Qazi, el juez
- Astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah, astagfirulah —declamaba Jaljal mientras se dirigía al cuarto de Jomeini.
Uno dice astagfirulah cuando ha cometido un pecado o teme cometerlo, o quizá cuando teme verse enfrentado a algo que prefiere evitar. A veces, no es más que una forma de expresar asombro ante algo que le ha sucedido de forma inesperada o una manera de pedir perdón a Dios.
También puede decirse, como hacía Jaljal, cuando uno está convencido de que en el futuro cometerá fallos inevitables.
Jomeini no quiso alojarse en el palacio del sah y prefirió una habitación en una de las madrazas de uno de los barrios desfavorecidos de la ciudad.
Ya había anochecido cuando llegó a su cuarto y se sentó sobre su alfombrilla. Le ofrecieron té y unos dátiles y después de beber un sorbo pidió que le llevasen papel y pluma.
Permaneció solo en su cuarto durante media hora y luego llamó a Jaljal, quien intuyó la urgencia de su petición. En cuanto entró, cerró la puerta de la estancia, se arrodilló delante del ayatolá y le besó la mano.
Jaljal fue la primera persona en mostrar su humildad después de que Jomeini hubiese entrado en el país en calidad de dirigente. De aquella forma mostraba su disponibilidad para cualquier tarea que el ayatolá tuviera a bien encomendarle.
Jomeini le pidió en un susurro que se acercara. Jaljal comprendió que se trataba de una misión secreta; inclinó la cabeza hacia delante y escuchó.
—Te nombro juez de Alá —le dijo Jomeini mientras le entregaba un documento.
Las manos de Jaljal temblaron.
—América hará todo lo que pueda para acabar con nosotros, pero quiero eliminar todo lo que quede del régimen anterior. Elimina a todos los que se opongan a la revolución. ¡Aunque sea tu padre, elimínalo! ¡Aunque sea tu hermano, elimínalo! ¡Destruye todo lo que se oponga al islam!
»Eres mi emisario, pero sólo rendirás cuentas a Alá. Demuestra que la revolución es irreversible. ¡Tu misión comienza en este mismo instante! ¡Ahora mismo!
Jaljal volvió a besarle la mano, se puso en pie y salió del cuarto para cumplir con su cometido.
A pesar de que todo estaba oscuro, se puso las gafas de sol que había comprado en París.
Aquel Jaljal no tenía nada que ver con el hombre que un día había organizado una revuelta popular en Seneyán para impedir que Farah Diba consumara la inauguración del cine.
El nuevo Jaljal irradiaba poder con aquel turbante negro y su larga barba oscura que empezaba a encanecer por el mentón. La posición que acababa de serle encomendada haría que su persona infundiese temor.
Una hora después, subió al jeep que estaba esperándolo en el portal con una carpeta bajo el brazo.
El vehículo lo condujo al matadero principal de la ciudad, donde se sacrificaban a diario miles de vacas y ovejas para abastecer a los habitantes de Teherán.
En aquel lugar habían encarcelado secretamente a los funcionarios más destacados del régimen anterior.
Se temía que Estados Unidos emprendiese alguna acción para liberarlos y por eso los habían encerrado en aquellos establos junto al pestilente ganado.
Jaljal entró en una sala en penumbra donde había dos sillas: la más alta, situada detrás de un escritorio, era para el juez de Alá; la otra, para el acusado.
En el techo, justo encima de la silla baja, una lámpara arrojaba un tenue resplandor amarillento que sólo iluminaba la cara del reo.
El tiempo apremiaba, al alba del día siguiente todo el mundo debía comprender que el régimen anterior había sido definitivamente erradicado y que no había la menor posibilidad de que los americanos pudiesen devolver el poder al sah.
Jaljal dejó un expediente encima de la mesa.
—Traed al primer sospechoso —ordenó.
Era Howeeda, el antiguo primer ministro del sah. Lo llevaban esposado.
Howeeda había ocupado aquel cargo durante quince años, y siempre se lo veía impecablemente trajeado, con una orquídea en el ojal, la pipa en la boca y apoyándose en un bastón. Pero en aquel momento sólo llevaba un pijama mugriento.
Además de Jaljal, en el cuarto había un fotógrafo enmascarado, que iba y venía sacando fotos de los acusados.
—¡El acusado puede sentarse! —exclamó Jaljal tomando asiento también.
Howeeda se sentó.
—Está usted ante el juez de Alá —le comunicó Jaljal en tono glacial—. Su expediente ha sido estudiado y se le condena a la pena capital. ¿Hay algo que quiera decir?
