Y mucho antes del grito final
un suave y tenso susurro
se deja caer
para pedir una última canción.
—K. B.
Si soñé, no fue en nada bueno. Me desperté con un sudor de cocaína, murmuré:
—¡Socorro!
Horror de horrores, busqué a Kiki y toqué las botas Bally, susurré:
— Och, ochon.
Que en irlandés equivale a decir «Oh, qué putada». Me metí a rastras en la ducha, puse el agua caliente a tope y dejé que me escaldara. Miré en el armario y escuché el sonsonete que las drogas solían susurrarle a Richard Pryor:
—Qué mal te veo, Rich.
Me puse una camiseta blanca —bueno, blancuzca— y los vaqueros, y me calcé a toda prisa las botas nuevas. Perfectas, lo cual era una lástima, pues eso me hacía sentir muy culpable con respecto a Kiki. Los alcohólicos tienen que ser los animales más extraños del planeta, como dice la canción, una contradicción andante. Kris Kristofferson ha escrito las mejores frases de desesperación tabernaria. Era la personificación del Despertar de De Mello. Si se escucha con atención la canción Sunday Morning Corning Down, es el himno de los borrachos. En particular cuando sientes el olor del pollo frito. Es una de las cosas más solitarias que he oído en mi vida. Londres, una húmeda tarde de domingo, los bares están cerrados, te peleas con ese viento que atraviesa Ladbroke Grove y, durante un instante, sientes el tufillo de la comida casera. Entonces sí que te sientes jodido.
Volví a la cocina, miré la hora: las nueve menos cuarto. Preparé un poco de té y una tostada rancia, es todo lo que pude conseguir. Sentía un impulso irresistible. Supuse que sería mejor intentarlo. Mis viejas amigas, las páginas amarillas. Empecé a telefonear.
—¿Hola?
—Buenas noches, Hotel Imperial, ¿en qué podemos ayudarle?
—¿Tienen ustedes a una... señora Taylor registrada?
—Un momento, señor, voy a comprobarlo.
Durante un horrible momento, temí que mi madre pudiera ponerse al teléfono. Luego:
—Lo siento, señor, no tenemos a nadie registrado con ese nombre.
Clic. Rastreé media página. El té se me enfrió y la tostada se resecó. Aquello parecía una ranchera. Marcaba los números de teléfono ya por pura rutina cuando...
—Sí, señor, hemos tenido a una señora Taylor, pero ya se ha marchado.
—¿Dejó dicho adonde iba?
—Creo que un taxi la llevó al aeropuerto.
La echaba de menos. Metí la ropa mojada en la secadora, incluida la chaqueta de cuero, dije:
—Por mí como si te derrites.
Mi único otro abrigo era el Artículo 8234, mi chaquetón impermeable. Seguía recibiendo cartas exigiéndome que lo devolviera. Es posible que la Policía Montada encuentre siempre al culpable, pero esta policía no va a recuperar su chaquetón impermeable, todavía no. Me lo cerré hasta el cuello.
No probé la coca, no tomé ningún trago, pero sentía el sabor de ambas cosas. Una última llamada; marqué el número y respondieron:
—Simón Community, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿Puedo hablar con Ronald Bryson?
Oí un grito y una respuesta, y luego:
—Ron está fuera hasta mañana al mediodía.
—¿Podría verle entonces?
—Estará aquí.
Colgué. Suficiente trabajo de detective por un día; había que celebrarlo. Comprobé mi cartera y salí. Cinco minutos de distancia hasta Nestor's, así de fácil. Decidí cortar por la iglesia de San Patricio, avivar algunos recuerdos. Me detuve en la gruta. Si iba a ponerme a rezar, tendría que ser por Kiki. Entonces alguien dijo:
—Vaya, lo nunca visto, Jack Taylor rezando.
El padre Malaquías, en toda su presuntuosa gloria. Aparte de que no me gusten los curas, él en particular no me gusta nada. Apuraba hasta el filtro un cigarrillo moribundo. Yo dije:
—Veo que sigue fumando.
