«Hacer es ser».
—Platón
«Ser es hacer».
—Sócrates
«Do be do be do».
—Slnatra
Me dirigí hacia The Quays. Keegan había dicho que andaría por allí a la hora del almuerzo. Y allí estaba. En todo su apogeo, contándole a una pareja estadounidense que, efectivamente, los campos siguen verdes en diciembre. Luego cantó el resto de la canción, algo realmente horrible. Me pasó una cerveza. Yo dije:
—Coño, qué rápido.
—Este es un país rápido.
Por los altavoces sonaba U2: Angel of Harlem. Keegan dijo:
—Joder, ¿eso es música tradicional?
—Para algunos, de lo más tradicional.
—Pero ¿dónde están los didilidús, los tambores y las gaitas, los bodhrans y las uileann?
—Bien pronunciado.
—He estado practicando.
—Se nota.
—Venga, Jack, ¿es que eso se puede tararear?
—Bueno, entre todas las cosas que puedan decirse sobre U2, y George Pelecanos las ha dicho ya casi todas, no creo que la palabra tarareable haya sido mencionada.
—¿Quién es Peí... ecan... os?
—Uno de los mejores escritores de novela negra.
—Bah, chorradas; el único que vale es Ed McBain.
Dio un enorme trago a su cerveza, media pinta de un trago. Incluso el camarero se quedó boquiabierto. Keegan esperó, luego eructó y dijo:
—Se me están repitiendo las morcillas.
—¿Has comido eso?
—Oh, sí. En el Jury's te dan el desayuno irlandés completo, incluidas las salchichas, los tomates fritos, dos huevos, beicon...
—¿Lonchas?
—¿Qué?
—En Irlanda, al beicon lo llamamos «lonchas».
—¿Por qué?
—Porque nos da la gana.
—Estaba pensando en hacerme un tatuaje.
—¿Qué?
—Con la palabra Éire y un trébol, ¿qué te parece?
—Hostias, Keegan, resulta difícil seguirte el ritmo.
—Acábate la cerveza, así me gusta.
Conseguimos una mesa y preguntó:
—¿Qué tal te fue con aquella chiquita?
—Venga, hombre... chiquita. El único que las sigue llamando así es Terry Wogan [12].
—¿Y?
—Estuvo bien; estuvo genial.
—Yo también. Estuve cabalgando la mitad de la noche.
Hablaba con un fuerte vozarrón londinense, de manera que todo el bar se enteró de su «cabalgada». Tenía un aspecto tan salvaje que nadie se atrevía a decirle nada. Preguntó:
—¿No fuiste a ver a ese asistente social? —Bryson.
—El nombre me resulta familiar.
—Hay un Bill Bryson que escribe libros de viajes.
—Yo sólo leo a McBain. ¿Y cómo te fue?
Se lo solté todo. Cuando terminé, preguntó:
—¿Qué te dice tu instinto?
—Que los ha matado él.
—Caramba, eso es mucho decir, compañero.
—Es él.
—Y entonces, ¿ahora qué?
—Tengo que averiguar todo lo que pueda sobre él.
Sacó una estilográfica. Para mi asombro, parecía una Parker de oro. Dijo:
—Fue un regalo de Unsworth.
—¿Unsworth?
—Una poli negra, de mi territorio. Me quedé sorprendido, dije:
—¿Eres amigo de una persona negra, de una mujer negra?
Alzó la vista, dijo:
—Tengo mis recursos. No soy todo lo que aparento... más o menos como tú, Jack.
—Brindemos por eso.
Lo hicimos. Le conté todo lo que sabía sobre Bryson. El dijo:
—Le daré un toque por teléfono a mi jefe. Si ese mequetrefe es de Londres, desempolvaremos todo lo que se sepa sobre él.
—Te lo agradezco.
—Vale, pero ¿qué pasa que no estás bebiendo nada?
