15
Abril de 1978
El 17 de abril de 1978, el año en que Mariam cumplía los diecinueve, un hombre llamado Mir Akbar Jyber fue asesinado. Dos días más tarde se produjo una gran manifestación en Kabul. Todo el vecindario estaba en la calle hablando de lo mismo. Mariam vio por la ventana a los vecinos que formaban corrillos, hablando excitadamente con los transistores pegados a la oreja. Vio a Fariba apoyada en la pared de su casa, hablando con una mujer recién llegada a Dé Mazang. Fariba sonreía y apretaba las manos sobre su abultado vientre de embarazada. La otra mujer, cuyo nombre Mariam ignoraba, parecía mayor que Fariba y su pelo tenía una extraña tonalidad violeta. Sujetaba a un niño pequeño de la mano. Mariam sabía que el niño se llamaba Tariq, porque había oído a su madre en la calle llamándolo por ese nombre.
Mariam y Rashid no salieron para reunirse con los vecinos. Escucharon la radio mientras unas diez mil personas ocupaban las calles y se manifestaban en el distrito de las instituciones gubernamentales. Rashid dijo que Mir Akbar Jyber era un destacado comunista y que sus seguidores acusaban al gobierno del presidente Daud Jan del asesinato. Lo dijo sin mirar a su esposa. Ya nunca la miraba, y Mariam ni siquiera estaba segura de que hablara con ella.
—¿Qué es un comunista? —preguntó.
Rashid soltó un bufido y alzó las cejas.
—¿No sabes lo que es un comunista? Una cosa tan simple… Todo el mundo lo sabe. Es del dominio público. Tú no… Bah. No sé de qué me extraño. —Luego cruzó los pies sobre la mesa y masculló que era alguien que creía en Karl Marxist.
—¿Quién es Karl Marxist?
Rashid suspiró.
En la radio, una voz de mujer decía que Taraki, el líder de la rama Jalq del PDPA, el comunista Partido Democrático Popular de Afganistán, arengaba a los manifestantes con discursos incendiarios.
—Me refiero a qué quieren —insistió Mariam—. ¿En qué creen esos comunistas?
Rashid soltó una carcajada y sacudió la cabeza, pero a ella le pareció percibir cierta vacilación en el modo en que cruzaba los brazos y desviaba la mirada.
—No sabes nada de nada. Eres como un niño. Tu cerebro está vacío, sin información.
—Lo pregunto porque…
—Chup ko. Cállate.
Mariam obedeció.
No era fácil tolerar que le hablara así ni soportar su desprecio, sus insultos, que la ridiculizara y pasara por su lado como si no fuera más que un gato doméstico. Pero al cabo de cuatro años de matrimonio, Mariam sabía perfectamente lo mucho que podía soportar una mujer cuando tenía miedo. Y ella lo tenía. Vivía con el temor a los cambiantes estados de ánimo de su marido, su temperamento imprevisible, su insistencia en llevar las conversaciones más triviales al terreno de la confrontación, que en ocasiones resolvía mediante puñetazos, bofetadas y patadas. Luego, a veces trataba de enmendarse con abyectas disculpas y otras veces no.
En los cuatro años transcurridos desde el día de los baños, se habían producido seis ciclos más de nuevas esperanzas que luego acababan en una pérdida, y cada embarazo malogrado, cada viaje al médico había sido más devastador para Mariam que el anterior. Después de cada nueva decepción, Rashid se volvía más distante y resentido. Ahora nada de lo que hacía su mujer lo complacía. Ella limpiaba la casa, tenía siempre preparadas sus camisas, le cocinaba sus platos predilectos. En una desastrosa ocasión, incluso compró maquillaje y se lo puso para él. Pero cuando Rashid volvió a casa, le echó una mirada e hizo tal mueca de repugnancia que Mariam se fue corriendo al cuarto de baño y se lavó, mezclando las lágrimas de vergüenza con el agua jabonosa, el carmín y el rímel.
