NAPOLEÓN
La señorita Clara —de la Comédie Française— ni respira. Sabe que de vez en cuando, el Emperador se queda así, pensativo, y no le gusta que le distraigan. Además, aquí en confianza, ¿de qué le iba a hablar? Después de todo, es el Emperador... una ya no se encuentra como en casa ¿no es verdad? Ante todo, es extranjero —piensa la señorita Clara—, no muy parisiense... Sin embargo, apoyado en la chimenea tiene un rostro bastante interesante si, desde luego, no estuviera tan regordete... Lá, lá, apenas tiene cuello... ¡es gracioso! Pero ¿saben?, por lo menos podría ser más educado.
En la chimenea se oye el tic-tac del pesado reloj de mármol. “Mañana —piensa el emperador—, he de recibir a los representantes de las ciudades. Es una tontería, pero..., ¿qué remedio queda? Seguramente se van a quejar de los impuestos. Luego el embajador de Austria..., siempre con la misma historia. Después vendrán a presentarse los nuevos presidentes de los tribunales... Tengo que leerme donde trabajó cada uno antes, a esa gente le agrada que se sepa algo de ellos —el emperador cuenta con sus dedos—. ¿Todavía algo más? Sí; el conde Ventura vendrá otra vez a contar chismes sobre el Papa... —Napoleón ahoga un bostezo—. Dios, qué fastidio... Debería llamar a ése... ¿cómo se llama?, a ese hábil hombrecillo que acaba de volver de Inglaterra. ¿Cómo se llama ese hombre? ¡Porco, si es mi mejor espía! ”
— ¡ Sacrebleu! —gruñe el emperador—, ¿cómo se llama ese hombre?
La señorita Clara se sienta y guarda silencio.
“No importa —piensa el emperador—, que se llame como quiera. Pero sus informaciones son formidables. Un hombre necesario ése... ése... ¡maladetto! Parece mentira cómo se olvida a veces uno de los nombres... Y sin embargo, tengo buena memoria—, se extraña el emperador—. ¡Cuántos miles de nombres llevo en la cabeza! Solamente los soldados que conozco por el apellido... Apostaría que hasta hoy recuerdo los nombres de todos mis compañeros de escuela... y de los camaradas de la infancia. Veamos: eran... Tonio Zufolo, Mario Barbabietola, Lúca, al que llamábamos Peto —el emperador se sonríe—, Andrea, llamado Puzzo o Tirone... A todos los recuerdo por el nombre, pero en este momento no viene a mi memoria el nombre de ése... ¡truenos!”.
Señora —dice el emperador pensativo—, ¿tiene usted también una memoria tan extraña? Uno se acuerda de los nombres de sus compañeros de infancia, pero no puede recordar el de un hombre, con el que habló hace un mes.
—Desde luego, Sire —dice la señorita Clara—, es algo tan particular, ¿verdad? —la señorita Clara trata de recordar algún nombre de su infancia, pero ninguno salé a flote... Solamente recuerda el de su primer amante. Era un tal Henry... Sí, Henry se llamaba.
—Es particular —gruñe el emperador, mirando fijamente las llamas de la chimenea—. A todos puedo imaginármelos : Gamba, Zufolo, Briccone, Barbabietola, el pequeño Puzzo, Biglia, Mataccio, Mazzasette, Baccajo, Giondolone, Panciuto... Eramos unos doce pilludos, señora. A mí me decían Polio, el Capitano.
—¡Encantador! —exclama la señorita Clara—. ¿Y usted era su capitán, Sire
—Así era —cuenta el emperador pensativo—. Yo era su guía, ¿sabe? Unas veces hacía de capitán de ladrones y otras de jefe de los gendarmes, según las circunstancias... Un día hasta mandé colgar a Mattaccio por faltar a la obediencia. Gracias a que, por casualidad, pasó por allí el viejo guardián Zappo y lo descolgó a tiempo. Entonces, señora, se gobernaba de otro modo. Un capitán así era el amo y señor de su gente... Allí había una pandilla de chicos enemigos, mandados por un tal Zani. Más tarde fue jefe de bandidos en Córcega y hace tres años lo mandé fusilar.
