CÉSAR DIOCLECIANO
Esta historia sería de mucho más efecto si su heroína fuese la hija de Diocleciano u otro ser joven y virgen. Pero por desgracia, y por cuestiones de verdad histórica, se trata de la hermana de Diocleciano, respetable matrona ya entrada en años y, según la opinión del César, algo histérica y exagerada, a la que hasta cierto punto temía el viejo tirano. Por ello, cuando se la anunciaron, interrumpió la audiencia con el gobernador de Cirenaica —al que con fuertes palabras le daba a entender su descontento—, y salió a recibirla hasta la puerta.
—¿Qué hay, Antonia? —le dijo en tono jovial—. ¿Qué deseas? ¿Te embarga de nuevo alguna pena? ¿Quieres que tome medidas para evitar que martiricen a las fieras en el circo? ¿O quisieras emprender la educación de mis legiones? Venga, pide por esa boca y siéntate.
Pero Antonia se quedó de pie.
—Diocleciano —empezó en un tono solemne—, debo decirte una cosa.
—¡Aja...! —exclamó el César resignado y se rascó la nuca—. Pero, por Job, precisamente ahora que tengo tanto trabajo... ¿No podrías dejarlo para otro rato?
—Diocleciano —continuó inflexible la matrona—, vengo a decirte que ya debes terminar de una vez con la persecución de los cristianos.
—Por favor —gruñó el viejo César—, ¿cómo se te ocurre una cosa así, tan de repente, después de trescientos años?
César miró atentamente a la exaltada matrona; estaba patética con sus severos ojos y sus manos, cruzadas en una especie de calambre, tan deformadas por la artritis. —Bueno, está bien; hemos de hablar sobre ello. Pero, ante todo, sé amable y siéntate.
Antonia se sentó, sin darse cuenta de lo que hacía, en el borde de la silla; así perdió un poco su posición de lucha, se empequeñeció y confundió. Su boca se ablandó como para llorar.
—Esa gente es tan santa, Diocleciano —dejó salir de sus labios—, y su fe es tan hermosa... Yo sé que si tú los conocieras... Diocleciano ¡debes conocerlos! Ya verás como después tendrás una opinión muy diferente de ellos.
—Pero si yo no tengo ninguna mala opinión —objetó Diocleciano suavemente—. Yo sé muy bien que todo lo que se dice de ellos son habladurías y calumnias. Eso lo idearon nuestros videntes —ya sabes: competencia, odio, etcétera. Yo lo he mandado comprobar y he oído decir que esos cristianos son, por otra parte, gente completamente decente. Muy buenas personas, y caritativas.
—Entonces ¿por qué los persigues tanto? —preguntó extrañada Antonia.
Diocleciano levantó un poco las cejas.
—¿Por qué? Por favor, ¡vaya preguntita! Se ha hecho toda la vida, ¿no es eso? Y a pesar de ello no se ve que disminuyan. Esos cuentos sobre persecución son muy exagerados. Es verdad que de vez en cuando tenemos que castigar a algunos ejemplarmente...
—¿Por qué? —repitió la matrona.
—Por una cuestión política —respondió el viejo César—. Mira, querida mía, yo podría presentarte una serie de motivos. Por ejemplo, a la gente le gusta. Primero, eso hace que no fijen su atención en otras cosas; segundo, les hace tener la seguridad de que se gobierna con mano firme; y tercero, aquí es como una especie de costumbre nacional. Yo te digo que ningún gobernante responsable y con sentido común interviene en las costumbres de su pueblo. Eso despierta siempre cierta sensación de inseguridad y... ejem... una especie de anarquía. Querida mía, hay que ver la de cosas nuevas que he impuesto durante mi gobierno, muchas más que cualquier otro. Pero eran cosas necesarias. Lo que no es necesario, no lo voy a hacer.
—Pero la justicia, Diocleciano —dijo en voz baja Antonia—, ¡Justicia ha de haber! Yo te pido justicia.
Diocleciano se encogió de hombros.
—Perseguir a los cristianos es justo, porque está de acuerdo con las leyes en vigor. ¡Ya sé lo que tienes en la punta de la lengua! Que podría revocar esa ley. Podría, pero no la revocaré, querida Antoñita, recuerda bien que «minima non curat praetor». Yo no me voy a meter en asuntos así. Ten la amabilidad de considerar que llevo a cuestas toda la administración del imperio y, querida, yo la he reformado desde los cimientos. Yo reformé la constitución, yo reformé el senado, centralicé la administración, reorganicé toda la burocracia, hice una nueva distribución de provincias, arreglé sus leyes administrativas —todo eso son cosas que tenían que hacerse en interés del Estado—. Tú eres mujer y no lo comprendes. Pero las tareas principales de un estadista son las administrativas. Dilo tú misma, ¿qué significan esos pocos cristianos, frente... frente, digamos, la organización del control financiero imperial? ¡Una nadería!
