Las montañas
Aga Yan había ido a recoger el cadáver de su hijo, y lo tenía en una furgoneta de reparto aparcada en el portal de la casa.
Fagri Sadat se hallaba junto a la ventana, mirando al patio, donde Muecín no dejaba de pasearse, inquieto. Tal como estaba detrás del cristal, parecía una estampa en blanco y negro; la estampa de una madre desconsolada.
Según la costumbre persa debía llorar, proferir gritos desgarradores, golpearse la cabeza y mesarse los grises cabellos. Las mujeres correrían hacia ella para sujetarle las manos y después la acompañarían en su llanto.
Pero les habían prohibido cualquier manifestación de dolor.
Aga Yan ni siquiera sabía aún dónde podría enterrar a Yawad. Se había pasado la tarde entera llamando por teléfono para conseguir un lugar donde dar sepultura a su hijo en la ciudad, pero nadie se atrevía a arriesgar el pellejo para ayudarlo.
Oyeron pasos en el callejón, Muecín aguzó el oído, no reconocía aquellas pisadas.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Era Shabal. Lagartija se arrastró rápidamente hasta él.
También Muecín se acercó al joven, lo abrazó y rompió a llorar quedamente sobre su hombro.
Shabal se había enterado de la ejecución de su primo y, pese a que corría un gran peligro yendo a Seneyán, había partido nada más enterarse.
Aga Yan salió de su estudio, vio a Shabal y lo saludó como de costumbre. Se hubiera dicho que Shabal había recorrido más de cuatrocientos kilómetros hasta allí para nada. Aga Yan no dejaba traslucir sus emociones.
—Alabado sea Dios. Has llegado en el momento preciso para echarme una mano. ¿Cómo te has enterado? —le preguntó Aga Yan, pero no esperó respuesta—. Debemos darnos prisa. Está en la furgoneta que hay aparcada delante de la puerta.
A la luz de la farola, Shabal leyó en los ojos de su tío lo que ya temía. Conocía bien aquella historia: un cadáver, un padre y ninguna tumba.
Shabal cogió a su tío por los hombros y lo abrazó.
—Lo siento, Aga Yan, lo siento mucho, mi pobre tío —musitó entre sollozos.
Se sentía culpable y temía que su tío fuese a rechazarlo.
—Es la voluntad de Dios, hijo mío. Ven, tenemos que irnos. Dentro de poco anochecerá, no disponemos de mucho tiempo.
Shabal tenía las llaves de la furgoneta en la mano, pero necesitaba ver a Yawad con sus propios ojos para creer de verdad lo que estaba sucediendo.
Fue hasta el vehículo y abrió la puerta de atrás. Allí estaba, envuelto en una sábana blanca. Frío, con las manos entre los muslos y apoyado sobre el costado derecho. Apartó un poco la sábana y la cabeza quedó al descubierto. Era Yawad, con varias heridas de bala y una en la sien izquierda.
—Debemos darnos prisa —insistió Aga Yan.
Shabal cerró la puerta y se sentó al volante.
—¿Adónde vamos? —preguntó mientras salían del callejón.
—Hacia allá. —Señaló la cadena montañosa que se extendía al norte de la ciudad.
Shabal ignoraba los planes de su tío, pero sabía que no era la clase de hombre que se conformaría con enterrar a su hijo en un lugar perdido en las montañas.
Habría querido hablar con él del dolor que ambos sentían, pero lo vio tan sumido en sus propios pensamientos que no osó importunarle, de modo que siguió conduciendo en silencio rumbo a la cordillera septentrional.
—¿Tiene algún plan? —preguntó Shabal al cabo de un buen rato.
—Vamos a Marzeyarán.
—¿A Marzeyarán? —se sorprendió Shabal—. Pero es una locura, todos sus habitantes son partidarios acérrimos de Jomeini. ¿No irá a pedirles a ellos una tumba para su hijo?
Aga Yan guardó silencio, pero Shabal comprendió lo que pasaba: su tío había consultado el Libro Sagrado en casa. Supo que no valía la pena discutir con él, de modo que siguió conduciendo.
Aquel camino no estaba hecho para coches pequeños; a decir verdad, ni siquiera podía decirse que hubiera un camino, sólo las huellas del autobús de la aldea.
Marzeyarán era el pueblo más próximo a Seneyán. Estaba situado detrás del primer cerro, en la ladera de las altas montañas. Shabal remontó el collado y empezó a bajar despacio. Ya se veían las primeras casas.
