supongo que lo entiendes, nay?

—Déjenos marchar, agente… —Laila leyó el nombre en la placa que llevaba en la solapa—, agente Rahman. Haga honor al significado de su nombre y muestre compasión. ¿Qué puede importar que suelte a dos simples mujeres como nosotras? ¿Qué mal habría en ello? No somos delincuentes.

—No puedo.

—Se lo suplico, por favor.

—Es la ley, hamshira, la qanun —declaró Rahman, adoptando un tono grave de suficiencia—. Es responsabilidad mía mantener el orden, ¿entiendes?

A pesar de su angustia, Laila estuvo a punto de echarse a reír. Le asombraba que el agente usara aquella palabra después de todo lo que habían hecho las facciones de muyahidines: asesinatos, saqueos, violaciones, torturas, ejecuciones, bombardeos e intercambio de miles de misiles, sin importarles cuántos inocentes murieran bajo el fuego cruzado. Orden. Laila tuvo que morderse la lengua.

—Si nos envía de vuelta —dijo lentamente—, quién sabe lo que nos hará él.

Laila percibió el esfuerzo que hizo el agente para no apartar la vista.

—Lo que un hombre haga en su casa es asunto suyo.

—Y entonces, ¿qué hay de la ley, agente Rahman? —Lágrimas de rabia acudieron a sus ojos—. ¿Estará usted allí para mantener el orden?

—Nuestra política es no interferir en los asuntos privados de las familias, hamshira.

—Por supuesto, claro que no. Siempre que beneficie al hombre. ¿Y acaso no es esto «un asunto privado de la familia», como dice usted? ¿No lo es?

El hombre empujó su silla hacia atrás, se levantó y se alisó la chaqueta.

—Creo que la entrevista ha terminado. Debo decir, hamshira, que has hecho una pobre defensa de tu caso. Muy pobre, realmente. Bien, y ahora espera fuera mientras charlo un poco con tu… con quien quiera que sea.

Laila empezó a protestar, luego chilló, y el agente tuvo que solicitar la ayuda de dos hombres más, que la sacaron a rastras de la sala.

Tras apenas unos minutos de interrogatorio, Mariam salió de la sala temblando.

—Hacía demasiadas preguntas —se lamentó—. Lo siento, Laila yo. No soy tan lista como tú. Hacía demasiadas preguntas y yo no sabía las respuestas. Lo siento.

—No es culpa tuya —dijo ella con voz débil—, sino mía. Todo ha sido culpa mía.

Eran más de las seis cuando el coche policial se detuvo frente a la casa. Hicieron esperar a las mujeres en el asiento de atrás, vigiladas por un soldado muyahidín que se quedó en el asiento de delante. El conductor se apeó, llamó a la puerta y habló con Rashid. Luego les hizo señas para que bajaran del coche y se acercaran.

—Bienvenidas a casa —dijo el muyahidín del coche, y encendió un cigarrillo.

—Tú —dijo Rashid a Mariam—. Espera aquí.

La mujer se sentó en el sofá sin pronunciar palabra.

—Vosotras dos, arriba.

Agarró a Laila por el codo y la obligó a subir las escaleras a empujones. Aún llevaba los zapatos, aún no se había puesto las chancletas, no se había quitado el reloj ni la chaqueta siquiera. Laila lo imaginó una hora, o quizá unos minutos antes, corriendo de una habitación a otra, dando portazos, furioso e incrédulo, y mascullando maldiciones.

Al llegar a lo alto de la escalera, Laila se dio la vuelta.

—Ella no quería hacerlo —dijo—. Yo la he obligado. Ella no quería irse…

La joven no vio llegar el puñetazo. Estaba hablando y de repente se encontró a cuatro patas, con los ojos como platos y la cara congestionada, tratando de coger aire. Fue como si un coche lanzado a toda velocidad la hubiera golpeado justo en la boca del estómago. Se dio cuenta de que había dejado caer a Aziza y de que la niña chillaba. Trató de respirar una vez más y sólo consiguió soltar un ronco sonido estrangulado. Babeaba.

