ROMEO Y JULIETA
El joven noble inglés Oliver Mendeville, que se había detenido en viaje de estudios en Italia, recibió en Florencia la noticia de que su padre, Sir William, había abandonado este mundo. Con gran pesar y abundantes lágrimas se despidió Sir Oliver de la señorita Magdalena, jurándole que volvería lo antes posible. Luego, acompañado de su criado, se puso en camino de Genova.
El tercer día de su viaje les pilló un fuerte aguacero, precisamente cuando llegaban a una especie de refugio. Sir Oliver detuvo su caballo bajo un viejo olmo.
—Paolo —dijo su criado—, entérate si no hay por aquí algún albergue donde podamos refugiarnos hasta que pare la lluvia.
—En lo que respecta a criado y caballo —se oyó una voz sobre su cabeza—, el albergue está ahí al volver la esquina; pero usted, caballero, honraría mi parroquia si se refugiase bajo su humilde techo.
Sir Oliver se quitó su ancho sombrero y se volvió hacia la ventana, desde la que le sonreía un gordo y viejo cura.
—Vuestra señoría reverendísima —dijo respetuosamente— muestra una gran amabilidad a un extranjero que abandona el bello país de ustedes rebosante de agradecimiento, por todo lo bueno con que fue tan pródigamente obsequiado.
—Bien, querido hijo —dijo el cura—, pero si sigue hablando todavía un minuto más, se mojará de arriba a abajo. Haga el favor de bajar de esa yegua y dé se un poco de prisa, porque llueve demasiado.
Sir Oliver quedó sorprendido cuando el muy reverendo padre salió presuroso al pasillo. Nunca había visto un cura tan pequeño. Cuando se inclinó para saludarle, tuvo que hacerlo de tal manera que la sangre se le bajó a la cabeza.
—Déjese de reverencias —dijo el cura—. Soy solamente franciscano, caballero. Me llaman el padre Hipólito. ¡Eh Marieta! trae salchichón y vino. Por aquí, señor; hay una oscuridad tremenda. ¿Es usted inglés? ¡Hay que ver! Desde que ustedes los ingleses se separaron de la Santa Iglesia Romana, los hay por Italia a montones. Comprendo, señor, cuestión de nostalgia. Mira, Marieta, este señor es inglés. ¡Pobrecillo! Tan joven y ya es inglés... Córtese salchichón, caballero, es verdadero de Verona. Yo digo que, para acompañar el vino, no hay nada mejor que el salchichón de Verona. ¡Que se dejen disecar los de Bolonia con su mortadela! Prefiera siempre el salchichón de Verona y las almendritas saladas, querido hijo. ¿No ha estado usted nunca en Verona? ¡Lástima! De allí era la divina veronesa. Es que yo soy de Verona, ciudad famosa, señor. Se le dice la ciudad de Escalígero. ¿Le gusta el vinillo?
—Gracias, padre —murmuró Sir Oliver—-. En mi país, en Inglaterra, se llama a Verona la ciudad de Julieta.
—¡No me diga! —se extrañó el padre Hipólito—. ¿Y por qué? Ni siquiera sabía que hubiera en Verona alguna duquesa Julieta... La verdad es que ya hace más de cuarenta años que no he estado allí. ¿De qué Julieta se trata?
—Julieta Capuleto —explicó Sir Oliver—. ¿Sabe usted? Nosotros tenemos una obra de teatro sobre ella, de un tal Shakespeare. ¡Hermosa pieza teatral; ¿La conoce usted, padre?
—No... Pero, espere... Julieta Capuleto... Julieta Capuleto... —repitió el padre Hipólito— a esa debería conocerla. Yo visitaba a los Capuleto con el padre Lorenzo.
—¿Usted conocía al padre Lorenzo? —suspiró Sir Oliver.
—¿Cómo no iba a conocerle? Yo hacía de monaguillo suyo, señor. Oiga, ¿acaso no es esa la Julieta que se casó con el conde París? A ella la conocía. Muy piadosa y magnífica señora, esa condesa Julieta. Ella de soltera era Capuleto, de esos Capuletos que tenían un comercio de terciopelos.
—No puede ser la misma —declaró Sir Oliver—. La verdadera Julieta murió de jovencita de la forma más conmovedora que pueda usted imaginarse.
—Ajá... —dijo el muy reverendo— entonces será otra. La Julieta que yo conocía estaba casada con el conde París, del que tuvo ocho hijos. Una esposa ejemplar y honrada, señor. ¡Que Dios le de a usted una igual! Es verdad que se decía de ella que antes había estado loca por un joven libertino... Ya sabe usted, señor, ¿de quién no se cuenta alguna cosa? La juventud es irreflexiva y atolondrada. Puede estar usted contento de ser joven, caballero. ¿También hay ingleses jóvenes?
—También —suspiró Sir Oliver—. ¡Ay, padre, también a nosotros nos roe el fuego del joven Romeo!
—¿Romeo? —dijo el padre Hipólito y bebió—. A ese debería conocerlo yo. Caramba, ¿no era ese joven disipado, aquel lechugino, aquel granuja de los Móntescos? ¿El que hirió al conde París? Se decía que por causa de Julieta. Sí, así era. Julia debía casarse con el conde París —un buen partido, señor, aquel París era muy rico y joven—, pero Romeo se empeñó en que Julieta sería para él... ¡Vaya disparate! ¡Como si los ricos Capuletos pudieran casar una hija suya con alguno de los fracasados Móntescos! Y además, los Móntescos eran partidarios de los Mantua, mientras los Caputelos estaban de parte del duque de Milán. No, no. Yo creo que aquel asalto con intento de asesinato contra París fue un vulgar atentado político. Hoy no hay en todo más que política, querido hijo. Claro que después de aquella historia, Romeo tuvo que huir a Mantua y ya no volvió.
