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Laila

Cuando los talibanes se pusieron manos a la obra, Laila se alegró de que babi no estuviera vivo para verlo. Habría sido un trauma para él.

Grupos de hombres con picos irrumpieron en el desvencijado Museo de Kabul y destrozaron las estatuas preislámicas, es decir, las que aún no habían sido objeto del pillaje de los muyahidines. Cerraron la universidad y los estudiantes tuvieron que volver a casa. Arrancaron cuadros de las paredes y los rajaron. Rompieron televisores a puntapiés. Quemaron todos los libros, excepto el Corán, y se cerraron las librerías. Los poemas de Jalili, Paywak, Ansari, Hayi Deqan, Ashraqi, Beytaab, Hafez, Yami, Nizami, Rumi, Jayyám, Beydel y los demás se convirtieron en humo.

Laila supo de hombres a los que llevaron a rastras a las mezquitas, acusándolos de haberse saltado el namaz. Se enteró de que el restaurante Marco Polo, cerca de la calle del Pollo, se había convertido en un centro de interrogatorios. A veces se oían gritos al otro lado de las ventanas pintadas de negro. La Patrulla de las Barbas recorría la ciudad en camiones Toyota en busca de rostros afeitados que machacar.

También clausuraron los cines. El Cinema Park, el Ariana, el Aryub. Arrasaron las salas de proyección y prendieron fuego a los rollos de película. Laila recordaba todas las veces que Tariq y ella habían frecuentado aquellas salas para ver películas indias, todas las melodramáticas historias sobre amantes separados por un trágico vuelco del destino, uno perdido en algún remoto país, el otro obligado a casarse, y los llantos, y las canciones en campos de caléndulas y el ansia de reunirse al fin. Laila recordaba que Tariq se reía porque ella lloraba al ver esas películas.

—No sé qué habrá sido del cine de mi padre —le dijo Mariam un día—. No sé si seguirá abierto. O si él seguirá siendo el dueño.

Jarabat, el antiguo barrio musical de Kabul, se redujo al silencio. Después de apalear y encarcelar a los músicos, destrozaron sus rubabs, tamburas y armonios. Los talibanes fueron a la tumba del cantante preferido de Tariq, Ahmad Zahir, y dispararon sobre ella.

—Hace casi veinte años que falleció —dijo Laila a Mariam—. ¿No les basta con que muriera una vez?

A Rashid los talibanes no le resultaban demasiado molestos. Sólo tenía que dejarse crecer la barba y visitar la mezquita, cosas ambas que hizo. Rashid veía a los talibanes con cierto desconcierto afectuoso y comprensivo, como podría mirar a un voluble primo dado a actuar de manera imprevisible y a ser motivo de escándalo e hilaridad.

Todos los miércoles por la noche, Rashid escuchaba La Voz de la Sharia, cuando los talibanes divulgaban los nombres de aquellos a quienes se iba a aplicar un castigo. Luego, los viernes, iba al estadio Gazi, compraba una Pepsi y contemplaba el espectáculo. En la cama, obligaba a Laila a escucharle mientras describía con un extraño júbilo las manos que había visto cortadas, las flagelaciones, los ahorcamientos, las decapitaciones.

—Hoy he visto a un hombre degollando al asesino de su hermano —explicó una noche, mientras formaba anillos de humo.

—Son unos salvajes —espetó Laila.

—¿Tú crees? —dijo Rashid—. ¿Comparados con quién? Los soviéticos mataron a un millón de personas. ¿Sabes a cuántos mataron los muyahidines en Kabul en los cuatro últimos años? A cincuenta mil. ¡Cincuenta mil! ¿No te parece sensato, en comparación, cortarles la mano a unos cuantos ladrones? Ojo por ojo, diente por diente. Está en el Corán. Además, dime una cosa. Si alguien matara a Aziza, ¿no querrías tener la oportunidad de vengarla?

Laila le lanzó una mirada de repugnancia.

—Sólo por poner un ejemplo.

—Eres igual que ellos.

—Siempre me ha extrañado el color de los ojos de Aziza, ¿a ti no? No los tiene como tú ni como yo.

Rashid se dio la vuelta en la cama para encararse con ella, y le rascó suavemente el muslo con la curva uña del dedo índice.

—Déjame que te lo explique —dijo—. Si me entrara el capricho, y no digo que eso vaya a ocurrir, aunque bien podría, estaría en mi derecho de regalar a Aziza. ¿Qué te parecería eso? O podría ir un día a los talibanes y decirles que tengo mis sospechas sobre ti. Sólo eso necesitaría. ¿A quién crees que creerían? ¿Qué crees que te harían?

—Eres despreciable —masculló Laila, apartándose de él.

—Ésas son palabras mayores —advirtió Rashid—. Ese rasgo tuyo nunca me ha gustado. Incluso cuando eras pequeña, cuando corrías por ahí con ese tullido, te creías muy lista porque leías libros y poemas. ¿De qué te sirve ahora todo eso? ¿Qué te ha librado de acabar en la calle, tu inteligencia o yo? ¿Yo soy despreciable? La mitad de las mujeres de esta ciudad matarían por tener un marido como yo. Matarían por ello.

Rashid volvió a tumbarse de espaldas y lanzó el humo del cigarrillo al techo.

—¿Te gustan las palabras grandilocuentes? Yo te daré una: perspectiva. Eso es lo que hago yo, Laila, asegurarme de que no pierdes la perspectiva.

Lo que a Laila le revolvió el estómago para el resto de la noche fue que todas y cada una de las palabras que había pronunciado Rashid eran ciertas.

Pero a la mañana siguiente y en las mañanas sucesivas siguió teniendo náuseas, que luego se incrementaron hasta convertirse en algo que desgraciadamente ya conocía bien.

Poco después, en una fría tarde nublada, Laila yacía tumbada de espaldas en el suelo de la habitación. Mariam estaba en su dormitorio, echando la siesta con Aziza.

En las manos tenía una varilla metálica: era el radio de una rueda que había arrancado con unas tenazas a una bicicleta abandonada. La había encontrado en el mismo callejón donde había besado a Tariq hacía unos años. Laila permaneció en el suelo durante largo rato, respirando entre dientes, con las piernas abiertas.

Había adorado a Aziza desde el mismo momento en que sospechó su existencia. No había sentido dudas ni incertidumbre alguna. Qué terrible era para una madre, pensó, llegar a temer que no pudiera amar a su propio hijo. Era antinatural. Y sin embargo, mientras estaba en el suelo y empuñaba el trozo de metal, se preguntó si realmente podría querer al hijo de Rashid como había venerado a la hija de Tariq.

Al final, fue incapaz de hacerlo.

No fue el miedo a desangrarse lo que le hizo soltar el trozo de metal, ni tampoco la idea de que se tratara de un acto condenable, como ciertamente sospechaba. No. Laila dejó caer la varilla porque no podía aceptar lo que tan fácilmente habían asumido los muyahidines: que a veces, en la guerra, había que segar vidas inocentes. La guerra de Laila era contra Rashid. El bebé no tenía culpa alguna. Y ya se habían producido suficientes muertes. Laila había visto sucumbir demasiados inocentes bajo el fuego cruzado de los enemigos.