Después de que me dejaran salir de Mill Street, fui a pie hacia Shop Street. Thom Yorke, de Radiohead, decía:

Cada día piensas, bueno, tal vez, deberíamos parar. Tal vez esto no tiene sentido, porque todos los sonidos que has hecho, que te han hecho feliz, han sido despojados de todo su significado. Es una auténtica cabronada.

Me detuve en el puente durante unos momentos. Al otro lado del agua, a la altura del Claddagh, podía ver el embarcadero de Nimmo. El cuerpo de Sutton nunca había sido encontrado. Sus cuadros eran ahora objeto de coleccionistas. Los franceses tienen una palabra para decir pesadilla... caucbemar. Eso sí que resulta evocador, tío. Un alcohólico tiene sueños que rivalizan con los de cualquier veterano de Vietnam. Cierras los ojos y murmuras «Nos atacan»... y no lo dices de coña. Inicialmente, como la peor de las ironías, el alcohol disipa todas las pesadillas. Por lo menos no las recuerdas. Luego, por supuesto, las reaviva, las lanza al noveno nivel. No es un nivel donde se pueda permanecer mucho tiempo. La palabra irlandesa para los sueños es broinglóidí, un sonido hermoso y delicado. Entre muchos imposibles, un bebedor reza fundamentalmente en esa dirección. Inútilmente. Yo nunca he soñado con Sutton. Por supuesto, pienso en él casi todos los días, pero se mantiene a plena luz del día. Gracias a Dios.

Necesitaba a Merton y una cerveza. No necesariamente por ese orden. Dirigí mis pasos hacia Charlie Byrne's, una librería de segunda mano. Es la librería. Durante mi aprendizaje con el bibliotecario Tommy Kennedy, mientras moldeaba y orientaba mis lecturas, me habló de Sylvia Beach. En París, en los días en los que su librería recibía en audiencia a

Joyce

Hemingway

Fitzgerald

Gertrude Stein

Ford Maddox Ford

La voz del señor Kennedy llegaba a adquirir un tono de añoranza en la narración. Cuando contaba la atmósfera casi mítica, yo era capaz de oler el Gauloise, el aroma del puro café francés. Como era joven, naturalmente, preguntaba:

—¿Fue usted allí, señor Kennedy?

Con la mirada muy perdida, decía:

—No, no... no fui.

Uno de mis poemas favoritos es «Aullido», de Ginsberg. Ninguna de las personas a quienes se lo he comentado ha parecido sorprenderse nunca. Imagino que me habían oído aullar demasiado a menudo. Ese libro volvió de Londres conmigo en el bolsillo de mi chaqueta. El otro libro viajero era El lebrel del cielo. Había sido un artículo de coleccionista, encuadernado en piel con rebordes dorados. Cuando le conté a Tommy Kennedy mi elección profesional, hacerme policía, había sentido una amarga desilusión. El regalo de despedida que me entregó fue el libro de Thompson. Noches de borrachera habían deteriorado aquel hermoso volumen.

Charlie Byrne's se aproxima al ideal de Tommy. Unos años antes, yo estaba merodeando en la sección de novela negra. Un estudiante tenía en sus manos una hermosa edición americana de Walt Whitman. Miraba el precio. Charlie, al pasar, le dijo:

—Llévatelo. Venga, ya me lo pagarás en otra ocasión.

Y ADEMÁS

Le entregó las Obras de Robert Frost, y añadió:

—Esto te interesará también.

Eso es tener clase.

Vinny Brown estaba navegando por Internet, levantó la vista y dijo:

—Has vuelto.

El equipo irreductible: Charlie, Vinny y Anthony. Yo le había hablado de Pelecanos a Anthony, y a cambio él me había regalado las obras completas de Harry Crews. Como estadounidense, parece entender el ritmo de Galway. Yo todavía no lo entiendo. Vinny preguntó:

—¿Qué tal en Londres?

Recientemente había leído a trancas y barrancas Londres: Una biografía, de Peter Ackroyd. Intentando no parecer demasiado sabiondo, dije:

—Londres es el caos, un laberinto imposible de conocer.

Vinny se quedó pensativo un rato, luego se atrevió:

—¿Ackroyd?

No sé nada de serendipias. No me refiero a la horrible canción de Sting, sino a la coincidencia. Cuando Dios juega a pasar desapercibido. Había una hippie en la sección infantil. Sopesaba la diferencia entre Barney y El conejo de pana. Saludé con un gesto, y ella dijo:

—¿Señor Taylor?

Ese «señor» casi me mata. Pregunté:

—¿Qué tal estás?

—El domingo vuelven a jugar.

—¿Ah, sí?

—He rezado para que les demos una paliza a los de King-dom. ¿Cree usted que es correcto?

—Contra Kerry, yo mismo encenderé una vela. Me miró de arriba abajo. No en plan inquisitivo, pero sí llena de preocupación. Dijo:

—Se ha dejado crecer la barba.

—Pues sí.

—Le sienta bien.

La matanza de los gitanos
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml