Una de las primeras lecciones que aprendes como policía es todo lo relacionado con los hombres duros. No te enseñan esto en el manual. Lo aprendes en las calles. Cada ciudad tiene su cuota. Son duros en el verdadero sentido de la palabra. Implacables, inflexibles, despiadados. A diferencia de la versión que encuentras en los bares, no hacen alarde de su valía. No les hace falta. Se les ve en los ojos. Todos los que yo he conocido tenían un rasgo común: una imparcialidad granítica. Cualquiera que fuera su opinión sobre un determinado asunto, eran fieles a su palabra. Bill Cassell. Menudo tipo. Nadie, y subrayo nadie, ha podido dárselas de listillo con él. Era un híbrido, de madre de Galway y padre del infierno. Bill tenía una reputación temible. La policía se mantenía a distancia. Yo había ido al colegio con él. Durante años había recibido montones de palizas, hasta que se hizo mayor, y entonces las devolvió a diestro y siniestro. Todo profesor que alguna vez le hubiera puteado recibió su venganza. Más bien tarde que temprano. Era un hombre de infinita paciencia.

Hay un bar en los muelles llamado Sweeney's, pequeño, oscuro y peligroso. Un visitante accidental sale disparado de allí. Los turistas no lo encuentran. Yo planifiqué mi visita. Fui a Dunnes y tiré la casa por la ventana. Una pasada. Llevaba tanto tiempo comprando en tiendas de segunda mano que me quedé horrorizado cuando vi los precios reales. Pero dije: a tomar por culo; tenía un montón de pasta. Pasé por la tienda como un pequeño nuevo rico. Chulería, arrogancia y dudoso gusto. Cuatro jerséis, tres pantalones vaqueros, unos pantalones azulitos de algodón, zapatillas deportivas, camisetas blancas, chaqueta deportiva. La dependienta preguntó:

—¿Tiene tarjeta del club?

—¿A usted qué le parece?

—Mi obligación es preguntarlo.

No tenía ni idea de por qué la fastidiaba. Trabajar para Dunnes ya es fastidio de sobra. Entregué una pequeña suma de rescate, leí la etiqueta con su nombre, dije:

—Estás haciendo un gran trabajo, Fiona.

—¿Y usted cómo lo sabe?

— Touché. Llegarás lejos.

Me traje las cosas a casa. Pensé: para una reunión con un maleante, ¿debe uno vestirse bien... o mal? Busqué una solución intermedia. Jersey azul marino nuevo, vaqueros desteñidos y una chaqueta de cuero hecha polvo. Si eso no era un mensaje mixto, entonces mi tiempo como madero había sido realmente tiempo perdido. Pasé la insignia del síndrome de Down a la chaqueta de cuero. Parecía ese gilipollas que hace anuncios de seguros para los mayores de cincuenta años. Escuché un ratito a Johnny Duhan y listo. Bajé andando por Shop Street. Vi a mi madre parada delante del escaparate de Taffes'. No había nada dentro, ni un solo producto. Seguí andando. En la panadería de Griffin's me encontré con el corredor de apuestas a quien en una ocasión había desplumado. El aroma del pan recién horneado era algo parecido a la esperanza. Le dije:

—¿Cómo te va?

Señaló su barra de pan y dijo:

—He venido a por mi bocata.

—Eso está bien.

—¿Tienes pensado llamarme pronto?

—Pues no pensaba.

—Por fin buenas noticias.

Un refugiado me pidió la chaqueta. Le dije:

—Tiene un valor sentimental para mí.

—No me importa, dámela.

Vaya tela.

Los muelles están totalmente cambiados. Cuando yo era niño, aquélla era una zona mágica, aunque intimidatoria. Mitad peligro y mitad tentación. Los estibadores eran hombres de verdadero carácter. Podías joder a todo tipo de gente, pero nunca a ellos. Yo tuve la suerte de conocer a los mejores. Apartamentos de lujo, hoteles nuevos, escuelas de idiomas y tinglados de ocio habían ocupado la zona. Es posible que haya sido un progreso, pero desde luego no una mejora. Un oasis del antiguo Galway era Sweeney's. Creo que los promotores inmobiliarios se sentían demasiado intimidados para acercarse a los propietarios. Empujé la puerta para abrirla, inhalé una mezcla de pescado y nicotina. Las conversaciones se interrumpieron hasta que me inspeccionaron bien. Luego, un sonoro suspiro de relajación y las charlas se reanudaron. Bill tenía una mesa cerca de la barra. Estaba solo.

Para ser un hombre de temible reputación, era de complexión menuda. Ahora más menuda todavía. La piel de la cara estaba tan estirada que parecía a punto de reventar. Como si alguien le hubiera aplicado una primera capa de pintura y luego hubiera olvidado añadir el acabado. Sus ojos, imperturbables y graníticos, mostraban unas profundas ojeras. Tenía delante de él un zumo de naranja recién hecho, servido en un vaso de estilo antiguo. Algunas pepitas flotaban en la superficie. Él dijo:

—Jack.

—Bill.

—Toma asiento. Lo hice.

Desde una visión íntima y personal, parecía un enfermo de sida. Dijo, sin moverse, al camarero:

—Una cerveza para Jack.

Pregunté:

—¿Puedo fumar?

Sonrió secamente y dijo:

—Claro.

El cenicero era de publicidad de Capstan Mild. Saqué uno de mis rubios, lo encendí con el Zippo. Bill extendió una mano esquelética y preguntó:

—¿Te importa que le eche un vistazo?

Se lo pasé. Lo sopesó en la palma de su mano y dijo:

—Pesa lo suyo.

—Sí.

