Londres ofrece casi cualquier cosa que una persona pueda desear. E. B. White escribió refiriéndose a Nueva York:

«Por encima de todo, te ofrece la oportunidad de tener suerte».

Londres no te da la misma cancha, pero se aproxima. Nunca deja de sorprender. Yo deseaba educación.

Mis lecturas, expansivas pero no exhaustivas, eran poco sistemáticas. Deseaba formalizarlas. Me apunté a unas clases nocturnas en el London College. Me puse a estudiar literatura y filosofía. Por lo menos tenía barba. Me compré una bufanda en Oxfam y ya parecía un estudiante. No era el más viejo, pero desde luego parecía el más magullado. Londres en noviembre es duro. Caminar por Ladbroke Grove con ese viento aullando en tu cara es algo que te deja absolutamente congelado. Mi habitación era el no va más de la desolación. Una cama, una silla, un radiador eléctrico y una ducha. Ah, sí, un hornillo. Tenía papel pintado aterciopelado, no es coña. Para redondear aquella miseria, yo había estado leyendo a Patrick Hamilton, Plaza de la resaca. Ciertamente lúgubre. Escribió: «A aquellos a quienes Dios ha abandonado se les ofrece una estufa de gas en Earls Court». Yo podría haber vivido perfectamente en Earls Court.

Hay una palabra irlandesa mágica, sneachta. Se pronuncia «shneackta», con un fuerte sonido gutural. Significa nieve. Mi primera noche en el College tuvimos nieve para dar y tomar. Violenta e implacable. Yo iba vestido con unos vaqueros negros, ropa interior térmica, botas de trabajo, camisa de cuadros, cazadora vaquera. Por encima de todo eso, llevaba la chaqueta de cuero y una gorra con orejeras. Aun así, tenía frío. ¿Os acordáis de La canción triste de Hill Street, el tipo aquel que trabajaba de incógnito y llamaba a gritos «perro de mierda» a los delincuentes? Ese era mi aspecto. No resultaba muy atractivo, pero daba el pego. Al menos, eso creía yo. Pero esas cosas ni se me pasaban por la cabeza. Ann Henderson, en Galway, había destrozado mi corazón. Creía que no me quedaba correa para otra mujer.

El profesor era un capullo. También tenía barba. Nos trataba como si fuéramos una mierda. No me importaba. El parloteaba sobre Trollope y yo pensaba en las musarañas. Al menos allí se estaba caliente. Le había echado el ojo a una mujer morena que estaba a mi izquierda. Cuarenta y pocos años, expresión recia, piel aceitunada. Por debajo de un pesado anorak, imaginé un cuerpo exuberante. Ella percibió mi mirada, titubeó, siguió a lo suyo. Al terminar la clase, el tipo estaba distribuyendo las tareas. La mujer se volvió hacia mí y dijo:

—Guten tag, gedichte unf briefe zweispráchig.

—¿Qué?

—Emily Dickson, sus poemas.

—Si tú lo dices.

Extendió la mano y dijo:

—Kiki.

Inmediatamente delatas tu edad si se te ocurre decir «Kiki Dee». Dije:

—Jack Taylor.

—Bueno, Jack Taylor, ¿te tomarías una copa conmigo?

—Puedo intentarlo.

Tenía un acento parecido al de una europea que ha aprendido inglés en Estados Unidos. Nada desagradable.

Los bares ingleses tienen una cierta grandiosidad. Son totalmente diferentes del rollo irlandés. Detesto ser yo quien lo diga, pero parecen acogedores. Después de todo, ellos nos dieron la palabra cómodo. Ultraabrigados contra el frío, no hablamos durante el corto trayecto hasta el bar. Una vez dentro, nos descongelamos en todos los sentidos de la palabra. Ella se quedó de pie ante una chimenea encendida, empezó a quitarse cosas de encima. Yo empecé a desenmarañarme. Hacía cuatro días que no me tomaba una raya. No por abstinencia, sino porque a mi camello le habían pillado en una redada. Mis resoplidos no tenían nada que ver con la temperatura. Tenía frío, por dentro y por fuera, pregunté:

—¿Qué vamos a tomar?

—Oh, ponches calientes, ¿no?

—Lo que tú digas.

El camarero/patrón estaba como una cuba. Se le veía venir: cara de pocos amigos, pinta de estar cansado y unos enormes anillos demasiado apretados. Rugió:

—Y muy buenas noches a usted, señor.

—Eh, vale, un par de calentitos, mejor que sean grandes... Ah, y otra de lo que esté tomando para usted.

Eso es lo mejor del sistema inglés, beber estando de servicio. A mí me había costado mi carrera. Se tomó un copazo de brandy diciendo:

—Para eso no tengo ningún problema.

Kiki se había sentado casi encima del fuego. Yo dije:

—Estás caliente.

—Ya te gustaría a ti.

Soy demasiado viejo para el sexo puro y duro. Pero justamente allí, justamente entonces, sentí su presencia. Le pasé la bebida y dije:

—Sláinte [8]

—¿Cómo dices?

—Es irlandés.

—Es encantador.

Normalmente no tonteo con el whiskey. Nada de hielo, nada de agua, a palo seco. Aquellos ponches calientes, no obstante, estaban bien. Tomamos otra ronda, pude sentir el calor hasta las puntas de los pies. Pregunté:

—¿De dónde eres?

—Hamburgo.

Estoy seguro de que existe una respuesta prudente, por no decir sucinta, pero fui incapaz de expresarla. Mi mente se bloqueó en una frase de la serie Fawlty Towers: «No menciones la guerra». Dije:

—Ah.

Me estudió detenidamente y luego dijo:

—Cincuenta y tres.

—¿Qué?

—Tienes cincuenta y tres años.

Ahora pude oírlo casi en alemán, tendrás cincuenta y tres. Dije:

—Cuarenta y nueve.

No me creyó. Estaba sucediendo algo de lo más extraño. En mi cabeza podía oír a los Eurey Brothers cantando When You Were Sweet Sixteen. No un simple fragmento, la canción entera. Durante un momento, ahogó todo lo demás. Podía ver el movimiento de los labios de Kiki, pero no oía nada. Sacudí la cabeza y desapareció. Ella estaba diciendo:

—¿Te acostarías conmigo?

La matanza de los gitanos
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