Howeeda, que había sido recibido por el presidente de Estados Unidos como huésped de honor; Howeeda, que había sido ovacionado tres veces por el Senado estadounidense en pleno; Howeeda, que había estudiado derecho en Estados Unidos, jamás aceptaría como tribunal aquel maloliente establo, así que calló, pero su boca se movió como si estuviera fumando en pipa.
—¿Ha dicho algo? —inquirió Jaljal.
—Nada —repuso Howeeda, resignado.
—Condeno a muerte al acusado —sentenció Jaljal—. ¡La sentencia se ejecutará ahora mismo!
Dos guardias se llevaron a Howeeda, que aún no había asimilado del todo su condena a muerte. Lo condujeron al almacén detrás del matadero, donde había montañas de pieles de vaca apiladas, del último sacrificio. El hedor era tan insoportable que había que taparse la nariz. Los guardias lo pusieron contra la pared, entre dos montones de pieles, y le vendaron los ojos. Le ofrecieron un vaso de agua, pero él la rechazó con la mano.
Howeeda temblaba en su pijama, pero seguía sin creer que iban a ejecutarlo de verdad, pensaba que sólo pretendían asustarlo. Los pasos de Jaljal resonaron en el pasillo. Les hizo una seña a los guardianes, que se apartaron del político.
—En posición —ordenó Jaljal como si fuera un oficial del ejército.
Los guardias se arrodillaron en el suelo y apuntaron a Howeeda con sus fusiles.
—¡Soy inocente! —gritó Howeeda de pronto con voz entrecortada—. ¡Quiero un abogado!
—¡Fuego! —ordenó Jaljal.
Resonaron siete disparos y el cuerpo acribillado se desplomó, golpeándose la cabeza contra las piedras húmedas del suelo. El fotógrafo le sacó varias instantáneas.
Jaljal volvió a su silla y pidió que le llevaran al siguiente.
El ex jefe de los servicios secretos fue conducido a la habitación. Había oído los disparos y apenas podía andar, atenazado por el miedo.
—¡Siéntese!
Los guardias lo ayudaron a sentarse en la silla baja.
—¿Es usted Basiri?
—Sí —respondió tras un momento de vacilación.
—¿Es usted el jefe de los servicios secretos cuya orden provocó el arresto, la tortura y el asesinato de centenares de personas?
Basiri no contestó.
—¿Era usted el jefe de los servicios secretos? —repitió Jaljal.
—Sí —asintió en un susurro.
—El juez de Alá lo condena a la pena máxima —dictó Jaljal—. La sentencia será ejecutada de inmediato. ¿Tiene algo que decir?
El temido Basiri, cuyo nombre inspiraba pavor en la gente, se echó a llorar y suplicó clemencia, pero un ademán de Jaljal bastó para que lo sacasen del cuarto y lo condujesen a la sala de sacrificios donde acababan de ejecutar a Howeeda. Le taparon los ojos con un pañuelo, le ofrecieron un vaso de agua y lo pusieron contra la pared.
—¡En posición! —gritó Jaljal.
Los guardias se arrodillaron y apuntaron con sus armas a Basiri.
—¡Fuego hasta la última bala! —ordenó Jaljal, tajante.
El pelotón vació todos los cargadores. De ese modo el reo no tenía oportunidad de caer al suelo. Sólo después de recibir el último tiro cayó de bruces contra un montón de pieles, donde permaneció inmóvil con los brazos extendidos.
Jaljal prosiguió su tarea hasta bien entrada la madrugada, ordenando ejecutar a todos los altos cargos del régimen arrestados durante los últimos días y encerrados en el matadero.
Cuando acabó, fue a lavarse las manos y pidió que le sirvieran el desayuno. Le llevaron una bandeja de plata con leche caliente, miel, huevos cocidos y pan recién hecho. También le entregaron la primera edición del periódico. En primera página había una foto de Howeeda con los ojos vendados, en el preciso instante en que recibía el primer impacto en el pecho y alzaba los brazos al aire.
Durante una semana, Jaljal recibió a quince jóvenes imanes de Qom; eran estudiantes de la ley islámica.
Los nombró jueces del islam y los envió a seis grandes ciudades para juzgar a los funcionarios del régimen anterior directamente implicados en algún crimen. Les dio carta blanca para actuar sin piedad.
Llamaron a la puerta de Aga Yan, pero él aún no había vuelto del zoco, de modo que fue Lagartija quien abrió. Tres hombres armados y con pañuelos verdes en la frente irrumpieron en el interior. Eran los soldados del Ejército de Alá, que estaba compuesto por grupos de militantes formados en las mezquitas durante la revolución, para dar cumplimiento a las órdenes de Jomeini.
