Lagartija

Lagartija había cumplido su primer año.

El pequeño se había arrastrado hasta la alberca, era la primera vez que se alejaba tanto de su habitación, y estaba jugando con el agua.

Al principio nadie le quitaba ojo, pero al cabo de un rato dejaron de prestarle atención. El niño observaba los pececillos rojos que nadaban en el agua y lo miraban con sus ojos inexpresivos. Nunca había visto peces. Abrió y cerró la boca imitándolos y luego se echó a reír, se sentía feliz. Se acercó más a la alberca y de repente cayó al agua. Todos se sobresaltaron y Sediq corrió a sacarlo, pero Lagartija no quería salir, se movía con agilidad por el agua y empezó a perseguir a los peces. Al final, Shabal se metió en la alberca, sacó al chiquillo y se lo dio a su madre, que se lo llevó llorando a su habitación.

Lagartija era el hijo de Sediq y Jaljal. El pequeño había nacido con una malformación en la columna que le impedía erguirse. Crecía deprisa y aprendió a desplazarse muy tempranamente. Como una gran lagartija, se deslizaba debajo de la cama y bajo las mantas. Pronto descubrió la forma de llegar hasta el patio y se escondía entre las plantas. Después, descubrieron que tampoco podía hablar.

A los hijos de Aga Yan no les gustaba que Lagartija entrara en sus habitaciones y se colara en la cama, por eso siempre cerraban la puerta con llave. Se avergonzaban de la repulsión que sentían por el niño, pero no podían remediarlo. Se necesitaba tiempo para acostumbrarse, para coger en los brazos a un niño que se asemejaba más a un animal que a un ser humano. Pero el pequeño elegía a sus propios amigos: en cuanto veía aparecer a Am Ramazan por la puerta, reptaba hacia él con rapidez.

Am Ramazan lo levantaba en vilo y se lo ponía sobre los hombros, luego lo paseaba por el patio y le mostraba las flores, los árboles, el grajo y los gatos de la mezquita.

Lagartija también se sentía bien con Muecín. Se escurría por su cuarto y se escondía debajo de la cama.

—¿Eres tú, pequeño, o es el gato? —exclamaba Muecín riendo.

El niño cogía el bastón del ciego y se lo daba, y con aquel gesto le estaba pidiendo que lo sacara a pasear. Muecín salía entonces a caminar por el patio con el chiquillo pisándole los talones.

Nadie sabía a quién se le ocurrió el sobrenombre de «Lagartija». Aga Yan había prohibido tajantemente a sus hijos emplear aquella palabra, pero el mote era tan adecuado que era imposible sustraerse a su uso.

En su acta de nacimiento, Aga Yan había elegido para él el hermoso nombre de Seyed Mohamad. El niño no reaccionaba ante aquel nombre, pero en cuanto le gritaban «Lagartija» acudía presto a la llamada.

Era una criatura que pertenecía por igual al mundo de los gatos, peces y gallinas que al de los humanos. Así lo aceptaban todos y su madre había dejado de resistirse, convencida de que aquél era su destino.

Jaljal había salido de su vida, pero había vuelto bajo la apariencia de Lagartija, que tenía las mismas facciones que su padre. Se metía en la cama de Sediq y se estrechaba contra su cuerpo. Ella lo detestaba, pero no podía hacer nada, tenía que aguantarse.

Zinat Janum, la abuela de Lagartija, lloraba en silencio al ver a su nieto moviéndose a rastras por el patio. Era creyente y se preocupaba por el destino y el bienestar de las demás mujeres de la comunidad, pero creía que aquel niño era un castigo de Dios. Un castigo por no haber sabido cuidar bien de su propio hijo Abas, que se había ahogado por su culpa. Y también por el grave pecado que había cometido en la mezquita. Zinat había hecho algo que ninguna mujer en su posición habría consentido jamás. En la cripta del templo, el suplente había tomado de ella lo que un hombre puede tomar de una mujer.

