Eqra!
Cuando las abuelas llevaban un rato atareadas barriendo, oyeron un ruido extraño en el callejón. Escrutaron la oscuridad pero no vieron nada, de modo que siguieron con lo suyo. Mas de pronto resonó el relincho de un caballo. Volvieron a escudriñar la oscuridad, pero sus ancianos ojos no veían nada.
—¿Has oído tú también un caballo? —preguntó Jolbanú.
—Sí, y también he oído los cascos —dijo Jolebé.
El ruido fue haciéndose más intenso. Las abuelas se cogieron de la mano y permanecieron inmóviles, con la mirada fija en el callejón. Un caballo negro apareció a la luz de la farola. Lo montaba un árabe envuelto en una túnica blanca. Las abuelas se inclinaron en una silenciosa reverencia.
El jinete se dirigió a ellas en árabe.
- Jaaaa ajooohaaaal nabieeee waaa salaaaaamooo namazoooo Gezr waal Mekaaa!
Pese a que las abuelas no entendían el árabe, supieron de inmediato de lo que les hablaba el jinete: las palabras Meca y Gezr eran lo bastante explícitas.
Volvieron a inclinarse ante el jinete árabe.
- Waa enniee waa yaleha, Wa ennnie jaaa Jolbanú, Wa ennnie jaaa Jolebé!
Las abuelas temblaban de emoción, pues el árabe se había dirigido a ellas por sus nombres de pila. ¿Habían oído bien?
- Jaaa ello haaannabieee. Eqraaa esmiiieee, Jolbanú! —añadió el jinete.
No se equivocaban, el hombre había llamado claramente a Jolbanú. ¿Qué se suponía que debían hacer?
Jolbanú dio un paso al frente e inclinó la cabeza. El jinete sacó una carta del bolsillo y se la alargó. Jolbanú se acercó con cautela y tomó el sobre.
- Jolebé! —exclamó el jinete.
La otra abuela avanzó hasta él y también recibió un sobre blanco.
- Waaa enna lellaaah. Wa Alllaaaho samaaad —pronunció el jinete y, dándole un tirón a las riendas, dio media vuelta y desapareció.
Salió el sol. Las abuelas seguían pasmadas con el sobre en la mano. No se atrevían a moverse, pues temían que todo aquello no hubiese sido más que un sueño. Pero no era ningún sueño, porque el grajo se posó en la farola y graznó con todas sus fuerzas.
De vuelta en su cuarto, cerraron la puerta, encendieron la luz y abrieron los sobres. Las dos cartas eran iguales, pero ninguna de las dos logró descifrar la escritura del profeta; debían de estar escritas en un lenguaje secreto. Tendrían que enseñarle las cartas a alguien, pero ¿a quién? ¿A Aga Yan? ¿A Fagri Sadat? ¿A Zinat Janum? No.
—Pidámosle a Shabal que nos diga su significado —propuso Jolebé.
Las dos se dirigieron a la habitación del muchacho.
—¡Despierta! ¿Todavía estás en la cama? ¿Es que no has ido a rezar aún? Debería darte vergüenza. Le diré a Aga Yan que remoloneas en la cama como un pecador. Eqra. Ten, léenos estas cartas, anda —dijo Jolbanú.
Medio dormido aún, Shabal estudió las cartas.
—Puedo leerlas pero no entiendo lo que dicen, están escritas en árabe.
Tal vez tendrían que mostrarle las cartas a Aga Yan, pero había ido a Yeria y no podían esperar hasta su vuelta. Así que se colocaron el velo y se encaminaron hacia la mezquita para enseñarle las cartas al imán suplente.
Éste acababa de concluir el rezo de la mañana y había vuelto a su cuarto para echarse una hora, cuando de repente llamaron a la puerta. Pensando que se trataba de Zinat Janum, dijo con voz soñolienta:
—Pasa.
Las abuelas entraron.
—¿Qué sucede, señoras? —preguntó el imán, desconcertado—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Hemos recibido una carta, mejor dicho, dos cartas muy confidenciales. ¿Podría usted leérnoslas?
—Será un placer. Tomen asiento.
Las abuelas le alcanzaron las cartas. Él cogió el turbante de la mesilla de noche y se lo puso, luego se sentó en la silla vestido con su larga camisa de algodón.
—Siéntense, señoras. Permitan que me ponga las gafas. —Se las puso y empezó a leer—. ¿Una carta en árabe?
—¿No puede leerla? —preguntó Jolbanú.
—Debería poder hacerlo, pero no sucede cada día que reciba una carta en árabe. Leo el Corán, sí, pero el lenguaje del libro sagrado es distinto, es la palabra de Dios. Leo el Corán y entiendo lo que dice, pero si me dieran un periódico árabe, no estoy seguro de que pudiera entenderlo. Digámoslo así: si hoy mismo me fuese a La Meca, no sé si me entendería con la gente de la calle. Esperen un momento, al final de la carta hay una dirección. ¿Es que tienen que ir ustedes a alguna parte? ¿Cómo han llegado a sus manos estas cartas? Parecen documentos muy formales. Y hay otro nombre: Hayi Aga Mustafá Mohayer.