Más tarde dijo:
—¿Cuál es el plan en lo inmediato?
—En cuanto averigüe dónde vive, le haré una visita.
—Cuenta conmigo.
—¿Estás seguro?
—El allanamiento de morada es mi especialidad, ¿vale? Me voy a hacer un tatuaje... lo he visto en la serie Home and Away.
—¿Tú ves esas cosas?
—Como todo el mundo, ¿no?
En ese momento, no sé por qué, sentí una oleada de afecto por él. Allí estaba, como un puñetero Popeye Doyle [13], sudando y palpitando. Por suerte, antes de que yo dijera nada ya se había largado. El camarero dijo:
—Jack.
—Sí.
—Las Spice Girls han conseguido su noveno número uno.
—Coño, ¿y por qué me lo cuentas a mí?
—¿No te gusta estar informado?
—Vaya tela.
La última vez que vi a las Spice Girls, estaba de coca hasta la cara oculta de la luna. La «Pija» tenía un extraño parecido con Cliff Richard de joven. Todavía no sé para quién de ellos es peor noticia; para Beckam, seguro.
Cuando llegué a Hidden Valley, estaba totalmente pedo. Por fin conseguí sacar la ropa de la secadora. Más que seca, estaba cocida. La chaqueta de cuero se sostenía de pie por sí sola, lo cual realmente me alarmó. La planché. No es que lo aconsejen, es que te lo dicen a gritos:
—No planche jamás las prendas de cuero.
Que les den por culo.
La víspera del día de Todos los Santos, por fin fui a visitar a mi padre. Sweeper me había prestado la furgoneta. Se había presentado temprano por la mañana y me había preguntado qué planes tenía aquel día. Le dije:
—En Rahoon están enterradas las personas a las que más he querido y a las que peor he tratado. Hace más de un año que no he dicho el Kaddish.
—¿Ka... qué?
—Que no les he presentado mis respetos.
Asintió solemnemente; esas cosas las entendía. Si hay algo que los clanes entienden mejor que nosotros, es el dolor. Bien puede decirse que han tenido práctica de sobra en ese terreno. Preguntó:
—¿Quiere que le haga compañía?
—No, esto es mejor que lo haga solo.
—Le prestaré la furgoneta.
—¿Tiene todos los papeles en regla?
Gran sonrisa.
—Ahora, Jack Taylor, acaba de hablar como un policía. Dicen que era usted de los buenos.
—Sobre eso no hablaré si no es en presencia de mi abogado.
La furgoneta estaba en el callejón una hora después. Hasta arriba de flores. Al igual que Keegan, Sweeper tenía sus recursos. Me puse el traje de Vicente de Paúl. No me quedaba mal del todo. En otras palabras, se veía que no había sido comprado pensando en mí. Sweeper había escuchado mi encuentro con Bryson y había preguntado:
—¿Crees que es él?
—Sí.
—Entonces le mataré.
—Hostias, espera. Tengo algunas comprobaciones más que hacer.
—Le mataré.
—Sweeper, por lo que más quieras, deja de decir eso. Me has pedido que os ayude, ahora tienes que confiar en mí.
—Confío en ti.
De mala gana.
—Entonces, ¿no vas a matar a nadie?
—Esperaré.
—Vale.
Fui con la furgoneta hasta la entrada del cementerio de Rahoon, cargué con un montón de flores. Dos chiquillos jugaban a la pelota justamente junto a la puerta. Uno de ellos preguntó:
—Señor, ¿es usted gitano?
—¿A ti qué te importa?
—Esa furgoneta es de un gitano.
—¿Cómo lo sabes?
—No lleva la placa del impuesto de circulación.
—Ya... ¿deberías estar jugando aquí?
El segundo crío señaló con el pulgar hacia los muertos y dijo:
—A ellos nos les importa.
Le miré directamente a los ojos y pregunté:
—¿Estás seguro?
