MARTA Y MARÍA

Y aconteció que yendo, entró Él en una aldea: y una mujer llamada Marta, le recibió en su casa.

Y ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra.

Empero Marta se distraía en muchos servicios; y sobreviniendo, dice: Señor, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile pues, que me ayude.

Pero respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, cuidadosa estás, y con las muchas cosas estás turbada.

Empero una cosa es necesaria; y María escogió la buena parte, la cual no le será quitada.

Evangelio de San Lucas (10, 38-42)

Aquella tarde entró Marta en casa de su vecina Thamar, esposa de Jacob Grünfeld, la cual había dado a luz hacía unas semanas. Y viendo que el resplandor de la lumbre se apagaba, añadió leña y se sentó junto al fuego para avivarlo. Y cuando salieron las vivas llamas, miraba Marta el fuego y callaba...

Y dijo de pronto la señora Tamar: —Es usted muy buena, Marta. Se preocupa tanto de mí... —no sé cómo se lo podría pagar.

Pero Marta no dijo nada, ni apartó su mirada del fuego.

Y entonces, habló de nuevo la señora Thamar: —¿Es verdad, Martita, que hoy estuvo en su casa el Rabí de Nazaret?

Y Marta contestó: —Estuvo.

Y juntó las manos la señora Thamar y dijo: —¡Qué alegría habrá tenido usted, señorita Marta! Ya sé... a mi casa no hubiera venido Él, pero usted se lo merece; ¡es tan buena ama de casa!

Y entonces inclinó Marta la cabeza, arregló bruscamente los maderos en la lumbre y contó:

—Le digo a usted, señora Thamar, que hubiera preferido que se me tragase la tierra. ¡Cómo se me iba a ocurrir que ahora, antes de las fiestas...! Me había dicho: “Lavaré, antes que nada”. Ya sabe usted nuestra María la ropa que ensucia. Así pues, estaba poniendo en un montón la ropa y, de pronto; “Buenos días muchachas”. ¡Y Él estaba en el umbral! Yo empecé a llamar: “María, María, ven aquí”, para que me ayudase a esconder aprisa aquel montón de camisas. María llegó despeinada y en cuanto lo vio, empezó a gritar como si se hubiera vuelto loca: “¿Maestro, Maestro, ha venido usted a nuestra casa?” y ¡pum!, se echa de hinojos ante Él sollozando y besándole las manos. Señora Thamar, a mí me daba una vergüenza... ¿Qué debía pensar el Maestro? Una condenada histérica, y aquel montón de trapos por todas partes. Yo pude decir con dificultad: “Maestro, siéntese”, y empecé a recoger la ropa. Y María le tomó la mano y sollozó: “Maestro hable, cuéntenos algo Rabbi”. Figúrese usted, señora Thamar, ella le dijo “Rabbi”. Y había un desorden por todas partes, ya sabe usted, como son los días de colada. Ni siquiera estaba barrido. ¡Qué habrá pensado Él de nosotras!

—No crea usted, Martita —la animó la señora Thamar— los hombres, por lo general, no tienen en cuenta un poco de desorden. Yo los conozco.

—Y aunque así sea —declaró Marta con un duro brillo en los ojos—, orden debe haber. Mire usted, señora Thamar, cuando el Maestro fue a comer a casa de aquel publicano, entonces María supo lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con su cabello. Le digo a usted, señora Thamar, que una cosa así no me atrevería a hacerla yo, pero, sin embargo, me hubiera gustado que pisara un suelo limpio. Eso sí. Colocar ante Él aquella alfombrita tan bella, la de Damasco, ¡y no la ropa sucia! Lavarle los pies con lágrimas y secárselos con el cabello... eso es lo que sabe hacer nuestra María; pero peinarse en un momento cuando lo ve llegar, no. Solamente arrodillarse ante Él y hacerle unos ojazos... Y luego decirle “Rabbi”.

—¿Y habló Él? —preguntó ansiosamente la señora Thamar.

—Habló —contó Marta lentamente—. Se sonrió y le habló a María. Ya sabe usted cómo soy yo. Primero recogí la ropa sucia, y después, quise darle al menos un poco de leche de cabra y un pedazo de pan. Parecía tan agotado y cansado... Yo tenía ganas de decirle: “Maestro, voy a traerle un cojín y descansará usted un momento. Puede dormir, que nosotras estaremos calladitas, ni siquiera respiraremos...” Pero ya sabe usted, señora Grünfeld, una no quiere interrumpirle. Y así caminé de puntillas, para que María se diera cuenta de que debía guardar silencio, pero ¡ni pensarlo! “Cuente todavía, Maestro, por favor, todavía algo más”. Y Él, que es un buenazo, sonrió y continuó.

—¡Ay! Cómo me hubiera gustado oírle —suspiró la señora Thamar.

—Y a mí también, señora Thamar —dijo secamente Marta—, pero alguien tenía que refrescar la leche para que Él se reanimase, y también buscar un poco de miel para su pan. Luego corrí a casa de Efraín (yo le había prometido que le echaría una miradita a su niño, ya que la mujer tenía que ir al mercado). Ya sabe, señora Grünfeld, una vieja solterona como yo también sirve para algo algunas veces. ¡Si al menos hubiera estado en casa nuestro hermano Lázaro! Pero esta mañana, cuando vio Lázaro que íbamos a lavar, dijo: “Chiquillas, no hay nada que hacer, yo desaparezco. Pero tú, Marta estate al tanto por si pasara ese herbolario de Líbano, y cómprame el té para el pecho.” Nuestro Lázaro tiene algo en el pecho, señora Thamar, está muy desmejorado. Y así, pensaba yo: “Si al menos volviera Lázaro mientras el Maestro está en casa...” Yo creo, señora Grünfeld, que Él curaría a nuestro hermano. En cuanto oía pasos, ya estaba yo en la puerta gritando a cada uno: “Señor Aser, señor Leví, señor Isacar, si se encuentran con mi hermano Lázaro, díganle que vuelva en seguida a casa.” Y al mismo tiempo, vigilaba por si pasaba el herbolario. ¡No sabía qué hacer antes!

