Televisión
Lagartija creció convirtiéndose en una criatura enigmática. En la casa no sabían si considerarlo un niño discapacitado o un animalillo. La cabeza, las manos y los pies eran humanos, pero sus movimientos tenían mucho de animal.
Y a medida que se hacía mayor, se iba desarrollando más y más el animal que llevaba dentro.
Sediq intentó enseñarle a hablar, pero no lo logró; el niño no mostraba el menor interés por aprender.
Lagartija tenía sus propias maneras, que no se parecían en nada al comportamiento de las personas normales. No quería comer con los demás, no se acostaba cuando tocaba y se negaba a utilizar los cubiertos, prefiriendo comer como un gato.
—¡No lo soporto más! —se lamentó Sediq—. Estoy harta. ¡No quiero a ese bicho raro!
—No debes decir esas cosas —la reconvino Aga Yan.
Sediq rompió a llorar.
—¡Todo son desgracias! —sollozó—. ¿Por qué todo me ha salido mal en la vida?
—Aún eres joven, hija mía, te quedan muchos años por delante. La vida no siempre nos muestra la misma cara, no olvides que existe un motivo para todo lo que ocurre. Si hay alguien con derecho a quejarse, es Muecín, que nació ciego, y sin embargo no lo hace, ha aceptado su destino y nosotros también. No puede ver, pero tiene un oído finísimo, unas manos con una sensibilidad extraordinaria y unas piernas que recuerdan el camino. Yo diría que lo ve todo, hasta las cosas que no pueden verse. ¡No llores, hija mía! Tu hijo debe vivir, yo estoy contento con él, lo considero un regalo para nuestra casa, hablo en serio, lo necesitamos, de otro modo no nos habría sido dado. En esta casa han vivido innumerables personas y no será la primera vez que haya nacido en ella una criatura fuera de lo común. ¡Ten fe en la vida, necesitamos a tu hijo para algo, de lo contrario no estaría entre nosotros!
—Ojalá tuviese tanta fe como usted —le dijo Sediq llorando.
Al día siguiente, Aga Yan llamó a Lagartija a su cuarto y le explicó que quería verlo en su estudio cada día después de la oración de la mañana. Había decidido enseñarle a leer con paciencia y férrea disciplina. Y Lagartija tuvo una reacción asombrosamente favorable. Se arrastraba hasta Aga Yan con un libro entre los dientes, lo dejaba en su regazo y lo conminaba a leérselo palabra por palabra.
En cuanto aprendió a leer un poco, iba al jardín y se estiraba en el suelo, a la sombra del árbol centenario. Los días de mucho calor, se encaramaba con su libro por la escalera hasta la azotea y buscaba la sombra de la cúpula. Durante los meses invernales, iba al sótano y se ponía a leer al lado de la estufa de Muecín. Ahmad le permitía entrar en la biblioteca y allí se pasaba horas enfrascado en la lectura. Nadie sabía a ciencia cierta si comprendía algo de lo que leía o si se dedicaba a fantasear.
Su mundo era la casa y apenas salía de allí, salvo las veces que Am Ramazan iba a verlos y se lo llevaba al río a lomos de su burro. Algunos ancianos que estaban sentados delante de la tienda de comestibles se levantaban y se acercaban al burro para mirar a Lagartija. Todos habían oído hablar del chico. Se quitaban el gorro ante él, volvían a ponérselo y jugaban un rato con él. A Lagartija le divertía y se mostraba encantado.
Después, Am Ramazan se lo llevaba al río donde extraía arena, excavaba un hoyo en la arena caliente y Lagartija se tumbaba ahí con su libro.
El niño se sentía feliz con Am Ramazan.
En varias ocasiones, Sediq le había prohibido al sirviente llevarse al niño.
—¿Por qué no lo dejas venir? —le decía el hombre—. No puedes tenerlo siempre escondido.
En aquellos días, Zinat pasaba poco tiempo en casa, salía a menudo a las zonas rurales para dar clases de Corán a las aldeanas. Pero en cuanto volvía a casa, lo primero que hacía era ir en busca de Lagartija para contarle historias que él no se cansaba de escuchar.
Zinat se ocupaba más de Lagartija que el resto de la familia, pues consideraba al niño un castigo por su conducta. Lagartija no sabía hablar, pero tenía un oído excelente, era capaz de desplazarse con una rapidez pasmosa y forzaba a los demás a relacionarse con él.