—Eso es una equivocación —pudo decir Sir Oliver—. Perdone usted, padre, pero la cosa no fue así. Julieta amaba a Romeo, pero sus padres la obligaron a casarse con el conde París.
—¡Ya sabían lo que hacían! —aprobó el viejo párroco—. Romeo era un bellaco y estaba de parte de los Mantua.
—Pero antes de su boda con París, el padre Lorenzo le proporcionó unos polvos para que cayera en una especie de sueño letal —continuó Sir Oliver.
—¡Eso no es cierto! —dijo bruscamente el padre Hipólito—. El padre Lorenzo nunca hubiera hecho cosa semejante. La verdad es que Romeo ataco a París en la calle y le hizo unos rasguños. Quizá estaba un poco bebido...
—Perdone, padre, tengo entendido que fue completamente diferente —protestó Sir Oliver—. La verdad es que enterraron a Julieta, y Romeo, sobre su tumba, atravesó a París con su espada.
—¡Un momento! —dijo el párroco—. Primero, no fue sobre la tumba de nadie, sino en la callecita que hay cerca del monumento a Escalígero; segundo, Romeo no le atravesó con la espada, sino que le hizo un pequeño rasguño en un hombro. Caramba, no siempre se consigue atravesar a alguien con una espada... ¡Pruébelo usted, señor!
—Perdone —objetó Sir Oliver—, yo lo vi el mismo día del estreno. El conde París fue herido en el duelo y murió inmediatamente. Romeo, en la creencia de que Julieta estaba realmente muerta, se envenenó sobre su cadáver. Así ocurrió, padre.
—¡Qué va, señor! —gruñó el padre Hipólito—. No se envenenó, sino que huyó a Mantua, amigo.
—Perdone, padre —insistió en su punto de vista Oliver—, yo lo he visto con mis propios ojos, ¡si estaba sentado en la primera fila! En aquel momento se despertó Julieta, y cuando vio que su querido Romeo estaba muerto, tomó también veneno y pereció junto a él.
—¡Qué fantasía tiene usted, señor! —se enfadó el padre Hipólito—, me extraña que haya quien invente tantos chismes. La verdad es que Romeo huyó a Mantua y la pobrecita Julieta, por lástima hacia él, se envenenó un poquitillo. Pero no fue nada serio, caballero, solamente una niñada, ¡si apenas tenía quince años! Me lo contó ese Lorenzo, señor. Desde luego que yo era entonces un chiquillo así —mostraba el buen padre como un palmo de altura—. A Julieta la llevaron luego a casa de su tía, en Besenzana, para que se repusiera. Allí fue a verla el conde París, que llevaba aún el brazo en cabestrillo. ¡Y ya sabe usted lo que ocurre en estos casos! Nació un amor como un tronco. Al cabo de tres meses se casaron. Eso es lo que ocurre en la vida, señor. Yo estuve en su boda con las enagüillas de monaguillo.
Sir Oliver estaba sentado, completamente deshecho...
—No se enfade usted, padre —pudo decir finalmente—, pero en nuestra obra inglesa es mil veces más hermoso.
El padre Hipólito resopló :
—¡Más hermoso...! Yo no sé que ve usted de hermoso en que dos jóvenes se quiten la vida. Hubiera sido lástima, señor. Yo le digo a usted que es mucho más hermoso el que Julieta se casara y tuviera ocho hijos. ¡Y vaya niños!, señor mío, ¡Ni pintados!
Oliver movió la cabeza:
—Eso ya no es lo mismo, querido padre; usted no sabe lo que es un gran amor.
El pequeño padre guiñó los ojillos pensativo.
—¿Gran amor? Según mi opinión, un gran amor es cuando dos personas consiguen aguantarse durante toda la vida... Fiel y abnegadamente... Julieta fue una señora extraordinaria, querido señor. Educó ocho hijos y sirvió a su marido hasta la muerte. Así que en su país, llaman a Verona “la ciudad de Julieta...”. Está muy bien por parte de ustedes, los ingleses. La señora Julieta era verdaderamente una magnífica mujer.
¡Dios la tenga en gloria!
El joven Oliver salió de su especie de encantamiento.
—¿Y qué le ocurrió a Romeo?
—¿Ese? Ni siquiera lo sé bien. Algo oí decir de él, pero... Ajá, ya recuerdo... Se enamoró en Mantua de la hija de no sé qué marqués —¿cómo se llamaba él?— Monfalcón o Montefalco, algo así... ¡Ay, caballero! Aquello fue lo que usted llama un gran amor. Hasta creo que la raptó o algo así... Una historia muy romántica, pero los detalles los he olvidado. Ya sabe, eso ocurrió en Mantua. Pero debió ser alguna pasión sin igual, una extraordinaria pasión, señor. Por lo menos, eso decían. Y bien, señor, ya ha parado de llover.
Sir Oliver se levantó en toda su perpleja altura.
—Ha sido usted muy amable, señor. Thank you so much. ¿Puedo permitirme dejar algo... para su pobre parroquia? —murmuró sonrojándose y escondiendo bajo el plato unas monedas.
—Bueno, bueno... —dijo el asustado padre Hipólito sacudiendo las manos—, ¡qué ocurrencia! Tanto dinero por un poquito de salchichón de Verona...
—Algo, también, por vuestra historia —añadió el joven Oliver rápidamente—, Fue... fue muy, muy... No sé cómo decirlo. Very much, indeed.
En la ventana de la parroquia se reflejaba ya el sol.
Año 1932