—Ya conozco eso —contestó la señora Thamar—. La familia no da más que preocupaciones.

—Si fueran sólo preocupaciones... —dijo Marta—. Pero mire usted, a uno también le gustaría oír la palabra de Dios. Yo soy solamente una pobre mujer, una especie de criada; me digo que alguien tiene que hacer las cosas, cocinar, lavar, componer los trapos y limpiar la casa. Y como nuestra María no tiene carácter para eso... Ahora ya no es tan bonita como antes, señora Thamar, pero ha sido una verdadera belleza, así que yo no tenía más remedio... sencillamente, debía servirla, ¿me comprende? Y a pesar de eso, todos creen que soy mala, señora Thamar. Usted sabe bien que una mujer mala y desgraciada, no puede guisar nada bueno... y yo, no soy mala cocinera. Si María es bonita, al menos, que Marta guise bien, ¿no tengo razón? Pero señora Thamar, a usted quizá también le ocurra. Hay veces que uno, se sienta por un momento cruzado de brazos, y entonces le asaltan una serie de raros pensamientos; que alguien te dice algo, o que te mira de cierta manera, como si te dijese: “Hijita, con tu amor nos vistes y te entregas a nosotros; con tu cuerpo limpias y con la limpieza conservas también la limpieza de tu alma; entramos en tu casa como si toda ella fueras tú misma, Marta. También tú, a tu modo, has amado mucho.”

—Sí, así es —dijo la señora Thamar. Y si hubiera tenido usted seis chiquillos como yo, Martita, todavía lo comprendería más.

A esto contestó Marta:

—Señora Grünfeld, cuando llegó Él tan de repente, el Nazareno, yo casi me desplomé. “Quizá... quizá viene a decirme esas palabras tan bellas que he estado esperando tantos años y, precisamente, en medio de un desorden tan grande.” Yo tenía el corazón en la garganta, ni podía hablar... Me decía: “Eso te pasará, eres una tonta. Mientras tanto remojarás la ropa, correrás a casa de Efraín y enviarás a buscar a Lázaro; echarás las gallinas del corral para que no molesten...” Y luego, cuando todo estaba en orden, me sentí invadida de una seguridad tan grande... Estaba preparada a recibir la palabra de Dios. Así que despacio, muy despacio, entré en el aposento donde Él estaba sentado y hablaba. María estaba echada a sus pies y no apartaba de Él sus ojos —Marta se rió secamente—. Se me ocurrió qué tipo haría yo echándole esas miradas al Nazareno. Y entonces Él, señora Grünfeld, me miró tan afable y limpiamente como si me quisiera decir algo. Y en eso me dije para mí: “Señor, ¡qué delgado está!”. Ya sabe usted, nunca come nada apropiado, ni siquiera había tocado el pan con miel. Y de pronto se me ocurrió: “Unos palomitos. Le cocinaré unos palomitos; enviaré al mercado a María y mientras tanto, Él descansará un poco. “Mariíta —le dije— ven un momento a la cocina.” Pero María, nada, como si fuera sordomuda.”

—No querría dejar al huésped solo —dijo conciliadora la señora Thamar.

—Mejor hubiera hecho en darse cuenta —dijo con dureza Marta— de que Él necesitaba comer algo. ¿Para qué estamos las mujeres, no es eso? Y cuando vi que María ni me hacía caso, que solamente miraba como extasiada al Maestro, entonces, señora Thamar, le aseguro que no sé ni siquiera cómo me salió, pero lo tuve que decir: “Señor, le dije, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile, pues, que me ayude en la cocina.” Así se me escapó...

—¿Y Él le dijo algo, Marta? —preguntó la señora Grünfeld.

Los ojos de Marta se llenaron de lágrimas ardientes: “Marta, Marta, cuidadosa eres y con las muchas cosas estás turbada; pero una cosa es necesaria, María escogió la buena parte, la cual no le será quitada.” Algo así respondió, señora Thamar.

Hubo unos momentos de silencio.

—¿Y eso fue todo lo que habló? —preguntó la señora Tamar.

—Todo lo que yo oí —explicó Marta secándose ásperamente las lágrimas—. Luego fui a comprar los palomos —hay que ver lo ladrones que son en el mercado, señora Thamar. Los asé e hice para usted un poco de sopa con los menudillos... —Ya sé... —dijo la señora Grünfeld—. Es usted muy buena, Martita.

—No lo soy —respondió Marta—. Para que lo sepa, es la primera vez que no asé los palomos como es debido. Eran duros, y a mí todo se me caía de las manos. ¡Es que yo tengo tanta fe en Él, señora Thamar!

—Yo también —aseguró piadosamente la señora Thamar—. ¿Y qué más dijo, Martita? ¿Cuáles fueron sus enseñanzas?

—No sé —contestó Marta—. Le pregunté a María, pero ya sabe usted cómo es ella de distraída. “Yo ya no me acuerdo, me contestó, te lo juro honradamente; no te podría decir ni una sola palabra de lo que me contó, pero era tan extraordinariamente hermoso, Marta, y yo soy tan inmensurablemente feliz...”

—Desde luego que valdría la pena —reconoció la señora Thamar.

Entonces, Marta, sonándose ruidosamente dijo:

—A ver, señora Grünfeld, déme a ese granujilla para que le cambie los pañales antes de marcharme.

Año 1932