La vaca

En el principio fue la Vaca, lo demás era silencio. Eso creían los antiguos persas, por eso esculpían cabezas de vaca en los pilares de sus palacios en la provincia de Fars.

La Vaca murió y el resto de la vida brotó de su cuerpo. De su carne surgieron los animales y las plantas. El Fuego se convirtió entonces en algo sagrado y la Vaca se desvaneció.

El Fuego seguía ardiendo en los templos de las montañas cuando Zoroastro nació en Yazd. Fue el primer profeta persa y anunció que ni la Vaca ni el Fuego debían ser adorados. Situó a Dios en el cielo y le dio un nombre: «Ahura Mazda.»

Y el Fuego se convirtió en el símbolo de Ahura Mazda en la tierra.

El profeta ofreció a su pueblo el Avesta, los escritos que recogían la palabra sagrada de Dios.

Un siglo más tarde, Mahoma anunció el islam, todas las antiguas ideas persas desaparecieron y el Fuego se extinguió.

Durante catorce siglos, ni la Vaca ni el Fuego fueron adorados, pero el espíritu de esa idea ha seguido perviviendo en el alma de los persas.

Y ahora era el islam el que causaba una profunda ruptura en la familia de Aga Yan. En los ocho siglos pasados, la casa había luchado unida contra los enemigos del islam desde el almimbar de la mezquita. Pero por primera vez el enemigo que desafiaba a la familia era el propio islam.

A pesar de que los momentos más agitados de la revolución habían quedado atrás, Shabal seguía sin volver a casa.

A Nosrat las cosas le iban viento en popa. Trabajaba noche y día para establecerse en el mundo del cine iraní dentro de la nueva república islámica, y ya no tenía tiempo de ir a Seneyán, y ni siquiera llamaba por teléfono.

Zinat se había entregado en cuerpo y alma al islam de Jomeini y apenas iba por la casa. Había roto el contacto con la familia y nadie estaba enterado de lo que hacía realmente.

Muecín no se sentía bien y se ausentaba cada vez con más frecuencia, y también Yawad se iba a menudo de casa. No se lo decía a nadie, pero en realidad iba a Teherán. Había entrado en contacto con Shabal. En secreto, siempre había sentido simpatía por el movimiento de izquierda en el que Shabal tomaba parte activa.

—¿Por qué no vas a casa? —le preguntaba a Shabal.

—Cuando Jomeini estaba en París, prometió que sería tolerante con los demás, pero ahora que está en el poder ya no se acuerda. Ve a los partidarios de la izquierda como gente blasfema para los que no hay cabida en su régimen islámico. Por eso hemos dado un paso atrás y pasamos a la clandestinidad. No podemos fiarnos de Jomeini.

También Nasrin y Ensi, las hijas de Aga Yan, habían tomado la decisión de irse de casa. Querían alquilar una habitación en Teherán y mudarse a la capital.

Ninguna mujer de la casa había hecho algo semejante. Pero Nasrin y Ensi eran ya mujeres hechas y derechas y no querían quedarse en casa a la espera de un hombre. Fagri Sadat siempre las había protegido. No las obligaba a ir a la mezquita y las había enviado a los mejores colegios de la ciudad. Cuando las dos obtuvieron su diploma de enseñanza secundaria, empezaron estudios de magisterio. Si todo hubiese continuado como antes, ya habrían terminado la carrera y estarían trabajando en la enseñanza. Pero cuando la revolución estalló, todos los colegios y facultades cerraron sus puertas. Y después ya no pudieron retomar sus estudios.

El nuevo régimen islámico había empezado con una revolución cultural en empresas, oficinas, escuelas y universidades. Todos aquellos que según el comité no fuesen lo bastante islámicos, eran enviados a casa de inmediato. Nasrin y Ensi fueron las primeras de su curso en ser rechazadas de modo fulminante, lo que se debió en gran medida a Ahmad y la escena que Aga Yan había protagonizado en la plaza del zoco.

Las jóvenes permanecieron un tiempo en casa, pero no tenían futuro en Seneyán.

—Nasrin y Ensi me han confesado que quieren irse a Teherán —le dijo Fagri Sadat a su marido antes de acostarse.

—No podemos dejar a dos muchachas solas en Teherán —repuso él.

—¿Y qué quieres hacer con ellas? ¿Tenerlas siempre aquí metidas?

Aga Yan guardó silencio.

