18
Transcurrió una semana, pero Tariq seguía sin dar señales de vida. Luego transcurrió otra.
Para aliviar la espera, Laila arregló la puerta mosquitera que babi aún no había tocado. Bajó los libros de su padre, les quitó el polvo y los ordenó alfabéticamente. Fue a la calle del Pollo con Hasina, Giti y la madre de ésta, Nila, que era costurera y a veces trabajaba con la madre de Laila. Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.
Transcurrieron otros siete días.
Horribles pensamientos atormentaban a Laila.
Tariq jamás volvería. Sus padres se habían mudado para siempre; el viaje a Gazni era una argucia, un plan de los adultos para ahorrarles a los dos una amarga despedida.
Una mina antipersona había vuelto a estallarle, igual que en 1981, cuando Tariq tenía cinco años, la última vez que sus padres lo habían llevado al sur, a Gazni, poco después del tercer cumpleaños de Laila. Tariq había tenido la suerte de perder sólo una pierna; la suerte de haber sobrevivido.
Laila no hacía más que darle vueltas y más vueltas a todas las posibilidades.
Hasta que una noche distinguió el diminuto haz de una linterna que llegaba desde el otro lado de la calle. De sus labios brotó una especie de chillido ahogado. Rápidamente sacó su linterna de debajo de la cama, pero no funcionaba. Le dio unos golpes contra la palma de la mano, maldiciendo las pilas. Pero le daba igual, porque Tariq había vuelto. Laila se sentó en el borde de la cama, aturdida de alivio, y contempló la bonita luz amarilla que se encendía y se apagaba como un intermitente.
De camino a casa de Tariq al día siguiente, Laila vio a Jadim y un grupo de amigos suyos al otro lado de la calle. Jadim estaba en cuclillas y hacía un dibujo en la tierra con un palo. Al ver a Laila, dejó caer el palo, agitó los dedos y al mismo tiempo dijo algo que provocó las risas de sus amigos. Laila agachó la cabeza y pasó deprisa por su lado.
—¿Qué te has hecho? —exclamó Laila cuando Tariq le abrió la puerta. Sólo entonces recordó que el tío de Tariq era barbero.
Tariq se pasó la mano por el cráneo afeitado y sonrió, mostrando unos dientes blancos y algo irregulares.
—¿Te gusta?
—Parece que vayas a alistarte en el ejército.
—¿Quieres tocarlo? —Bajó la cabeza.
El diminuto vello produjo un agradable cosquilleo en la mano de Laila. Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno.
Cuando él levantó de nuevo la cabeza, Laila vio que tenía las mejillas y la frente quemadas por el sol.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.
—Mi tío estaba enfermo. Ven, entra.
La condujo por el pasillo hasta la habitación de la familia. A Laila le gustaba todo lo de aquella casa. Le gustaba la vieja alfombra raída de la sala de estar, la colcha de retales que cubría el sofá, el revoltijo de arreos que formaban parte de la vida diaria de Tariq: los rollos de tela de su madre, sus agujas de coser clavadas en carretes de hilo, las revistas atrasadas, el estuche del acordeón en el rincón esperando a ser abierto.
—¿Quién es? —Era la madre de Tariq, que preguntaba desde la cocina.
—Laila —respondió él.
Acercó una silla a Laila. La habitación familiar tenía mucha luz y una ventana doble que daba al patio. En el alféizar había tarros vacíos en los que la madre de Tariq guardaba la berenjena en vinagre y la mermelada de zanahoria que preparaba ella misma.
—Te refieres a nuestra arus, nuestra nuera —anunció su padre, entrando en la habitación. Era carpintero, un hombre enjuto de pelo blanco, de sesenta y pocos años. Le faltaban algunos dientes de delante, y tenía los ojos llenos de arrugas y un poco achinados de las personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre. Abrió los brazos y Laila, al echarse en ellos, inspiró el agradable y familiar olor del serrín. Se besaron en las mejillas tres veces.
—Tú sigue llamándola así y dejará de venir a esta casa —advirtió su mujer al pasar por su lado. Llevaba una bandeja con un cuenco grande, un cucharón y cuatro escudillas. Depositó la bandeja sobre la mesa—. No hagas caso a este viejo. —Le cogió la cara entre las manos—. Me alegro de verte, cariño. Ven, siéntate. He traído fruta en remojo.
La mesa era grande y estaba hecha de una madera ligera y sin pulir. La había fabricado el padre de Tariq, igual que las sillas. Estaba cubierta por un mantel de vinilo verde con pequeñas lunas y estrellas magenta. Había una pared llena de fotografías de Tariq a distintas edades. En las más antiguas tenía las dos piernas.
