El burro

¡No! ¡Ya verán...!

¡No y no! ¡Ya verán...!

Hicimos de la noche vestidura

Y colocamos una lámpara resplandeciente

E hicimos bajar de las nubes un agua abundante

Os hemos prevenido contra un castigo cercano

El día que el hombre medite en sus obras pasadas

Aga Yan pasó un mes entero buscando a Ahmad por todos los rincones la ciudad y fue a visitar a cuantas personas influyentes conocía, pero no halló ni rastro de su sobrino.

La ciudad entera sabía que habían arrestado al imán y corrían toda clase de rumores sobre él.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Fagri Sadat a Aga Yan.

—Tal cómo están las cosas, creo que lo más prudente será esperar. Tendrías que pasar por el zoco y ver cómo me evitan los demás vendedores. Me juego la reputación en este asunto.

Aga Yan se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta.

El timbre había sonado de forma distinta de lo habitual, como si en el portal hubiese alguien que viniera a anunciar el destino.

—¿Quién es? —preguntó Aga Yan con voz trémula.

—¡Abran la puerta! —gritó una voz masculina.

—¿Quién es? —repitió Aga Yan.

—Venimos a buscar a Aga Yan.

Abrió la puerta y ante él vio a un hombre con barba y un arma en la mano.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—El imán quiere hablar personalmente con usted —anunció el hombre.

—¿Qué imán?

—Está en el coche.

Aga Yan se acercó al jeep y dirigiéndose al joven religioso que estaba sentado en el asiento trasero le dijo:

—Sea bienvenido. Puede entrar en la casa si lo desea, podemos hablar en mi estudio.

El imán se apeó y Aga Yan lo condujo hasta el estudio, donde le ofreció un asiento.

—En realidad deberíamos ser nosotros quienes lo citásemos a usted a un Tribunal Islámico —dejó caer el imán con mucho aplomo—. Pero nos queda poco tiempo y se trata de una notificación y una solicitud que deben ser confirmadas directamente.

—¿A qué se refiere? ¿De qué solicitud me habla?

—El tribunal ha tomado una resolución y yo estoy aquí para comunicársela. La traigo por escrito, así que se la leeré.

Aga Yan supuso que se trataba de Ahmad y de pronto sintió cierto alivio al pensar que el caso podía ser negociable.

El imán sacó un sobre abierto de su bolsillo y extrajo la carta, la desplegó cuidadosamente y leyó en voz alta:

—«En nombre de Alá, que actúa sin piedad contra los pecadores que no le obedecen. Y en nombre de nuestro guía espiritual, el ayatolá Jomeini. El Tribunal Islámico ha decidido que a partir de este momento y por tiempo indefinido la familia Gaem Magam Farahani ya no tiene poder de decisión sobre la mezquita de Yome de la ciudad de Seneyán.»

Aga Yan se puso en pie, desconcertado.

—Eso no puede ser. ¡La mezquita es nuestra!

—La mezquita es de Dios —lo corrigió el imán, impávido—, una mezquita jamás ha sido propiedad privada. ¡Debería usted saberlo!

—Pero tenemos documentos que confirman que el terreno y el edificio del templo pertenecen a esta casa, y además todo está registrado en las actas familiares. Es nuestro patrimonio. ¡Tengo pruebas de ello!

—No se sulfure usted. Es imposible que tenga un documento vigente que avale eso, la mezquita es de todos. En el pasado, su familia tenía autoridad sobre la mezquita, nada más, pero ésa no es una ley divina. Ahora que vivimos en un régimen islámico, un juez está en disposición de revisar la decisión. De ahora en adelante ya no es deseable su custodia del templo. Y no hay nada más que hablar. El Tribunal Islámico retira a su familia los derechos sobre la mezquita, se procederá a la separación entre la casa y el templo. Usted y su familia pueden quedarse a vivir aquí si lo desean, pero he venido para que me entregue las llaves de la mezquita. ¿Podría traérmelas?

—¡No pienso hacerlo! ¡No puedo ni quiero hacerlo! —exclamó Aga Yan—. Pero ¿qué es esto? ¿Es que quieren acabar con todos nosotros? ¿A qué vienen tantos agravios?

—Si no me da las llaves ahora mismo, los hombres que están fuera vendrán por ellas.

—¡No las obtendrán de mi mano! —le espetó Aga Yan decidido.

El imán salió de la casa y dio órdenes a sus hombres para que entraran a buscar las llaves.

Tres hombres irrumpieron en el estudio de Aga Yan. Él se hallaba en medio de la estancia y los interpeló furioso.

—¡Salgan de mi casa! ¡Fuera de aquí!

Pero los hombres lo apartaron a un lado bruscamente y empezaron a registrar el cuarto.

—¡Esto es un robo! —gritó Aga Yan a los hombres que revolvían en los cajones del escritorio. Fue hasta uno de ellos y le dio un empujón.