—Aquí no les espera ningún futuro. Debes dejarlas ir.

Un día, Nasrin y Ensi fueron al estudio de su padre y le dijeron que querían irse a Teherán para vivir y trabajar allí y que no debía intentar retenerlas.

—No lo haré —les aseguró él.

Las jóvenes se trasladaron a la capital y durante algún tiempo se alojaron con una antigua compañera de clase.

Aga Yan seguía yendo cada día al zoco, pero ya nada era como antes. Todos los hombres se habían dejado crecer barba y rivalizaban por imitar en todo a los clérigos islamistas. Todos se habían vuelto maleducados y no le mostraban el menor respeto. Su fiel criado iba al trabajo con su uniforme de miliciano, de modo que Aga Yan ya no se atrevía a hacer una llamada telefónica en su presencia.

Tiempo atrás, cuando Aga Yan visitaba los pueblos donde tenía talleres en los que tejían alfombras para él, era recibido como un rey por los aldeanos.

Un día, cuando un viejo amigo de Isfahán pasó por su despacho para saludarlo, lo halló detrás del escritorio, inclinado sobre sus papeles. Apenas lo reconoció. Aga Yan había envejecido. Se lo veía gris y hundido.

Intentó seguir trabajando, pero no podía. Cada vez regresaba antes a su casa y se ocupaba sólo del jardín. A veces desaparecía en el sótano y allí se le iban las horas revolviendo cachivaches hasta que Fagri Sadat iba a buscarlo.

—¿Se puede saber qué haces ahí metido tanto rato?

—Nunca he tenido tiempo para echarles un vistazo a todas estas cajas.

—Ya basta por hoy, ve a lavarte las manos. He preparado té.

Aga Yan fue a lavarse las manos y la cara en la alberca y luego se dirigió a la cocina para tomar el té con Fagri.

—Ten paciencia —le dijo cuando ella empezó a lamentarse de las perspectivas de futuro para sus hijos.

—¿Cómo voy a tener paciencia si mis tres hijos han abandonado su hogar sin tener ningún futuro y ni siquiera sabemos dónde están?

—Nuestros hijos no son los únicos que sufren por la nueva situación, hay millares que se enfrentan a un destino similar. Siempre ha sido así en la vida, y así será también ahora, pero hay un remedio que puede ayudarnos: la paciencia.

—Eso sólo puedes hacerlo tú que tienes una fe tan sólida; yo soy incapaz de eso, soy débil, dudo mucho, no me atrevo a decírtelo, pero dudo hasta de que Dios esté viendo todo lo que pasa.

—Fagri, has de ser fuerte, no sucumbas a las tinieblas o de lo contrario perderás la paz, y eso no te conviene.

—La gente sólo mira por sus propios intereses e intentan poner a salvo sus vidas, tú eres el único que eras honesto y sigues siéndolo, pero ¿qué has conseguido con ello? ¡Has ido a parar al sótano! Un día fuiste el hombre fuerte del zoco, tu palabra era ley, ¿y qué haces ahora? Esconderte en el sótano entre trastos viejos.

—No hables así, Fagri —repuso él, dolido.

—Lo siento, pero sabes bien a lo que me refiero. ¿Dónde están tus amigos, los poderosos hombres del zoco para ayudarte?

—No necesito la ayuda de nadie.

—Todo el mundo te ha dejado en la estacada. ¿Dónde está Zinat? ¿Y Muecín? Y sobre todo, ¿dónde se ha metido tu hermano Nosrat? ¿Sabes algo de él?

En aquel preciso instante, Nosrat estaba en su casa, bajo la ducha, pensando en la manera de ofrecer su aportación al desarrollo del cine persa, pero sabía muy bien que sin la aprobación de Jomeini no lograría nada. Mientras el agua chorreaba por su cabeza, se le ocurrió una idea descabellada.

—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —gritó.

Cerró el grifo de inmediato, se secó con una toalla, se vistió y salió precipitadamente de casa. Tomó un taxi hasta el palacio donde Beheshti había instalado su despacho.

Habían pasado nueve meses desde el inicio de la revolución y Jomeini seguía sin saber qué hacer con los cines. Las puertas de todas las salas habían sido selladas y las habían declarado impuras, igual que los burdeles.

Fruto de la estrecha colaboración habida entre Beheshti y Nosrat, entre ambos había surgido una relación de confianza mutua. Beheshti conocía el cine. En Alemania había ido a menudo a escondidas, pero creía que Jomeini no estaba preparado aún para hablarle de ese asunto.

