Sayeh

Aga Yan se había percatado de que Zinat salía a veces por las noches, aunque no sabía adónde iba. Su cuarto estaba en la segunda planta, de modo que cuando bajaba, tenía que pasar forzosamente por delante del dormitorio de Fagri y Aga Yan.

Una noche muy tarde, mientras Aga Yan estaba leyendo en su estudio, oyó la puerta que daba a la escalera del piso de arriba. Al principio pensó que era Fagri, pero al no oír sus pisadas, miró por las cortinas entreabiertas y vio una sombra moviéndose en la oscuridad.

Salió al patio y por un instante acertó a ver el retazo de un velo negro en la escalera. Tal vez fuese Zinat, pero ¿adónde iría a aquellas horas?

Regresó a su estudio. El grajo graznó inesperadamente.

La advertencia del grajo hizo que Aga Yan recordase a la mujer de Sarandib:

«Había una vez un mercader de Sarandib que tenía una esposa llamada Yamis. Nadie podía creer que existiera una mujer tan hermosa. Su rostro deslumbraba como el día de la victoria y sus cabellos eran tan oscuros y tan largos como la noche en que uno espera a la amada que no llega.

»Yamis se citaba en secreto con un célebre pintor, capaz de hacer magia con su pincel. La mujer iba a verlo a escondidas y juntos compusieron algunas de las noches persas más sublimes. En uno de sus encuentros nocturnos ella le dijo: “Cada vez me resulta más difícil venir a verte, pero más difícil me resulta esperar a que llegue la noche oportuna. Piensa en algo para que podamos estar juntos más a menudo. ¿No eres acaso un artista?”

»“Se me ocurre algo —repuso él—. Te haré un velo: por un lado será claro como el lucero del alba sobre las aguas; por el otro, oscuro como las tinieblas. Al anochecer, te cubrirás con el lado oscuro y vendrás a mí como parte de la noche; por la mañana, le darás la vuelta y regresarás a casa con el velo claro como parte de la mañana.”»

Con la partida de las abuelas dio comienzo una nueva fase en la historia de la casa. El ritmo que ellas marcaban desapareció y el viejo reloj de pronto dejó de funcionar. Mientras las abuelas estuvieron en la casa, había vida en la cocina, el grajo de la mezquita graznaba cuando alguien llegaba de visita y la biblioteca estaba siempre limpia y ordenada, pero aquellos tiempos habían quedado atrás.

Antes, las abuelas se encargaban de ir a despertar a los niños y ayudaban a Fagri Sadat a recoger su habitación. Mantenían a Aga Yan al corriente de todo lo que sucedía en la casa y le echaban un vistazo al taller de alfarería de Muecín. Sin embargo, desde su partida, ya no había nadie que se hiciera cargo de aquellas tareas.

Nadie ocupaba el vacío que ellas habían dejado. Si todavía estuvieran en la casa, haría tiempo que se habrían encargado de seguir a Zinat a la azotea.

Aga Yan estaba satisfecho con el imán suplente; ponía mucho entusiasmo en su trabajo y se lo veía feliz. Ya en su primera conversación, Aga Yan se había dado cuenta de que el hombre era ambicioso, pero no esperaba mucho de sus aptitudes.

Seguía sin poder salir de los temas trillados propios de un imán de pueblo, pero lo hacía bien. Poco tiempo antes había interpelado al ministro de Agricultura con duras palabras en relación con sus escasos planes para subsanar la pobreza de las zonas rurales.

El imán nunca había estado en Teherán, pero en uno de sus sermones hizo un comentario que llegó a la primera página del periódico local:

«Según tengo oído, en Teherán todo el mundo tiene un teléfono en casa, pero no hay forma de encontrar un solo teléfono en los cientos de aldeas esparcidas por las montañas. En Teherán, si uno se corta un dedo en la cocina, puede llamar a una ambulancia para que acuda inmediatamente; sin embargo, ¿qué puedo hacer yo si mi padre yace en la cama moribundo? Yo advierto a Teherán. ¡Recapacitad! Dios nos ha creado a todos iguales.»

La policía y los servicios secretos reaccionaban ante sus ingenuos ataques con una sonrisa. Críticas como aquéllas eran valoradas de forma muy positiva y aun estimuladas.

Paulatinamente, las observaciones del imán suplente se hicieron cada vez más populares y la prensa local solía hacerse eco de ellas. Aga Yan estaba satisfecho y le cedía más protagonismo. En una ocasión, después de que un diario hubiese publicado una foto del imán y parte de sus declaraciones, uno de los compañeros de Aga Yan le dijo: «Es ingenuo, pero, cuando uno menos se lo espera, sale con un comentario muy atinado.»