—Acabo de estar con tu madre.
—Caramba, vaya palo.
—¿Vaya palo? La pobre mujer sufre un profundo trauma desde que fuiste a verla. Mira que darle... unos dientes.
—Mis dientes.
Alzó sus ojos con esa actitud de «Señor, dame fuerza» que enseñan en el seminario. Dijo:
—Nunca podrá superarlo.
—Bah, yo creo que se recuperará.
—¿Cómo se te ha podido ocurrir una cosa así?
—La bebida, padre, la bebida me hizo hacerlo.
Levantó la mano derecha, un reflejo automático cuando se les lleva la contraria. Tantos y tantos años en los que podían liarse a tortas sin repercusión alguna. Sonreí y reprimió su impulso. Me di la vuelta para mirar la estatua y pregunté:
—Si le dijera que se ha movido, ¿eso sería bueno para el negocio?
—Qué bruto eres.
Sacó sus Majors, se encendió uno, chupó como un loco, como si fuera posible inhalar la ira. Yo dije:
—Tengo buenas noticias para mi madre.
—¿Te vas de la ciudad?
—No, me he casado.
—¿Qué?
—Pero es ella la que se va de la ciudad. De hecho, ya se ha ido.
—¿Tienes una esposa y ya se ha ido?
—En pocas palabras.
Tiró la colilla a la gruta, dijo:
—Estás como una cabra.
—Pero nunca le aburro, ¿eh, Malaquías?
—Vete al infierno.
Y se largó dando fuertes pisotones, yo le llamé:
—Eso no es una bendición.
Una vecina que pasaba por allí dijo:
—Bien dicho. Quién se habrá creído que es.
Dije la oración por Kiki, una cortita.
En Nestor's, Jeff preguntó:
—¿La encontraste?
—Se ha ido.
—Cómo que se ha ido.
—Ha vuelto a Londres.
—Joder, Jack.
—¿Dónde está Cathy?
—Está furiosa contigo. Dale unos días.
Me sirvió una cerveza, dijo:
—Invita la casa.
—Gracias, Jeff.
—¿Qué plan tienes?
—He quedado con Keegan.
—¿Quién?
—Agente Keegan, Policía Metropolitana de Londres.
—¿En Londres?
—No, en The Quays, dentro de una hora más o menos.
—¿Es un trabajo?
—El es toda una pieza de trabajo.
—Olvídalo, olvida que te he preguntado nada.
El centinela estaba en su sitio y me fulminaba con su mirada. Pregunté:
—¿Pasa algo?
—Me gustaba tu parienta.
—Vaya por Dios.
Fui por Shop Street. Hacía frío, pero eso no desalentaba al teatro callejero. Enmudecido. Con abolladuras, pero al pie del cañón. Un malabarista en la puerta de Eason's, un músico callejero en la panadería Griffin's, un Charlie Chaplin cerca de Feeney's. Una pareja alemana preguntó:
—¿Dónde podemos encontrar el Krak?
Señalé con mis manos en la dirección en la que me dirigía, pregunté:
—¿Qué les parece eso?
The Quays estaba a tope de gente. Por encima del tumulto, pude oír un acento inglés que decía:
—Un ponche caliente, cariño, y una pinta de la negra.
¿Quién más podía ser? Chaz, mi amigo rumano, salió de entre la multitud antes de que yo pudiera llamar a Keegan, y dijo:
—¿Recuerdas las cinco libras que te presté ayer?
—No, Chaz, yo te las presté a ti.
—¿Estás seguro?
—Sí, pero ¿querías otras cinco?
—Eres el mejor, Jack.
—Díselo a mi mujer.
Keegan iba vestido con un jersey blanco con un letrero que decía Póg mo thóin, «bésame el culo» en gaélico, pantalones de golfista, de un color rojo chillón, y un sombrero de tienda de recuerdos de Blackpool que parecía suplicar:
«Bésame rápido».