Se fueron. Primero fui a saludar a mi padre. Puedo decir, con la mano en el corazón, que era un auténtico caballero. En el viejo sentido de la palabra. En una ocasión, una mujer me dijo:
—Tu padre era muy galante.
Qué gran palabra. Se la merecía. Luego encontré la tumba de Padraig. El jefe de los borrachos durante un breve y glorioso reinado. Dirigió a sus huestes con elegancia y sentido del humor hasta que fue atropellado por el autobús de Salthill. Hay en ello alguna terrible ironía, pero se me escapa. Derramé una pequeña botella de Jameson en el suelo. Esa era una oración que él sabría apreciar. Luego fui a ver a Sean, el antiguo propietario de Grogan's. Su alegría ante mi ocasional y breve periodo de sobriedad es algo imposible de olvidar. Fue asesinado por mi culpa. Sobrecarga de culpa. Deposité unas rosas allí y no dije nada. Mientras siguiera bebiendo, él no querría oírlo. Posiblemente tampoco yo podría expresarlo.
La auténtica putada del alcoholismo. Deseaba tan fervientemente un trago, podía saborearlo.
La cuarta y última tumba: Sarah Henderson. Una adolescente, su lápida estaba inmaculada, sin maleza, arreglada y llena de poemas enmarcados y muñecas infantiles. No faltaba ninguna, desde Britney, pasando por Barbie, hasta Barney. Su madre había acudido a mí para suplicarme que demostrara que su hija no se había suicidado. Una serie de muchachas habían muerto en una aparente «epidemia suicida». Aquel caso se resolvió. Las chicas habían sido asesinadas. Lo horrible del asunto era que Sarah sí se había suicidado. Por supuesto, nunca se lo dije a su madre. En aquel entonces yo estaba locamente enamorado de ella. Lo mandé todo al infierno y me marché. Escuché una voz:
—Jack.
Por un momento, pensé que Sarah me había llamado. Luego sentí una sombra sobre mí. Ann Henderson, con un aspecto radiante. Su cara resplandeciente, aquellos ojos me miraban. En un alarde de ingenio, respondí:
—Ann.
Ella observó la lápida de su hija y dijo:
—Has traído seis rosas blancas.
—Pues sí.
—Te has acordado, es maravilloso.
No tenía ni idea de qué hacer. Intenté mantener la calma, pero ¿serviría de algo? Y un carajo. Ella me miró detenidamente y dijo:
—Otra vez te has roto la nariz. Oh, Jack, ¿qué vamos a hacer contigo?
—¡Vamos!
Por lo que a ella se refiere, podría hacer cualquier cosa que su corazón deseara. ¿Soy un blandengue? Oh, muchacho... y ella añadió:
—Pero tienes unos dientes preciosos; ¿son coronas?
—Eh... algo parecido.
Se podía pensar que ya lo habría superado, que sabría cómo comportarme. Ni de coña. Ella preguntó, con ese horrible tono de preocupación exclusivo de aquellos a quienes has perdido:
—¿Cómo estás, Jack?
Tenía sensación de aturdimiento, y peor aún, de peligro. Estaba desorientado por los golpes recibidos, si lo prefieren. Dije:
—Me he casado.
¿No era como para volarse la tapa de los sesos? Eso mismo fue lo que sentí. Recé para que no se alegrara por mí. Exclamó efusivamente:
—Oh, Jack, es maravilloso. ¿Es una chica de por aquí?
—No... eh... esto... me ha dejado.
—Jack...
Tenía que saber algo de su vida, y aunque me aterraba saber nada, pregunté:
—Y tú qué, ¿todavía sigues viéndote con, eh...?
—Sí, hemos fijado fecha para junio. Tienes que venir, prométeme que vendrás.
No sé qué le dije. Me marché dando traspiés, chocando contra las tumbas, echando pestes, casi llorando. En uno de los laterales de la furgoneta, uno de los crios había escrito con algo punzante:
—GITANO.