EL SEÑOR HYNEK RÁB DE KUFSTEIN

El señor Janek Chval de Jankov todavía no se había repuesto de aquella sorpresa. ¡Díganme ustedes! Sin saber cómo ni por qué, se le presenta de pronto su señor yerno ¡Y vaya yerno! Háganme el favor de verlo: luce pantalones alemanes y bigotes húngaros... En fin, un gran señor, eso hay que reconocerlo. Y mientras, el señor Janek, con las mangas arremangadas, estaba ayudando a parir a una vaca.

"Vaya regalito... —pensaba el viejo señor, sofocado—, ¿para qué me lo habrán traído aquí los diablos?".

—Beba, señor Hynek, beba usted —insistía calurosamente el viejo—. Es solamente vino de aquí; hace cinco años que lo trajo un judío de Litomerice. Ustedes, en Praga, beberán solamente Chipre, ¿verdad?

—Chipre y de otros —dijo el señor Hynek—. Pero le digo, señor suegro, que no hay nada mejor que un buen vinillo checo, y la buena cerveza checa. Aquí la gente ni siquiera sabe todo lo bueno que tenemos, y compra el desperdicio extranjero. ¿Cree usted que alguien trae algo limpio del extranjero?

El viejo señor afirmó con un gesto.

—Y aún quieren por ello unos precios enormes.

—No comprendo —criticó el señor Ráb—. Hágame el favor, calcule solamente los impuestos que se pagan. Su Majestad el rey se unta el bolsillo y nosotros lo tenemos que pagar... —el señor Hynek carraspeó excitado—. Con tal de tener él las arcas llenas de dinero...

—¿Se refiere usted a nuestro rey Jorge de Podebrad?

—Sí, a ese enano —asintió el señor Ráb—, Parece un tendero... ¡vaya reyecito! Pero eso se va a acabar, señor suegro, aunque sea por motivos económicos. ¿También están tan mal las cosas aquí, en Jankov?

El señor Janek se entristeció.

—Mal muchacho, demasiado mal. Las vacas han sido atacadas por una peste; inútil tratar de curarlas. Y, ¡el diablo sabe por qué! a los campesinos se les estropeó el trigo. El año pasado cayó granizo... Mal lo pasan los campesinos, mal... Calcule usted, señor Hynek, no tienen grano ni para sembrar. Tuve que repartir simiente de mi granero.

—¿Repartir? —se extrañó el señor Ráb—. Eso, señor suegro no lo hubiera hecho yo. ¿Para qué mimar a los gandules? ¡Que revienten!— repetía el señor Hynek enérgico—. En estos tiempos, señor suegro, se necesita una mano de hierro. ¡Ninguna limosna ni ayuda! ¿Ablandarlos? ¿Para qué? Vendrán aún tiempos peores. Mejor es obligar a esos mendigos a un poco de miseria. ¡Que coman corteza de árbol y cosas por el estilo! Yo no les daría nada, solamente les diría con claridad: Sinvergüenzas, vagabundos, mendigos y algo parecido, ¿creéis que no tenemos otra cosa en que pensar más que en vuestras tripas? Hoy, añadiría yo, tenéis que estar todos preparados para grandes sacrificios. Tenemos que pensar nada menos que en la defensa del reino. Así se lo explicaría yo, señor. Los tiempos son serios, y el que no esté dispuesto a morir por la patria, que muera de hambre, y en paz —el señor Hynek bebió con ganas—. Mientras puedan sostenerse en sus piernas, obligarles a hacer la instrucción ¡y nada de contemplaciones!

El viejo señor de Jankov volvió hacia el señor Hynek sus pálidos ojos.

—¡Cómo, cómo! ¿Entonces, según parece, va a haber ¡Dios nos libre!, guerra?

El señor Hynek se rio con ganas.

—¡Cómo no iba a haberla! ¿Acaso tenemos paz sin más ni más? Y, señor mío, cuando hay paz, se comprende que se está preparando algo. Hágame el favor —dijo con desprecio—, si eso lo sabe hasta ese... ¿cómo le llaman?, ajá... el Duque de la Paz. El Duque de la Paz —silbó el señor Ráb—. Está claro, señor, teme por su trono. Y eso que si no estuviera sentado sobre almohadones, ni se le vería... ¡Tres almohadones tiene bajo el trasero!

—¿Quiere usted decir... Jorge de Podebrad? —preguntó inseguro el señor Hynek.

—¿Qué otro? ¡Ay, señor! tenemos un gobernante que, ya... ya... ¡Muchas gracias! Todo es paz, señor suegro. Todos son mensajes y cosas parecidas. Para eso sí que hay dinero, ¿verdad? Por ejemplo: hasta Hlohovec se paseó en busca del rey de Polonia, y que si un pacto contra los turcos... ¡Toda una milla recorrió en busca del polaco, calcule usted y ¿Qué me dice de esto?

—Bueno... —dijo el señor Janek con precaución—, ¿acaso se cuenta poco de los turcos?