—Sé lo que tengo que hacer —le aseguró Nosrat—. Hay que llevar al imán al cine, eso es todo. Tiene que ver con sus propios ojos que el cine no se parece en nada a un burdel.

—Sea realista —repuso Beheshti—, ¿qué podríamos mostrarle para convencerlo?

—¡Le pondré Vaca! —anunció Nosrat.

—¿Vaca?

—Es la primera película seria hecha en suelo persa, hasta podríamos considerarla una película islámica.

—¿Y se titula Vaca?

—Exacto: Vaca. Es un clásico persa. No pretendo decir que sea una obra maestra, pero es lo mejor que podemos mostrarle al imán. La Vaca se halla presente en el alma de todo persa, hasta en la de Jomeini. Prepararé un cine y usted se encargará de llevar al imán. El islam puede hacer mucho por el cine. Tengo grandes planes. Si Jomeini da el visto bueno a la película, se producirá un florecimiento del cine independiente en el corazón de nuestra cultura. Los chiíes poseen una visión del mundo distinta y contamos con nuestra milenaria cultura persa como bagaje; en poco tiempo conquistaremos todos los cines del mundo.

—Sobre el mundo ya hablaremos otro día, empezaremos mostrándole la película al imán.

—No tenemos mucho tiempo, tiene que ser dentro de poco, todos los cines han sido sellados y los grandes comerciantes de alfombras se han puesto de acuerdo para comprar las salas de cine de todo el país y reconvertirlas en mezquitas.

—No conseguiremos llevar al imán a un cine.

—Entonces lo haré al revés. Llevaré el cine ante el ayatolá.

—Ésa es una buena idea —sonrió Beheshti.

—Será un momento histórico y Jomeini se lo pasará bien. La película transcurre en una zona rural similar a su aldea natal.

Al día siguiente, Nosrat se presentó en la residencia de Jomeini, en los montes septentrionales de Teherán, con un lienzo bajo el brazo y un proyector en la mano.

Beheshti lo condujo hasta el estudio del líder, donde Jomeini se hallaba sentado sobre su alfombrilla, apoyado contra la pared en un cojín. Desde la revolución, Nosrat lucía un pelo canoso, se había dejado crecer la barba y llevaba un original sombrero. Todo el mundo se arrodillaba ante Jomeini y le besaba la mano, pero Nosrat no cumplió con ese ritual, sino que se limitó a quitarse el sombrero y hacer una leve inclinación de la cabeza.

Beheshti hizo las presentaciones.

—Éste es el cámara cuyos reportajes sobre la revolución fueron emitidos en muchas ocasiones por las televisiones extranjeras. Es un hombre de confianza. Procede de una familia buena y religiosa y tiene ideas interesantes sobre el cine. Los dejaré solos.

Se produjo un silencio después de que Beheshti abandonara la habitación.

Nosrat dejó sus bártulos y buscó un lugar apropiado para colgar el lienzo blanco. Sacó un pequeño martillo del bolsillo y, sin encomendarse a nadie, clavó la tela en la pared que el imán tenía delante.

Cambió de sitio una mesa que había contra la pared y puso encima el proyector. Seguidamente, colocó una silla en medio del cuarto.

—¿Podría sentarse en esta silla?

—Estoy bien aquí —refunfuñó Jomeini.

—Lo comprendo, pero la silla forma parte del cine.

Jomeini lo miró estupefacto. Nadie había osado hablarle así antes. Pero sabía que Nosrat era fotógrafo, como también sabía que hay dos personas a las que uno debe escuchar: el médico y el fotógrafo. Así pues, el anciano se puso en pie y tomó asiento en la silla situada en el centro de la estancia.

Nosrat corrió las cortinas y apagó la luz, de modo que la habitación quedó completamente a oscuras.

Entonces encendió el proyector y la bobina empezó a girar.

Era una película antigua, en blanco y negro. Apareció una vaca en la pantalla y soltó un mugido, algo que sorprendió a Jomeini. Después salió un granjero que besó a la vaca en la cabeza y la acarició.

«Eres mi vaca. Mi querida vaca. ¡Anda, ven! Vamos a dar un paseo.»

El granjero echó a andar delante del animal y lo condujo a los prados. Al llegar, el hombre sacó su pipa tradicional y fue a sentarse a la sombra de un árbol para fumar mientras contemplaba satisfecho cómo pastaba su vaca. En ese instante apareció una granjera que llevaba un pañuelo en la cabeza.

