10
Los primeros días, Mariam apenas abandonó su habitación. Se despertaba al amanecer con la lejana llamada de azan a la oración, y luego volvía a acostarse. Seguía en la cama cuando oía a Rashid lavándose en el cuarto de baño, y también cuando, antes de irse a la tienda, él entraba en su habitación para ver cómo se encontraba. Desde su ventana, Mariam lo veía en el patio, atando el almuerzo al portabultos trasero de su bicicleta y saliendo a pie a la calle tirando de la bicicleta. Lo miraba mientras él se alejaba pedaleando y su figura corpulenta, de anchos hombros, desaparecía al doblar la esquina al final de la calle.
La mayoría de los días se quedaba en la cama, sintiéndose desorientada y perdida. A veces bajaba a la cocina, pasaba la mano por la encimera grasienta, el vinilo, las cortinas de flores que olían a guisos quemados. Observaba el contenido de los cajones, que no ajustaban bien, las cucharas y los cuchillos disparejos, el colador y las espátulas de madera astillada, que iban a ser los instrumentos de su nueva rutina diaria y le recordaban el vuelco que había dado su vida, dejándola desarraigada, desplazada, como una intrusa en la existencia de otra persona.
En el kolba, su apetito era predecible. En Kabul, rara vez notaba que el estómago le pidiera comida. A veces llenaba un plato con sobras de arroz blanco y un trozo de pan y se lo comía en la habitación, junto a la ventana. Desde allí veía las azoteas de las casas de la calle, todas de una sola planta. También veía los patios, y a las mujeres que tendían la ropa y alejaban a los niños, y las gallinas picoteando en la tierra, y los azadones y las palas, y las vacas amarradas a los árboles.
Pensaba con nostalgia en las noches estivales, cuando Nana y ella dormían en la azotea del kolba, contemplando la luna que resplandecía sobre Gul Daman, en noches tan cálidas que la camisa se les pegaba al pecho como una hoja mojada a una ventana. Echaba de menos las tardes invernales de lectura en el kolba con el ulema Faizulá, oyendo el tintineo de los carámbanos de hielo que caían de los árboles sobre la azotea, y los graznidos de los cuervos desde las ramas cubiertas de nieve.
Sola en la casa, Mariam deambulaba sin descanso, de la cocina a la sala de estar, de la planta baja al piso de arriba, y de nuevo abajo. Acababa siempre en su habitación, rezando o sentada en la cama, echando de menos a su madre, sintiéndose mareada y nostálgica.
Pero la ansiedad de Mariam alcanzaba su punto álgido apenas se intuía la puesta de sol. Le castañeteaban los dientes al pensar en la noche, en el momento en que Rashid decidiera hacerle por fin lo que los maridos hacían a sus mujeres. Se tumbaba en la cama hecha un manojo de nervios, mientras él cenaba solo abajo.
Rashid siempre pasaba por su habitación y asomaba la cabeza.
—No puede ser que ya estés durmiendo. Sólo son las siete. ¿Estás despierta? Contéstame. Vamos.
Y seguía insistiendo hasta que Mariam le contestaba desde las sombras:
—Estoy aquí.
Él se sentaba en el umbral. Desde la cama, Mariam veía su cuerpo voluminoso, sus largas piernas, las espirales de humo que se arremolinaban en torno a su perfil de nariz aguileña, la punta ámbar de su cigarrillo encendiéndose y apagándose.
Le hablaba de cómo le había ido el día. Había hecho un par de mocasines a medida para el viceministro de Exteriores, que, según afirmaba, sólo le compraba zapatos a él. Un diplomático polaco y su esposa le habían encargado sandalias. Le hablaba de las supersticiones que tenía la gente con respecto a los zapatos: que colocarlos sobre una cama invitaba a la muerte a entrar en la familia, que se produciría una pelea si uno se ponía primero el zapato izquierdo.
—A menos que se haga inintencionadamente un viernes —puntualizó—. ¿Y sabías que se supone que es de mal agüero atar los zapatos juntos y colgarlos de un clavo?
Él no creía en nada de todo aquello. En su opinión, las supersticiones eran cosas de mujeres.
