Jaljal
Las niñas de la casa crecieron y a algunas les llegó la hora de casarse. Pero ¿cómo iban a tomar esposo si ningún hombre había llamado a la puerta para pedir su mano?
En Seneyán, los forasteros no se presentaban en una casa de improviso para proponer en matrimonio a una de las hijas de la familia; aquélla era una tarea reservada a las mediadoras: ancianas casamenteras que se encargaban de poner en contacto al hombre con la familia de la mujer. Aquellos encuentros solían celebrarse en las frías veladas invernales.
Algunas familias no necesitaban casamenteras. Las mujeres se arrebujaban en sus velos, los hombres se calaban el sombrero y juntos se plantaban en la casa de alguna familia que tuviera una hija adolescente. Los padres con hijas casaderas estaban permanentemente a la espera de que llamaran a su puerta en el momento menos pensado, por eso los visitantes nunca los encontraban desprevenidos.
En aquellas veladas se hablaba largamente del oro y las alfombras que la novia aportaría como dote; y de la casa, el terreno o tal vez la suma de dinero que el novio debería entregar a su prometida en el caso de que finalmente el matrimonio no llegara a celebrarse.
En cuanto los hombres llegaban a un acuerdo, las mujeres se encargaban de ultimar los demás detalles, que solían centrarse en el vestido de la novia y las joyas que ésta recibiría durante la ceremonia.
Los relojes-brazalete femeninos eran el último grito en el zoco de Seneyán y todas las novias deseaban lucir uno de aquellos elegantes accesorios.
Si los vecinos veían por las ventanas la luz encendida de una casa hasta altas horas de la noche, sabían que la familia estaba negociando una boda. Los salones estaban caldeados y los cristales empañados por el humo de los narguiles. Pero aquellas largas veladas invernales también podían resultar desazonadoras para las familias con hijas casaderas que temían que nadie llamara a su puerta.
En la casa de la mezquita, Sediq, la hija del imán, estaba en edad de casarse.
Todos aguardaban en silencio: quizá llamaran a la puerta, quizá sonara el teléfono. Pero el invierno casi había terminado y aún no se había presentado nadie.
Las hijas de la casa de la mezquita lo tenían muy difícil para encontrar un buen partido, pues no estaba al alcance de todos pedir su mano. Una chica de ciudad podía elegir entre un carpintero, un albañil, un panadero, un funcionario del ayuntamiento, un maestro de escuela o un joven que acabase de entrar a trabajar en la compañía ferroviaria. Pero aquéllos no eran candidatos adecuados para una hija de aquella casa.
El régimen del sah era corrupto, por tanto, nadie que trabajara para el Estado podía aspirar a casarse con ellas. Tal vez un maestro, aunque, a decir verdad, los únicos candidatos aceptables eran los hijos de importantes comerciantes.
El invierno pasó y las muchachas que no habían recibido ninguna propuesta matrimonial sabían que tendrían que esperar un año más. Por suerte, la vida no siempre se ciñe a las tradiciones y a veces elige sus propios derroteros. Y así sucedió; una noche llamaron al timbre.
—¿Quién es? —preguntó Shabal, el hijo de Muecín.
—Yo —sonó una firme voz masculina desde el otro lado de la puerta.
Shabal abrió la puerta y vio bajo la luz amarillenta de la farola a un joven imán con un llamativo turbante negro. Lo llevaba ligeramente ladeado y olía a perfume de rosas. Lucía una túnica de imán, larga y oscura, y se notaba que era la primera vez que se la ponía.
—Buenas noches —saludó el joven imán.
—Buenas noches —contestó Shabal.
—Me llamo Mohamed Jaljal.
—Encantado de conocerlo. ¿En qué puedo servirlo?
—Desearía hablar con el imán Alsaberi, si es posible.
—Lo lamento mucho, pero es muy tarde y el imán no recibe visitas a estas horas. Si lo desea usted, puede verlo mañana en la mezquita.
—Pero es que querría hablar con él ahora.
—¿Puedo saber de qué se trata? Quizá yo pueda ayudarlo.
—Deseo hablar con él sobre su hija Sediq.
Por un instante Shabal no supo qué decirle, pero enseguida recobró la compostura.
