Kiki llegó una húmeda tarde. Cogí un taxi para ir a buscarla al aeropuerto. El taxista parloteaba:
—Las pruebas antidóping han dado positivo en los juegos paralímpicos.
A los taxistas no se les puede dar cuerda. Hasta el gruñido más evasivo es interpretado como:
—Es usted tan fascinante, por favor, cuénteme ahora mismo todas sus opiniones sobre cualquier cosa que se le ocurra y no me deje meter baza nunca.
Estaba lanzado.
—A los atletas normales, vale, nos parece normal que nos engañen. Pero los lisiados y ese tipo de gente, piensa uno que deberían ser personas íntegras, ¿no es cierto?
A continuación pasamos a ver quién tenía la culpa. Preguntó:
—¿Sabe quién tiene la culpa?
—No tengo ni idea.
—Los árabes.
—Oh.
—Echan droga en el agua.
Cuando llegamos a Carnmore, pregunté:
—¿Puede esperar?
—Claro. ¿Quiere que entre y me tome un té con usted?
—No.
Cuando Kiki atravesó la puerta, mi corazón dio un pequeño vuelco. No de salvaje abandono, sino un sentimiento algo más distante. Estaba preciosa. Chaqueta azul, pantalones de pana azul pálido. Dije:
—Estás preciosa.
Me envolvió en sus brazos, me besó en los labios, dijo:
—Jack, te has ruborizado.
—Es que me da vergüenza.
Fui a por sus maletas y vi con alivio que eran pequeñas. No tenía planeado un largo viaje. Al entrar en el taxi, dije:
—No hables de deportes.
Al arrancar, el conductor dijo:
—Las pruebas antidóping han dado positivo...
En Hidden Valley, yo llevaba el equipaje de Kiki desde el taxi cuando pasó el vecino. Guiñó un ojo y dijo:
—Qué cabrito.
Un inglés podría decir «qué granuja», pero no tiene el mismo sabor.
A ella le encantó la casa. Preparé unas bebidas y dije:
— Sláinte.
—Oh, me gusta esa palabra. Me gustas tú. ¿Qué te ha pasado en la nariz, en los dientes?
—Un malentendido.
—¿Estás metido en líos, Jack?
—Por supuesto que no.
Nos fuimos a la cama. Me gustaría poder decir que le encantó. Pero no fue así. Dijo:
—¿Qué ocurre, Jack?
—Nada, la falta de costumbre.
—Tal vez el alcohol y la cocaína te han quitado fuerza.
—No... Joder, dame unos días, estaré bien, ya verás.
Ninguno de los dos lo creyó. Aquella noche dije:
—Te voy a presentar a unos amigos.
Fuimos a Nestor's. El centinela nos ignoró. Jeff se ocupaba de la barra. Yo dije:
—Jeff, ésta es Kiki, una amiga de Londres.
Ella me fulminó con la mirada. Jeff llamó a gritos a Cathy y preguntó:
—¿Puedo servirte algo para darte la bienvenida a Irlanda?
—Una Guinness pequeña.
—A mí ponme una pinta, Jeff.
Cathy se acercó, ávida de curiosidad. Su embarazo estaba muy avanzado y ella y Kiki se enzarzaron en una charla de mujeres. Estábamos sentados en los taburetes, Cathy detrás de la barra con Jeff, cuando Cathy preguntó:
—Bueno, Jack, ¿cómo has podido mantener a esta mujer tan estupenda en secreto?
Kiki me miró y luego preguntó a Cathy:
—¿Jack no os lo ha dicho?
—No, nada.
—Soy la esposa de Jack.
Hasta el centinela exclamó:
—¿Qué?
Jeff fue el primero en reaccionar, fue a por una botella de champán. Cathy se quedó pasmada. Kiki dijo:
—Me marcho.
La seguí afuera. Dije:
—Pero están preparando una celebración.
—Necesitaré llaves, Jack.
Le entregué el juego de repuesto que tenía pensado darle más adelante. Ella preguntó:
—¿Cuál es la dirección?