Transmitía a Mariam noticias que había oído en la calle, como por ejemplo que el presidente americano Richard Nixon había dimitido debido a un escándalo.
Mariam, que nunca había oído hablar de Nixon ni del escándalo que lo había obligado a dimitir, no decía nada. Aguardaba con inquietud a que Rashid terminara de hablar, aplastara el cigarrillo y se despidiera. Sólo cuando le oía andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces notaba que se aflojaba la mano férrea que le atenazaba el estómago.
Pero una noche, Rashid aplastó el cigarrillo y, en lugar de desearle buenas noches, se apoyó contra la jamba de la puerta.
—¿No piensas deshacer el equipaje? —preguntó, señalando la maleta con la cabeza, y se cruzó de brazos—. Ya suponía que necesitarías algún tiempo. Pero esto es absurdo. Ha pasado una semana y… Bueno, a partir de mañana por la mañana, espero que empieces a comportarte como una verdadera esposa. Fahmidi? ¿Entendido?
A Mariam le castañeteaban los dientes.
—Necesito una respuesta.
—Sí.
—Bien. ¿Qué pensabas? ¿Que esto es un hotel? ¿Que soy una especie de hotelero? Bueno… Oh, oh. La ilá u ililá. ¿Qué te dije de los lloros, Mariam? ¿Qué te dije de los lloros?
A la mañana siguiente, después de que Rashid se fuera a trabajar, Mariam sacó su ropa de la maleta y la colocó en la cómoda. Llenó un cubo con agua del pozo y, con un trapo, limpió la ventana de su habitación y las de la sala de estar. Barrió los suelos y quitó las telarañas de los rincones del techo. Abrió las ventanas para ventilar la casa.
Puso tres tazas de lentejas en remojo en una cazuela, troceó unas zanahorias y un par de patatas y también las dejó en remojo. Buscó harina, la encontró en el fondo de una alacena, detrás de una hilera de tarros de especias sucios, y amasó pan tal como le había enseñado a hacer Nana, empujando la masa con la palma de las manos, doblando el borde exterior hacia dentro y volviendo a empujarlo hacia fuera. Cuando terminó, envolvió la masa con un paño húmedo, se puso un hiyab y salió en busca del tandur comunitario.
Rashid le había dicho dónde estaba, girando a la izquierda calle abajo y luego enseguida a la derecha, pero Mariam no tuvo más que seguir al tropel de mujeres y niños que se dirigían al mismo sitio. Los niños, caminando detrás de sus madres o corriendo por delante, llevaban camisas remendadas y vueltas a remendar. Sus pantalones parecían demasiado grandes o demasiado pequeños, las sandalias tenían tiras rotas que les azotaban los pies, y hacían rodar viejos neumáticos de bicicleta con unos palos.
Sus madres caminaban en grupos de dos o tres, algunas con burka y otras sin él. Mariam oía su aguda cháchara, sus risas cada vez más estridentes. Mientras caminaba con la cabeza gacha, captaba fragmentos de sus sarcasmos, que al parecer siempre tenían algo que ver con niños enfermos o maridos haraganes e ingratos.
—Como si los guisos se hicieran solos.
—Walá o bilá, ¡no hay descanso para una mujer!
—Y va y me dice, juro que es cierto, viene él y me dice…
Esta interminable conversación, el tono quejicoso pero extrañamente alegre, se prolongaba dando vueltas y vueltas en círculos. Proseguía calle abajo, al doblar la esquina y en la cola junto al tandur. Maridos que jugaban. Maridos que malgastaban con sus madres y no se gastaban ni una rupia en sus esposas. A Mariam le asombró que tantas mujeres pudieran sufrir la misma suerte miserable de estar casadas, todas ellas, con hombres tan horribles. ¿O acaso se trataba de un juego entre esposas del que ella no sabía nada, un ritual diario, como el de poner arroz en remojo o amasar el pan? ¿Esperaban ellas que se uniera a su charla?
En la cola del tandur, percibió las miradas de reojo que le lanzaban y oyó cuchicheos. Empezaron a sudarle las manos. Imaginó que todas sabían que era una harami, un motivo de vergüenza para su padre y su familia. Todas sabían que había traicionado a su madre y se había deshonrado a sí misma.