«Salam aleikum, Mashadi.»

«Salam aleikum, Bayi. Ven a sentarte un poco a la sombra, hoy hace calor. Voy a llevar mi vaca al río, la pobre se moría de calor en el establo. ¿Cómo te va, Bayi?»

La granjera se sentó a su lado y los dos se quedaron absortos, mirando la vaca en silencio.

La película no era nada especial pero había escenas mágicas sobre la vida rural. La historia era sobria, pero eso precisamente hacía que uno se sintiera conmovido al ver la primitiva forma de vida de aquellas gentes.

Era una cinta adecuada para la nueva república islámica de Jomeini, pues la modernidad brillaba por su ausencia en aquel pueblo. Todas las granjeras iban tapadas con velo y el Corán era omnipresente. El lugar carecía de electricidad y agua corriente. No se oía música en ninguna parte, nadie tenía radio. No podía haber encontrado una película mejor para el imán que aquélla. Seguramente, ante semejante escenario, Jomeini se reconocía a sí mismo y a sus paisanos.

La historia trataba de un granjero que no tenía hijos, pero que amaba a su vaca. Un día la vaca enfermaba. Los ancianos del pueblo le aconsejaban que la sacrificara antes de que fuese tarde, pero él se negaba en redondo.

Un día, la vaca caía muerta mientras el granjero se hallaba ausente. Los aldeanos decidían enterrarla antes de que su amo volviera.

Cuando el hombre regresaba y preguntaba por su vaca, todos le decían que se había escapado. El granjero sufría un ataque de angustia. Durante días y días buscaba sin descanso a su vaca, en vano. Perdía las ganas de vivir y dejaba de comer.

Los ancianos del pueblo iban a consolarlo y le explicaban que no era propio de hombres seguir un duelo por una vaca. Pero el granjero estaba tan enfermo que creía haberse transformado él mismo en vaca. Cuando los ancianos entraban en su casa, el hombre se ponía a dar mugidos de tristeza.

Los ancianos sacaban los pañuelos y lloraban en silencio por el granjero.

Cuando la película concluyó, Nosrat encendió la luz. Jomeini echó mano a su pañuelo.

El viernes siguiente, todos los ayatolás del país hicieron un anuncio extraordinario durante su sermón.

—Esta noche se emitirá una película por televisión. Se titula Vaca y cuenta con la aprobación del ayatolá Jomeini. ¡Los fieles pueden verla!

Aquella noche, la gente que no tenía televisor en casa se dirigió a los salones de té para ver la película.

Fue un día importante en la historia del arte iraní.

Aga Yan vio la película con Lagartija en el cobertizo de la azotea. También era la primera vez que él veía una película. Cuando vio la vaca, al granjero y las pobres chozas, se dijo que aquél no podía ser el cine que tanto se alababa en el mundo entero.

Shabal vio la película con Yawad.

Nasrin y Ensi, las hijas de Aga Yan, la vieron con su antigua compañera de estudios.

Sediq se hallaba en Teherán, en compañía de algunas mujeres islámicas. Por mediación de su hermana, Jaljal se había ocupado de que Sediq pudiera pasar una temporada en la capital.

Zinat Janum se alojaba en casa de Azam Azam, que la había aceptado como ayudante. Hacía poco que había repudiado públicamente a su hijo Ahmad en la mezquita. Aseguraba sentir vergüenza de él. Zinat no era la única. Por televisión aparecían muchos padres creyentes que les daban la espalda a sus propios hijos por haberse manifestado en contra de los ayatolás. Todo el mundo hablaba de ello, pero nadie acababa de entenderlo. ¿Lo hacían por sus creencias? ¿O acaso los clérigos les habían lavado el cerebro?

Después de que Zinat hubiese expresado su rechazo, fue recibida por el ayatolá en su estudio y mantuvieron una conversación privada.

—Zinat Janum, tú encarnas el modelo de mujer islámica que necesito para esta ciudad. Eres una auténtica mahyabe. Santa Fátima está contenta contigo. ¡Ahora atiende! Te encargo la misión de dar un rostro islámico a las mujeres de Seneyán. Quiero ver que todas ellas son como Zinat Janum. ¿Queda claro?

—Sí, muy claro, ayatolá —aseguró Zinat poniéndose en pie.