—Pero tú, Diocleciano —suspiró Antonia—, lo podrías solucionar todo tan fácilmente...
—Podría... pero, mirado desde otro punto de vista, no podría —dijo el César con seguridad—. Yo he construido todo el imperio sobre nuevas bases administrativas, y la gente casi no se ha dado cuenta de ello porque les he dejado sus costumbres. Si les doy de vez en cuando esos pocos cristianos tienen la impresión de que todo sigue como antes y me dejan tranquilo. Querida mía, el estadista debe saber hasta dónde puede atreverse en sus reformas. Así es.
—Entonces, solamente por eso —dijo tristemente la matrona—, solamente para que te dejen en paz esos sinvergüenzas y holgazanes...
Diocleciano hizo una mueca.
—Si quieres, pues también por eso. Pero te digo que he leído un libro de esos de tus cristianos y también he meditado un poco sobre ellos.
—Y ¿qué has encontrado de malo? —le salió a Antonia de pronto.
—¿De malo? —dijo el César pensativo—. Por el contrario, algo hay en su doctrina. El amor al prójimo y esas cosas, quizá su desprecio por las vanidades del mundo... En realidad son ideales completamente hermosos, y si yo no fuera César... ¿Sabes, Antoñita?, algunas de sus enseñanzas me gustan muchísimo; si yo tuviera más tiempo y pudiera pensar un poco en mi alma... —El viejo César golpeó con fuerza la mesa, excitado—. ¡Pero es absurdo! Desde el punto de vista político, completamente imposible. No puede ponerse en práctica. ¿Acaso podría establecerse el Imperio de Dios? ¿Cómo tendría que administrarse? ¿Con amor? ¿Con la palabra de Dios? Yo conozco bien a la gente, ¿no crees? Políticamente es una enseñanza tan poco madura y tan imposible de poner en práctica que... que... es directamente digna de castigo, Antoñita.
—Pero si ellos no hacen ninguna clase de política —les defendió Antonia calurosamente—. Y sus santos libros no dicen ni una palabra que se refiera a política.
—Para un estadista práctico —respondió Diocleciano— todo es política. Cada pensamiento debe apreciarse políticamente: cómo podría ponerse en práctica, qué hacer con él, a qué conduciría. Días y noches, ¡días y noches!, me he castigado la cabeza pensando cómo podría realizarse políticamente la enseñanza cristiana. Y veo que es imposible. Te lo digo; un Estado cristiano no se mantendría en el poder ni un solo mes. Dime tú: ¿puede cristianamente organizarse un ejército? ¿Pueden cristianamente cobrarse impuestos? ¿Podría haber esclavos en una sociedad cristiana? Yo tengo mis experiencias, mi querida Antoñita. Ni un año, ni un mes podría gobernarse según los fundamentos cristianos. Por eso nadie siente interés por el cristianismo. Puede ser la fe de los artesanos y los esclavos, pero nunca, ¡nunca!, una religión del Estado. Eso está descartado, ¿sabes? Todas esas opiniones suyas sobre la propiedad, el prójimo, sobre la repudiación de todo lo que es violencia, etcétera, son cosas hermosas, pero prácticamente imposibles. Para la vida real, Antoñita, no sirven. Dime tú, ¿qué hacer con ellos?
—Quizá son ideas irrealizables —murmuró Antonia—, pero eso no quiere decir que sean criminales.
—Crimen —dijo el César— es todo lo que perjudica al Estado. Y el cristianismo paralizaría la soberanía de muchos Estados. No puede ser, querida mía; el mayor poder ha de estar en este mundo, y no en el otro. Si digo que un Estado cristiano no es posible en principio, quiero decir, con la lógica de la necesidad, que el Estado no puede soportar al cristianismo. Un político responsable debe, serenamente, oponerse a los sueños poco saludables e irrealizables. Además, son sólo ilusiones de locos y esclavos.
Antonia se levantó respirando fuertemente.
—Diocleciano —dijo—, para que lo sepas, me he convertido al cristianismo.
—¡No me digas! —se extrañó un poco el César—. Y ¿por qué no? —dijo al cabo de un momento—. Ya te he dicho que tiene algo en sí... Y mientras sea cosa particular tuya... No creas, Antoñita, que yo no soy comprensivo para esas cosas. Hasta a mí me gustaría, un día, llegar a ser un alma humana. Me gustaría, Antoñita, colgar de un clavo mi cargo de César y la política, es decir, cuando termine la reforma administrativa del Imperio y algunas otras cosillas por el estilo. Y después... Después me iría a vivir al campo y estudiaría a Platón, Cristo, Marco Aurelio... y a ese Pablo o como le llamen ellos. Pero ahora, perdóname. Tengo algunas importantes entrevistas políticas.
Año 1932