CAPÍTULO 3

Mónica miró anonadada el escenario que acababa de cobrar vida bajo la luz de los focos al otro lado de la pista de baile, decorado en tonos negros y violetas con una impresionante imagen nocturna de Nueva York como fondo resultaba impactante. Pero más allá de ello, estaba la enorme banda apuntalada en el techo que lo cruzaba de un lado a otro en el que se podía leer claramente: “Noche de Chicas. La Gran Fiesta. Subasta Benéfica”.

—Pero que diablos… —jadeó incapaz de encontrar las palabras. La visión de aquella pancarta, el significado que implicaba se filtró poco a poco en ella.

—¿A que es una pasada? —comentó Cassie a su lado con una enorme sonrisa en su rostro y le tendió una pequeña tarjeta rosa en la que aparecía escrito a mano su nombre y un número—. Tienes el número siete.

Ella miró cada vez más atónita la tarjeta que le ofreció y la cogió, notando su textura, viendo que era real.

—¿Qué… qué significa esto? —preguntó, su voz apenas un susurro.

—Hoy es viernes, noche de chicas —repitió Stella indicando con un gesto de una mano con manicura perfecta el escenario—. Ya sabes, una subasta dónde las chicas se pasean por el escenario y los chicos aúllan, silban y ronronean mientras ofrecen mucho dinero por la mujer de su elección. El dinero está destinado a causas benéficas. Es muy divertido.

—¿Divertido? —Ella empezaba a quedarse de voz—. ¿Habéis perdido el juicio?

—Nica, sólo es un juego, es inofensivo, los chicos saben comportarse, puedes charlar simplemente o ir tan lejos como él y tú queráis, todos somos adultos aquí —aseguró Lisbeth captando ahora su atención—. Lo pasarás bien, de verdad.

—¿Pasarlo bien? ¿Tú llamas a “esto” pasarlo bien? —declaró con un jadeo mitad risa—. Quizás vosotras encontréis esto divertido, gatas, pero yo no la verdad y no pienso subir ahí arriba a exhibirme como un pedazo de carne.

Ella empujó la tarjeta de vuelta a las manos de Cassie mientras negaba con la cabeza.

—¿Acaba de llamarnos gatas? —preguntó Cassie con incredulidad.

—Caray con la mosquita muerta.

La inesperada respuesta la hizo volverse hacia Stella y ver en sus ojos un brillo malicioso antes de que pudiese ocultarlo y poner en su rostro una expresión de superioridad femenina.

—Nica, esto es sólo un juego, no veo que seas mejor que nosotras para decir que no.

La incredulidad empezaba a batallar con fuerza con la comprensión en su rostro, sus ojos recorrieron a las tres mujeres viéndolas realmente como eran, aceptando por fin lo que desde el principio fue una mala idea.

—Ha sido una muy mala idea venir aquí —murmuró y dio media vuelta dispuesta a irse.

—Nica, espera —pidió Lisbeth soltando un suspiro exasperado—. No puedes irte así…

Ella se detuvo y se giró lo justo para responder.

—Es Mónica —dijo puntualizando lentamente cada sílaba—. Y sí, claro que pudo irme, sólo mírame.

—Mónica… —insistió Lisbeth haciendo además de ir tras ella.

—Lisbeth, déjala ir, ella no es una de nosotras.

—Te dije que no era buena idea traerla… mírala, nos ha llamado gatas, se cree mejor que nosotras.

—Sólo es la mascota de Jasmine.

Aquellas palabras se clavaron en el corazón de la chica pero se negó a darles la satisfacción de verla herida; si tenían razón en algo es que no eran iguales. No, ella no pertenecía ni pertenecería nunca al clan de los tygrain.

—¡No vuelvas a decir algo como eso jamás! —gruñó Lisbeth volviéndose hacia Cassie, asustando a la más joven del grupo—. Jasmine forma parte de la manada, es la compañera de Mitia y Mónica es amiga suya… no es una mascota. Y si te ofende que alguien te llame gata, entonces deberías de mirarte al espejo, Cass, por que eso es precisamente lo que somos, felinos.

Frustrada, la chica giró sobre sus talones y partió en dirección a la barra, la noche también se había estropeado para ella.

 

 

 

Nickolas no sabía que le sorprendía más, si el delicioso e implacable aroma a menta que lo atraía como un imán, el motivo elegido por el escenario, las palabras escritas en el papel que ahora se arrugaba en el interior de su puño o la hembra vestida de satén y cuero negro que cruzaba el local —en dirección a una de las puertas de atrás—, sobre unos zapatos rojos de elevado tacón.

