EL HERMANO FRANCISCO

En la carretera que va hacia Forli, allá donde se divide el camino hacia Lugo, se detuvo en casa de un herrero un monje que pedía limosna. Era más bien pequeño, como un poco encogido, y mostraba con su amplia sonrisa unos cuantos dientes amarillentos.

—Hermano herrero —dijo alegremente—, ¡alabado sea Dios! Hoy todavía no he comido.

El herrero se incorporó, se secó el sudor y pensó algo sobre la gente que vagabundea...

—Pase usted —gruñó—; por ahí encontrará un poco de queso.

La mujer del herrero estaba encinta y era piadosa. Quiso besar la mano del monje, pero éste escondió rápidamente ambas manos y tartamudeó:

—Madrecita, ¿qué le parecería si le besase yo las manos a usted? Me llaman el hermano Francisco, el mendigo. ¡Dios la bendiga!

—Amén —suspiró la joven esposa del herrero, y fue en busca de pan, queso y vino.

El herrero no era muy hablador. Miraba al suelo y no sabía qué decir.

—Y ¿de dónde viene, padre? —preguntó finalmente.

—De Asís —dijo el monje—. Un buen pedazo de camino, hermanito. No creería usted la de riachuelos, viñedos y sendas que hay por el mundo. Uno no puede cruzarlos todos, y debería, amigo, debería. En todas partes hay criaturas de Dios, y cuando caminas, es como si rezaras.

—Yo llegué una vez hasta Bolonia —contó el herrero pensativo—, pero ya hace mucho tiempo. Ya sabe usted, padre, un herrero no puede llevar consigo su taller.

El monje afirmó con la cabeza.

—Herrar el hierro —dijo—, es lo mismo, herrero, que si sirvieras a Dios. El fuego es hermoso y santo. El hermano fuego, caramba, es una viva criatura de Dios. Cuando el hierro se reblandece y permite que se le moldee, ¡eso es belleza, herrero! ¿Cómo no? Y mirar al fuego es lo mismo que una revelación —el monje abrazó sus rodillas como un muchachito y empezó a contar más sobre el fuego. El fuego de los pastores, el fuego humeante de los viñedos, las llamas de los sarmientos, la candela y los arbustos encendidos. Mientras, la mujer del herrero puso en la mesa un mantel blanco y preparó pan, queso y vino. El herrero, guiñaba los ojos distraído, como si mirase el fuego.

—Padre —dijo en voz baja la mujer del herrero—, ¿no quisiera usted comer?

El hermano Francisco partió el pan con sus dedos y miró interrogador al herrero y a su mujer. “¿Y qué os ocurre a vosotros dos, que estáis tan silenciosos e incómodos?” —se extrañó—, “Una gente tan buena; el hombre fuerte como un oso y la mujer en estado de esperanza... ¿Qué os ocurre, qué os angustia?” A Francisco le creció el bocado en la boca, de pena y confusión. “¿Cómo os alegraría, gente de Dios? ¿He de contaros graciosas aventuras ocurridas en mis caminatas— ¿Debo cantar y saltar para alegrar a la mujer que está esperando?”

La puerta se abrió un poco. Entonces la mujer del herrero levantó la mano y palideció. En la puerta apareció la cabeza humillada de un perro y unos ojos asustados.

El herrero saltó, con las venas de su frente repletas de sangre, y corrió hacia la entrada:

—¡Vete, bestia maldita —gritó, y dio un puntapié en la puerta—. El perro gimió y huyó.

El hermano Francisco se entristeció y, no sabiendo qué hacer, fabricaba bolitas de pan.

—Herrero, herrero... —exclamó—, ¿qué os ha hecho esa criatura de Dios?

El herrero se volvió preocupado hacia su esposa.

Juliana... —gruñó— ¡vamos, mujer, vamos!

La mujer trató de sonreír, sus labios temblaron, se levantó pálida y tambaleándose, se marchó sin decir palabra. El herrero la vio ir entristeciendo.