Yawad, alertado por el ruido, entró en el estudio y se interpuso entre el hombre y su padre.

Los hombres cogieron todas las llaves que encontraron y se fueron, pero no consiguieron dar con la llave de la cámara del tesoro, pues Aga Yan la llevaba siempre en el bolsillo junto a su Corán.

Tres días después, un helicóptero sobrevoló la mezquita al atardecer. A bordo iba el ayatolá Araki, uno de los clérigos que en nombre de Jomeini habían sido enviados a las grandes ciudades para supervisar la instauración de la sharia. Aquel grupo de ayatolás había conseguido del líder religioso un poder ilimitado y sólo debían rendirle cuentas a él. Eran conocidos como los imanes Yomas, pues utilizaban las principales mezquitas de Yome como centro de su actividad.

En la calle había una gran afluencia de fieles que, alzando los brazos hacia el helicóptero, invocaban consignas como «Yare imam gosh amad! ¡Damos la bienvenida al amigo del imán!».

El helicóptero aterrizó en la azotea y los prohombres del zoco subieron al tejado para recibir al anciano imán.

Una multitud de partidarios islámicos que lo aguardaban en el patio de la mezquita se golpearon el pecho al grito de «Yanam bé fadayet Jomeini!».

Dos hombres armados ayudaron al ayatolá a bajar la escalera y lo entraron a hombros en la mezquita.

Aga Yan, que quería verlo de cerca, abrió con sigilo el postigo de un minarete y se deslizó en el interior. Subió la escalera hasta el lugar adonde antaño Nosrat había llevado una mujer. Desde allí, asistió a lo que acontecía en el templo mientras la luz verdosa del minarete le iluminaba el rostro.

La mezquita se convirtió nuevamente en el centro de los sucesos más importantes de la ciudad y todos los viernes el ayatolá pronunciaba sermones a los que asistían los fieles de Seneyán y los pueblos vecinos.

El ayatolá era el hombre más poderoso de la ciudad, celebraba muchas reuniones en la mezquita y no se tomaba ninguna resolución sin su consentimiento.

Sólo el tribunal de justicia quedaba al margen de su poder autoritario, pues el juez islámico operaba de forma independiente y sólo en casos extraordinarios requería el parecer de Jaljal. El juez había mantenido una conversación telefónica con Jaljal sobre el expediente de Ahmad y éste le había dado una opinión tajante. «¡Tú eres el juez! ¡Cierra los ojos y dicta sentencia!»

Con todo, el juez fue a la mezquita para hablar del caso con el ayatolá y pedirle su opinión.

El religioso estudió el expediente entre un rezo y otro y reforzó la decisión del juez.

- Besmelah tala! Precisamente por ser imán debe ser más duramente castigado que un ciudadano normal. Wasalam!

Al día siguiente, desde el amanecer hasta la una del mediodía, un jeep fue pasando por las calles de la ciudad con un altavoz:

—Queridos fieles de Seneyán. Os convocamos a acudir a la plaza del zoco a las dos de la tarde, donde el juez dará a conocer públicamente la sentencia contra Ahmad Alsaberi, antiguo miembro de los servicios secretos. Será el primer juicio islámico público. Alá es misericordioso, pero también es implacable cuando es preciso.

Aga Yan se hallaba en el patio junto a la alberca cuando oyó la noticia. Por un instante se quedó paralizado, no sentía las piernas y tuvo que agarrarse a la farola y apoyarse en ella.

También Fagri Sadat lo había oído.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó aturdida.

—Nada, sólo Dios puede ayudarnos. Durante este mes he llamado a todas las puertas y besado todas las manos, pero no ha servido de nada. Nadie sabe nada sobre los juicios, todo sucede en el máximo secreto —dijo Aga Yan.

—¿Por qué Zinat no hace nada? Ella tiene contacto con los ayatolás.

—Me temo que no hay mucho que pueda hacer. Ni siquiera ella debe conocer la identidad del juez que lleva el proceso. Además coopera con ellos en todo y, precisamente por eso, no puede salir en defensa de su hijo.

—¿Por qué no? Me has dicho cientos de veces que Ahmad es inocente.

—¡No lo sé, Fagri! ¡Ya no lo sé!

—Ahmad es en primer lugar su hijo y en segundo lugar el imán de la mezquita, ¿por qué tienes que ser tú el que vaya a ver a todo el mundo y besar un sinfín de manos mientras que ella no da la cara para nada? ¿Dónde se ha metido Zinat? ¿Por qué se esconde hasta de ti?