—Me ha dicho Tariq que su hermano está enfermo —comentó Laila al padre de su amigo, hundiendo la cuchara en su cuenco de uvas, pistachos y albaricoques en remojo.
—Sí —dijo él mientras encendía un cigarrillo—, pero ahora ya está bien, shokr e Joda, gracias a Dios.
—Tuvo un ataque al corazón, el segundo —intervino la madre, lanzando a su marido una mirada reprobatoria.
Él lanzó una bocanada de humo mientras guiñaba un ojo a Laila, y ella volvió a pensar, como en tantas otras ocasiones, que los padres de Tariq podían pasar fácilmente por sus abuelos, ya que el niño había nacido cuando su madre pasaba ya de los cuarenta.
—¿Cómo está tu padre, cariño? —preguntó la madre, mirándola por encima de su cuenco.
Desde que Laila la conocía, la madre de Tariq siempre había llevado peluca. Una peluca que se estaba volviendo de un apagado color violáceo con los años. Ese día la llevaba inclinada sobre la frente y Laila veía asomar el pelo gris de las patillas. Algunos días la llevaba mucho más arriba. Sin embargo, nunca le había parecido que tuviera un aspecto ridículo. Lo que veía era el rostro sereno y seguro de sí mismo que había bajo la peluca, con sus ojos inteligentes y sus modales agradables y temperados.
—Está bien —contestó—. Sigue en Silo, por supuesto. Está bien.
—¿Y tu madre?
—Tiene días buenos. Y otros malos. Lo de siempre.
—Sí —convino la madre de Tariq pensativamente, dejando la cuchara en el recipiente—. Debe de ser muy duro, terriblemente duro para una madre, verse separada de sus hijos.
—¿Te quedas a comer? —preguntó Tariq.
—Tienes que quedarte —dijo la madre—. Habrá shorwa.
—No quiero ser una mozahem.
—¿Molestia tú? —dijo la madre—. ¿Estamos sólo un par de semanas fuera y te vuelves tan formal con nosotros?
—De acuerdo, me quedaré —accedió Laila sonriente, ruborizándose.
—Decidido, entonces.
Lo cierto era que a Laila le gustaba tanto comer en casa de Tariq como le desagradaba ir a la suya. En casa de Tariq nadie comía solo, siempre se hacía en familia. A Laila le gustaban los vasos de plástico violeta que usaban y el gajo de limón que siempre flotaba en la jarra de agua. Le gustaba que todas las comidas empezaran con un cuenco de yogur fresco y que le echaran zumo de naranjas amargas a todo, incluso al yogur, y que se lanzaran pullas inofensivas unos a otros.
Durante las comidas la conversación siempre era fluida. A pesar de que Tariq y sus padres eran de la etnia pastún, hablaban en farsi cuando Laila estaba con ellos, aunque ella entendía bastante bien el pastún, ya que lo había aprendido en el colegio. Babi decía que había tensiones entre su gente, los tayikos, que eran una minoría, y la gente de Tariq, los pastunes, que eran el grupo étnico más numeroso de Afganistán.
—Los tayikos siempre se han sentido despreciados —le había explicado babi—. Los reyes pastunes han gobernado este país durante cerca de doscientos cincuenta años, Laila, y los tayikos sólo durante nueve meses en mil novecientos veintinueve.
—¿Y tú? —había preguntado Laila—. ¿Te sientes despreciado, bab?
Él se había limpiado las gafas con el borde de la camisa antes de contestar.
—Para mí, todo eso de yo soy tayiko y tú eres pastún y él es hazara y ella es uzbeka no son más que tonterías, y muy peligrosas, por cierto. Todos somos afganos, y eso es lo que debería importarnos. Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo… Hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.
Tal vez fuera así. Pero Laila nunca tenía esa impresión cuando estaba en casa de Tariq, donde tales cuestiones no se planteaban. Los ratos que pasaba con la familia de Tariq siempre le parecían naturales, fáciles, y nunca surgía complicación alguna por culpa de las diferencias tribales o idiomáticas, ni por los rencores y resentimientos que contaminaban el aire en su hogar.
—¿Te apetece jugar a las cartas? —preguntó Tariq.
—Sí, id arriba —sugirió su madre, dando manotazos para disipar la nube de humo de su marido con aire de desaprobación—. Yo prepararé el shorwa.
Los dos niños se tumbaron en el suelo del dormitorio de Tariq y se pusieron a jugar al panypar. Tariq le contó su viaje, balanceando el pie. Habló de los jóvenes melocotoneros que había ayudado a plantar a su tío y de una culebra que había atrapado en el jardín.
Aquélla era la habitación donde ambos hacían los deberes, donde construían torres de naipes y dibujaban caricaturas el uno del otro. Si llovía, se apoyaban en el alféizar de la ventana y bebían Fanta de naranja caliente, mientras contemplaban los goterones de lluvia que se deslizaban por el cristal.