Había llegado el momento de recoger el fruto de lo sembrado: Lagartija.

La caída de Lagartija en la alberca se produjo en un día muy señalado para la casa.

Ahmad, el hijo del difunto Alsaberi, había completado su formación de imán y volvía a casa desde Qom para ocupar el puesto de su padre.

Faltaban pocos días para que se celebrara la toma de juramento y todos los familiares habían ido a verlo. Era una fiesta a la que uno asistía una vez en la vida. Aquello marcaría el inicio de una nueva etapa para la ciudad y traería un cambio en las relaciones entre la mezquita y el zoco. Todo el mundo sentía curiosidad por saber cómo dirigiría Ahmad la mezquita.

Aga Yan había ido a Qom la semana antes para asistir a la entrega de la túnica a su sobrino, y se quedó a dormir en la ciudad para tener la oportunidad de charlar tranquilamente con él sobre su importante función como imán de la mezquita.

Ahmad era inexperto, pero se trataba de un religioso joven y apuesto, que iba siempre bien vestido, tenía buen porte, usaba perfume y llevaba un turbante bastante elegante.

Poseía una voz profunda y tenía un don natural para contar historias y recitar melodiosos textos coránicos de memoria. En cuanto a lo demás, el tiempo ya se encargaría de demostrar sus aptitudes.

La noche anterior a la fiesta, Ahmad había llegado a la casa con su maleta y Aga Yan se lo había llevado directamente a la biblioteca para hablar sobre su discurso de investidura, pero Ahmad tenía otras prioridades. Dejó la maleta encima de la mesa, la abrió, sacó su flamante túnica y buscó un perchero para colgarla.

—¿Por qué no hay ningún perchero aquí? —dijo en tono irritado.

—Luego dejarás tu ropa en tu habitación —repuso Aga Yan.

Ahmad colgó la túnica del saliente de un estante. A continuación fue sacando uno a uno los demás objetos personales de la maleta.

—¿Dónde puedo dejarlos? Necesitaré un armario en la biblioteca.

—Luego dejarás las cosas en tu cuarto —le repitió Aga Yan con paciencia.

—Yo quiero tenerlas aquí —protestó Ahmad.

Aga Yan se dio cuenta de que no era el mejor momento para hablar con Ahmad.

—Me parece que necesitas descansar un poco. Hablaré contigo mañana en mi estudio —acordó y abandonó la estancia.

Aquella noche, Aga Yan escribió en su diario de la mezquita: «Mañana será el primer día del nuevo imán. Ahmad ha llegado. En su persona veo que los tiempos han cambiado, es muy distinto de su padre y de los demás imanes que he conocido. No debo dudar de su talento, es joven y a estas alturas no hay forma de saber qué derroteros seguirá, pero hay algo que sí sé: tenemos un nuevo y encantador imán en la casa. Me gusta y siento curiosidad por saber adónde nos guiará.»

El viernes, a las diez de la mañana, el zoco cerró sus puertas. Miles de personas se dirigieron a la mezquita para asistir a la investidura del nuevo imán. Se trataba de un acontecimiento sencillo, pero festivo. La oración se celebraría en el exterior de la mezquita, donde habían extendido grandes alfombras.

Había policías por todas partes, así como algunos camiones del ejército con soldados que aguardaban en las calles adyacentes. Era algo desacostumbrado en Seneyán.

Durante los últimos dos o tres años, la situación en el país había cambiado drásticamente. En la Universidad de Teherán, los estudiantes se manifestaban contra el sah y el «¡Americanos fuera!» se había convertido en una consigna popular.

El régimen temía las revueltas.

Aga Yan habló de los detalles con Ahmad, luego se puso el sombrero y salió de la casa para ir a la mezquita.

—Un día bienaventurado —dijo su vecino Hayi Shishegar, que también se dirigía a la mezquita con sus dos hijos.

—Si ésa es la voluntad de Alá —le contestó Aga Yan de buen humor.