Rashid la arrastró entonces por el pelo. Laila vio que cogía a Aziza del suelo y que la niña perdía las sandalias al patalear. A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor, al notar que le arrancaban mechones de cabello. Vio que él abría la puerta de la habitación de Mariam de una patada y arrojaba a Aziza sobre la cama. Rashid le soltó el pelo a Laila y le asestó una patada en la nalga izquierda. Ella aulló de dolor mientras él salía y cerraba la puerta de golpe. Luego oyó que echaba la llave.

Aziza seguía berreando. Laila se quedó tirada en el suelo, encogida, jadeando. Luego consiguió ponerse a cuatro patas y gatear hasta la cama para coger a su hija.

Abajo empezó la paliza. Los sonidos que oía Laila correspondían a un procedimiento metódico, casi familiar. No oyó maldiciones, ni aullidos, ni súplicas, ni gritos de sorpresa; sólo los ruidos sordos de los golpes, de algo sólido que vapuleaba la carne repetidamente, de algo o alguien que se estrellaba contra una pared, de tela que se rasgaba. De vez en cuando, también oía unos pasos apresurados, una persecución silenciosa, muebles que se volcaban, cristales que se rompían, y luego otra vez los golpes.

Laila cogió a Aziza en brazos y notó el calor que se extendía en su regazo, cuando Aziza se le orinó encima.

Abajo, las carreras y la persecución cesaron finalmente. Sólo se oía un sonido como el de un garrote de madera sacudiendo repetidamente un pedazo de carne de buey.

Laila meció a Aziza hasta que ya no hubo más ruidos. Y cuando oyó que la puerta mosquitera de la casa se abría y se cerraba, dejó a su hija en el suelo y miró por la ventana. Vio a Rashid cruzando el patio, llevando a Mariam sujeta por el cuello. Mariam iba descalza y doblada sobre sí misma. Laila vio sangre en las manos de Rashid, en el rostro de Mariam, en sus cabellos, en el cuello y la espalda. Tenía la camisa rasgada por delante.

—Lo siento mucho, Mariam —gritó Laila al cristal.

Vio que Rashid metía a la mujer en el cobertizo de las herramientas de un empellón y entraba tras ella. Rashid salió con un martillo y varios tablones de madera. Cerró la doble puerta del cobertizo y le echó el candado. Comprobó que las puertas estaban bien aseguradas y luego rodeó el cobertizo para ir en busca de una escalera.

Minutos después, su rostro apareció en la ventana de Laila, con unos clavos en las comisuras de la boca. Estaba despeinado y tenía un trazo de sangre en la frente. Al verlo, Aziza chilló y ocultó el rostro en la axila de Laila.

Rashid empezó a clavar los tablones sobre la ventana.

La oscuridad era absoluta, impenetrable y constante, sin capas ni textura. Rashid había rellenado las grietas que quedaban entre los tablones y había colocado un objeto grande debajo de la puerta para que no entrara luz por la rendija. También había metido algo en el ojo de la cerradura.

A Laila le era imposible determinar el paso del tiempo con la vista, de modo que usó su oído bueno. Azan y el canto de los gallos señalaban la mañana. El ruido de cacharros en la cocina y el de la radio indicaban la noche.

El primer día, Laila y Aziza anduvieron a tientas, palpando y buscándose en la oscuridad. La joven no veía a su hija cuando lloraba, cuando se alejaba gateando.

Aishi —pedía Aziza, lloriqueando—. Aishi.

—Pronto. —Laila intentó besar a su hija en la frente, pero la caricia acabó en la coronilla—. Pronto habrá leche. Has de tener paciencia. Sé una niña buena y paciente por mammy, y te daré aishi.

Laila le cantó unas canciones.