—¿Dónde está Ahmad? —le gritó uno de ellos a Lagartija.
Fagri Sadat estaba en la cocina y vio a los hombres, pero como no llevaba puesto el velo, no podía salir de allí. Abrió la ventana y gritó:
—¿Podrías traerme el velo, hijo?
Lagartija la obedeció.
Fagri Sadat se cubrió con el velo y salió al patio.
—¿En qué puedo servirles, señores?
—¿Dónde está Ahmad? —le soltó sin más uno de ellos—. Tenemos órdenes de prenderlo.
—¿Adónde piensan llevarlo?
—Al Tribunal Islámico.
En aquel instante, Ahmad salía de la biblioteca en dirección a la alberca. Iba sin la túnica y sin el turbante. Los hombres se abalanzaron sobre él.
Sobresaltado, Ahmad les preguntó qué querían.
—Nos han ordenado que lo llevemos ante el Tribunal Islámico.
—¿Por qué? ¿Qué tengo que hacer yo allí?
—Eso no es cosa nuestra.
—¡No pienso ir a ninguna parte! —dijo Ahmad, y se arrodilló delante de la alberca para lavarse las manos.
Los hombres lo agarraron y lo arrastraron hacia la puerta. Ahmad intentó zafarse de ellos.
—¿Qué significa esto? ¡Soltadme!
Pero los hombres no le hicieron caso.
Ahmad forcejeó para colocarse de cara a La Meca.
—¡Alá, ayúdame!
Fagri Sadat le pidió a Lagartija que cerrase la puerta.
Yawad, que había llegado a la casa la noche anterior, corrió al patio.
—¡Llama a Aga Yan ahora mismo! ¡Date prisa! —le gritó Fagri Sadat. Luego se puso delante de los hombres y los exhortó—: En nombre de Dios, ¿se puede saber qué están haciendo? ¡Es el imán de la mezquita! ¿Es que no les da vergüenza?
Lagartija oyó los pasos de Aga Yan en el callejón, corrió a abrirle la puerta y le soltó un galimatías. Aga Yan vio a Ahmad forcejeando con unos hombres armados.
—¡Basta, basta! ¿Qué es esto? ¡Déjenlo! —les gritó.
También Muecín llegó corriendo, y las hijas de Aga Yan se asomaron a la ventana. Ahmad cayó al suelo, quiso correr escaleras arriba hasta la azotea, pero un soldado le propinó una fuerte patada en la pierna que lo hizo rodar junto a la alberca. El hombre lo agarró con fuerza e hincándole la rodilla en la espalda lo tumbó y lo esposó.
Lagartija estaba junto a Muecín, desconcertado.
Aga Yan intentó razonar con los hombres.
—Yo mismo lo acompañaré al tribunal, pero no quiero que se haga de esta forma. Soy Aga Yan, pueden confiar en mi palabra, iré con ustedes. Lo que están haciendo no es correcto.
Uno de los hombres apartó a Aga Yan de un empujón. Yawad se interpuso entre los dos hombres y contuvo a su padre.
—¡Ya basta, no puede hacer nada más!
—¡Alá, Alá, Alá, Alá! —gritaba Ahmad mientras los hombres lo metían en el jeep por la fuerza.
—¿Dónde está vuestro tribunal? —les preguntó Aga Yan, impotente.
El coche arrancó sin más.
Fagri Sadat se echó a llorar y sus hijas la llevaron a su cuarto.
También Yawad quiso llevar a su padre arriba, pero Aga Yan se negó.
—¡Qué desgracia! Hay que averiguar adónde se lo llevan. —Y se echó de nuevo a la calle.
Los hombres condujeron a Ahmad a una dirección secreta, que a partir de aquel día se convertiría en la sede del Tribunal Islámico.
Cuando le quitaron la venda de los ojos, Ahmad se encontró en una habitación en penumbra. No tenía la menor idea de dónde estaba, aunque sabía que se trataba de un sótano pues había contado trece escalones al bajar. El cuarto no tenía ventanas y las paredes estaban forradas con grandes telas negras en las que se leían textos sagrados escritos con pintura blanca.
También vio una mesa y una silla alta detrás de la cual una bandera verde, símbolo del islam, colgaba de la pared con un clavo.
Ahmad tomó asiento en la silla baja y los hombres lo dejaron solo en aquel lugar sofocante, bajo la inquietante luz de una tenue lámpara amarillenta.