Era ella, no necesitaba ninguna fotografía u otra señal para saberlo, no se trataba de la ropa que sabía llevaría, o de la ciudad de Nueva York; su aroma por encima de todo lo demás la identificaba como suya… su compañera.

El tigre en su interior gruñó, empezando a moverse de un lado a otro como un gato enjaulado, su aroma lo despertó del letargo, su presencia lo condujo a desearla con una desesperación que no conoció jamás. No podía quedarse allí, tenía que dar media vuelta, ir en dirección contraria a la que había tomado la mujer y alejarse tanto como le fuese posible. No podía sucumbir, si lo hacía se metería en un problema del que no sabía si podría salir airoso.

 

 

 

Mónica se detuvo lo justo para quitarse los zapatos, el maquillaje se había corrido dejando en su rostro un surco negro por las lágrimas, la rabia y la pena brillaban en sus ojos junto con la vergüenza, todo en lo que podía pensar era en dejar atrás el club y volver a la mansión, recoger sus cosas y marcharse a casa. El motivo de su presencia era la boda de Markus y Lexa, así que ya no había nada que la retuviese, alegaría cualquier pretexto y se marcharía. No tenía caso preocupar a Jasmine, no deseaba que su amiga discutiese con aquellos que se habían convertido en su familia, en su gente.

—¿Por qué no me escucho a mí misma de vez en cuando? —farfulló borrando las lágrimas que entorpecían su visión; aunque el gesto no hizo sino emborronar todavía más su cara y su mano.

Tomando una profunda respiración, continuó hacia la puerta de atrás, la cual mantenían abierta en caso de emergencia; el local empezaba a llenarse ya de gente y no deseaba que nadie la viese salir en aquel estado, no deseaba que nadie le fuese con el cuento a su amiga o peor aún, a su marido.

—Seré estúpida —musitó para sí misma, sintiéndose como una verdadera tonta por dejarse engañar, por permitir que las palabras de aquellas mujeres le hiciesen daño—. Olvídalo Nica, no tiene la menor importancia, ignora lo que te han dicho.

Pero era más fácil decirlo que hacerlo, las palabras fueron pronunciadas y el daño hecho, se conocía y pasaría un tiempo antes de que pudiese verlo como lo que era; nada en realidad.

Aferró los zapatos con fuerza y apuró el paso, en su prisa no vio los breves escalones que elevaban el suelo a un nivel superior, sus piernas tropezaron con ellos y el impulso la lanzó hacia delante aterrizando con fuerza con las manos por delante y los zapatos resbalando de su agarre, desapareciendo en el poco iluminado pasillo.

Se quedó sin respiración, el dolor la recorrió como un relámpago mientras la impresión por la caída y la rabia por su torpeza volvía a ella con renovada furia trayendo nuevas lágrimas a sus ojos.

 

 

 

Eso tenía que doler, pensó Nick cuando la vio tropezar y caer cuan larga era sobre el suelo, los zapatos que llevaba en la mano salieron volando deteniéndose cerca de la puerta, sus manos frenaron la caída pero a juzgar por la posterior rigidez en su cuerpo y el pequeño gemido que salió de sus labios, se había lastimado. La breve falda se había deslizado por sus muslos hasta mostrar parte de unas firmes nalgas y el encaje de unas braguitas negras que destacaban contra la palidez de su piel. Se lamió los labios, fue algo instintivo, la boca se le llenó de saliva como si ya pudiese saborear su carne, probar su piel.

Estaba jodido, oh, sí, muy jodido comprendió mientras se veía irremediablemente atraído hacia ella.

—Mierda, mierda, mierda, ¡mierda! —La oyó maldecir entre dientes al tiempo que se giraba incorporaba sobre las manos y luchaba por encoger las rodillas de modo que pudiese al menos levantarse—. ¡Oh, joder! ¡Mierda!

—No estoy seguro de que tantos insultos vayan a conseguirte alivio inmediato, gatita.

Ella se giró como un resorte, la sorpresa y la vergüenza tiñendo sus ojos un instante antes de que la comprensión penetrara en su expresión y el color empezara a abandonar su piel.