Sonó la llamada al azan por segunda vez y Rashid seguía sin darles comida, y lo que era peor, tampoco agua. Ese día empezó a hacer un calor denso y sofocante. La habitación se convirtió en una olla a presión. Laila se pasaba la lengua por los labios, pensando en el pozo, en el agua fría. Aziza no dejaba de llorar, y Laila se alarmó al descubrir que cuando trataba de secar las lágrimas de su hija, retiraba las manos secas. Le arrancó la ropa, trató de encontrar algo para abanicarla y estuvo soplando sobre ella hasta que empezó a marearse. Pronto Aziza dejó de gatear. Sólo dormitaba.

Durante ese día, Laila golpeó varias veces las paredes con los puños, gastando energías en chillar pidiendo ayuda con la esperanza de que la oyera algún vecino. Pero nadie acudió, y sus chillidos no sirvieron más que para asustar a Aziza, que empezó a llorar de nuevo con un gemido débil y ronco. Laila se deslizó hasta el suelo. Pensó en Mariam, ensangrentada y encerrada en el cobertizo con el calor que hacía, y se sintió culpable.

Por fin la joven se quedó dormida, mientras su cuerpo se cocía lentamente. Soñó que veía a Tariq en la otra acera de una calle llena de gente, bajo el toldo de una sastrería, y que echaba a correr hacia él con la niña en brazos. Estaba sentado en cuclillas y probaba los higos de una caja. «Ése es tu padre —decía Laila—. Ese hombre de ahí, ¿lo ves? Ése es tu baba de verdad». Laila lo llamó por su nombre, pero el jaleo de la calle apagó su voz y Tariq no la oyó.

Laila se despertó al oír el silbido de los misiles. En alguna parte, el cielo que no podía ver se llenó de estallidos y se oyó el frenético tableteo de las ametralladoras. Cerró los ojos. Se despertó de nuevo con las fuertes pisadas de Rashid en el pasillo. La joven se arrastró hasta la puerta y la golpeó con las manos abiertas.

—Sólo un vaso, Rashid. No es para mí. Hazlo por ella. No querrás tener su muerte sobre la conciencia.

El hombre pasó de largo, pero ella siguió suplicando. Le pidió perdón, hizo promesas. Lo maldijo.

Rashid cerró la puerta de su habitación. Puso la radio.

El muecín llamó al azan una tercera vez. De nuevo el calor aplastante. La niña, cada vez más apática, dejó de llorar y de moverse.

Laila aplicaba el oído a la boca de su hija, temiendo en cada ocasión no oír el débil silbido de su respiración. Incluso el sencillo acto de incorporarse le causaba mareos. Se quedó dormida, tuvo sueños que luego no recordaba. Al despertar, comprobó que Aziza seguía respirando, le palpó los labios agrietados, le buscó el débil pulso en el cuello y volvió a tumbarse. Estaba convencida de que iban a sucumbir allí encerradas, pero lo que más pavor le causaba era ver morir a Aziza, que era tan pequeña y frágil. ¿Cuánto tiempo más resistiría? La pequeña se ahogaría de calor y Laila tendría que permanecer junto a su rígido cuerpecito, aguardando su propio fin. Volvió a dormirse. Se despertó. Se durmió. La línea entre el sueño y la vigilia se difuminó.

No fue el canto de los gallos ni el azan lo que volvió a despertarla, sino el ruido de algo pesado al ser arrastrado. Oyó la llave en la cerradura. De pronto, la habitación se llenó de luz, que la deslumbró cruelmente. Laila alzó la cabeza, esbozó una mueca de dolor y se protegió los ojos con la mano. Por entre los dedos vislumbró una silueta grande y borrosa recortada sobre un rectángulo de luz. La forma se movió, se agachó, se inclinó sobre ella y le habló al oído.

—Si vuelves a intentarlo, te encontraré. Te juro por el nombre del profeta que te encontraré. Y cuando dé contigo, no habrá tribunal en este maldito país que me condene por mis actos. Primero a Mariam, luego a la niña y por último a ti. Y te obligaré a verlo todo. ¿Me has comprendido? ¡Te obligaré a verlo!

Y tras estas palabras, abandonó la habitación, pero no antes de patearle el costado. De resultas de ello, Laila estuvo orinando sangre durante días.