—¡Tonterías! —dijo el señor Hynek con decisión—. Pero ¿acaso está bien que un rey de Bohemia vaya detrás de los polacos? ¡Eso es una vergüenza! —gritó el señor Hynek—, Debí haber esperado que el polaco viniese a hablar con él. ¡Hasta dónde han llegado las cosas, señor Janek...! ¿Qué hubiera dicho de esto el difunto emperador Carlos? ¿O Segismundo? Entonces, querido señor, todavía teníamos cierto prestigio internacional, —el señor Ráb escupió—. ¡Uy! me extraña que los checos pasemos por alto esas cosas.

“¡Vaya cosas! —pensaba el señor Janek Chval—. ¿Y para qué me lo está contando, después de todo? Como si yo no tuviera bastante con mis preocupaciones...”.

—O esto otro —continuó el señor Hynek— envía un mensajero a Roma, como para que el Papa le reconozca y qué se yo qué quiere... Pidiendo humildemente, ¿estamos? Según dice, para que haya paz entre los cristianos y cosas así. ¡Eso ya es el colmo! —el señor Ráb pegó con la palma de la mano en la mesa tirando casi el jarro—. ¡Nuestro padre Zizka se revolverá en la tumba! Por Dios se lo pido... ¡tratar con el Papa¡ ¿Para eso nos hemos desangrado nosotros, los del Cáliz? ¿Para que nos venda a Roma por una pantufla del Papa?

“Y para qué armas tanto jaleo, —pensó extrañado el viejo señor, haciendo guiños excitado—. ¿Cuándo has sangrado tú, hombre? Tu difunto padre no vino aquí hasta tiempos de Segismundo. Es verdad que después se casó en Praga... Se firmaba Joachim Hanes Raab. Era un hombre bueno, señores, yo le conocía bien. Un alemán comprensivo.”

—Y él está convencido —prosiguió el señor Hynek Ráb—, de que hace quién sabe qué política. Hace poco envió unos payasos de los suyos a Francia, a hablar con el rey de los franceses. Y que si se debía formar una unión de duques cristianos, para que se reuniesen en una especie de parlamento de toda Europa, o algo así. Según dicen, para resolver los conflictos por las buenas y cosas parecidas... Y contra los turcos, inventa historias de paz eterna y otros cuentos... Dígalo usted mismo; ¿había oído alguna vez disparates semejantes? ¿Acaso se puede hacer esta clase de política? ¡Hágame el favor! ¿Quién iba a querer resolver los asuntos por las buenas, si puede hacerlo con una guerra? ¿Y acaso se deja convencer algún Estado, cuando se le ocurre declarar la guerra a otro? En fin, una sarta de tonterías... Todo el mundo se ríe de eso. Pero cómo nos compromete ante todo el mundo a nosotros, señor suegro, un paso así... Si, ¡por Cristo!, parece que tengamos miedo de llegar a una guerra...

—¿Y usted cree que llegará? —preguntó preocupado al señor Janek.

El señor Hynek Ráb de Kufstein movió la cabeza.

—Puede usted estar más que seguro. Mire, señor suegro, contra nosotros están Hungría, Alemania, el Papa y Austria. Si los tenemos en contra, pues bien, hay que atacarles antes de que estén preparados. Enseguida declararles la guerra y ya está. Así se hacen las cosas —declaró el señor Ráb peinándose el cabello decidido.

—Entonces tendré que empezar a preocuparme de las provisiones —murmuró el señor Janek Chval pensativo—. Estará bien tener alguna reservita.

El señor Hynek se inclinó confidencial sobre la mesa.

—Yo, señor suegro, tendría un plan todavía mejor. Unirnos con los turcos y los tártaros. Eso sería política, ¿no le parece? Los tártaros se encargarían de Polonia y Alemania, destrozándolo y quemándolo todo. Mejor para nosotros, ¿comprende? Y a los turcos les dejaría Hungría, Austria y el Papa.

—Si se dice que los turcos son inhumanos... —dijo el viejo señor de Jankov.

—Precisamente por eso —dijo el señor Hynek dándole la razón—. ¡Ellos sí que los arreglarían bien! Nada de rodeos y todo eso de sentimientos cristianos. Sencillamente: cuestión de fuerza. Y nuestra nación, señor suegro... Le digo que por la nación ningún sacrificio es bastante grande. Pero deben sacrificarse “los otros” ¿comprende? No dejar vivo a nadie, como decía Zizka. Contra todos, y cosas parecidas. ¡Si hubiera más imperios y derechos nuestros! Tomar de nuevo en las manos nuestras viejas cachiporras checas...

El señor Janek de Jankov movió la cabeza pensativo. “Tengo que ocuparme del aprovisionamiento, —pensó—. ¿Quién sabe lo que va a ocurrir? El viejo señor Raab era un hombre sabio y prudente, aunque alemán como un tronco... Del Tirol. Quizá Hynek ha heredado de él un poco de sentido común, —se le ocurrió al viejo señor—, y en Praga la gente sabe muchas más cosas... Principalmente, he de secar mucho heno, en las guerras es muy importante...”

El señor Hynek Ráb de Kufstein pegó exaltado sobre la mesa.

—Señor suegro, nosotros aún tendremos la suerte de verlo. ¡A su salud! ¡Eh, muchacho, trae aquí esa jarra! Ponme vino, ¿no ves que ante mí hay una copa vacía? ¡A la salud de nuestras cosas!

—Wohl bekomm’s —dijo el viejo señor respetuosamente.

Año 1933