—Se ve —suspira la señorita Clara— que Vuestra Excelencia nació ya caudillo.
El emperador mueve la cabeza...
—¿Cree usted? Entonces, como capitán, sentía mi poder personal con mucha mas fuerza. Gobernar, señora, no es como mandar. Mandar sin reservas ni miramientos, no preocuparse de los resultados... Señora, eso era lo más soberano del asunto, que se trataba solamente de un juego, que yo sabía que era solamente un juego...
La señorita Clara cae en la cuenta de que sobre eso no tiene nada que decir —dicho sea en favor suyo...
Y ahora, ahora... —continúa el emperador más o menos para sí—. Muchas veces se me ocurre de pronto: ¡Polio, si es solamente un juego! Te dicen Sire, te llaman Vuestra Majestad, porque estamos jugando todos nosotros. Esos soldados en posición de firme, esos ministros y embajadores que se inclinan ante ti hasta el suelo... ¡todo, todo es un juego! Y nadie empuja al otro con el codo al hacerlo, nadie se ríe... Cuando niños, también jugábamos con la misma seriedad... Eso ya es cosa de los juegos, señora, el hacer como si todo fuese de veras...
En la chimenea suena el tic-tac del pesado reloj de mármol.
“Qué raro es el Emperador”, piensa la señorita Clara.
Quizá empiezan a hacerse guiños en cuanto se cierran las puertas —continúa el Emperador, embebido en sus pensamientos—, y tal vez murmuran : “Vaya bromista que es este Polio, cómo sabe jugar a emperador, ni siquiera pestañea...” Si no fuera todo un juego, hasta podría decirse que lo está tomando en serio —el Emperador resopla como si estuviera riendo por dentro. Cómico, ¿verdad, señora? Y yo tengo tanto cuidado con ellos... Espero a que hagan un sólo gesto para empezar a reírme yo antes. Pero no ocurre nada...
A veces tengo la sensación de que se han puesto de acuerdo para hacerme caer en la trampa, ¿comprende?, para que crea que no es un juego, reírse con ganas de mí: ¡Polio, Polio, cómo te hemos pillado! —el Emperador sonríe levemente—. ¡No, no me pillarán! Yo sé muy bien a qué atenerme...
"Polio —piensa la señorita Clara—, cuando se ponga tierno le voy a llamar así: Mon petit Polio."
—¿Cómo ha dicho? —pregunta el emperador ásperamente.
—Nada, Sire —se defiende la señorita Clara.
—Me había parecido oírle algo ... —el emperador se inclina hacia el fuego—, ¡Es extraordinario! En las mujeres no lo he notado tanto, pero en los hombres ocurre con mucha frecuencia que en lo profundo de su alma no dejan nunca de ser chiquitos. Por ello continúan haciendo tantas cosas en su vida, porque están jugando; por eso actúan tan apasionada y concentradamente, porque en realidad, para ellos todo es un juego. ¿No lo cree usted así? ¿Acaso puede ser alguien seriamente Emperador, eh? Yo estoy seguro de que no es todo más que una broma.
De nuevo reina el silencio.
—No, no, no —murmura el emperador—. No lo creerá usted, pero a veces, uno no está seguro, ¿sabe?, de pronto se asusta: “Si soy todavía el pequeño Polio y todo esto es solamente porque sí, ¿no es eso? ¡ Dios mío, pero cuando se descubra...!” Esa es precisamente la cuestión: que uno nunca puede estar absolutamente seguro —el emperador levanta la vista y mira fijamente a la señorita Clara—. Solamente con respecto a las mujeres, Madame, solamente en el amor, está uno seguro de que... de que... de que ya no es un niño. En eso, al menos, ve uno claramente que es hombre. ¡Al diablo! —salta el Emperador—. ¡Vamos, vamos!
—Ay, Sire —suspira la señorita Clara—, qué grande sois!
Año 1933