Se la dije y llamó a un taxi. Casi tuve la esperanza de que fuera el tipo olímpico. Luego se fue. Al volver al bar, todos estaban esperando. Yo dije:
—Será mejor que metas el champán en la nevera.
El centinela dijo:
—Su primera pelea.
Cathy añadió:
—Lo dudo.
Pedí un Jameson bien servido, me dejé caer en mi silla de asiento duro. Cathy me trajo el whiskey y dijo:
—¿Puedo sentarme?
—Claro.
Me estaba fumando un pitillo, el humo formaba círculos alrededor de la bebida. Cathy preguntó:
—¿Es el whiskey una buena idea?
—¿Lo es el matrimonio?
—Cielos, Jack, ¿cómo es posible que no nos dijeras nada?
—No lo sé. Creo que pensé que era una cosa de Londres. Ya sabes, volver a casa, dejar atrás el apartamento, todo aquello...
—Pero Dios... quiero decir... ¿la querías... o qué?
—Me volví un poco loco allí.
—Menuda novedad.
—Sí, sí, de todos modos, pensé que me sentaría bien. Tiene un doctorado en metafísica.
—¿Se supone que eso tiene que tener algún significado para mí? Ni siquiera soy capaz de pronunciar esa palabra.
—Es el estudio del ser.
—Caramba, Jack, eso realmente me lo aclara todo.
—Pensé que ella podría ver dentro de mi alma, ver alguna redención.
Cathy se levantó y dijo:
—El niño está dando patadas, tendré que acostarme. Vas a tener que dejar la coca, lo sabes, ¿verdad?
—Claro.
Un poco más tarde, entró un tipo, me reconoció, se acercó a mí. Me resultaba familiar, pero eso era todo. Dijo:
—Jack.
—¿Sí?
—Soy Brendan Flood.
—Por supuesto. Hace poco que me he casado; eso parece que me ha dejado aturdido. ¿Quieres beber algo?
—Agua mineral, por favor.
Se la pedí. Por lo menos no la quería con pajita. Había envejecido un montón. Llevaba un chaquetón lleno de remiendos de cuero. Al abrirla, pude ver una pesada cruz de plata. Dije:
—Yo tengo un encendedor del mismo filón.
Hizo un gesto desaprobatorio y dijo:
—No deberías burlarte de estas cosas.
—Lo siento.
—Nunca es demasiado tarde para arrepentirse.
—¿Me sería de ayuda tener conocimientos de metafísica?
—Estoy hablando de creer, Jack, de la fe. El conocimiento es el instrumento de Satanás.
—¿Cómo me has encontrado?
Por fin una leve relajación. Dijo:
—Hemos sido policías, Jack.
Hice un gesto para pedir otra bebida, y Brendan dijo:
—Desde luego, las muertes de esos infortunados siguen un patrón.
—Continúa.
—A todos los encontraron desnudos; con un cierto grado de salvajismo, todos sufrieron mutilaciones y todos tenían veintitantos años, ninguno más de treinta.
—¿Algo más?
—La policía ha atribuido todos los casos a peleas familiares.
—¿Y tú qué crees, Brendan?
Dio un sorbo a su agua mineral. Si le proporcionaba algún placer, lo disimulaba. Dijo:
—Creo que alguien se está dedicando a acechar y matar sistemáticamente a jóvenes gitanos.
—Hostias.
—No blasfemes. Podría interesarte hablar con Ronald Bryson.
—¿Quién es ése?
—Un inglés que trabaja como asistente social con la Simón Community. Tienen un centro de acogida en el Fair Green. Todos los cuerpos fueron encontrados cerca de allí.
Me llevé la mano al bolsillo, saqué un fajo de billetes, lo dejé cerca de su bebida. Preguntó:
—¿Qué es eso?
—Por tu tiempo, tu ayuda.
Se quedó pensativo, luego se lo metió en el bolsillo y dijo:
—Se lo daré a las misiones.
—¿No tienes familia?
—Dios es mi familia.
Se levantó y dijo:
—Bueno. Parece ser que tengo que darte la enhorabuena.
