43
Mariam
Zalmai estaba arriba, en la habitación de Mariam, muy nervioso. Botó la pelota de baloncesto nueva durante un buen rato, en el suelo y en las paredes. Mariam le pidió que parara, pero el niño sabía que ella no tenía autoridad alguna sobre él, de modo que siguió a lo suyo, sosteniéndole la mirada con aire desafiante. Luego jugaron durante un rato con su coche de juguete, una ambulancia con la media luna roja pintada en los costados, lanzándolo de un lado a otro de la habitación.
Antes, cuando se habían encontrado con Tariq en la puerta, Zalmai había estrechado la pelota contra su pecho y se había metido el pulgar en la boca, cosa que sólo hacía ya cuando tenía miedo. Y había mirado a Tariq con recelo.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó a Mariam—. No me gusta.
Mariam iba a explicárselo, a decirle que Laila y él habían crecido juntos, pero el niño la interrumpió y le ordenó que le diera la vuelta a la ambulancia para que quedara mirando hacia él, y cuando ella le obedeció, dijo que quería la pelota de baloncesto otra vez.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está la pelota que me ha comprado baba ya? ¿Dónde está? ¡La quiero! —exigió, alzando la voz, que cada vez era más aguda.
—Estaba aquí mismo —dijo Mariam.
—No —gritó él—, se ha perdido. Lo sé. ¡Sé que se ha perdido! ¿Dónde está? ¿Dónde está?
—Aquí —respondió ella, sacando la pelota de debajo del armario, donde se había metido rodando. Pero Zalmai berreaba y daba de puñetazos, gritando que no era la misma pelota, que no podía ser la misma porque su pelota se había perdido y aquélla era falsa. ¿Adónde se había ido la de verdad? ¿Adónde? ¿Adónde, adónde, adónde?
Estuvo desgañitándose hasta que Laila tuvo que subir y cogerlo en brazos para mecerlo y pasarle los dedos por los espesos cabellos rizados, y secarle las mejillas húmedas y hacer chasquear la lengua en su oreja.
Mariam esperó fuera de la habitación. Desde lo alto de la escalera, lo único que veía de Tariq eran sus largas piernas, la ortopédica y la de verdad, embutidas en pantalones de color caqui, estiradas en el suelo sin alfombra de la sala de estar. Fue entonces cuando comprendió por qué el portero del Continental le había resultado conocido el día en que había ido allí con Rashid para llamar a Yalil. El portero llevaba gorra y gafas de sol, por eso no se había dado cuenta antes. Pero Mariam cayó en la cuenta de que lo había visto nueve años atrás, lo recordaba sentado en la sala de estar, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo y pidiendo agua, y la asaltaron toda clase de preguntas: ¿También las pastillas de sulfamidas habían formado parte del engaño? ¿Cuál de los dos había urdido aquella mentira, aportando los detalles convincentes? ¿Y cuánto había pagado Rashid a Abdul Sharif —si ése era su nombre en realidad— para ir a su casa y destrozar a Laila con la historia de la muerte de Tariq?