37

Mariam

Septiembre de 1996

Dos años y medio más tarde, la mañana del 27 de septiembre, el ruido de gritos y silbidos, petardos y música despertó a Mariam, que bajó corriendo a la sala de estar. Allí encontró a Laila mirando por la ventana con Aziza a caballito sobre los hombros. La madre se dio la vuelta y sonrió.

—Han llegado los talibanes —dijo.

Mariam había oído hablar de los talibanes por primera vez hacía dos años, en octubre de 1994, un día que Rashid llegó a casa con la noticia de que habían derrotado al resto de los cabecillas militares en Kandahar y se habían hecho dueños de la ciudad. Se trataba de una fuerza guerrillera, explicó, compuesta por jóvenes pastunes cuyas familias habían huido a Pakistán durante la guerra contra los soviéticos. La mayoría de ellos habían crecido —algunos incluso habían nacido— en campos de refugiados situados en la frontera con Pakistán y en madrazas pakistaníes, donde los ulemas los habían instruido en la sharia. Su líder era un misterioso recluso analfabeto y tuerto, el ulema Omar, que, según explicó Rashid con cierto regocijo, se hacía llamar Amir-ul-Muminin, Líder de los Fieles.

—Es verdad que esos chicos carecen de risha, de raíces —añadió Rashid, aunque sin dirigirse a Mariam ni a Laila. Desde su fracasada huida, Mariam sabía que Rashid no establecía distinciones entre Laila y ella, que ambas eran igual de indignas para él, que las dos merecían su desconfianza, su desdén y su indiferencia. Cuando hablaba, Mariam tenía la sensación de que lo hacía consigo mismo, o acaso con una presencia invisible que, a diferencia de sus dos esposas, sí merecía escuchar sus opiniones—. Es posible que no tengan pasado —prosiguió Rashid, mirando al techo mientras fumaba—. Es posible que no sepan nada del mundo ni de la historia de este país. Sí. Comparada con ellos, hasta Mariam podría ser profesora de universidad. ¡Ja! De acuerdo. Pero mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Cabecillas muyahidines corruptos y codiciosos, armados hasta los dientes, ricos gracias a la heroína, declarándose la yihad unos a otros y matando a todo el que pillan en su camino. Ni más ni menos. Al menos los talibanes son puros e incorruptibles. Al menos son jóvenes musulmanes decentes. Walá, cuando lleguen, limpiarán esta ciudad. Traerán la paz y el orden. Ya no matarán a la gente cuando salga a la calle a comprar leche. ¡Ya no se dispararán más misiles! Piénsalo.

Durante dos años, los talibanes habían avanzado hacia Kabul arrebatando ciudades a los muyahidines, y allí donde se asentaban ponían fin a la guerra entre facciones. Habían capturado al comandante Abdul Ali Mazarí y lo habían ejecutado. Durante meses, habían intercambiado fuego de artillería con Ahmad Sha Massud desde las afueras de Kabul, al sur de la ciudad. Y a principios de septiembre de 1996, se habían apoderado de Jalalabad y Sarobi.

Los talibanes tenían algo que a los muyahidines les faltaba, concluyó Rashid: estaban unidos.

—Que vengan —dijo—, que pienso recibirlos con una lluvia de pétalos de rosa.

Aquel día salieron los cuatro para dar la bienvenida a su nuevo mundo, a sus nuevos líderes. Rashid las condujo de autobús en autobús, y en cada barrio en ruinas, Mariam vio a personas que surgían de entre los escombros para ocupar las calles. Vio a una anciana desdentada que desperdiciaba puñados de arroz arrojándolos a los que pasaban por su lado con una mustia sonrisa. Dos hombres se abrazaban junto a las ruinas de un edificio. Unos muchachos lanzaban cohetes desde las azoteas, llenando el cielo de silbidos y estallidos. El himno nacional que sonaba en los casetes competía con los cláxones de los coches.

—¡Mira, «Mayam»! —Aziza señaló un grupo de niños que corrían por Jadé Maywand. Lanzaban los puños al aire y arrastraban latas herrumbrosas atadas con cuerdas, gritando que Massud y Rabbani se habían retirado de Kabul.

Por todas partes se oían gritos: «Alá-u-akbar!».

Mariam vio una sábana colgada de una ventana en Jadé Maywand. En ella, alguien había pintado tres palabras en grandes letras negras: «Zenda baad taliban!». ¡Larga vida a los talibanes!

Mientras recorrían las calles, Mariam divisó otras pancartas colgadas de las ventanas, clavadas en las puertas, ondeando en las antenas de los coches, que proclamaban lo mismo.

Mariam, acompañada por Rashid, Laila y Aziza, vio a los talibanes por primera vez un poco más tarde, en la plaza de Pastunistán, donde se había congregado una muchedumbre. La gente estiraba el cuello, apiñada alrededor de la fuente azul del centro o encaramada a ella, ya que estaba seca. Todos trataban de ver el otro extremo de la plaza, donde se encontraba el antiguo restaurante Jyber.

Rashid aprovechó su corpulencia para abrirse paso a empujones y las condujo hasta un punto de la plaza donde había un hombre hablando por un megáfono. Cuando Aziza lo vio, soltó un chillido y ocultó el rostro en el burka de Mariam.

La voz del megáfono pertenecía a un joven delgado y barbudo que llevaba un turbante negro. Se hallaba sobre una especie de patíbulo improvisado. En la mano libre sostenía un lanzamisiles. Junto a él, dos hombres ensangrentados colgaban de cuerdas atadas a sendos postes de semáforos, con la ropa hecha jirones y los rostros hinchados de color morado.

—A ése lo conozco —dijo Mariam—, al de la izquierda.