Ahora temía el momento en que Rashid volvía a casa por la tarde. Temía el ruido de la llave en la cerradura, el chirrido de la puerta; eran sonidos que aceleraban su corazón. Desde la cama, oía el repiqueteo de sus zapatos, el sonido amortiguado de sus pies después de descalzarse. Hacía inventario de sus actos con el oído: las patas de la silla al arrastrar sobre el suelo, el crujido quejumbroso del asiento de mimbre cuando se sentaba, el tintineo de la cuchara contra el plato, el susurro de las hojas del periódico, el ruido al sorber el agua. Y con el corazón desbocado, Mariam se preguntaba qué excusa tendría esa noche su marido para saltar sobre ella. Siempre había algo, alguna nimiedad que lo enfurecía, porque, por más que se esforzara en complacerlo, por más que se sometiera a sus deseos y exigencias, no bastaba. No podía devolverle a su hijo. Lo había defraudado en lo esencial —siete veces nada menos— y ya no era más que una carga para él. Lo notaba por el modo en que la miraba, cuando la miraba. Era una carga para su marido.
—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó a Rashid, que seguía escuchando la radio.
Él la miró de reojo y emitió un sonido entre suspiro y gruñido, bajó los pies de la mesa y apagó la radio. Subió a su habitación. Cerró la puerta.
El 27 de abril llegó la respuesta a Mariam en forma de potentes estallidos e intensos y súbitos estruendos. Bajó corriendo descalza a la sala y encontró a Rashid junto a la ventana, en camiseta, despeinado y con las manos apretadas contra el cristal. Se colocó junto a él. En el cielo vio aviones militares que pasaban zumbando en dirección nordeste. El ruido era ensordecedor, tanto que a Mariam le dolieron los oídos. A lo lejos resonaban las bombas y de repente se alzaron columnas de humo hacia el cielo.
—¿Qué está pasando, Rashid? —preguntó—. ¿Qué es todo esto?
—Sabe Dios —musitó él. Intentó poner la radio, pero sólo se oían interferencias.
—¿Qué hacemos?
—Esperar —dijo Rashid con tono impaciente.
Más tarde, Rashid seguía intentando sintonizar la radio mientras Mariam preparaba arroz con salsa de espinacas en la cocina. Recordaba la época en que disfrutaba cocinando para Rashid, e incluso esperaba con ansia que llegara el momento. Ahora cocinar era un ejercicio que le suscitaba una inquietud creciente. Los qurmas estaban siempre demasiado salados o demasiado sosos para el gusto de su marido; el arroz, demasiado grasiento o demasiado seco; el pan, demasiado blando o demasiado crujiente. Las críticas de Rashid la conducían a un estado de angustiosa indecisión en la cocina.
Cuando le sirvió el plato, en la radio sonaba el himno nacional.
—He hecho sabzi —dijo ella.
—Déjalo ahí y cállate.
Cuando terminó el himno, una voz de hombre se presentó a sí mismo como el coronel Abdul Qader de las Fuerzas Aéreas. Informó que, durante el día, la Cuarta División Acorazada rebelde se había apoderado del aeropuerto y las principales intersecciones de la ciudad. Radio Kabul, los ministerios de Comunicación e Interior, así, como el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores, también habían caído en su poder. Kabul se hallaba en manos del pueblo, dijo orgullosamente. Aviones MiG de los sublevados habían atacado el Palacio Presidencial. Los tanques habían irrumpido en el recinto del palacio y se estaba librando una cruenta batalla en aquellos mismos instantes. Las fuerzas leales a Daud estaban a punto de ser derrotadas, afirmó Abdul Qader en tono tranquilizador.
Días más tarde, cuando los comunistas empezaran a ejecutar sumariamente a cuantos tenían alguna relación con el régimen de Daud Jan, y por Kabul empezaran a circular rumores sobre ojos arrancados y genitales electrocutados en la prisión de Pol-e-Charji, Mariam se enteraría de la matanza que se había cometido en el Palacio Presidencial. Habían matado a Daud Jan, pero no antes de que los comunistas asesinaran a unos veinte miembros de su familia, incluyendo mujeres y nietos. Se rumorearía después que el presidente se había quitado la vida, que había resultado herido en el fragor de la batalla; también que lo habían dejado para el final, para obligarlo a contemplar cómo masacraban a su familia antes de acabar con él.
Rashid subió el volumen de la radio y acercó la oreja para oír mejor.
«Se ha creado un consejo revolucionario de las fuerzas armadas y nuestro watan pasará a ser conocido a partir de ahora como República Democrática de Afganistán —decía Abdul Qader—. La época de la aristocracia, el nepotismo y la desigualdad ha llegado a su fin, camaradas hamwatans. Hemos puesto fin a décadas de tiranía. El poder se encuentra ahora en manos de las masas y las gentes que aman la libertad. Se inicia una nueva y gloriosa era en la historia de nuestro país. Ha nacido un nuevo Afganistán. Os aseguramos que no tenéis nada que temer, camaradas afganos. El nuevo régimen mantendrá el máximo respeto hacia los principios islámicos y democráticos. Es un momento de júbilo y celebración».