—Fagri, ha habido una revolución, no se trata sólo de una inversión de términos en el poder político. Es evidente que se han producido cambios muy profundos en la mentalidad de la gente. Sucederán cosas que jamás hubiéramos creído posibles en una situación normal. Algunas personas pueden ser capaces de cometer actos atroces. Mira a tu alrededor, todo el mundo se ha transformado, apenas reconocemos a nuestros vecinos. Ni siquiera sabemos ya si es que se han puesto una máscara o acaban de quitársela. ¿Quién sabe lo que ha pasado con Zinat? ¿Quién habría imaginado que Zinat se convertiría en alguien importante?

—¿Importante? ¿Qué quieres decir con importante? —replicó Fagri con vehemencia.

—Tiene poder, toma decisiones, organiza y sólo Dios sabe en qué más anda metida.

—No es nadie. Un adefesio, eso es lo que es, igual que todas esas mujeres que trabajan con ella. Son todas feas, mujeres a las que nadie ha mirado nunca.

—¡Fagri!

—Zinat es fea por dentro —replicó sin importarle la reacción de su marido.

—Ahora no es momento para hablar de eso. Iré a la plaza del zoco. Después de todo, quizá haya algo que pueda hacer por Ahmad.

—No vayas. No te traerá más que humillaciones. Quédate en casa y espera a que la tormenta haya pasado.

—Debo estar ahí, es mi vida, con humillación o sin ella, y bien poco me importa ya.

Aga Yan fue primero a rezar, luego se puso el sombrero, se irguió y fue al encuentro de su destino.

La plaza del zoco estaba abarrotada de gente. Se situó debajo de un árbol desde donde podía ver bien el podio en el que iba a celebrarse el juicio. La gente no paraba de murmurar y hacer comentarios, intrigada por conocer cómo se aplicaría la ley islámica, la sharia.

Aparecieron tres jeeps del ejército y de cada uno bajó un grupo de guardianes islámicos. Después, llegó a la plaza un Mercedes-Benz. Un guardián abrió la portezuela y un joven imán salió del vehículo. Los guardianes lo escoltaron hasta la silla alta.

—¡Traedlo! —ordenó el juez.

Sacaron a Ahmad de detrás de una cortina verde provisional. Tenía un aspecto descuidado y se lo veía débil. En los últimos días no había probado el opio y sus facciones y su figura habían cambiado mucho. Andaba encorvado, con el aspecto de un viejo vagabundo que no se hubiese lavado en mucho tiempo. Si el juez no hubiese pronunciado su nombre, nadie lo habría reconocido.

La muchedumbre miró estupefacta a Ahmad Alsaberi, el bienamado imán a quien en otro tiempo las mujeres le escribían montones de cartas de amor.

El juez impuso silencio al gentío y empezó a leer la sentencia.

—Ahmad Alsaberi se ha declarado culpable de haber colaborado estrechamente con los servicios secretos del régimen anterior. ¡Ha colaborado con Satán! ¡Eso es alta traición contra el islam y contra la mezquita donde oficiaba como imán! Sin embargo, no deseo manchar mis manos de sangre, y por eso sólo lo he condenado a diez años de prisión.

La gente se inquietó y el juez ordenó silencio y siguió dictando su veredicto.

—El acusado no podrá ejercer más responsabilidades de imán y por esa razón se le despojará del turbante y la túnica.

Ahmad temblaba en su camisa larga y mancillada.

—Pero como era el imán de la mezquita de Yome y su función era servir de ejemplo a los demás, será doblemente castigado —tronó el juez. Hizo una pausa antes de ordenar—: ¡Traed el burro!

Un guardián corrió en busca del burro blanco que se hallaba detrás de la tribuna.

Los murmullos se desataron en la plaza.

—¿Qué planean? ¿Qué piensan hacer con él?

El burro, que se había espantado por el rumor de la multitud, se negó a moverse y los guardianes tuvieron que llevarlo a rastras hasta el podio.

Aga Yan reconoció el burro blanco de Am Ramazan. De pronto aparecieron unos islamistas con pañuelos verdes anudados en la frente en los que se leía: «Soldados de Jomeini.»

—¡Alá es grande! ¡Muerte al cómplice del sah!

El juez continuó.

—Montaremos al acusado en el burro del revés y lo llevaremos hasta la mezquita de Yome. Será un castigo piadoso para alguien que tanto ha ultrajado su túnica de imán.

Todos reaccionaron con sorpresa, mirando atónitos a Ahmad, que seguía cabizbajo y con la mirada extraviada.

Aga Yan se sacó el pañuelo para limpiarse el sudor de la frente. No podía creer que pensaran poner a Ahmad del revés en un burro y pasearlo así por la ciudad. Sabía que su sobrino había cometido bastantes estupideces, pero no creía que hubiese colaborado con el sah; eso no iba con su carácter. ¿Por qué no decía nada, entonces? ¿Por qué no protestaba? ¿Por qué no se defendía?

Aga Yan dio un paso al frente y dijo a voz en grito:

—¡Ahmad! ¡No eres ningún traidor! ¡Defiéndete!