Keegan gritó:
—Jack Taylor, mi mejor colega.
Me puso una cerveza en la mano y dijo:
—Las hay calientes en la barra, y bebida, también.
Pensé:
«¿Estoy preparado para esto? ¿Existe alguien que pueda estar preparado para esto?».
Pregunté:
—¿Dónde está tu equipaje?
—En el Jury's.
—¿Has reservado habitación allí? Pero si yo tengo sitio.
—Sí, eso está muy bien, colega, pero a lo mejor puedo echar un polvo.
Cualquiera se atrevía a discutir eso. Me dejé llevar. Keegan es una fuerza de la naturaleza, bruto, feo, poderoso e imparable. Hay un club nocturno en Eyre Square llamado Cuba. No creo que exista una traducción en gaélico. Dos en punto de la madrugada, estoy allí con Keegan y dos mujeres a las que él ha engatusado. Parecen adorarle. Rodea a una de ellas con un brazo y dice:
—Jack, me encanta este país.
—Seguro que tú también le encantas a él.
—Cuánta razón tienes, hijo; soy un bastardo feniano [10].
Oír a alguien decir eso con acento inglés es haber vivido muchísimo tiempo. El dueño del bar se acercó a nosotros y yo pensé:
«Ay, ay, ay...».
Estaba equivocado. Venía a invitarnos a champán como cortesía de la casa. Keegan dijo:
—Traiga, jefe. Tomaremos morcilla para desayunar.
Me resigné a un discreto segundo plano. Durante la hora siguiente, conté a Keegan los acontecimientos de las anteriores semanas. El dijo:
—Estás como una puta cabra. Te quiero.
Se le puede llamar de muchas maneras, pero no puede decirse que sea sentencioso. Entregó un puñado de billetes a las chicas y dijo:
—Mi intuición me dice que os encantaría tomaros unas de esas pegajosas bebidas con paragüitas... ¿a que sí?
Lo había adivinado y a ellas les encantó. Volvió conmigo y dijo:
—A la del pelo negro, quiero follármela... ¿vale?
—Eh... sí.
—La tranquilita para ti, ¿de acuerdo?
—Gracias, supongo.
Luego se puso serio. Toda su chulería, su vulgaridad, sus mamarrachadas al estilo de Hunter S. Thompson [11], desaparecieron en cuestión de un segundo. Dijo:
—Jack, yo soy un buen policía, es lo único que sé hacer, pero los hijos de puta quieren librarse de mí. En cualquier momento me van a poner de patitas en la calle.
—Yo ya he pasado por eso.
—Pues entonces, solamente te voy a decir una cosa, colega.
—Vale.
—No dejes el caso. Lo demás no importa.
—De acuerdo.
Luego volvió a asumir su papel de John Belushi y dijo a las chicas:
—Bueno, a ver, ¿quién quiere lamerme la cara primero?
A la mañana siguiente, abrí los ojos y no daba crédito. Una chica junto a mí. La noche pasada volvió a mi memoria como un torrente, al menos hasta el tiempo que pasamos en el Cuba. Parecía tener unos dieciséis años. Levanté la sábana y oh, mierda, estaba desnuda. Un cebo para ir a la cárcel. Se desperezó, se despertó, sonrió y dijo:
—Hola.
He vivido peores comienzos. Respondí:
—Hola, qué tal.
Se arrimó a mí y dijo:
—Esto es maravilloso.
Luego se echó hacia atrás y dijo:
—Gracias por aprovecharte.
—Esto...
—Eres un auténtico caballero.
Vaya tela. Su calor me estaba reanimando y dije:
—Déjame que prepare un poco de té, unas tostadas.
—¿Podemos desayunar en la cama?
—Por supuesto que podemos.
—Jack, eres el más grande.
Al levantarme de la cama, vi que yo también estaba en cueros. Mala idea. Tan machacado como estoy, tan viejo como soy, el desnudo no funciona. Agarré una camisa y unos calzoncillos y ella dijo:
—No estás nada mal, ¿sabes?