—Hermanito —murmuró Francisco compadecido—, ¿por qué arrojas de tu mesa a tu hermano perro? Yo me voy.

El herrero soltó enfadado:

—Pues para que lo sepa usted, padre... —dijo ásperamente—, ese perro... Por la Pascua Florida esperábamos visita. Tenía que venir de Forli la hermanita de mi mujer, una niñita todavía. No llegó... Al cabo de catorce días vinieron a recogerla sus padres... Buscamos a la pequeña por todas partes sin encontrar señales de ella. Una semana antes de la Pascua de Pentecostés, llegó nuestro perro, no sabemos de qué parte del campo, llevando algo en la boca que depositó en el umbral. Miramos lo que era y... ¡vimos las entrañas de la nena! Solamente después encontramos lo que había quedado de ella —el herrero se mordió los labios para dominarse—. No sabemos quién lo hizo. ¡Dios ya se encargará de castigar al asesino! Pero ese perro, padre... —el herrero hizo un gesto con la mano—. Lo peor es que no lo puedo matar, y no se marcha de aquí por nada del mundo. Va alrededor de la casa y suplica... Puede usted imaginarse, padre, el horror... —el herrero se tapó el rostro con brusquedad—. No podemos ni mirarlo... Por la noche aúlla ante la puerta.

El hermano Francisco tembló.

—Ya lo ve usted —gruñó el herrero—. Perdóneme, padre, voy a ver qué le pasa a Juliana.

El monje quedó solo en el aposento; sentía hasta angustia con aquel silencio. Fue de puntillas hasta la puerta. Un poco alejado de ella estaba un perro amarillento, tembloroso, con el rabo entre las piernas y mirándole con ojos inseguros. El hermano Francisco se dirigió hacia él. El perrito, como experimentando, movió la cola y aulló.

—¡Ay, pobrecito! —murmuró Francisco, y quiso mirar a otro lado, pero el perrito movía la cola y no apartaba de él los ojos—. ¿No? ¿Qué quieres? —murmuró el hermano Francisco sin saber qué hacer--. Estás triste, hermanito ¿verdad? Es difícil... —el perrito no se movía del sitio y temblaba todo excitado—. Pero vamos... —bromeó Francisco—, nadie quiere hablar contigo, ¿no es eso? —el perrito quejándose, se arrastró a los pies del monje. Al hermano Francisco le daba cierta repugnancia—. Vete, vete de aquí -—trató de convencerle—. No debiste hacerlo, hermano, era un cuerpecito santo de niña... —el perrito se sentó a los pies del santo y lanzó un quejido—. Para ya, por favor —dijo el hermano Francisco inclinándose sobre el perrito—. El perro quedó parado en el colmo de la espera.

En aquel momento el herrero y su esposa salieron a la puerta, buscando a su huésped. Y ¡miren!, ante la puerta estaba inclinado el monje rascándole la oreja al angustiado perrito y diciéndole en voz baja:

—Ya lo ves, hermanito, ya lo ves, pequeño, ¿por qué me lames las manos?

Resopló el herrero y Francisco volviéndose hacia él, dijo con sencillez:

—Sabe, herrero... como estaba suplicando... ¿Cómo le llamaban?

—Braceo — gruñó el herrero.

—Braceo —dijo el santo Francisco y el perrito, agradecido, le lamió la cara—. Basta ya, hermano, muchas gracias. Tengo que marcharme ya, herrero... —no sabía de pronto cómo despedirse, estaba ante la mujer del herrero y pensaba, con los ojos entornados, alguna bendición para decírsela.

Cuando los abrió, la joven mujer estaba ante él de rodilla y tenía puesta una mano sobre la cabeza del perro amarillo.

¡Bendito sea Dios! —respiró Francisco, y mostró sus dientes amarillentos—. ¡Dios os lo pagará!

Y el perrito, loco de alegría, empezó a dar vueltas alrededor del santo y de la mujer arrodillada.

Año 1932