Con una punta de su hiyab, se secó el sudor del labio superior y trató de serenarse.
Durante unos minutos todo fue bien.
Entonces alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Mariam se dio la vuelta y vio a una mujer rechoncha de piel clara que llevaba hiyab, como ella. Sus cortos cabellos eran negros y ásperos, y su rostro, prácticamente redondo, resultaba afable. Sus labios eran más gruesos que los de Mariam, el inferior levemente caído, como arrastrado por un lunar grande y oscuro que tenía justo bajo la línea de la boca. Los ojos grandes y verdes la miraban con un brillo incitador.
—Eres la nueva esposa de Rashid yan, ¿verdad? —preguntó la mujer con una amplia sonrisa—. La que viene de Herat. ¡Qué joven eres! Mariam yan, ¿no? Yo me llamo Fariba. Vivo en tu misma calle, cinco casas a la izquierda, en la puerta verde. Éste es mi hijo Nur.
El niño que había a su lado tenía un rostro terso y feliz, y cabellos tan hirsutos como los de su madre. Tenía unos pelos en el lóbulo de la oreja izquierda. Sus ojos lanzaban destellos maliciosos y temerarios. Alzó la mano.
—Salam, Jala yan.
—Nur tiene diez años. También tengo otro hijo mayor, Ahmad.
—Él tiene trece —apuntó Nur.
—A punto de hacer catorce. —La mujer rio—. Mi marido se llama Hakim. Es maestro aquí, en Dé Mazang. ¿Por qué no vienes a casa un día? Tomaremos una taza…
Y entonces, súbitamente envalentonadas, las demás mujeres empujaron a Fariba y se arremolinaron en torno a Mariam, rodeándola con alarmante velocidad.
—Así que eres la joven esposa de Rashid yan…
—¿Te gusta Kabul?
—Yo he estado en Herat. Tengo un primo allí.
—¿Qué prefieres primero, niño o niña?
—¡Los minaretes! ¡Oh, qué belleza! ¡Qué ciudad tan espléndida!
—Un niño es mejor, Mariam yan, llevará el apellido de la familia…
—¡Bah! Los niños se casan y se van. Las niñas se quedan y cuidan de ti cuando te haces vieja.
—Habíamos oído decir que vendrías.
—Mejor gemelos. ¡Uno de cada! Y todos contentos.
Mariam retrocedió, respirando agitadamente. Le zumbaban los oídos, tenía palpitaciones, sus ojos se movían frenéticamente de un rostro a otro. Volvió a retroceder, pero no veía escapatoria posible, se encontraba en el centro de un círculo. Divisó a Fariba, que fruncía el ceño, consciente de su angustia.
—¡Dejadla! —dijo Fariba—. ¡Apartaos, dejadla! ¡La estáis asustando!
Mariam apretó la masa contra su pecho y trató de abrirse paso.
—¿Adónde vas, hamshira?
Siguió dando empellones hasta que consiguió salir del círculo y entonces echó a correr. No se dio cuenta de que se había equivocado de camino hasta que llegó a la esquina. Dio media vuelta y corrió en dirección opuesta con la cabeza agachada. Tropezó, cayó y se hizo un feo rasguño en la rodilla, pero se levantó y siguió corriendo, pasando velozmente por delante de las mujeres.
—¿Qué te ocurre?
—¡Estás sangrando, hamshira!
Mariam dobló la esquina, luego la siguiente. Encontró la calle correcta, pero de repente no recordaba cuál era la casa de Rashid. Corrió de un extremo a otro de la calle, jadeando, al borde de las lágrimas, y empezó a probar todos los portones a ciegas. Algunos estaban cerrados, otros se abrieron a jardines desconocidos, con perros que ladraban y gallinas asustadas. Imaginó que Rashid llegaría del trabajo y la encontraría aún en la calle, buscando la casa con la rodilla sangrando, perdida en su propia calle, y rompió a llorar. Siguió empujando portones, mientras musitaba plegarias llena de pánico y con el rostro bañado en lágrimas, hasta que uno se abrió y Mariam vio, aliviada, el excusado, el pozo y el cobertizo. Lo cerró a sus espaldas y echó el pestillo. Luego se puso a cuatro patas junto a la tapia, sacudida por arcadas. Cuando terminó, se alejó a gatas y se sentó con la espalda apoyada contra la tapia y las piernas estiradas. Nunca se había sentido tan sola.