—Si hoy me necesitara para cualquier cosa, estaré a su servicio —dijo Shishegar.

—Todo está preparado ya, pero se lo agradezco. ¿Son sus gemelos?

—Sí, los niños de hoy en día crecen muy deprisa.

—Tiene usted razón, Yawad se ha convertido en un buen mozo.

Aga Yan vio salir a Jodsi la Loca de una casa.

—Me alegro de verte, Jodsi. ¿Vendrá tu madre a la fiesta? —le preguntó.

—Se ha comprado un nuevo velo y todo.

—Me alegraré de verla.

—Pero no vendrá.

—¿Por qué no?

—Ha perdido su nuevo velo.

—¿Que ha perdido su nuevo velo? ¿Ya? ¿No lo habrás escondido tú por alguna parte? —le preguntó esbozando una sonrisa.

—No, no he sido yo.

—¿Cómo es posible que haya desaparecido su nuevo velo tan de repente?

—No lo sé. Se ha pasado la noche entera buscándolo, pero no ha habido forma de encontrarlo.

—Estoy seguro de que lo encontrará a tiempo —comentó Aga Yan.

—La hija loca de Moshiri sale por la calle con las piernas desnudas, también lo hizo ayer —le informó Jodsi en un murmullo.

—¿Sabes lo que puedes hacer? Ve a nuestra casa. Ahmad acaba de ponerse su nueva túnica de imán y te dará algunas monedas. ¡Anda, ve!

Jodsi se encaminó a la casa y Aga Yan salió a la calle donde se había congregado la multitud para asistir a la ceremonia.

Un hombre que llevaba una cámara colgada al hombro surgió entre el gentío y lo enfocó.

—Está usted muy elegante con su sombrero y ese traje azul marino de rayas —lo aduló el cámara.

—¿Eres tú, Nosrat? —se regocijó Aga Yan—. No sabes lo feliz que me hace tenerte aquí, creí que ya no volverías a vernos. ¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo. He cogido el tren nocturno.

El teniente de alcalde estrechó la mano de Aga Yan y lo felicitó.

—¡Válgame Dios!, ¿para qué necesitáis aquí esos camiones? —preguntó Aga Yan.

—Le da más categoría a la fiesta —se limitó a comentar el teniente de alcalde.

Los dos hombres fueron hasta la puerta de la mezquita donde se encontraban el comisario de policía, los responsables de la gendarmería, los funcionarios de la provincia, el director del hospital y los rectores de las escuelas.

Nosrat seguía a Aga Yan grabándolo todo con la cámara. Aga Yan se sintió muy satisfecho por la presencia de las autoridades municipales, aunque algo confundido también. Años atrás, los máximos responsables de la ciudad no faltaban a las fiestas de la mezquita, pero en los últimos tiempos apenas se dejaban ver, por eso no había contado con su presencia. Vio con sorpresa que no conocía a ninguno de ellos: todos eran caras nuevas.

Nosrat filmó a Aga Yan hablando con el jefe de policía. De pronto, Jodsi la Loca le tiró de la manga y le susurró al oído:

—Mi madre no puede venir, le han robado el velo negro y la hija loca de Moshiri va por la calle con las piernas al aire.

Aga Yan llamó a Shabal.

—¿Podrías llevar a Jodsi con las mujeres?

Una comitiva de Mercedes negros apareció en la lejanía.

Aga Yan avisó a Muecín de la llegada del anciano ayatolá Jolpejani.

- Alaho akbar! —exclamó Muecín.

Y la multitud le contestó:

- Sale ala Mohamad wa ale Mohamad! Saludos sean para Mahoma y sus descendientes.

Nosrat subió a la azotea para no perderse detalle.

Jolpejani era uno de los ayatolás más influyentes y había venido especialmente desde Qom para ratificar la toma de juramento de Ahmad.

Aga Yan y los prohombres de la ciudad, rodeados de un grupo de discípulos, fueron hasta el coche para recibir al ayatolá. Aga Yan lo ayudó a salir del vehículo, le dio su bastón, lo besó y lo cogió del brazo para conducirlo hasta la silla regia que habían dispuesto para él.

