NOCHE SANTA

—Me extraña tu modo de ser —gritó la señora Dina—. Si fuera gente decente, hubiera ido a casa del alcalde y no mendigando por ahí... ¿Por qué no los han albergado los de Simón? ¿Por qué hemos de aceptarlos nosotros, sin más ni más? ¿Acaso somos peores que los Simón? Yo sé muy bien lo que ocurre... La mujer de Simón no metería en su casa a unos vagabundos así. Me sorprende que te rebajes de ese modo, hombre, y sin saber con quién.

—¡No grites! —gruñó el viejo Isacar—. ¡Te van a oír!

—¡Que me oigan! —contestó la señora Dina, alzando la voz todavía más. ¡Eso faltaría, que no pudiera gritar en mi propia casa! ¡Que por culpa de unos vagabundos, tuviera que cerrar el pico! ¿Los conoces? ¿Los conoce alguien? Él te dice: «Ésta es mi mujer». Eso que se lo cuenten a otro. ¡Como si yo no supiera cómo van las cosas entre esa gente...! ¿No te da vergüenza dejar entrar algo así en tu casa?

Isacar quería objetar que les había permitido albergarse solamente en el establo, pero se lo calló. Le gustaba tener paz.

—Y ella —continuó la señora Dina escandalizada— está en estado interesante ¡para que lo sepas! Dios mío, ¡eso es lo que nos faltaba! ¡Jesús, María! ¡A ver si aún vamos a dar que hablar! Dime, ¿dónde tienes la cabeza? —la señora Dina recobró el aliento—. Está claro, a una joven no le sabes decir que no. En cuanto te ha echado una miradita, te has desvivido por servirla. Por mí no lo hubieras hecho, Isacar. «Acomódense, buena gente, hay cantidad de paja en el establo.» ¡Como si fuéramos los únicos en todo Belén que tienen establo! ¿Por qué no les dieron un haz de heno los de Simón? Porque la mujer de Simón, no se conforma a todo lo que se le antoja a su marido. ¡Sólo yo soy la tonta que me callo!

El viejo Isacar se volvió cara a la pared. “Quizá se canse de hablar —pensó—. Después de todo, tiene un poco de razón, pero hablar tanto por una vez...”

—Meterse gente extraña en casa —meditaba la señora Dina enfadada y con razón—. ¿Quién sabe qué clase de personas son? ¡Ahora tendré que estar toda la noche sin pegar el ojo de miedo! Pero ¿qué te importa a ti, no es eso? Por gentes extrañas, eres capaz de todo, pero por mí... absolutamente nada. ¡Cómo vas a tener consideraciones con una pobre mujer cansada y enferma! Eso, no. Y por la mañana, tendré todavía que limpiar todo el desorden que me hayan dejado... Si él es carpintero, ¿por qué no está trabajando en algún lugar? ¿Y por qué yo, precisamente yo, he de tener tantas preocupaciones? ¿Me oyes, Isacar?

Pero Isacar hacía como que dormía, de cara a la pared.

—Virgen santísima, ¿es vida lo que tengo? —suspiró la señora Dina—. Toda la noche tendré que pasarla en vela, preocupada... Y él, durmiendo como un tronco... Podrían llevarse toda la casa y seguiría roncando. ¡Dios, cuántas penas tengo!

Y reinó el silencio. Solamente el viejo Isacar, rítmicamente, desmembraba la noche con sus ronquidos.

Hacia medianoche, le despertó de su sueño un grito ahogado de mujer.

“Caramba —se asustó—, eso debe ser en el establo. Lo que es menester que no se despierte Dina... Empezarían de nuevo sus romances.”

Y continuó sin moverse, como si durmiera.

Al momento se oyó un nuevo gemido.

“¡Dios mío, ten compasión! Dios, que no se despierte Dina —pedía apurado el viejo Isacar; pero en eso, ya sintió que Dina se removía a su lado, se levantaba y escuchaba en tensión. Esto se pone feo —pensó asustado Isacar, pero quedó calladito.”

La señora Dina, sin chistar, se levantó, echóse sobre los hombros la túnica de lana y salió al patio.

“Seguramente los va a despachar —se dijo el impotente Isacar—. No me voy a meter en nada, ¡que haga lo que quiera!”

Después de un largo rato de silencio volvió la señora Dina, pisando cuidadosamente. A Isacar, medio dormido, le pareció oír que chasqueaba y crujía la leña, pero decidió no moverse.

“Quizá Dina tiene frío y va a encender un poco de fuego” —pensó.

Luego Dina se marchó de nuevo sin hacer ruido. Isacar entreabrió los ojos y vio, sobre el llameante fuego, una cubeta llena de agua. ¿Para qué será? —se dijo asombrado, mas en seguida quedó dormido de nuevo. Se despertó otra vez cuando la señora Dina, con unos especiales, decididos e importantes pasitos, salía con la cubeta de agua humeante al patio.

Y extrañándose Isacar, se levantó, vistiéndose un poco. “He de ver qué ocurre”, se dijo enérgicamente; mas en la puerta se encontró con Dina.

“Por favor —quería decirle— ¿por qué corres tanto?”, pero ni siquiera tuvo tiempo de hablar.

—¿Qué tienes tú que buscar aquí? —disparó contra él la señora Dina, y de nuevo salió al patio con algunos envoltijos y trapitos en la mano. En la puerta se volvió todavía—. ¡Vuélvete en seguida a la cama! y... no te pongas por medio, ¿me oyes? —gritó enérgicamente.

El viejo Isacar salió al patio. Ante el establo vio alzar los hombros, perplejo, a una figura de hombre y se dirigió a ella.

—Sí, sí... —gruñó apaciguador—. Te ha hecho salir de ahí, ¿verdad? Ya sabes tú, José... ¡Estas mujeres...! Y para disculpar su impotencia ante el caso, añadió rápidamente señalando hacia arriba: ¡Mira qué estrella! ¿Habías visto alguna vez otra parecida?

Año 1930