Hacía frío a causa de la nieve de las cumbres. No había oscurecido aún, pero las altas montañas proyectaban su negra sombra sobre la aldea. Las casas eran de piedra natural; si uno no hubiera sabido que allí había un pueblo, no habría sido capaz de distinguirlas de las rocas. A medida que se acercaban, divisaron el humo saliendo de la chimenea de la casa de baños: era el único rastro de vida.
En los pueblos como aquél se vive permanentemente a la espera de algo: de que alguien llegue o se vaya; de que nazca una criatura o alguien fallezca. La aldea adormecida aguardaba siempre un suceso, sólo después se ponía en movimiento.
La furgoneta enfiló la única calle y supusieron que no tendrían que explicar nada: un vehículo desconocido que descendía de la colina significaba que algo estaba a punto de suceder. ¿Quién se aventuraba por las montañas en pleno invierno? Nadie salvo un enemigo del régimen, alguien que intentase huir o alguien que llevase un cadáver en el coche.
Oyeron ladridos, unos perros saltaron de improviso desde una roca y se abalanzaron sobre la furgoneta. Acto seguido aparecieron unos hombres muy abrigados empuñando fusiles.
—¡Alá! —invocó Aga Yan.
Los perros rodearon el vehículo sin cesar de ladrar, al tiempo que los hombres se acercaban al vehículo.
—Quédate aquí sentado —le dijo a Shabal y se apeó de la furgoneta.
Se dirigió a los hombres para hablar con ellos y decirles que era amigo del imán del pueblo. Levantó la mano a modo de saludo, pero ellos pasaron de largo y siguieron avanzando hacia el coche.
Le dirigieron una mirada hostil a Shabal y fueron hasta la parte trasera con la intención de abrir la puerta. Aga Yan corrió hasta ellos perseguido por los ansiosos ladridos de los perros. Shabal bajó con rapidez y Aga Yan se apresuró a apartar a los hombres y ponerse de espaldas contra la furgoneta. Uno de los aldeanos le tiró de la manga y lo hizo a un lado, mientras otro abría la puerta trasera. Un perro se coló en el interior y mordió la mortaja. Shabal agarró el gato hidráulico que había junto al cadáver y lo descargó sobre el lomo del animal, que saltó del coche profiriendo un gañido.
Shabal, completamente enardecido, apartó a los hombres a empujones y, con el gato aún en la mano, se apostó delante del cadáver.
Los hombres, indignados por aquel insolente comportamiento en su aldea, se le echaron encima. Aga Yan intentó impedirlo, pero sus esfuerzos fueron en vano. Shabal trató de defenderse como pudo de la golpiza que le caía, hasta que llegó otro grupo de aldeanos y los separó. Aga Yan les tendió la mano.
—Os pido una tumba. Traigo conmigo el cuerpo de mi hijo.
No obtuvo ninguna reacción, nadie le contestó. Parecía como si fuesen de piedra, gentes petrificadas que lo miraban perplejas.
—¡Largo de aquí, pecadores! ¡No os daremos ninguna tumba! —espetó un hombre.
—Sólo os pido una...
—¡Os he dicho que os larguéis! —repitió el hombre.
Shabal cogió el gato, pero Aga Yan se lo quitó de las manos.
—Vamos.
Subieron a la furgoneta y Shabal dio la vuelta.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Shabal miró a su tío de soslayo y se espantó: a su lado había un hombre derrotado. Lo vio en su postura. Había consultado el Corán, pero había salido mal. En aquel momento parecía un pájaro viejo que ya no se atreviese a remontar el vuelo.
Había anochecido. Shabal deambuló por las montañas sin rumbo fijo hasta que Aga Yan se enderezó en el asiento y sacó el Libro Sagrado del bolsillo. Había recuperado sus fuerzas. Lo abrió y deslizó los dedos por la página como haría un ciego. A los pocos segundos dijo con aplomo:
—Vamos a Sarug. —Y se guardó el Corán.
Shabal no lo consideró acertado. No veía la menor diferencia entre Sarug y el pueblo del que acababan de huir. Podían ir a centenares de aldeas, pero en todas se repetiría la misma escena. Aga Yan no quería enterrar a su hijo sin honor, por eso buscaba una tumba legal, pero aquello era imposible.
—Tampoco nos ayudarán allí —musitó rompiendo el silencio—. Debemos aceptar los hechos.
Aga Yan no le contestó, como si no le hubiese oído.