—¿Qué?
—Ahora tienes esposa.
—No, eso fue un rumor disfrazado de realidad.
—Que Dios te guarde, Jack.
Más tarde, mucho más tarde, Jeff dijo:
—Será mejor que te vayas a casa, Jack.
—No quiero irme a casa. Quiero quedarme aquí.
—Tienes una esposa, vete a casa. Creo que Cathy va a dar a luz muy pronto. Necesito dormir algo.
—Vale, llámame cuando llegue el momento.
—Claro.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Y ahora lárgate.
Cuando llegué al portal de mi casa, miré a ver si los Tiernans andaban por allí. Nada, no había peligro. Entré tambaleándome y dije:
—Kiki, ¿estás despierta?
Me abrí camino a duras penas hasta la cocina, comprobé la hora. Las tres y media de la madrugada. ¿Cómo había podido pasar? Pensé:
«Me haré una raya de coca, me despejaré un poco y luego veré si Kiki tiene ganas de echar un buen polvo».
Sonreí; era un buen plan. Kiki sabría que podía convertirme en un semental. Todo era cuestión de empezar. Podía durar tanto como Sting. Había una nota apoyada contra la tetera. Junto a ella estaban las balas de la 9 milímetros. Relucían como si les hubieran dado brillo. Al ver la nota, decidí meterme un poco más de coca. La escondía en el frigorífico, entre la margarina Flora y el yogur desnatado, para mantenerla bien fría. Me hice la raya, mayor de lo previsto, y esnifé. Me lanzó contra la pared, sentí como si me hiciera un agujero en el estómago. Exclamé: —Uf, hostias.
Y luego:
—Epa, tranquilo, hay gente intentando dormir. Me concentré, fui de puntillas hasta donde estaba la nota... tal vez me acerqué a hurtadillas:
Jack,
Nada de «Querido Jack». Ya eso no presagiaba nada bueno. Seguí leyendo:
Me he ido a un hotel. Me vuelvo a Londres mañana. Eres un hijo de puta, me has humillado y te sigo queriendo. Pero no quiero verte. Encontré la pistola cuando buscaba detergente. Me haces sentir tanto miedo. Te he dejado mi regalo en nuestra... no... en tu cama. Kiki
Me dije:
—Qué desastre.
Y me desplomé en el suelo. A la mañana siguiente, bastante tarde, recobré el conocimiento dando gritos como un paranoico. Tenía un calambre en el cuello, había vomitado sobre mi chaqueta de cuero y resoplaba por la nariz. Murmuré:
—Podría ser peor.
Entonces volví a ver la nota. Subí las escaleras penosamente, y allí, sobre la cama, había un paquete. Lo abrí y vi unas botas Bally marrones. Cómodas de verdad. Resisten todo lo que haga falta, tienen clase. Si alguna vez me tienen que enterrar con las botas puestas, que sean unas Bally. Casi me echo a llorar de autocompasión. Conseguí darme una ducha y luego puse toda la ropa en la lavadora, incluso la chaqueta de cuero. Puse en marcha el cacharro y pensé:
«Demasiado tarde para el suavizante».
Sonó el teléfono. Agarré un cigarrillo, levanté el auricular y dije:
—¿Hola?
No era Kiki, pero oí decir:
—Llamada de Londres.
—¿Cómo? ¿Keegan?
—Exactamente, muchacho.
—¿Cómo has conseguido mi número?
—Llamé a la policía, hablé con un gilipollas llamado Clancy. No le caes nada bien, chico.
—Joder, vaya tela, quiero decir, hola.
—Hola, hombre. Tengo permiso.
—¿Permiso?
—Vacaciones, compañero. Voy a pillar un avión.
—¿Ahora?
—Pues claro. Quieres que vaya, ¿no?
—Claro.
—Pues entonces de acuerdo, a las once de la noche, nos vemos en ese bar de Quays.
—¿Esta noche?
—Date prisa, colega; va a ser un viaje muy movidito.
Colgó. Me quedé pensando en su llegada y luego me dije:
«Hostias, ¿y por qué no?».