Durante el viaje de regreso, Mikey no habló. Un reloj marca las doce, pensé:

«Suenan las doce, es tiempo de llorar a solas». En Hidden Valley, me estaba bajando de la furgoneta cuando Mikey dijo:

—Estoy empezando a leer poesía. ¿A quién me recomendarías?

Tardé un momento en responder, como si estuviera meditando sobre ello, luego dije:

—Lo que leas o dejes de leer me importa un comino. Una vez dentro de la casa, casi tuve miedo de seguir con la bebida de alta intensidad, intenté refugiarme en la lectura. Opté por Chester Himes; sería malsano y divertido. De El primitivo, subrayé lo siguiente:

Pero en este momento del despertar, antes de que la mente de ella hubiera recuperado su ecuanimidad, expresado sus justificaciones, endurecido sus antagonismos, erigido sus racionalizaciones; en este momento de indefensión emocional... ella no podía culpar de todo a los hombres. Aquel momento era para el llanto, y el día para mentir; pero la mañana era el tiempo del miedo.

Me quedé dormido en el sillón. Sonó el timbre de la puerta y me levanté como atontado. Comprobé la hora. Las cinco en punto. Sweeper venía solo, con una botella de Black Bush. Le hice pasar a la cocina. Dijo:

—He comprado clavos de olor, podríamos preparar unos ponches calientes.

—¿Por qué no?

Puse la tetera en el fuego y preparé unas grandes bebidas, removí los clavos, el azúcar, el Bush. Le pasé el suyo y me senté. El dijo:

—Ya está hecho.

—De acuerdo.

—¿Quiere preguntarme algo?

—¿Me lo contaría?

—Probablemente no.

Bebimos y él preparó los siguientes. Yo dije:

—Me preocupa lo de la mano.

—¿Qué mano?

—La del correo.

Soltó una risita, exenta de humor. Dijo:

—Eso fue Mikey.

—¿Qué?

—Va mucho por Belfast. Pensó que necesitaba un toque de atención. Yo no lo supe hasta más tarde. Los chicos me lo contaron. —Joder. —¿Qué?

—Hostias... déjeme pensar.

Traté de poner en orden mis ideas y recordar las palabras de Brendan Flood, dije:

—Sweeper, voy a describirle a una persona. Quiero que escuche con mucha atención y luego me diga quién le viene a la mente.

—De acuerdo.

Respiré hondo y luego empecé.

—Un hombre de treinta y pocos años, soltero, de gran inteligencia... pero infantil. Hábil con las manos, conduce una furgoneta reacondicionada, tuvo un altercado menor con la policía, probablemente en alguna ocasión le dio una buena paliza a alguien. Es educado, bien hablado, culto.

Yo estaba empapado en sudor. Sweeper no lo dudó, dijo:

—Mikey, ¿por qué?

—Nada, simplemente curiosidad.

Si hubiera estado menos reventado, Sweeper podría haber insistido. Pero el agotamiento le cerraba los ojos. Se encogió de hombros, sacó un sobre, dijo:

—Una gratificación. Ha hecho un buen trabajo.

—Voy a mudarme.

—¿A Londres?

—No, voy a volver al Bailey's Hotel.

—Pero puede quedarse aquí.

—Gracias, pero ha llegado la hora de cambiar.

Se levantó, extendió la mano, dijo:

—Nos veremos, Jack Taylor.

—Claro.

Cuando se fue, abrí el sobre. Suficiente para aguantar durante una buena temporada. Volví a cerrarlo.

Al día siguiente, estaba sentado en Sweeney's. Se escuchaban los gritos de las gaviotas en los muelles. Bill Cassell llegó poco después. Parecía más delgado aún, se sentó en su silla habitual y yo lo hice frente a él. Puse el sobre en la mesa, dije:

—¿Quieres contarlo?

Lo hizo. Dijo:

—Esto es un montón de dinero, Jack. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que matemos a alguien?

Encendí un cigarrillo, eché un último vistazo al Zippo, se lo pasé a Bill y dije:

—Se llama...

La matanza de los gitanos
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