—Vale, me sé una adivinanza —dijo Laila, cambiando de postura—. ¿Qué da la vuelta al mundo, pero siempre se queda en un rincón?
—Espera. —Tariq se incorporó y se quitó la pierna ortopédica, la izquierda. Hizo una mueca de dolor y se tumbó de lado, apoyándose en el codo—. Pásame ese cojín. —Se colocó el almohadón bajo la pierna—. Así está mejor.
Laila recordó la primera vez que Tariq le había mostrado su muñón. Entonces ella tenía seis años. Con un dedo había apretado la piel lisa y reluciente del muñón, justo por debajo de la rodilla izquierda. El dedo había detectado pequeños bultos duros aquí y allá, y Tariq le había explicado que eran espolones de hueso que a veces crecían tras una amputación. Ella le había preguntado si le dolía, y él le había explicado que al final del día en ocasiones se le hinchaba y no encajaba bien en la prótesis, como un dedo en un dedal. «También me escuece, sobre todo cuando hace calor. Entonces me salen sarpullidos y ampollas, pero mi madre tiene cremas para aliviarme. No hay para tanto». Laila se había echado a llorar. «¿Por qué lloras? —protestó Tariq, que había vuelto a ponerse la pierna ortopédica—. ¡Eres tú quien me ha pedido verlo, giryanok, llorona! Si hubiera sabido que te ibas a poner a berrear, no te lo habría enseñado», había acabado diciendo.
—Un sello.
—¿Qué?
—La adivinanza. La respuesta es un sello. Deberíamos ir al zoo después de comer.
—Ya te la sabías, ¿verdad?
—Desde luego que no.
—Eres un tramposo.
—Y tú una envidiosa.
—¿De qué?
—De mi inteligencia masculina.
—¿Tu inteligencia masculina? ¿En serio? Dime, ¿quién gana siempre al ajedrez?
—Es porque te dejo ganar. —Tariq se echó a reír. Ambos sabían que no era cierto.
—¿Y quién suspendió matemáticas? ¿A quién le pides ayuda con los deberes de matemáticas, a pesar de que estás en un curso superior?
—Estaría dos cursos por delante de ti si las matemáticas no me aburrieran.
—Y supongo que la geografía también te aburre.
—¿Cómo lo sabes? Bueno, calla ya. ¿Vamos al zoo o no?
Laila sonrió.
—Sí, vamos.
—Bien.
—Te he echado de menos.
Se produjo un silencio. Luego Tariq se volvió hacia ella con una expresión que oscilaba entre una sonrisa y una mueca de desagrado.
—¿Qué te pasa?
¿Cuántas veces se habían preguntado lo mismo Hasina, Giti y ella, pensó Laila, y lo habían dicho sin vacilar, después de apenas dos o tres días sin verse? «Te he echado de menos, Hasina». «Oh, yo a ti también». Con la mueca de Tariq, Laila aprendió que los chicos eran diferentes de las chicas en aquel aspecto. No hacían ostentación de su amistad. No sentían la necesidad de hablar de esas cosas. Laila imaginó que también sus hermanos serían así. Los chicos, comprendió, se planteaban la amistad de la misma forma que el sol: daban por sentada su existencia y disfrutaban de su resplandor, pero nunca lo contemplaban directamente.
—Sólo quería fastidiarte —dijo.
—Pues ha funcionado —replicó Tariq, mirándola de reojo.
Pero a Laila le pareció que su mueca se había suavizado. Y también le dio la impresión de que el tono de sus mejillas había subido de intensidad momentáneamente.
Laila no pensaba contárselo. De hecho, había llegado a la conclusión de que sería muy mala idea. Alguien saldría herido, porque Tariq sería incapaz de pasarlo por alto. Pero cuando más tarde salieron a la calle en dirección a la parada del autobús, Laila volvió a ver a Jadim apoyado contra una pared, rodeado de sus amigos y con los pulgares metidos en las presillas del pantalón, dedicándole una sonrisa desafiante.
Y entonces ella se lo contó. Todo lo sucedido le salió por la boca antes de que acertara a contenerlo.
—¿Que hizo qué?
Laila se lo repitió.
Tariq señaló a Jadim.
—¿Él? ¿Fue él? ¿Estás segura?
—Estoy segura.
Tariq apretó los dientes y masculló algo en pastún que Laila no entendió.
—Espera aquí —ordenó en farsi.
—No, Tariq…
Pero él ya estaba cruzando la calle.
Jadim fue el primero en verlo. Se le borró la sonrisa y se apartó de la pared. Sacó los pulgares de las presillas y se irguió, adoptando un afectado aire de amenaza. Los otros chicos siguieron su mirada.