El cementerio de Sarug se hallaba a las afueras del pueblo, en un lugar frío y apartado.
—Espérame aquí, yo me acercaré hasta el pueblo —dijo Aga Yan.
Shabal obedeció. «Tiene razón —pensó—, ahora comprendo por qué busca una tumba oficial sin detenerse a pensar en el peligro que corre. Me avergüenzo profundamente por no haberme dado cuenta antes. No hemos hecho nada malo, Yawad no debe ser enterrado furtivamente.»
Cogió el gato y esperó. Al rato oyó voces y divisó a cinco hombres con linternas. Eran ancianos de la aldea, Aga Yan entre ellos. No traían ningún perro consigo.
Por la expresión de su tío adivinó que tampoco había podido convencerlos, pero eran amigos suyos y habían querido escoltarlo hasta las afueras del pueblo como muestra de condolencia. No obstante, conocían bien a los cómplices del régimen y sabían cuáles serían las consecuencias si accedían a enterrar el cuerpo en el pueblo.
Se acercaron a Shabal y quisieron darle el pésame a él también, pero no pudo soportarlo. Estaba furioso y al mismo tiempo se sentía impotente. Abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Aga Yan se despidió de los hombres y subió por el otro lado.
Acababan de arrancar cuando oyeron que alguien los llamaba.
—¡Para! —exclamó Aga Yan, y bajó la ventanilla. Uno de los hombres llegó corriendo hasta ellos.
—Id a ver a Rahmanali —les aconsejó entre jadeos—. Él es el único que puede ayudaros.
Aga Yan asintió varias veces en señal de conformidad.
—A Yeria. Vamos a buscar a Rahmanali.
Yeria era la aldea donde tenían más probabilidades de hallar una tumba para Yawad, por los lazos familiares. Muchos parientes de Aga Yan y Fagri Sadat aún vivían allí, y Kazem Kan estaba enterrado en aquella tierra.
Aquél era el primer lugar adonde deberían haberse dirigido, pero el Libro Sagrado no había dado la menor indicación al respecto. Al oír el nombre de Rahmanali, Aga Yan había sabido que era lo adecuado.
Rahmanali era un enjuto anciano de barba larga y plateada. El pueblo se sentía orgulloso de él, pues había cumplido ya los ciento cuatro años. Lo tenían por un santo y se decía que tenía poderes mágicos y devolvía a la vida a los niños moribundos. Su palabra era ley entre sus paisanos. Si alguien le pedía asilo, podía sentirse completamente seguro: su casa era sagrada para el resto de los aldeanos. En situaciones difíciles, en tiempos en que uno no podía confiar en nadie, Aga Yan siempre podía acudir a Rahmanali. Los dos hombres se conocían bien, Aga Yan iba a visitarlo siempre que pasaba por Yeria, y le daba dinero cuando el anciano lo necesitaba.
Yeria estaba enclavada en lo alto de la montaña, cerca de la nieve. No había ningún camino de acceso, sólo una pista de tierra por la que autobuses y jeeps pasaban a duras penas. Avanzaron por el sendero con dificultad, temiendo que la furgoneta resbalara por la pendiente o una rueda se quedase atascada en algún hoyo. El frío era insoportable y la calefacción del vehículo no ayudaba gran cosa. Aga Yan le dirigió una mirada preocupada al cadáver que yacía en la parte trasera.
Cuando casi habían llegado al pueblo, Aga Yan pidió a su sobrino que apagase las luces y se detuviese detrás de una roca.
—No entraremos en el pueblo. Tú quédate aquí, ya iré yo a buscar a Rahmanali.
—Deje que lo acompañe —pidió Shabal.
—Será mejor que hable yo personalmente con él.
—No quiero dejarlo ir solo.
—No puede ser de otra forma, el cadáver no puede quedar sin vigilancia.
—No me fío de nadie, ni siquiera en este pueblo —repuso Shamal—. Todo ha cambiado. Si alguien lo reconoce, sabrá al instante lo que sucede.
Aga Yan metió la mano en el bolsillo para comprobar que llevaba el Corán.
—No tenemos elección. Me las arreglaré —le aseguró, y echó a andar.
Fue abriéndose paso con dificultad por la nieve y cruzó el puente que salvaba el río. Los perros no le oirían desde allí. El viento gélido que soplaba sobre la nieve helada le cortaba la piel. En su cabeza sólo tenía un pensamiento: «Debo localizar a Rahmanali antes de que me descubran los islamistas. Si quieren detenerme, gritaré su nombre con todas mis fuerzas y aunque esté en el más profundo de sus sueños, seguro que me oirá.»