Nosrat solía evitar al niño cuando iba de visita a la casa, le acariciaba la cabeza o le daba golosinas, pero poco más. Antes de acostarse por las noches, cerraba bien la puerta de su cuarto para que Lagartija no pudiera colarse. Sin embargo, una noche, el pequeño se las arregló para entrar en el dormitorio, se acurrucó en un rincón y sacó un libro del bolsillo.
Nosrat no sabía qué hacer con él, de modo que permaneció un rato de pie junto a la cama, observándolo. Quería hacer algo por el niño, pero no se le ocurría nada. De pronto tuvo una idea.
—¿Me acompañas?
Lagartija reptó detrás de él por el patio y lo siguió hasta el sótano.
—Escucha, en una ocasión Shabal trajo un televisor a la casa para enseñarle la Luna a tu abuelo y a Alsaberi. Alsaberi era un imán ingenuo, un día se cayó en la alberca y murió, pero el aparato aún debe de estar por aquí en alguna parte. ¿Sabes?, has nacido en la casa equivocada. El mundo está cambiando, pero aquí todo está prohibido. ¿Entiendes lo que te digo?
Lagartija lo observaba sin entender nada.
—Aun así has tenido suerte. Si hubieras nacido con otra familia haría mucho tiempo que te habrían vendido a un circo. Ellos te dan cariño y eso es importante para las personas. Sin embargo, en una casa atrasada, todos son temerosos de Dios y cualquier cosa les da miedo: la radio, la televisión, la música, el cine, el teatro, la alegría, las demás mujeres, los demás hombres, sólo les gustan sus cementerios. Allí se sienten cómodos, hablo en serio. ¿Los has acompañado alguna vez a un cementerio? De pronto se los ve emocionados, se comportan con alegría, se sienten a gusto con los muertos. Por eso me fui de esta casa cuando era joven. Ven, vamos a ver dónde anda ese televisor, debe de estar entre estos cachivaches. A menos que las abuelas decidieran tirarlo. ¡Ah, las abuelas! No llegaste a conocerlas, eran unas damas muy elegantes. Yo no les caía bien, pero qué remedio. Se fueron a La Meca y ya no regresaron, unas viejecillas muy listas. ¡Vaya, está aquí! ¡Mira! Un pequeño televisor para ti. Estoy a punto de cambiarte la vida con este cacharro. Déjame pensar dónde podría ponerlo para que no moleste a nadie. Ya sé, en el trastero que hay en la azotea, detrás de la cúpula. En otro tiempo fue mi escondite, adonde iba a leer libros indecentes. Luego Shabal puso una cama allí. Pero ahora que él se ha ido, el trastero será para ti.
Largartija serpenteó por la escalera detrás de Nosrat hasta la azotea. Allí, Nosrat dejó el televisor sobre una mesilla que había junto a la cama de Shabal.
—Esta cama será tuya a partir de ahora, puedes acostarte aquí. Bien, voy enseñarte cómo funciona este chisme.
Lagartija se subió a la cama. Nosrat sacó el cable del televisor al exterior y colocó la pequeña antena en el extremo de una viga para que nadie pudiese verla.
—Fíjate bien —le dijo y encendió el aparato.
Apareció una mujer joven y maquillada con un vestido rojo sin mangas.
—¡No te asustes, chico! El mundo fuera de estas paredes es muy distinto. ¿Te gustan las mujeres? Algún día te llevaré conmigo a Teherán. En realidad este televisor es demasiado pequeño, ya te traeré otro más grande. Pero de momento tendrás que arreglártelas con éste, cuídalo bien, es tuyo y nadie puede quitártelo. Si alguien intenta quitarte el televisor, dale un mordisco. ¡Híncale bien los dientes en el tobillo! ¿Me has entendido?
Lagartija consiguió mantener en secreto su escondite durante todo un año, pero una noche, Aga Yan subió a hurtadillas la escalera y abrió la puerta del trastero.
Lagartija, que no esperaba a nadie, saltó de la cama y con un rápido movimiento se encaramó sobre su televisor, aferrándose a él como un enorme gato, la cabeza por un lado del aparato, y los pies por el otro.
Aga Yan permaneció un momento en el umbral, antes de cerrar la puerta y volver a bajar.