Cuando Rashid regresó esa noche, traía una bolsa de papel marrón. A Mariam le decepcionó que no se fijara en las ventanas limpias, los suelos barridos y la falta de telarañas. Pero pareció complacido al ver que lo tenía ya todo dispuesto sobre un sofrá limpio extendido en el suelo de la sala de estar.
—He preparado daal —dijo Mariam.
—Bien. Me muero de hambre.
Ella le echó agua del aftawa para que se lavara las manos. Mientras Rashid se secaba con una toalla, Mariam depositó frente a él un cuenco humeante de daal y un plato de esponjoso arroz blanco. Era la primera comida que cocinaba para él y habría deseado hallarse en mejor disposición al prepararla, pues aún seguía conmocionada por el incidente en el tandur. Durante todo el día había estado preocupada por la consistencia del daal y su color, temiendo que a Rashid le pareciera que tenía demasiado jengibre o que no había puesto suficiente cúrcuma.
Él hundió la cuchara en el dorado daal.
Mariam inspiró hondo, nerviosa. ¿Y si se sentía defraudado o se enfadaba? ¿Y si apartaba el plato con repugnancia?
—Cuidado —consiguió decir—. Está caliente.
Rashid sopló y luego se metió la cuchara en la boca.
—Está bueno —aprobó—. Le falta un poco de sal, pero está bueno. Quizá más que bueno, incluso.
Aliviada, Mariam lo contempló comer. Una punzada de orgullo la pilló desprevenida. Lo había hecho bien —quizá más que bien, incluso—, y la sorprendía la emoción provocada por ese pequeño cumplido. La angustia por el desagradable incidente de la mañana quedó algo mitigada.
—Mañana es viernes —dijo Rashid—. ¿Qué te parece si te llevo a dar un paseo?
—¿Por Kabul?
—No, por Calcuta.
Mariam parpadeó.
—Es broma. ¡Claro que por Kabul! ¿Por dónde si no? —Metió la mano en la bolsa de papel marrón—. Pero primero tengo que decirte una cosa.
Sacó un burka azul celeste de la bolsa. Los metros de tela plisada se extendieron sobre sus rodillas cuando lo levantó. Rashid enrolló el burka y miró a su esposa.
—Mariam, algunos de mis clientes traen a sus esposas a mi tienda. Las mujeres vienen descubiertas, me hablan directamente, me miran a los ojos sin vergüenza. Llevan maquillaje y faldas por encima de las rodillas. A veces esas mujeres incluso ponen los pies delante de mí, para que les tome medidas, mientras sus maridos se quedan mirando. Lo permiten. ¡No les importa que un desconocido toque los pies desnudos de sus mujeres! Creen que son hombres modernos, intelectuales, por su educación, supongo. No se dan cuenta de que están mancillando su nang y namus, su honor y su orgullo.
Rashid meneó la cabeza.
—Casi todos ellos viven en los barrios más ricos de Kabul. Te llevaré allí. Ya verás. Pero también los hay aquí, Mariam, esos hombres débiles, en este mismo barrio. Hay un maestro que vive calle abajo, Hakim se llama, y veo a su mujer Fariba caminando sola por la calle y sólo con un pañuelo en la cabeza. La verdad, a mí me avergüenza ver a un hombre que ha perdido el control sobre su mujer.
Rashid le lanzó una dura mirada.
—Pero yo no soy como ellos, Mariam. Allí de donde yo vengo, basta con una mirada equivocada o una palabra improcedente para que se derrame sangre. Allí sólo el marido puede ver el rostro de una mujer. Tenlo presente. ¿Me has entendido?
Mariam asintió. Cuando él le tendió la bolsa, la cogió.
La satisfacción experimentada cuando él aprobó su forma de cocinar se había esfumado. En su lugar, le quedaba la sensación de haber encogido. La voluntad de aquel hombre le pareció tan imponente e inamovible como las montañas Safid Kó que se cernían sobre Gul Daman.
—Entonces, ha quedado claro. Bien, ahora sírveme un poco más de ese daal.