Laila deseó haber callado. ¿Y si se ponían todos de parte de Jadim? ¿Cuántos había…? ¿Diez, once, doce? ¿Y si le hacían daño?
Tariq se detuvo a unos pasos de Jadim y su banda. A Laila le pareció que se tomaba un momento para reflexionar, tal vez para cambiar de opinión, y cuando él se agachó, imaginó que fingiría que se le había desatado el cordón del zapato y que luego volvería a su lado. Pero no fue eso lo que hizo Tariq, y entonces Laila lo comprendió todo.
Los otros también lo comprendieron al ver que Tariq se enderezaba sobre una sola pierna, se dirigía hacia Jadim a la pata coja, y luego se abalanzaba sobre él, blandiendo la pierna ortopédica como si de una espada se tratara.
Los demás chicos se apartaron rápidamente para dejarle libre el camino.
Entonces todo se convirtió en polvo, puñetazos, patadas y gritos.
Jadim no volvió a molestar a Laila nunca más.
Esa noche, como la mayoría de las noches, Laila puso la mesa sólo para dos. Mammy dijo que no tenía hambre. Cuando sí tenía hambre, siempre se llevaba el plato a su habitación antes incluso de que babi llegara de trabajar. Solía estar ya dormida o tumbada en la cama, despierta, cuando Laila y babi se sentaban a cenar.
Babi salió del cuarto de baño con el pelo —que traía blanco de harina al llegar a casa— limpio y peinado hacia atrás.
—¿Qué hay para cenar, Laila?
—Sopa aush que sobró de ayer.
—Estupendo —dijo él, doblando la toalla con la que se había secado el cabello—. ¿Y en qué vas a trabajar hoy? ¿Suma de fracciones?
—No; pasar fracciones a números mixtos.
—Ah, muy bien.
Todas las noches, después de cenar, babi ayudaba a Laila con los deberes y le ponía otros. Sólo lo hacía para que Laila fuera un poco más adelantada que el resto de su clase, no porque desaprobara el programa del colegio, a pesar de toda la propaganda. De hecho, babi pensaba que, irónicamente, los comunistas sólo habían actuado bien —o al menos lo habían intentado— en el terreno educativo, precisamente la vocación de la que lo habían expulsado. Y sobre todo, en lo referente a la educación femenina. El gobierno había subvencionado clases de alfabetización para todas las mujeres. Y ahora, según afirmaba babi, casi dos tercios de las matrículas en la Universidad de Kabul correspondían a mujeres. Mujeres que estudiaban derecho, medicina, ingeniería.
—Las mujeres siempre lo han tenido difícil en este país, Laila, pero seguramente son más libres ahora, bajo el régimen comunista, y tienen más derechos que nunca —decía babi, siempre bajando la voz, consciente de la intransigencia de mammy con respecto a cualquier comentario positivo sobre los comunistas, por nimio que fuera—. Pero es cierto, ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán. Y tú puedes aprovecharlo, Laila. Por supuesto, la libertad de las mujeres —y aquí meneó la cabeza, apesadumbrado— fue también una de las razones por las que la gente empuñó las armas ahí fuera.
Al decir «ahí fuera» no se refería a Kabul, que siempre había sido una ciudad relativamente liberal y progresista. En la capital había profesoras universitarias, directoras de escuelas, funcionarias del gobierno. No, babi se refería a las áreas tribales, sobre todo a las regiones pastunes del sur o del este, cerca de la frontera con Pakistán, donde raras veces se veían mujeres por la calle, si no era con burka y acompañadas por algún varón. Se refería a las regiones donde los hombres que vivían de acuerdo con antiguas leyes tribales se habían sublevado contra los comunistas y sus decretos orientados a liberar a las mujeres, abolir los matrimonios forzados, elevar a dieciséis años la edad mínima de las jóvenes para casarse. Allí, los hombres consideraban un insulto a sus tradiciones ancestrales, decía babi, que el gobierno —un gobierno ateo, por añadidura— les dijera que sus hijas debían abandonar el hogar para ir a estudiar y trabajar rodeadas de hombres.
—¡Dios nos libre! —solía exclamar babi sarcásticamente. Luego suspiraba y añadía—: Laila, cariño mío, el único enemigo al que un afgano no puede derrotar es a sí mismo.
Babi se sentó a la mesa y mojó pan en su cuenco de aush.
Laila decidió que le contaría lo que Tariq había hecho a Jadim durante la cena, antes de ponerse con las fracciones. Pero finalmente no tuvo oportunidad de hacerlo, porque justo entonces llamaron a la puerta y un desconocido se presentó en su casa con noticias.