Jodsi apareció de nuevo y Aga Yan llamó irritado a Shabal, que se llevó a la mujer a pesar de sus airadas protestas.

Como el ayatolá había llegado, la ceremonia podía dar comienzo.

Ahmad apareció en la entrada de la mezquita flanqueado por seis jóvenes clérigos, y Muecín invocó:

- Alaho akbar!

Y la muchedumbre coreó:

- Alaho akbar!

Ahmad avanzó con sus acompañantes hasta donde se hallaba el ayatolá, se arrodilló ante él y le besó solemnemente la mano. El anciano tocó con suavidad el turbante de Ahmad y pronunció:

Jol auzo berabel falaz

Men sharre ma Jalaj...

Me refugio en el Señor del alba

del mal de la oscuridad

cuando se extiende

del mal de las mujeres que soplan en los nudos.

Aga Yan le dio la venerable y antiquísima túnica de juramento decorada con piedras preciosas que había sacado de la cámara del tesoro. A lo largo de los siglos, todos los imanes de la mezquita la habían llevado el día de su juramento.

Después de ponérsela, Ahmad se dirigió a la alfombra de oración. Aga Yan y el anciano ayatolá se pusieron detrás de él, manteniendo cierta distancia, y los fieles los siguieron.

- Alaho akbar! —repitió Muecín.

Ahmad se orientó hacia La Meca y empezó su primera oración oficial.

Justo en ese momento, una joven salió del callejón que había enfrente de la mezquita. Llevaba un velo negro recién estrenado, se acercó a Ahmad con sus zapatos rojos de tacón alto y se detuvo frente a él.

Aga Yan la vio, pero no podía interrumpir la oración para echarla de allí. La mujer se soltó la túnica y dejó al descubierto la pierna derecha. No llevaba nada debajo. Ahmad cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en la oración.

- Alaho akbar! —exclamó Aga Yan en voz alta para ahuyentar a la mujer, pero ésta no se inmutó sino que se dio la vuelta y la túnica negra se agitó en el aire mostrando sus piernas. Iba completamente desnuda.

- Alaho akbar!

El anciano ayatolá, que tenía los ojos cerrados y estaba profundamente concentrado en la oración, no se había percatado de nada y sólo los abrió cuando Aga Yan exclamó por tercera vez «Alaho akbar!», pero como no llevaba las gafas puestas sólo acertó a ver una difusa silueta negra. La mujer dejó caer el velo a la altura de sus pechos y volvió a girarse con una mirada llena de orgullo. Aga Yan interrumpió forzosamente su oración, se dirigió a la mujer y alargó la mano para taparla con el velo, pero en ese instante ella dejó caer la túnica y echó a correr en cueros hacia la multitud. En dos zancadas, Aga Yan logró darle alcance y agarrarla por el talle. Shabal le lanzó la túnica negra a su tío, que la cogió al vuelo y con un rápido movimiento cubrió a la mujer. Luego llamó a Fagri.

Fagri Sadat, que ya se acercaba corriendo, se hizo cargo de la mujer y la condujo a la acera, donde las demás mujeres estaban rezando.

Aga Yan no podía reanudar el rezo pues había tocado a la mujer, de modo que entró en la mezquita y se dirigió a la alberca. Él, que jamás había mirado a una desconocida, acababa de coger a una desnuda por la cintura y sentido en las manos el calor de sus suaves pechos. Se quitó el abrigo, se arremangó y metió los brazos hasta el codo en el agua fría.

No bastaba; se inclinó aún más hacia delante y sumergió la cabeza en el agua hasta el cuello. Así permaneció todo lo que pudo. Cuando volvió a sacar la cabeza, respiró hondo, se incorporó y se secó la cara con un pañuelo. A continuación se puso el abrigo y salió del templo, ya más sereno.

Nosrat lo había fotografiado todo.