Su aroma se hizo incluso más fuerte entonces, un toque de menta y nata y algo más cítrico, su rostro estaba manchado por el maquillaje, sus ojos parecían haber sido restregados hasta conseguir un oscuro antifaz; Si quería parecerse a un mapache, sin duda lo había logrado. Ella no dejaba de mirarlo con sorpresa y horror, toda una ironía ya que estaba seguro que su cara reflejaba precisamente lo contrario. Cuando más la miraba más le sorprendía la reacción de su propio cuerpo, su tigre ronroneaba contento con su aroma, emujando contra su propia piel como si desease salir a jugar, a conocerla y lamer cada centímetro de esa blanco y cremoso cuerpo.

—Quizás si dejas entrar el aire en los pulmones, puedas respirar otra vez —murmuró suavemente, sus movimientos lentos, estudiados. Ella parecía un animal acorralado, que huiría como alma que lleva el diablo a la primera ocasión.

Nick se acercó lentamente, subió los tres escalones y se acuclilló a su lado. No la tocó, no podía darse ese lujo aunque las manos le ardían por acariciar su piel. Sus ojos lo miraban fijamente, dos hermosas piedras color jade brillante por las lágrimas, los labios eran un sensual mohín de color rojo desdibujado, manchas carmesíes teñían sus mejillas del lápiz labial que posiblemente había arrastrado de su boca.

Sin pensárselo echó mano a uno de los bolsillos de la chaqueta y extrajo un paquete de clínex.

—Ten —abrió el paquete y se lo tendió.

Ella no hizo ni un solo movimiento, parecía haberse congelado, su mirada seguía fija en él, las lágrimas uniéndose una vez más en sus ojos.

—Está bien —murmuró para sí y sacó el mismo un pañuelo, devolvió el resto al bolsillo. Lo desplegó con mucho cuidado y lo acercó al rostro, arrastrando con suavidad parte de la suciedad que el maquillaje había dejado sobre su piel—. Así… mucho mejor, ¿huh?

Las lágrimas empezaron a caer una vez más, su pequeña naricita se arrugó y antes de que pudiese evitarlo, se encontró con una mujer adulta llorando frente a él como si el mundo estuviese a punto de terminarse frente.

—Ey… no… espera… —El repentino llanto lo incomodaba, el corazón se le encogió en respuesta y todo su cuerpo se tensó. La desesperada necesidad por borrar su angustia batallaba con el desconocimiento de como hacerlo—. No llores… joder. ¿Qué ocurre? ¿Te duele algo? ¿Estás herida?

Pero no le respondió, las lágrimas seguían cayendo arrastrando la suciedad con ellas, había verdadero dolor tras esos ojos verde jade pero no entendía el motivo.

—Deja de llorar… vamos… —su voz era suplicante, desesperada—. ¿Qué es? ¿Dónde te duele?

Su respuesta no cambió y a Nick empezaba a desesperarse realmente. No quería tocarla, se consumía por hacerlo pero no podía arriesgarse a tocarla; tenía que marcharse, pero ella no dejaba de llorar y aquello le volvía loco. Soltando un bajo gruñido felino extendió las manos y la cogió en brazos, ella pronto se agarró a él, hundiendo el rostro en su pecho, rodeándole el cuello. Estuvo irremediablemente perdido.

Ella se encajaba perfectamente allí, su cuerpo suave y blando  se presionaba contra el suyo, su aroma lo embriagaba y hacía que quisiese ronronear de placer. Nunca antes había sentido predilección por el aroma a menta, pero ahora no creía que pudiese pasar sin él.

Shhh —le susurró—. Ya está, te tengo.

Acomodando su peso, giró hacia la puerta y echó un último vistazo a los zapatos rojos abandonados en el suelo antes de salir del club y llevársela con él.

 

 

 

Aquel sin duda era un buen momento para que se la tragase la tierra, pensó Mónica mientras él la llevaba en brazos desde el club al aparcamiento situado al otro lado. A sus oídos llegaron los silbidos y las risas de algunos de los juerguistas que todavía permanecían a la espera de entrar en el local o tomándose algo, pero todo palidecía ante la irrealidad en la que estaba sumergida.

—No les hagas caso —le oyó susurrar con esa voz suave y sensual que hacía que todo el vello de su cuerpo se pusiera en pie—, dentro de un par de horas serán incapaces de encontrar el camino del lavabo.

Ella sorbió por la nariz, su agarre sobre su cuello se hizo más liviano, sus manos empezaron a deslizarse lentamente y finalmente apartó la cara de su camisa pero no tenía fuerzas para mirarle. Él olía tan bien, un aroma fresco, varonil, nada que ver con las apestosas colonias con los que algunos hombres tendían a bañarse; era un aroma sutil, agradable y que despertaba en ella una necesidad primaria.