Durante una hora, Ahmad permaneció sentado sin que sucediera nada.
Aquel silencio y la incertidumbre lo intimidaban.
Oyó abrirse una puerta y pasos apresurados acercándose por la escalera.
Un guardián entró en la estancia.
—¡El juez de Alá! —anunció—. ¡En pie!
Ahmad se levantó y vio la silueta de un joven imán que tomaba asiento en la silla alta detrás del escritorio.
—El acusado puede sentarse —dijo.
Ahmad obedeció mientras intentaba verle la cara al imán, pero la lámpara le daba directamente en los ojos y no le dejaba distinguir los rasgos del religioso.
—Leeré su nombre y deberá usted asentir si es correcto. Después le haré algunas preguntas a las que deberá contestar —explicó el juez.
—Soy el imán de la ciudad. Antes de que empiece usted a hacerme preguntas quiero que me devuelvan mi túnica y mi turbante. De lo contrario no responderé.
—¿Es usted Ahmad Alsaberi, hijo de Mohamad Alsaberi?
Ahmad calló.
—El acusado ha sido miembro activo de los servicios secretos —prosiguió el juez—. El peor crimen que un imán puede cometer.
—Eso no es cierto, yo no he hecho nada —protestó Ahmad.
—Todo consta aquí —repuso el juez agitando un expediente en el aire.
—Pues es falso, yo sé muy bien que no tengo ningún crimen en la conciencia.
—Tenemos pruebas que lo acusan de haber colaborado activamente con los servicios secretos del sah —declaró el juez.
—Es imposible porque jamás he sido colaborador de ningún servicio secreto. Como imán de la ciudad he tenido contacto con muchas personas, ya fuese un indigente o un capitoste de los servicios secretos. Probablemente esos informes se refieran a esos contactos. ¡Pero eso no constituye ninguna prueba incriminatoria! He sido imán de la mezquita en tiempos tumultuosos, cada vez que pronunciaba un sermón vehemente, la policía se plantaba en el templo para llamarme al orden. Tampoco eso puede ser utilizado como prueba ante ningún tribunal. No he hecho nada malo.
—Es adicto al opio —lo acusó el juez.
—Eso no es ningún pecado, casi todos los ayatolás de este país son adictos al opio.
—Tenemos pruebas de que ha fumado opio con altos cargos de los servicios secretos.
—Eso es cierto, pero sólo he fumado opio, nada más.
—Aquí aparece anotado que le dieron dinero.
—Eso forma parte de mis responsabilidades como imán. Soy la persona de confianza de la gente, todos me dan dinero que va a parar a la caja de la mezquita.
—En numerosas ocasiones ha mantenido relaciones indecorosas con mujeres.
—Ciertamente he tenido relaciones con mujeres, pero siempre según la sharia del islam.
—Tengo en mi poder fotografías en las que aparece usted en actitud desvergonzada fumando opio y en compañía de prostitutas.
—Ésa fue una trampa que los servicios secretos me tendieron para dañar mi imagen, pero...
Hasta ese momento había intentado dar respuestas convincentes, pero a la luz de la lámpara se apreciaba el temblor de sus manos y las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Empezó a tartamudear y a dejar las frases sin acabar. Era a causa del opio. Nunca había dejado de fumar. Se había comprado una moderna pipa eléctrica en Teherán para poder fumar a hurtadillas en cualquier parte. Aga Yan estaba enterado, pero lo había tolerado en silencio.
Si hubiese fumado su pipa habría podido defenderse con más convicción, pero lo habían arrestado en mal momento, justo cuando se disponía a fumar antes de ir a la mezquita. Bajo aquella presión inusitada, todas las células de su cuerpo le pedían opio a gritos. Sentía una fuerte opresión en el pecho, como si soportase el peso de un elefante. Siempre llevaba un pellizco de opio en el bolsillo de la túnica para casos de emergencia. Si lo hubiese llevado consigo, podría habérselo metido en la boca y se habría sentido mejor, pero aquellos barbudos lo habían llevado ante el juez en camisa.
Desesperado, se hurgó en los bolsillos de la camisa, pero estaban vacíos como el desierto. Intentó desabrocharse el botón del cuello para respirar mejor, pero no lo logró, los dedos ya no le respondían. Tenía la frente cubierta de un sudor frío, empezaban a zumbarle los oídos, las voces se apagaron y dejó de oír al juez. Quedó sumido en la negrura y cayó de la silla.
A la mañana siguiente, la mujer de Ahmad cogió a su hija y regresó a la casa de sus padres.