Me arrestaron mi primera noche en Hidden Valley. Vinieron a por mí a las ocho, me despertaron de una profunda siesta. Me había quedado dormido frente a la chimenea encendida. Hidden Valley es una empinada pendiente que va desde Prospect Hill hasta Headford Road. Un remanso de insólita calma en una ciudad enloquecida. Desde la colina, se puede contemplar Lough Corrib, añorar los niños que nunca tuviste. Hacia el norte se encuentra Bohermore. A dos pasos de allí está Woodquay y los almacenes Roches. La casa era un edificio moderno de dos pisos con dos habitaciones por piso. Y aleluya, suelos de madera, chimenea de piedra. Totalmente amueblada con sólidas sillas y un sofá sueco. Incluso la estantería estaba llena. Sweeper dijo:
—Le hemos llenado la nevera y el congelador. Tiene bebidas en el armario.
—¿Me estaban esperando?
—Señor Taylor, siempre esperamos a alguien. —¿Qué puedo decir? ¿Me permite que le invite a un trago?
—No, tengo que irme.
Hace tiempo tuve ocasión de leer una carta escrita por Williams Burroughs a Alien Ginsberg:
Me arrestaron por primera vez cuando encallé, en una balsa, sospechoso de haber navegado desde Perú con un jovencito y un cepillo de dientes. (Viajo ligero, solamente lo esencial). Una noche, después de inyectarme seis ampollas de dolofina, el ex capitán me encontró sentado en cueros, en el pasillo, sobre el asiento del retrete (que había arrancado de la taza). Jugando con un cubo de agua y cantando Desde lo más profundo de Texas.
Miré a mi alrededor en mi nueva casa y pensé: He encallado estupendamente. Me di un buen baño, guardé mi ropa y lo revolví todo. La carbonera estaba en la parte de atrás y conseguí encender la chimenea. Quise sentarme durante unos minutos, me quedé adormilado. Unos porrazos en la puerta me despertaron. Restregándome los ojos, llegué a tientas hasta la puerta, la abrí y dije:
—Policías.
De uniforme. Parecían jovencitos de dieciséis años. De promedio. El primero dijo:
—¿Jack Taylor?
—Como si no lo supieras.
El segundo dijo:
—Nos gustaría que nos acompañara.
—¿Por qué?
El primero sonrió y dijo:
—Para ayudarnos en nuestras investigaciones.
—¿Puedo tomar un poco de café?
—Me temo que no.
El coche-patrulla estaba aparcado justo enfrente de la puerta. Yo dije:
—Gracias por la discreción, chicos. Estaba deseando impresionar a mis vecinos.
Igual que en las películas, uno de los agentes me puso una mano en la cabeza mientras me hacía entrar en el asiento trasero. Casi parecía que quería protegerme, pero se las apañó para darme un golpe en la cabeza y dijo:
—Uy.
En Mili Street, al salir del coche, Mike Shocks, el fotógrafo local, vino corriendo y preguntó:
—¿Es alguien?
—No, no es nadie.
Una vez dentro, me llevaron a la sala de interrogatorios. Me froté las muñecas como si me hubieran esposado. Había un cenicero de hojalata sobre una superficie pintada, con un logotipo: «Players, por favor». Saqué un pitillo, encendí mi Zippo. Di una profunda calada e intenté adivinar dónde estaba la cámara. Se abrió la puerta y entró Clancy. El superintendente Clancy. Teníamos toda una historia en común, en la que no había absolutamente nada bueno. El había estado presente en la acción que me costó la carrera. Por aquel entonces era flaco como un galgo empapado hasta los huesos. Habíamos sido amigos. Durante los sucesos anteriores a mi exilio, se había comportado como un hijo de puta.
Uniformado con toda la parafernalia, había dado ya el salto a la mediana edad. Tenía la cara enrojecida, con manchas en las mejillas. Los ojos, sin embargo, eran avispados como siempre. Dijo:
—Has vuelto.
—Me has descubierto.
—Esperaba no volverte a ver.
—¿Qué quieres que te diga, hermano?
—Lo único que espero es que detrás de ti no aparezca también aquel otro elemento, Sutton.
—Eso lo dudo.
Sutton estaba muerto. Yo le había matado, a mi mejor amigo. Con premeditación y alevosía, como suele decirse. Clancy dio unos pasos hasta situarse detrás de mí. El viejo ritual de la intimidación. Regla uno del interrogatorio. No está en el manual de formación, sino grabado en piedra. Yo dije:
—Buen policía, jefe; lo confesaré todo.
Sentí que su mano se levantaba, tensa, mientras yo esperaba el golpe. No llegó. Saqué otro pitillo, lo encendí. Él preguntó:
—¿Qué estás haciendo con los gitanos?
—Un poco de gitaneo.
—No te hagas el gracioso conmigo. Te llevaré a rastras hasta Mountjoy antes de que puedas pedir a gritos un abogado.
—Oh, quieres decir un barrendero, Sweeper.
Estaba a punto de reventar de rabia. Dijo:
—Ese tío es un granuja.
—No creo que tú a él tampoco le caigas muy bien.
Se dejó caer sobre el borde de la mesa, con la pernera del pantalón subida. Se dejaba ver una pierna blanca y lampiña por encima de sus calcetines azules. Se inclinó hasta tocarme la cara. Le olía el aliento a cebolla. Dijo:
—Escúchame, chaval. Mantente alejado de toda esa pandilla.
Me puse a juguetear mecánicamente con el cigarrillo, pregunté:
—¿No vais a investigar los asesinatos de cuatro de sus hombres?
Le salía espuma por las comisuras de los labios. Escupió:
—Putos gitanos, siempre se están matando unos a otros.
Se puso en pie, se ajustó la guerrera, dijo:
—Lárgate.
—¿Soy libre para irme?
—Mira a ver por dónde pisas, muchacho.
Cuando ya me iba hacia la puerta, dije:
—Que Dios te bendiga.