—¿Mejor? —preguntó él de nuevo deteniéndose junto a una enorme moto negra con motivos azules dónde la dejó suavemente. El frío de la tapicería del asiento se filtró contra su piel haciéndola dar un respingo—. ¿Estás bien?

Se obligó a asentir con la cabeza y levantar finalmente la mirada hasta encontrarse con la suya. Señor, ¿había estado alguna vez tan cerca de este hombre? Acababa de cogerla en brazos, la había llevado como si no pesase nada y ahí estaba ahora, sin sacarle los ojos de encima.

No pudo evitarlo y dejó escapar una pequeña risita, aquello lo sorprendió pero lo vio sonreír a su vez, un suave brillo dorado bailando en unos ojos castaños de un tono muy claro.

—¿Compartes la broma conmigo?

Ella negó con la cabeza.

—Lo siento… es sólo… esto es demasiado subrealista.  Yo… gracias.

Él sacudió la cabeza.

—No hay problema —aceptó, pero su mirada nunca la abandonó—. ¿Te duele algo?

Ella alzó la mirada.

—¿Además… de mi orgullo? —preguntó sorbiendo por la nariz.

—Eso no se magulla, todo lo demás sí —le dijo con una divertida negativa. Su mirada seguía sobre ella, recorriendo cada centímetro de su cuerpo, poniéndola nerviosa—. ¿Algo más?

Pasándose el dorso de la mano para borrar las lágrimas de la cara, respondió:

—Ahora mismo todo, pero será mañana cuando aparezcan los moratones —murmuró—. A este paso podré competir con el Vaticano en el número de cardenales.

Él dejó escapar una breve carcajada, su sonido la hizo estremecer.

—Al menos conservas el buen humor —le dijo y retiró su mano de la cara—, si sigues restregándote así, parecerás un mapache.

Retiró la mano como si la de él le quemara, su contacto era tan extraño y a la vez agradable.

—Bueno, si tienes un móvil con cámara de fotos a mano, podrás tener una prueba con la que chantajearme después —aseguró sin detenerse a pensar—. Mitia seguro te lo agradecerá toda la vida, todavía no me ha perdonado por… ese pequeño accidente.

Mónica lo sintió tensarse, antes de que pudiese preguntar que ocurría, él dio un paso atrás; su mirada ahora traslucía la sorpresa y una buena dosis de recelo.

—¿He dicho algo que no debía? —preguntó mirando a su alrededor, por si el problema no era ella.

—¿Quién eres?

Aquello la sobresaltó, una nueva punzada certera directa a su corazón. ¿Realmente esperaba que se acordase de ella? ¿Qué la hubiese reconocido al menos? ¿La habría confundido quizás con alguna otra mujer de su exclusivo clan? Se deslizó de la moto, la falda se le subió y volvió a tirar hacia abajo mientras sus pies descalzos se posaban en el frío suelo.

—Lo siento, pensé… —negó con la cabeza y alzó la mirada una vez más; No era una cobarde—. Soy Mónica, la amiga de Jasmine. Dimitri nos presentó en una ocasión… —En realidad se lo habían presentado dos veces, pero él nunca había intercambiado más que un breve saludo con ella, ahora incluso dudaba que la hubiese mirado alguna vez a la cara.

Él frunció el ceño y pareció confundido durante un instante.

—¿Estás segura?

La incredulidad que escuchó en su voz la ofendió.

—Si eres Nickolas Jenkins y trabajas como administrador de Dimitri Kenway, además de ser el segundo de vuestra… um… manada, entonces sí —espetó molesta por la falta de credulidad de su parte—. Siento haber echado a perder tu noche, yo… será mejor que regrese a la mansión.

Él la miró como si no estuviese seguro de su identidad, entonces sus ojos se abrieron al recordar algo.

—Espera, ¿tú eres la veterinaria? —preguntó mirándola ahora con más atención.

Ella asintió lentamente.

—Soy cuidadora de los felinos en Zoo Metropolitano de Richmond —especificó y se encogió ligeramente de hombros—. Y ahora si me disculpas, será mejor que encuentre la manera de pedir un taxi y marcharme de aquí.

O de lo contrario seguiría haciendo el ridículo, pensó mientras daba los primeros pasos sobre el frío asfalto.