—Puede ser. Conocemos a Hayi Aga Mustafá Mohayer, trabaja en el zoco —comentó Jolbanú.
—Entonces está claro. Tienen que ir a ver a Hayi. Wasalam!
Las abuelas, que de la emoción ya no podían permanecer sentadas ni un segundo más, le arrebataron las cartas de las manos. En cuanto salieron de allí, encaminaron sus pasos al zoco, pero Jolbanú dijo:
—Me parece que es demasiado temprano para ir al zoco, esperemos un poco a que el sol esté más alto. También creo que sería conveniente que fuésemos a ponernos algo más apropiado ahora que llevamos cartas tan importantes.
Cuando llegaron, todo se les antojó distinto. La casa estaba bañada en una radiante luz solar. Era como si todo les sonriese y todos compartiesen su secreto. Probablemente el cedro centenario había oído los cascos del caballo y hasta la alberca había absorbido la voz de Gezr.
Las flores del jardín observaban admiradas a las dos abuelas y el sol iluminaba los cristales de la biblioteca, el grajo sobrevoló sus cabezas y soltó un alegre graznido.
—Gracias, gracias, grajo —susurraron las abuelas.
Los viejos pececillos rojos emergieron del agua y dieron un salto en el aire.
—Gracias, gracias, pececillos.
—Oigo pasos alegres. ¿Qué feliz acontecimiento se ha producido? —dijo Muecín desde su taller en el sótano.
Jolbanú y Jolebé fueron a saludarlo y lo encontraron detrás de la mesa de trabajo, amasando el barro para dejarlo moldeable.
¿Debían decírselo? ¿Debían revelar parte de su secreto? No, antes debían ir a ver a Hayi Mustafá, entonces sabrían con seguridad si su viejo sueño se había cumplido por fin.
—¡Buenos días! —lo saludaron exultantes.
—Buenos días, señoras. Me parece que tienen algo que contar —sugirió Muecín.
—Es cierto, tenemos una grata noticia que dar —empezó Jolebé, pero Jolbanú la interrumpió.
—Muecín, ¡qué jarrones tan preciosos tienes ahí! Estoy segura de que son todos nuevos.
—No exageres, llevo toda mi vida haciendo vasijas y jarrones, es sólo que hoy los veis con otros ojos.
Las abuelas se miraron sonrientes.
—Acabamos de recibir muy buenas noticias, pronto te las contaremos y entonces podrás anunciarlo a los cuatro vientos desde el tejado de la mezquita.
—¡Cuánto secretismo! —dijo Muecín.
Las abuelas bajaron la escalera dando saltitos como si fuesen un par de chiquillas y volvieron al patio.
En su euforia no sabían qué hacer, adónde ir o a quién acudir. Vieron a Fagri Sadat dirigirse a la cocina y la saludaron con cierta torpeza, algo que jamás habrían hecho un día cualquiera. El viejo gato de la mezquita pasó por su lado. Ellas echaron a correr tras él y el animal, que nunca las había visto hacer algo semejante, salió despavorido hacia la azotea.
Las abuelas se pusieron sus mejores vestidos, se empolvaron un poco las mejillas, se echaron por encima su velo negro más nuevo y se dirigieron al zoco.
Hayi Mustafá era un viejo amigo de Aga Yan, un prohombre de la ciudad que tenía la exclusividad para preparar todos los viajes a los lugares santos y organizaba las peregrinaciones a Kerbala, Nayaf, Medina, Damasco y La Meca.
Su oficina se hallaba en el centro del zoco y cada día lo visitaban centenares de aspirantes a peregrinos para tratar los detalles de su viaje. Las abuelas entraron en el local, pero no tuvieron que hacer cola como los demás, pues las dos portaban cartas dirigidas personalmente a Hayi Mustafá.
Las abuelas miraron a través de la ventana de su despacho y, a pesar de que sólo lo habían visto una vez en la mezquita, lo reconocieron de inmediato. Estaba sentado a su escritorio y hablaba por teléfono. En cuanto las vio, les hizo una señal para que entrasen. Ellas abrieron la puerta con cuidado.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —dijo Hayi cuando hubo terminado la llamada.
Las abuelas le entregaron las cartas a la vez.
—Tenemos un recado para usted —le informó Jolbanú.
El hombre se puso las gafas, abrió las cartas y leyó con atención. De vez en cuando desviaba la mirada hacia ellas. Cuando acabó la segunda carta, permaneció un momento en silencio, sosteniendo las gafas en la mano.
Las abuelas se miraron sin saber qué hacer.
El hombre volvió a meter las cartas en sus respectivos sobres, las presionó contra su frente con reverencia y las metió en un cajón.
—Tomen asiento —les dijo en tono solemne.
Ellas se sentaron en dos anticuadas sillas de piel delante del escritorio.
Hayi Mustafá hojeó sus papeles, garabateó un par de anotaciones e hizo una enigmática llamada telefónica. Después, salió del despacho sin decir una palabra. Al cabo de un cuarto de hora regresó y sacó un voluminoso libro de un archivador marrón oscuro. Lo abrió y dijo:
—Jolbanú.