—Gracias, me imagino.
¿Dónde estaba mi resaca? Me merecía una de las buenas. Todavía no había estallado. En el piso de abajo encontré su bolso, hurgué en su interior. Pañuelos, mechero, lápiz de labios, llaves, condones. Joder, estas chicas viajaban preparadas. Su cartera con su documentación revelaba que se llamaba Laura Nealon, que tenía veintiocho años y que trabajaba en ventas por teléfono. Encontré un paquete sin abrir de Benson and Hedges; le quité el precinto, saqué uno y lo encendí. Preparé el desayuno. Encontré una bandeja, tenía un grabado de la boda de Diane y Charlie. Incluso localicé unas servilletas. Subí con todo aquello escaleras arriba. Ella dijo:
—Oh, Jack, un picnic.
Me hizo gestos para que me sentara junto a ella. Yo rehusé y me senté a un lado. Si ella tenía resaca, no daba muestras de ello. Comió su tostada con ganas y preguntó:
—¿Puedo usar la ducha?
—Por supuesto.
—¿Quieres ducharte conmigo?
—Ah, no, gracias.
—Eres agradable, Jack, me gustas.
Me era difícil lidiar con tanto buen rollo. Joder, estoy tan habituado al dolor. Me resulta familiar, casi cómodo. Ella volvió, envuelta en toallas. Pregunté:
—¿Qué ha sido de tu amiga?
—Se fue con el señor Keegan. Está loca por él. Tuvimos tanta suerte de enrollarnos con vosotros, chicos.
Tenía que saberlo, así que pregunté:
—¿Hablas en serio?
—Absolutamente. No puedes ni imaginarte los animales que andan sueltos por ahí. Me voy a quedar contigo, Jack.
Luego se puso a tontear en mi regazo. Cuando me quise dar cuenta, estaba teniendo la mamada de mi vida. Después, me preguntó:
—¿Ha estado bien?
—Ha estado genial.
—Te voy a hacer feliz, Jack. Ya lo verás. Oí la puerta de la calle y pensé:
«Oh, mierda, Kiki ha vuelto».
Me puse los pantalones y bajé arrastrando los pies. Sweeper estaba en la cocina. Yo dije:
—Va a tener que dejar este rollo de entrar y salir cuando le venga en gana.
—Toqué el timbre.
—Ya, seguramente estaba en la ducha.
Luego se quedó mirando por detrás de mí. Me di la vuelta. Allí estaba Laura, con una de mis camisas. Dijo:
—Perdón, ¿están aquí mis cigarrillos?
Sweeper preguntó:
—¿Esta es Kiki?
—No... eh, ésta es Laura.
—Hola.
—Hola.
Le di los cigarrillos y ella dijo:
—Será mejor que me prepare, voy a llegar tarde al trabajo.
Cuando ella subió al piso de arriba, Sweeper preguntó:
—¿Ésa no es su mujer?
—No.
—Entiendo.
Pero no lo entendía, y yo tampoco. Dije:
—Tengo una pista segura.
—Cuénteme.
Se lo conté. Dijo:
—Vamos a ver a ese Bryson, yo le acompaño.
—No.
Discutimos ese asunto durante un rato. Finalmente estuvo de acuerdo y se ofreció a llevar a Laura al trabajo. Yo me dirigí hacia el centro. Fui al centro de San Vicente de Paúl y compré un traje, un jersey, camisas, vaqueros, chaqueta deportiva. En total: treinta y cinco libras. La dependienta dijo:
—¿Sabía usted que todos nuestros productos están lavados en seco?
—No, no lo sabía.
—Las tiendas nos ofrecen ese servicio gratuitamente.
—Eso es estupendo.
—Sí que lo es.
Cogí un taxi para volver a Hidden Valley con la compra. El taxista dijo:
—Menudo montón de ropa que lleva usted ahí.
—Lavada en seco, además.
—Eso está muy bien.