Todos se volvieron hacia él.

—¡Di algo! ¡No te quedes ahí callado! —lo exhortó.

Ahmad se sobresaltó al oír la voz de su tío.

—¡Silencio! —le conminó el juez.

—¡No puedes quedarte ahí sin decir nada, Ahmad! —insistió Aga Yan.

—¡Silencio! —repitió el juez.

Dos guardianes fueron hacia Aga Yan.

—¡Despierta, Ahmad! ¡Por mí! ¡Por nosotros! ¡Por la mezquita! —se desgañitó mientras forcejeaba con los hombres que intentaban sacarlo de allí—. Eres el imán de nuestra mezquita, defién...

Pero no pudo acabar la frase porque un guardián le retorció el brazo a la espalda, empujándole la cabeza hacia abajo.

—¡Ahmad, hazlo por nosotros! —gimió Aga Yan mientras los hombres lo reducían.

Dos comerciantes del zoco salieron entre el gentío, se lo arrebataron a los guardianes y se lo llevaron a un rincón.

Ahmad hizo acopio de todas sus fuerzas y se dirigió a la multitud alzando los brazos al cielo.

—¡Por el Corán! ¡Soy inocente!

—¡Cállate! —masculló el juez.

—¡Por la mezquita! ¡Jamás he sido cómplice de nadie!

—He dicho que te calles —le espetó el juez, furioso.

—Nunca he...

Pero no pudo continuar: dos guardianes lo cogieron en vilo y lo montaron en el burro. El animal retrocedió espantado. Uno de los hombres le golpeó el costado con el fusil y la bestia se tambaleó, cayó y volvió a ponerse en pie.

Un hombre entrado en años, con un arma a la espalda y un pañuelo verde en la frente, se adelantó hacia el burro, le acarició la cabeza y consiguió calmarlo fácilmente para que los guardianes pudiesen montar a Ahmad en su lomo.

A Aga Yan se le heló la sangre al ver a aquel hombre.

¿No le engañaban los ojos? Aquel hombre era su criado, Am Ramazan. Se había convertido en soldado del ejército islámico. Era inaudito. Había ofrecido voluntariamente su burro para humillar a Ahmad. Hasta se encargaba de mantener quieto al animal. Debería avergonzarse de hacer algo semejante, aún tenía la llave de su casa en el bolsillo de su abrigo. ¿Cómo era posible que la gente pudiera cambiar tanto de forma tan repentina?

Aga Yan se sintió tan dolido que, llevado por la desesperación, empezó a recitar a voz en grito el sura Al Mursalat, Los enviados.

Ese día ¡ay de los desmentidores!

¡Ay de los enviados en ráfagas!

¡De los que se diseminan en todos los sentidos!

¡De los que se distinguen claramente!

¡Ciertamente, aquello con que se os amenaza se cumplirá!

Y cuando las estrellas pierdan su luz

Cuando el cielo se hienda

Cuando las montañas sean reducidas a polvo

¡Ay de los desmentidores!

El burro se puso en marcha. Ahmad sollozaba en silencio. Alguien le arrojó una piedra e hizo blanco en la cabeza.

Aga Yan no pudo soportarlo más. Se adelantó bruscamente y le bloqueó el paso al burro.

—¡Deteneos! Nadie puede tirar piedras. No lo han condenado a lapidación. ¿Dónde se ha metido ese maldito juez?

Uno de los guardianes empujó con fuerza a Aga Yan, que cayó al suelo pero volvió a ponerse en pie con una rapidez que no habría creído posible, y se acercó de nuevo al burro.

El guardián se lo impidió con la culata del fusil.

Volvieron a tirar otra piedra, que dio a Ahmad en la oreja derecha. Aga Yan se sacó apresuradamente el Corán del bolsillo, apartó al esbirro de un empujón, se plantó delante de Ahmad y, alzando el Corán hacia el cielo, exclamó:

—¡Por este libro! ¡No lo lapidéis!

El guardián le arrebató el libro y le golpeó el rostro con él. Aga Yan perdió el equilibrio, aunque logró recuperarse. Cogió a Ahmad por la cintura y lo bajó del burro, pero los dos acabaron rodando por el suelo.

Dos guardianes volvieron a subir a Ahmad a lomos del animal mientras los otros se ensañaban a puntapiés con Aga Yan, que seguía tendido en el suelo.

El burro echó a andar y la gente lo siguió hasta la mezquita.

Aga Yan se quedó allí tirado, gimiendo de dolor.

¡Oh, tú el envuelto en un manto!

¡El arrebujado!

No puedes quedarte

tendido en el suelo

¡Levántate!

¡Por la luna!

¡Por la mañana cuando apunta!

Apoyó las manos en el suelo y se puso en pie con dificultad.