Rashid apagó la radio.
—¿Y esto es bueno o es malo? —preguntó Mariam.
—Malo para los ricos, tal como lo cuentan. Tal vez no sea tan malo para nosotros.
Los pensamientos de Mariam volaron hacia Yalil. Se preguntó si los comunistas lo perseguirían también a él. ¿Lo meterían en prisión? ¿Encarcelarían a sus hijos? ¿Le arrebatarían sus negocios y propiedades?
—¿Está caliente? —preguntó Rashid, mirando el arroz.
—Acabo de servirlo de la cazuela.
Rashid soltó un gruñido y le dijo que le acercara el plato.
La noche estaba iluminada por súbitos destellos rojos y amarillos. Más abajo en la misma calle, una exhausta Fariba se había incorporado en la cama y se apoyaba en los codos. Tenía los cabellos pegajosos y las gotas de sudor vacilaban al borde del labio superior. Junto a la cama, la anciana comadrona, Wayma, observaba mientras el marido y los hijos varones de Fariba pasaban el bebé de unos brazos a otros. Se maravillaban al ver los claros cabellos de la recién nacida, sus mejillas sonrosadas, los labios como capullos de rosa, y los ojos verde jade que se movían bajo los párpados hinchados. Se sonrieron unos a otros cuando oyeron la voz del bebé por primera vez, un llanto que empezó como un maullido de gato y creció con toda la fuerza de un bebé saludable. Nur dijo que sus ojos eran como gemas. Ahmad, el miembro más religioso de la familia, cantó el azan al oído de su nueva hermana y le sopló tres veces en la cara.
—¿Será Laila, entonces? —preguntó Hakim, meciendo a su hija.
—Laila —asintió Fariba, sonriendo con cansancio—. Belleza de la noche. Es perfecto.
Rashid hizo una bola de arroz con los dedos. Se la metió en la boca y la masticó un par de veces antes de esbozar una mueca y escupirla en el sofrá.
—¿Qué pasa? —preguntó Mariam en un tono lastimero que ella misma detestaba. Notó que se le aceleraba el corazón y se le ponía piel de gallina.
—¿Qué pasa? —gimoteó él, imitándola—. Lo que pasa es que has vuelto a hacerlo.
—Pero lo he dejado hervir cinco minutos más de lo habitual.
—Eso es mentira.
—Te juro…
Rashid se sacudió airadamente el arroz de los dedos y apartó el plato, derramando salsa y arroz en el sofrá. Mariam lo vio salir de la sala hecho una furia, y luego oyó el portazo que dio al abandonar la casa.
Se arrodilló en el suelo y trató de recoger los granos de arroz y devolverlos al plato, pero le temblaban demasiado las manos y tuvo que esperar a que se calmaran. Sentía la opresión del miedo en el pecho. Probó a respirar hondo unas cuantas veces. Captó su pálido reflejo en la ventana de la sala en penumbra y desvió la mirada.
Entonces oyó que la puerta se abría y Rashid volvió a entrar.
—Levántate —ordenó—. Ven aquí. Levántate.
Le cogió la mano, la abrió y dejó caer un puñado de guijarros en la palma.
—Métetelos en la boca.
—¿Qué?
—Métete eso en la boca.
—Basta, Rashid, estoy…
La fuerte mano de su marido le sujetó la mandíbula. Le metió dos dedos entre los dientes para abrírsela y luego le introdujo las frías y duras piedras. Mariam forcejeó, mascullando, pero él siguió embutiéndole guijarros, con el labio superior torcido en una mueca desdeñosa.
—Ahora mastica —ordenó.
Mariam masculló una súplica a través del puñado de guijarros y arenilla. Se le saltaban las lágrimas.
—¡Mastica! —bramó él. El aliento a tabaco la golpeó en la cara.
Mariam masticó. Algo crujió en su boca.
—Bien —dijo Rashid. Le temblaban las mejillas—. Ahora ya sabes cómo es tu arroz. Ahora ya sabes lo que me has dado en este matrimonio. Mala comida y nada más.
Y se fue, dejando sola a su esposa, que escupía guijarros, sangre y los fragmentos de dos muelas rotas.