Con otras seis mujeres fanáticas, Zinat creó un comité de usos y costumbres y empezaron a islamizar el comportamiento público de las mujeres.

La mayoría de las mujeres de la ciudad se colocaban un velo por encima al salir a la calle, pero había bastantes muchachas que no querían obedecer al régimen islámico y se negaban a ponérselo. El comité disponía de tres jeeps con los que patrullaban por la ciudad. Iban dos mujeres con velo y un hombre armado y se dedicaban a controlar el hiyab de las mujeres de Seneyán.

En cuanto se cruzaban con alguna que no llevaba el velo conforme a las prescripciones islámicas o se había puesto maquillaje, saltaban del vehículo y la detenían. Si la mujer hacía caso de su advertencia y se ponía bien el pañuelo, la dejaban ir, pero si se mostraba descarada, la metían en el jeep y se la llevaban a un lugar secreto donde le daban una buena lección.

Todas las mujeres arrestadas caían en manos de Zinat. Con la ayuda de Azam Azam, Zinat había ideado métodos para atemorizarlas. Azam Azam les untaba las piernas con un jarabe y Zinat las encerraba en un cuarto oscuro infestado de cucarachas. Las chicas temerosas eran encerradas en un lugar oscuro donde los ratones se paseaban por sus pies emitiendo chillidos.

Unos días antes, Zinat había quitado el carmín de los labios de una mujer frotándolos con un pañuelo tan áspero que la había hecho sangrar.

La noche en que todo el mundo estaba delante del televisor viendo Vaca, un grupo de estudiantes islámicos que contaba con la aprobación de Jomeini saltó la verja de la embajada de Estados Unidos e irrumpió en el edificio. En una acción relámpago, arrestaron al embajador y sus sesenta y cinco empleados, que por motivos de seguridad permanecían allí. Los rehenes fueron conducidos de inmediato a un lugar secreto, pues el régimen islámico temía que Estados Unidos emprendiese una acción a gran escala para liberarlos.

Para mayor seguridad, las personas más destacadas fueron conducidas en jeep a Qom, Isfahán y Seneyán.

El ayatolá Araki de Seneyán fue despertado en plena noche por su ayudante.

—Debe vestirse deprisa —le susurró—. Hay alguien esperándolo en la sala.

—¿De quién se trata?

—Un hombre joven que necesita comunicarle un secreto de Estado.

El ayatolá se vistió apresuradamente y bajó a encontrarse con el joven. El religioso le tendió la mano y el muchacho se la besó.

—Soy estudiante de la Universidad de Teherán. Le traigo un mensaje secreto de parte del ayatolá Ruholah Jomeini.

El ayatolá inclinó la cabeza hacia delante y el estudiante le susurró el secreto al oído:

—En la calle hay tres coches con siete americanos que llevan los ojos vendados.

Sin perder un segundo, el ayatolá se puso el turbante, cogió el bastón y dijo:

—Vamos.

Subió a uno de los vehículos y se dirigieron hacia el desierto.

Durante varios meses, representantes de Irán y Estados Unidos mantuvieron muchas conversaciones con la mediación de Suiza para tratar sobre la liberación de los rehenes, pero aquellas largas negociaciones no llegaron a buen puerto. Jomeini había puesto dos condiciones a los estadounidenses: la entrega del sah para ser juzgado por un tribunal islámico, y la transferencia de los incontables millones de dólares procedentes del petróleo iraní que se encontraban depositados en bancos estadounidenses.

Pero Estados Unidos no podía extraditar al sah, pues sabía que los ayatolás lo ejecutarían en el acto. Tampoco podían devolver una cifra de dinero tan exorbitante en un plazo tan corto. Así pues, las negociaciones se interrumpieron y se hizo el silencio.

Ciento setenta y dos días más tarde, seis aviones de transporte estadounidenses sobrevolaban Seneyán al amparo de la oscuridad; nadie los vio ni los oyó. Hacía escasamente media hora que habían abandonado la cubierta de un portaaviones en el golfo Pérsico y, con el consentimiento de Sadam Husein, habían entrado en Irán atravesando el espacio aéreo iraquí.

Los aviones se dirigían a un aeródromo militar secreto enclavado en el desierto. El plan era que las antiguas unidades de comando del sah liberasen a los rehenes y los condujeran en helicóptero hasta el aeropuerto, desde donde serían evacuados del país.