Una joven que había delante de Mariam se dio la vuelta y dijo que era Nayibulá. El otro era su hermano. Mariam recordaba el rostro regordete de Nayibulá, con su mostacho, sonriendo desde los carteles y los escaparates de las tiendas durante la época de la dominación soviética.

Más tarde supo que los talibanes habían sacado a rastras a Nayibulá del edificio de las Naciones Unidas, cerca del palacio Darulaman, donde se había refugiado. Que lo habían torturado durante horas y que luego lo habían atado a un camión por las piernas y habían arrastrado su cadáver por las calles.

—¡Mató a muchos, muchos musulmanes! —gritaba el joven talibán a través del megáfono. Hablaba farsi con acento pastún, y luego lo repetía en pastún. Enfatizaba sus palabras señalando los cadáveres con su arma—. Todos conocen sus crímenes. Era un comunista y un kafir. ¡Esto es lo que hacemos con los infieles que cometen crímenes contra el islam!

Rashid sonreía con aire de suficiencia.

Aziza se echó a llorar en brazos de Mariam.

Al día siguiente, Kabul se llenó de camiones. En Jair Jana, en Shar-e-Nau, en Karté-Parwan, en Wazir Akbar Jan y Taimani, camiones Toyota rojos recorrieron las calles. En ellos viajaban hombres armados, con barba y turbante negro. Todos los camiones llevaban altavoces desde los que se lanzaban proclamas, primero en farsi y luego en pastún. El mismo mensaje se profería desde los altavoces que había en lo alto de las mezquitas y desde la radio, que ahora se conocía como La Voz de la Sharia. También se lanzaron folletos con el mismo mensaje. Mariam encontró uno en el patio.

Nuestro watan se conocerá a partir de ahora como Emirato Islámico de Afganistán. Éstas son las leyes que nosotros aplicaremos y vosotros obedeceréis:

Todos los ciudadanos deben rezar cinco veces al día. Si os encuentran haciendo otra cosa a la hora de rezar, seréis azotados.

Todos los hombres se dejarán crecer la barba. La longitud correcta es de al menos un puño por debajo del mentón. Quien no lo acate, será azotado.

Todos los niños llevarán turbante. Los niños de uno a seis años llevarán turbantes negros, los mayores lo llevarán blanco. Todos los niños deberán vestir ropa islámica. El cuello de la camisa se llevará abotonado.

Se prohíbe cantar.

Se prohíbe bailar.

Se prohíben los juegos de naipes, el ajedrez, los juegos de azar y las cometas.

Se prohíbe escribir libros, ver películas y pintar cuadros.

Si tenéis periquitos, seréis azotados. A los pájaros se les dará muerte.

Si robáis, se os cortará la mano por la muñeca. Si volvéis a robar, se os cortará un pie.

Si no sois musulmanes, no podéis practicar vuestra religión donde puedan veros los musulmanes. Si lo hacéis, seréis azotados y encarcelados. Si os descubren tratando de convertir a un musulmán a vuestra fe, seréis ejecutados.

Atención, mujeres:

Permaneceréis en vuestras casas. No es decente que las mujeres vaguen por las calles. Si salís, deberéis ir acompañadas de un mahram, un pariente masculino. Si os descubren solas en la calle, seréis azotadas y enviadas a casa.

No mostraréis el rostro bajo ninguna circunstancia. Iréis cubiertas con el burka cuando salgáis a la calle. Si no lo hacéis, seréis azotadas.

Se prohíben los cosméticos.

Se prohíben las joyas.

No llevaréis ropa seductora.

No hablaréis a menos que os dirijan la palabra.

No miraréis a los hombres a los ojos.

No reiréis en público. Si lo hacéis, seréis azotadas.

No os pintaréis las uñas. Si lo hacéis, se os cortará un dedo.

Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela. Todas las escuelas para niñas quedan clausuradas.

Se prohíbe trabajar a las mujeres.

Si os hallan culpables de adulterio, seréis lapidadas.

Escuchad. Escuchad atentamente. Obedeced.

Alá-u-akbar.

Rashid apagó la radio. Estaban cenando en el suelo de la sala de estar, menos de una semana después de haber visto el cadáver de Nayibulá colgando de una cuerda.

—No pueden obligar a la mitad de la población a quedarse en casa sin hacer nada —dijo Laila.

—¿Por qué no? —replicó Rashid.

Por una vez, Mariam estuvo de acuerdo con él. ¿Acaso no era lo que les había pasado a ellas? ¿De qué se extrañaba Laila?

—Esto no es una aldea perdida, es Kabul. Aquí hay mujeres que practican el derecho y la medicina, que tienen puestos en el Gobierno…

Rashid sonrió.

—Has hablado como la arrogante hija de un universitario que leía poesía. Qué mundano, qué típico de los tayikos. ¿Te parece que las ideas de los talibanes son nuevas y radicales? ¿Alguna vez has salido de tu preciosa concha de Kabul, mi gu? ¿Te has molestado alguna vez en visitar el auténtico Afganistán, el sur, el este, la frontera tribal con Pakistán? ¿No? Pues yo sí lo he hecho. Y puedo asegurarte que en muchos lugares de este país siempre se ha vivido así, o de un modo muy similar. Claro que tú de eso no sabes nada.

—Me niego a creerlo —contestó Laila—. No pueden hablar en serio.

—Pues lo que hicieron los talibanes con Nayibulá a mí me pareció de lo más serio —dijo Rashid—. ¿No estás de acuerdo?

—¡Era un comunista! Era el jefe de la Policía Secreta.

Rashid se echó a reír y Mariam supo por qué: a los ojos de los talibanes, ser comunista y jefe de la temida KHAD sólo hacía a Nayibulá un poco más despreciable que una mujer.