Era un hombre con novia nueva y ropa nueva, lo menos que podía hacer era cambiar de actitud. Me puse la chaqueta con una camisa blanca recién planchadita, pantalones grises. Rebosaba lozanía. Al salir a la calle, mi vecino dijo:
—Pareces una moneda nueva.
Enorme piropo.
La Simón Community está situada en lo alto del Fair Creen. Al oeste se encuentra la estación de tren, y hacia el sur. la terminal de autobuses. A lo mejor es que les gusta el ruido de los motores. La Simón ha rescatado innumerables vidas de las calles de Galway. Es un lugar limpio, ordenado, eficiente y siempre abierto. En una ciudad donde la mayoría de la gente tiene algo malo que decir sobre casi cualquier cosa, únicamente Simón recibe los elogios de todos. Entré y una recepcionista dijo:
—Hola, qué tal.
—Hola, me gustaría ver a Ronald Bryson.
—Un momentito.
No había malas vibraciones. En un lugar donde se observa tanta miseria, esperaría uno encontrarse con una atmósfera depresiva. Pero ni rastro de tal cosa. Un tipo alto y desgarbado, de casi un metro noventa, vestido con vaqueros, camiseta negra y chaleco de ante, se acercaba despacio hacia mí. Llevaba coleta y tenía la cara llena de granos. Rebosaba energía, como un indio detrás de algún rastro. Sin prisas, como si te viera venir. Dijo con voz cansina:
—Yo soy Ron.
Me levanté, extendí la mano y dije:
—Jack Taylor. Gracias por recibirme.
Hizo un gesto con la mano, ignorando la que yo le había ofrecido. Dijo:
—Ningún problema, Jack. Vayamos a algún sitio más íntimo.
Inglés. Esa cierta inflexión londinense de serena soltura. Me resultaba familiar, aunque no la entendía. Preguntó:
—¿Café?
—No, estoy bien, gracias.
Entramos en una pequeña oficina. Se sentó detrás de una mesa, se acomodó en su silla y plantó los pies encima. Unos mocasines viejos y estropeados, sin duda comprados en Nepal. Me senté en una silla de asiento duro. Empezó a liarse un cigarrillo con tabaco sacado de una petaca de cuero, arqueó las cejas a modo de ofrecimiento. Rehusé con un gesto, tenía encendido uno de los míos. Me incliné hacia él, le di fuego. Él dijo:
—Bonito mechero.
—Sí.
—Antes de empezar, Jack, permíteme que te cuente cuál es mi posición aquí. No formo parte de la comunidad. Soy un asistente social titulado, totalmente cualificado.
Hizo una pausa para que yo pudiera apreciar todo el «peso» de todo aquello. Sonreí levemente, como correspondía... demasiado impresionado como para hablar. Prosiguió:
—De manera que, aunque estoy a disposición de la comunidad, no formo parte de ella.
Se interrumpió, así que dije:
—Como una especie de asesor.
Una risa seca.
—No exactamente. Me considero más bien una especie de consejero.
—Ah, ya entiendo.
—Bueno, veamos, ¿qué problema tienes, Jack?
Saqué la lista con los nombres de los gitanos, la puse encima de la mesa, dije:
—Mi problema es que alguien está matando a los gitanos, a estos gitanos.
Los pies desaparecieron de encima de la mesa. En plan muy profesional, examinó la lista y dijo:
—Conozco... conocía a estos muchachos. No entiendo por qué es tu problema, Jack. Tú no eres policía y estoy seguro de que no son familiares tuyos.
Sonrisa de oreja a oreja, como para subrayar que era un tipo gracioso. Que aunque tuviera unas extraordinarias cualificaciones, era capaz de bromear con la gente. Tal cual. Yo dije:
—Me han pedido que lo investigue.
Nota de incredulidad en su voz. Dijo:
—¿Como detective, veinte libras al día más gastos? Me encanta; eso sólo pasa en Irlanda. Lo he visto en las películas. ¿Y por qué vienes a verme a mí, colega?