Los estadounidenses habían descubierto dónde tenían escondidos a los rehenes a través de un espía infiltrado en el círculo de confianza de Jomeini.

Pero la acción fracasó. Un incidente que sólo Jomeini fue capaz de explicar, hizo que todo el plan se viniera abajo.

—¡Alá los ha detenido! —clamó el ayatolá al día siguiente cuando se difundió la noticia de que una operación militar secreta de Estados Unidos se había frustrado estrepitosamente—. Alá protege este país —prosiguió más calmado—. ¿Por qué los americanos no quieren entenderlo? Es muy sencillo: ha sido obra de Dios.

Cuando dos de los aviones iban a aterrizar en el aeródromo secreto, colisionaron con un helicóptero. Los tres aparatos saltaron por los aires envueltos en llamas, originando un mar de fuego en medio del árido desierto, pero nadie estaba al corriente.

Hubo ocho víctimas mortales y cinco heridos. Inmediatamente después del siniestro, los demás aviones regresaron al portaaviones.

Un pastor que se había echado a dormir bajo un árbol junto a un viejo pozo de agua, se despertó sobresaltado por un estrépito desconocido. Se puso en pie y oteó el desierto en la oscuridad. Vio una negra nube de humo alzarse en un cielo encarnado.

Se encaramó al árbol y divisó el fuego en la lejanía. Supo que había sucedido algo terrible, así que abandonó su rebaño y corrió hasta la aldea. Media hora después, todos los lugareños se habían subido a las azoteas de sus casas y contemplaban el incendio.

El imán corrió a la mezquita, abrió la puerta, levantó el auricular del único teléfono que había en todo el pueblo y marcó el número del ayatolá Araki.

—Veo altas llamas en el desierto. Los ancianos de la aldea dicen que jamás han visto nada igual. ¡Ha sucedido algo terrible!

El ayatolá envió a un comandante del ejército islámico para que efectuase una inspección. Tres cuartos de hora después, el ayatolá cogió el teléfono y llamó directamente a la casa de Jomeini en Teherán.

—Lenguas de fuego gigantescas. Parece que dos aviones se han estrellado. El incendio es demasiado grande, no podemos acercarnos más.

Antes de que Teherán hubiese reunido un equipo de inspección para enviarlo a Seneyán, los aldeanos habían ido en sus burros hasta los aviones derribados e intentaban salvar a los heridos.

Las autoridades todavía no sabían lo que había sucedido cuando Radio Moscú difundió la noticia en el boletín de las seis de la mañana: «Tres aviones estadounidenses se han estrellado en el desierto de Irán, cerca de la ciudad de Seneyán.»

Muecín, que todas las mañanas escuchaba aquella emisora, oyó la noticia, pero no comprendió su importancia. Sólo después de oír que repetían el nombre de Seneyán salió corriendo en busca de Aga Yan, gritando:

—¡Los americanos se han estrellado en el desierto!

La televisión estatal abrió las noticias de las dos con un reportaje en directo sobre el terrible accidente y la cámara enfocó los cadáveres de los pilotos estadounidenses. A continuación, apareció en pantalla el ayatolá Araki, kaláshnikov en mano, y pronunció un contundente alegato.

«El islam es un milagro. Después de catorce siglos, el islam sigue siendo un milagro. Los aviones americanos entraron en nuestro país desde Irak, sin luces y guiándose en la oscuridad por dispositivos electrónicos ultramodernos para esquivar nuestros radares. Lo tenían todo escrupulosamente planeado y sus ordenadores superinteligentes lo habían calculado todo al milímetro, pero se olvidaron de una cosa: ¡el Corán! Nosotros no necesitamos ordenadores supermodernos que nos calculen todo, no necesitamos ojos electrónicos que lo observen todo. Sólo hay alguien que salvaguarda este país, sólo hay uno que nos protege, uno que lo controla todo mientras dormimos, ¡y es Alá!

»América tiene sus máquinas, nosotros tenemos a Alá.

»América cuenta con sus enormes aviones de reconocimiento, nosotros tenemos a Alá.

»¡América! ¿Quieres saber quién ha hecho que se estrellaran tus aviones? Lee el sura Al Fil, el elefante.»

Alam tara kayfa rabuka bi as-habi-al fil

¿No has visto lo que hizo tu Señor con los dueños del elefante?

¿Acaso no confundió sus tretas

y envió contra ellos los pájaros ababil?

Les arrojaron piedras de arcilla

Y los dejaron como cereal verde comido.