—Soy yo —dijo una de las abuelas poniéndose en pie.
El hombre dejó una almohadilla de tinta frente a ella.
—¿Le importaría poner el índice en la almohadilla y después estamparlo en el libro?
Con mano temblorosa, Jolbanú lo hizo.
—Ya puede volver a sentarse. —Escribió algo y luego dijo—: Jolebé.
—Soy yo —dijo la otra abuela con voz trémula, y se levantó del asiento.
—Ponga el dedo aquí y después aquí, por favor.
Jolebé presionó el índice contra la almohadilla y seguidamente lo puso en el lugar que Hayi le indicaba con la punta de su pluma.
—¿Dónde viven?
—En la casa de la mezquita —repuso Jolbanú.
—¿Las dos?
—Sí.
Cuando Hayi acabó de escribir, estampó un par de sellos en su libro, se puso en pie y dijo:
—Síganme.
Las abuelas así lo hicieron. Enfilaron por un pasillo, pasaron por una estancia pequeña, luego por otra sala más grande y por fin llegaron a otro pasillo en penumbra. Hayi se detuvo delante de una puerta, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y les pidió que se quitaran los zapatos y siguieran adelante.
Ambas entraron en una singular estancia con las paredes forradas con grandes telas en las que se leían textos sagrados. También había cientos de viejas y desgastadas maletas de piel marrón claro que llegaban hasta el techo. El olor familiar a libros y piel impregnaba aquel lugar de una atmósfera sagrada. El suelo estaba enteramente cubierto por una antiquísima alfombra.
En una pared había un nicho con decenas de registros apilados, la fila superior cubierta por una gruesa capa de polvo.
A las abuelas les temblaban las manos por debajo del velo. Se quitaron los zapatos y avanzaron.
—Siéntense —les pidió Hayi, señalándoles las dos sillas que había junto a una antigua mesa de madera. Del techo colgaba una lucerna de plata labrada con siete velas medio consumidas. Las abuelas se sintieron llenas de esperanza.
—Lo que ha sucedido hasta el momento, lo que tratemos a continuación y lo que vean ustedes hoy aquí debe quedar entre nosotros. Si alguien llegase a enterarse de este secreto, el contrato se rescindirá inmediatamente —subrayó Hayi.
—Está perfectamente claro —repuso Jolbanú.
Hayi desapareció detrás de una cortina y salió con dos flamantes maletas de piel marrón claro que tenían una imagen de la Kaaba. Las puso delante de las abuelas con un gesto tan solemne que ellas casi se desmayaron de la emoción. Luego se sentó frente a ellas.
—Es muy probable que en casa les hagan preguntas —les explicó con seriedad—, pero no deben contestarlas. Se lo repito, no deben contestarlas.
—Entendido —dijo Jolbanú, impávida.
—El día del nacimiento de santa Fátima las dos se presentarán con las maletas en el zoco —dijo Hayi.
—De acuerdo.
—Si tienen alguna consulta que hacer, será mejor que la hagan ahora. Una vez hayan partido, ya no tendrán oportunidad de preguntar nada.
Las abuelas se dirigieron una mirada interrogante. ¿Tenían preguntas? No, todo estaba claro.
—Bueno, sí, ¿a qué hora exactamente tenemos que estar en el zoco? —preguntó Jolbanú.
—Temprano por la mañana, antes del amanecer.
Jolebé también tenía una pregunta pero no se atrevía a formularla, de modo que se la susurró a Jolbanú al oído.
—No se lo tome a mal —dijo ésta—, pero no nos ha dado usted ningún documento. Quizá no estaría de más que tuviéramos algo, algún papel en el que figuren nuestros nombres.
—Las maletas bastan —dijo Hayi—. Están marcadas con sus nombres.
Las dos se fijaron entonces en las maletas y vieron con estupor que sus nombres estaban escritos en letras grandes en un pequeño rectángulo protegido por un plástico.
—¡Es cierto! —exclamó Jolbanú y le dirigió una mirada airada a Jolebé por su inoportuna pregunta.
—Sus documentos de viaje les serán entregados el mismo día de la partida —añadió Hayi—. ¿Alguna pregunta más?
Las abuelas se miraron, no, no tenían más preguntas. Se sentían radiantes de felicidad. Ocultando su sonrisa detrás del velo, cogieron las maletas y salieron del local adentrándose en el bullicio del zoco.
Una vez en casa, escondieron las maletas en un arca desvencijada que había en el sótano e hicieron ver que nada había sucedido, aunque el peso del secreto les oprimía el pecho. No podían dormir y se les iban las horas despiertas en la cama. Los días se eternizaban y las noches no tenían fin. ¿Sería cierto? ¿Llegaría el día en que harían las maletas para emprender su peregrinación? ¿Aguantarían un viaje tan largo?
Tenían miedo de no llegar al día acordado, de sufrir cualquier percance, de romperse una pierna o morirse. Pero habían aguardado pacientemente durante cuarenta años, bien podían esperar un par de meses más.