—¿Quieres venderlo?

—Es prestado.

—Todo es prestado, ¿no?

Llegó la cerveza. Probablemente de las mejor tiradas que conozco. Dije:

— Sláinte.

Durante un horrible segundo estuve a punto de decir:

—A tu salud.

Bill me dejó saborear el momento y luego dijo:

—¿Qué quieres, Jack?

—Ayuda.

Fijó la mirada en su zumo de naranja antes de decir:

—Me han dicho que les hiciste una buena jugada a los Tiernans.

—No son amigos tuyos, espero.

—Si lo fueran, no estarías aquí sentado.

El camarero se acercó y dijo:

—Te llaman por teléfono.

—Ahora no.

Luego volvió a mí.

—Vas por ahí con un madero.

—Así es.

—Joder, Jack, y además un madero inglés.

—Es medio irlandés.

—Y una mierda.

La palabra retumbó en su cuerpo delicado. Pregunté:

—¿Estás enfermo?

—Cáncer de hígado.

—Vaya por Dios.

—No creo que Dios tenga mucho que ver con eso. Échale la culpa a la central nuclear de Sellafield, por lo menos es inglesa. ¿En qué tipo de ayuda habías pensado, Jack?

—Hay una muchacha, se llama Laura Nealon.

—Conozco a la familia.

—Quiero protección para ella.

—¿Quién está detrás de ella, aparte de tú mismo?

—Un inglés que se llama Ronald Bryson, trabaja a veces con los de la Simón.

Bill movía su cabeza con gesto de desaprobación.

—¿Qué te pasa a ti con los ingleses? Te pasas años planeando irte a Londres, y ahora, constantemente, Londres vuelve a ti.

—Tienes toda la razón.

—De acuerdo, Jack, ya sabes cómo funciona esto, de lo contrario no habrías venido. Haré lo que me pides. Pero no necesito recordarte que nada es gratis.

—Quieres decir que quedaré en deuda contigo.

—Exactamente.

—¿Qué quieres?

—¿Quién sabe? Recibirás una llamada pidiéndote un favor. No es algo negociable.

—Ya sé cómo funciona.

—No lo olvides, Jack.

La entrevista había terminado. Me levanté, pregunté:

—¿Qué tal está tu madre?

—Muerta, gracias.

En 1987, un comité de formación policial, en su informe sobre formación de jóvenes agentes, definió por primera vez una filosofía para la policía moderna. Lo que el ciudadano espera de los oficiales de policía es:

Que tengan la sabiduría de Salomón, la valentía de David, la fuerza de Sansón, la paciencia de Job, la capacidad de liderazgo de Moisés, la bondad del Buen Samaritano, la preparación estratégica de Alejandro, la fe de Daniel, la diplomacia de Lincoln, la tolerancia del carpintero de Nazaret y por último un profundo conocimiento de todas las ramas de las ciencias naturales, biográficas y sociales.

Si se tenía todas estas cosas, se podía ser un buen policía. Fragmentos de todo aquello se arremolinaron en mis sueños y dormí hasta el mediodía del día siguiente. Me sentía totalmente agotado. Todos los acontecimientos de los días precedentes habían encontrado una voz y gritaban:

—Ya vale.

Dejé mensajes para Keegan, Laura, Sweeper. A Keegan para decirle: «Gracias». A Laura para decirle: «Vamos a bailar». A Sweeper para decirle: «Casi lo tengo». Los tres mensajes contenían solamente dos mentiras. Sin cocaína, me había metido en la cama con un ponche caliente y uno de los libros suministrados por Keegan. Di adiós al mañana, de Horace McCoy, un clásico de la novela negra, aunque McCoy era conocido sobre todo por ¿Acaso no matan a los caballos? Cuando me había bebido la mitad del ponche, me quedé dormido. Por lo menos todo lo que se estaba quemando era una bombilla.

Me di una larga ducha, me quité las telarañas de encima. Una ojeada en el espejo. Había llegado la hora de recortarme la barba, lo logré sin un solo temblor, eso sí que era un progreso. Jersey limpio, vaqueros nuevos y me puse a cocinar. En el piso de abajo me encontré un sobre.

Reconocí la escritura: Kiki. Pesaba lo suyo, así que iba a ser algo exhaustivo; café primero. Me sentía bien, no estúpido. Dos rebanadas tostadas con chisporroteantes tiras de beicon. O lonchas, como le había dicho a Keegan. Me lo zampé todo, me serví un segundo café, encendí un pitillo rubio y respiré a Kiki. Abrí la carta:

Querido Jack:

El término metafísica no siempre evoca la misma idea en mentes distintas. En algunas personas, da lugar a un sentimiento de aversión porque para ellos significa especulaciones vagas, afirmaciones incontrolables y una invasión de los límites de la razón que tiene más que ver con la poesía que con la conversación. Otros ven justamente lo contrario en la metafísica, es decir, un esfuerzo extraordinariamente obstinado por pensar de forma clara y convincente. ¿Te ayudaría, Jack, conocer el origen del término? Entre las obras de Aristóteles hay algunos tratados breves que tratan sobre lo que él llama primera filosofía. Estos tratados se unieron en una obra de diez libros, que, según se supone, Andrónico de Rodas en su edición de las obras de Aristóteles llamó la Meta-Física, debido a su colocación después de los tratados de la Física.

¿Te queda claro esto, Jack?

Espero que al menos te quede claro esto otro: me divorcio de ti.

Kiki.

Por la radio, Seamus Heaney está diciendo que Irlanda está de moda. Keegan estaría de acuerdo, aunque su descripción podría ser un poco más pintoresca.

La matanza de los gitanos
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