Era la primera vez que la foto de un imán aparecía publicada en la prensa local. El periódico había enviado a un fotógrafo a la mezquita, y éste había retratado al imán en la azotea, entre los minaretes.

Cuando al día siguiente el religioso vio su foto en el diario, se puso tan nervioso que no podía parar quieto. Su sueño se había cumplido: desde joven había acariciado la idea de llegar a pronunciar un día un sermón en una gran mezquita, y hete ahí que sus palabras y su foto estaban en el periódico y de la noche a la mañana se había convertido en un personaje famoso en Seneyán.

Según la sharia, Zinat y el imán no hacían nada malo y, por tanto, no tenían nada que temer. Cuando un fiel se traslada a vivir lejos de su casa y su esposa por algún tiempo, puede tomar una mujer como sigué, esto es, como su concubina. Sin embargo, el imán sabía que con Zinat corría un gran riesgo y que Aga Yan lo pondría de patitas en la calle si llegaba a enterarse de su relación.

Zinat se sentía incómoda en su posición de segunda mujer. Y la vergüenza la asaltaba cada vez que se hallaba en la cama de la mezquita con el imán suplente, bajo la cual se hallaba la cripta donde yacían su esposo y muchos otros imanes.

Cuando veía al imán de día, no creía que fuese el mismo hombre con que se había acostado por la noche, pero en la oscuridad todo era distinto, no lo veía, sólo sentía sus manos, sus hombros, su espalda y sus movimientos en la cama: era fuerte como un semental.

En cuanto acababan de hacer el amor, Zinat volvía a cubrirse con el velo y salía precipitadamente de allí. No quería saber nada de él ni oír una palabra de sus labios. Pero a la noche siguiente, cuando apagaba la luz y se deslizaba bajo las sábanas, echaba de menos su cuerpo.

Su difunto marido, Alsaberi, nunca le había besado los pechos, jamás le había mordisqueado los muslos como una bestia; con el imán suplente encontraba un placer tan intenso que se olvidaba de todos y de todo.

La última vez la había llevado a la cripta, y después de desnudarla lo habían hecho encima de las frías y duras lápidas. Zinat se había resistido, pero ante la insistencia del imán se había limitado a abrazarlo y entregarse a él.

«Se acabó, no volveré a acercarme a ese hombre —se repetía Zinat cada vez que volvía a casa después de estar con él—. Ha estado bien y puedo darme por satisfecha de que nadie nos haya descubierto, pero tengo que acabar con esto y lo haré. Me iré de aquí una temporada; iré a pasar unos días a casa de mi hija en Qom. Iré a visitar la tumba de santa Fátima como arrepentimiento y penitencia. Eso es, mañana mismo haré las maletas y me iré.»

Pero no lo hacía y, en aquel preciso instante, iba de nuevo a su encuentro.

El imán la oyó subir la escalera con sigilo. Zinat desapareció unos segundos en la oscuridad, pero al poco fue a lavarse las manos en la alberca de la mezquita y se echó agua en la cara.

El imán le propuso volver a la cripta. Zinat se negó al principio, pero cuando él la sujetó con sus manos recias y le sobó los senos, acabó cediendo. Él la cogió en vilo, abrió la puerta del sótano con el pie y empezó a bajar la escalera.

En el fondo de la lóbrega cripta había una vela encendida encima de una alta losa. El imán le quitó la ropa, los zapatos y los calcetines y, descalza, la condujo hasta donde estaba la vela. Entonces sacó un racimo de uvas, lo puso sobre el pecho desnudo de ella y empezó a comer. El jugo de la fruta resbalaba sobre los senos y el vientre y él lo lamía; Zinat se sentía morir de gozo.

Tan enzarzados estaban en aquel juego que no vieron cómo una linterna pasaba por delante de los ventanucos del sótano.

El imán, ebrio de Zinat, empezó recitar en voz alta el sura Al Falaz, el alba, mientras la cubría.

Me refugio en Él,

el Señor del alba

del mal que hacen sus criaturas

del mal de la oscuridad cuando se extiende...

Mientras él salmodiaba, Zinat lo escuchaba con los ojos cerrados. Ninguno de los dos percibió que alguien bajaba la escalera del sótano con una linterna. Hasta que de pronto atisbaron la luz y oyeron pisadas. Zinat apartó al imán de un empujón, cogió su velo negro y buscó el amparo de la oscuridad.

El imán se volvió y acertó a ver la silueta con la linterna encima de la cabeza.

—¡Imán, haz las maletas!