—Tú les conocías.
—¡Claro! Vaya, vas a tener que hablar con un montón de gente. Eran gitanos. Tío, conocían a medio país.
—Si hay algo...
—Para, para... más despacio, socio, para el carro, quiero ver si entiendo esto correctamente.
—¿Qué es lo que hay que entender, Ron? ¿Puedes ayudarme... o no?
—Percibo esa madera de sabueso. Me encanta. No, lo que intento entender ahora es... ¿tienes alguna posición legal?
—No.
—O sea, que, si te echo de aquí como si fueras un cheque sin fondos, tendrás que irte.
Ron se lo estaba pasando bomba.
—Eso es, Ron. Estoy apelando a tu buen corazón.
Algo cruzó entonces por su cara. Ni siquiera una sombra, demasiado rápido, demasiado insustancial para llegar a serlo, pero definitivamente algo perteneciente al reino de lo oscuro. Dijo, con los dientes afilados:
—No querrías cometer ese error, Jack. Yo no acepto apelaciones. Esa no es... nunca, la manera de relacionarse conmigo.
—Lo siento, Ron, supongo que me he dejado llevar. Olvidaba que eres todo un asistente social.
Ese destello otra vez. No tenía ni idea de qué resorte estaba tocando, pero funcionaba a las mil maravillas. Por supuesto, sabía perfectamente por qué lo estaba haciendo. Para poner nervioso a aquel hipócrita capullo. Todavía a la defensiva, dijo:
—No se te da bien la autoridad, Jack. Dime una cosa, nunca has tenido un trabajo de verdad, ¿estoy en lo cierto?
Eso me gustaba más. Este juego me lo conocía. Dije:
—He sido policía.
Ahí le di, pero contraatacó.
—Nada sobresaliente, quiero decir. Por casualidad no quemaríamos esa escalera que nos lleva al éxito, ¿verdad?
—Eres muy agudo, Ron.
Jactancioso, dijo:
—Hace bastante tiempo que me dedico a esto, Jack.
—Se nota. Mi problema fue que se esperaba de nosotros que fuéramos también asistentes sociales. Yo sólo esperaba ser una persona.
No picó. El momento había pasado y Ron estaba otra vez en plena forma. Me sonrió de oreja a oreja y dijo:
—Si quieres que te diga la verdad, te había catalogado como un borracho sin remedio. He visto a tantos alcohólicos, pocos son coherentes.
—Pero eso no ha hecho mella en tu compasión.
No, el juego había terminado. Comenzó el discurso del rechazo, repasó rápidamente la lista con la uña de un dedo.
—Estos jóvenes, todos alcohólicos. Esa forma de vida casi nunca perdona. Me asombra bastante que tú hayas logrado sobrevivir tanto tiempo.
Se puso en pie y añadió:
—No pierdas tu tiempo, Jack. Solamente son bajas en una guerra insignificante. Son cosas que pasan todos los días.
Me tendió la mano y yo ignoré su gesto mientras él me decía:
—Deja tu número de teléfono. Si se me ocurre algo, te llamaré.
—Gracias, Ron. Ha sido muy instructivo.
—No para mí, Jack. De hecho, ha sido una espantosa pérdida de mi valioso tiempo.
Al salir, le dije a la recepcionista:
—Muchísimas gracias. Ron ha estado genial.
—Todo el mundo dice lo mismo.
Ya al aire libre, respiré profundamente, me sacudí de encima la sensación de repulsión que me susurraba en el cuello. Miré hacia atrás. Vi a Bryson pegado a la ventana. Los cristales distorsionaban sus facciones y daban a su sonrisa un espeluznante aire de malevolencia. Tenía una mano en la entrepierna y la movía adelante y atrás, imitando una masturbación. Al menos espero que fuera una imitación. ¿Qué podía yo hacer? Hice lo que haría cualquier irlandés como Dios manda. Le ofrecí un buen corte de mangas. Luego me largué de allí a toda leche.