Entró sigilosamente en el pueblo. Tenía que cruzar cuatro calles para llegar a la plaza detrás de la cual vivía Rahmanali.
Los perros habían olido su presencia. Un olor extraño en medio de la noche y en pleno invierno sólo podía significar peligro. Uno de los chuchos empezó a ladrar a sus espaldas. Despertaría a todo el pueblo. ¿Qué debía hacer, correr o seguir caminando como si nada? En la siguiente calle, un enorme perro negro saltó por encima de una valla de madera.
—¡Alá me valga! —Aga Yan echó a correr.
Los ladridos fueron creciendo en número e intensidad y el perro negro le iba a la zaga. Aga Yan corrió más deprisa y vio algunos aldeanos que salían a la calle, extrañados. Uno intentó cortarle el paso, pero él lo empujó con todas sus fuerzas y se puso a gritar: «¡Rahmanali!»
Corría todo lo rápido que podía, el corazón se le salía del pecho y ya no veía a causa de las lágrimas que le empañaban los ojos. Corrió a ciegas hasta la plaza. Todos sabían ya adónde se dirigía.
—¡Alaaaaaá! ¡Rahmanali! ¡Ayuda! ¡Busco asilo para mi hijo!
Tres hombres armados salieron de un callejón y fueron hacia él. Uno lo golpeó en la pierna y Aga Yan se tambaleó y cayó de bruces en la nieve. Otro le iluminó la cara con una linterna.
—¿Quién eres?
Cuando lo reconocieron, lo ayudaron a ponerse en pie y lo acompañaron hasta la salida del pueblo donde estaba aparcada la furgoneta; allí se habían congregado varias decenas de aldeanos.
Aquello era inaudito. Aga Yan no podía creer que sus propios paisanos lo trataran de aquel modo. Aquél era su pueblo, todos sus muertos yacían enterrados allí, ¿por qué lo humillaban de aquel modo? La revolución había despertado el lado más siniestro de las personas. Ya no se podía confiar en nadie, ni siquiera en la propia familia. En los libros sobre la vida de los reyes había leído que siempre había habido gente así. La traición y el crimen no eran ajenos a la naturaleza humana.
Aga Yan subió a la furgoneta y dijo:
—Volvamos a casa.
—¿A casa?
—Lo enterraré en nuestro patio, debajo del viejo árbol del jardín.
Shabal quiso decir algo, pero no halló palabras.
Empezaron a bajar la montaña en dirección a la ciudad. Las águilas volaban alto en el cielo; las había despertado el sol que asomaba despacio por el otro lado de las montañas y aquél era su primer vuelo matutino. Aún disponían de una hora antes de que la luz llegara a la ciudad. Debían darse prisa, pero Shabal no se atrevía a pisar más el acelerador. Cada vez que frenaba, las ruedas patinaban y el cadáver chocaba contra el asiento del conductor.
De pronto se dio cuenta de que un coche los seguía a cierta distancia. El conductor les hacía señas con los faros. Aga Yan también había visto el coche.
—Para un momento. Debe de pasar algo.
—Intenta llamar nuestra atención —dijo Shabal—. Viene hacia nosotros.
Sacó la linterna del bolsillo e hizo una señal para advertir al conductor que lo habían visto.
El coche desapareció unos instantes detrás de una roca y volvió a aparecer.
—¡Es un jeep! —exclamó Shabal.
El vehículo se detuvo detrás, el conductor apagó las luces y se apeó. Era un hombre con sombrero y botas. Se acercó hasta Aga Yan y le habló en voz baja:
- Salam! —Luego lo abrazó y le besó la frente—. Yo me llevaré el cuerpo. Debo darme prisa antes de que se haga de día.
Shabal no entendía lo que pasaba. El hombre era un viejo amigo de Aga Yan, pero Shabal no lo conocía.
—¡Ayúdame, tenemos que cargar el cadáver en mi coche! —le dijo el hombre.
Entre los tres trasladaron el cuerpo de Yawad.
El hombre volvió a abrazar a Aga Yan, le dio una palmada en el hombro a Shabal y subió al jeep. Dio la vuelta y volvió a adentrarse en las montañas.
Aga Yan y Shabal se quedaron junto a la furgoneta vacía, viendo cómo el jeep se alejaba en la oscuridad. Las águilas sobrevolaron la furgoneta por última vez y se elevaron a gran altura.