—En ese caso será mejor que hable con Aga Yan. Iré a anunciarle su visita.
Shabal dejó la puerta entreabierta y se dirigió al estudio de Aga Yan, que estaba escribiendo en su cuaderno.
—Hay un joven imán en la puerta. Dice que viene a hablar de la hija de Alsaberi.
—¿Has dicho que está en la puerta?
—Sí, dice que quiere hablar con el imán.
—¿Lo conozco?
—Yo diría que no. Es un imán un tanto extraño, no es de la ciudad. Huele a rosas.
—Hazlo pasar —le pidió Aga Yan mientras recogía el cuaderno y se ponía en pie.
—Pase usted —le dijo Shabal al imán, y lo condujo hasta el estudio de Aga Yan.
—Buenas noches. Me llamo Mohamed Jaljal. ¿Llego en mal momento?
—No, claro que no. Sea usted bienvenido. Siéntese por favor —lo invitó Aga Yan al tiempo que le estrechaba la mano.
Aga Yan se dio cuenta de que, en efecto, no se trataba de un hombre común. Le agradó ver que llevaba un turbante negro como los imanes de la casa, lo que significaba que era descendiente del profeta Mahoma.
Aga Yan poseía un antiguo pergamino con el árbol genealógico de la familia, que se remontaba hasta el profeta Mahoma, y en él estaban todos los nombres del linaje masculino de la casa. Aquel pergamino y el anillo del santo Alí se hallaban conservados en una urna especial en la cámara del tesoro de la mezquita.
—¿Le apetece un té? —preguntó Aga Yan.
Al poco apareció Jolbanú con el servicio de té y un platito de dátiles, y le entregó la bandeja a Shabal, que puso la taza y los dátiles delante de Jaljal. Cuando el muchacho se disponía a abandonar la estancia, Aga Yan lo detuvo.
—Puedes quedarte.
Shabal tomó asiento en un rincón.
Jaljal se llevó un dátil a la boca y bebió un sorbo de té. A continuación, se aclaró la garganta y sin más preámbulos se dispuso a hablar.
—Vengo a pedir la mano de la hija del imán Alsaberi.
Aga Yan, que acababa de llevarse el vaso a los labios, volvió a dejarlo sobre la mesa, sin probarlo siquiera, y miró de soslayo a Shabal. No estaba preparado para una propuesta tan directa. Tampoco era habitual que el hombre acudiese solo para pedir la mano de la hija de la familia. La tradición mandaba que fuera el padre del novio quien tomara la iniciativa. Pero Aga Yan era un hombre de mundo y contestó con calma:
—Nos alegramos de recibirlo. ¿Puedo preguntarle dónde vive y qué ocupación tiene?
—Vivo en Qom y he completado mi formación de imán.
—¿Con qué ayatolá ha estudiado?
—Con el gran ayatolá Almakki.
—¿Almakki? —repitió Aga Yan con sorpresa—. Tengo el honor de conocer personalmente al ayatolá. —Al oír el nombre de Almakki, supo de inmediato que el joven religioso pertenecía a una corriente revolucionaria contraria al régimen del sah. El nombre Almakki era prácticamente sinónimo de oposición religiosa clandestina. Así pues, aquel joven imán que llevaba el turbante un poco ladeado y se había perfumado con agua de rosas no era neutral en asuntos de política—. ¿A qué se dedica usted por el momento? ¿Lo han destinado a una mezquita?
—No, todavía no, pero no me falta trabajo como suplente en las mezquitas de distintas ciudades. Cuando un imán cae enfermo o está de viaje, me llaman para sustituirlo.
—Entiendo. Aquí también sucede a veces, pero tenemos un suplente fijo. Se trata del imán de la aldea de Yeria. Es de confianza y siempre que lo necesitamos acude de inmediato. —Habría querido preguntarle dónde vivían sus padres y por qué no lo había acompañado nadie de su familia para pedir la mano de la hija de Alsaberi, pero se abstuvo. Sabía que el joven imán le replicaría: «Soy mayor de edad para saber con quién me caso. Me llamo Mohamed Jaljal y mi ayatolá se llama Almakki. ¿Qué más necesita usted saber?»—. ¿De qué conoce a nuestra hija? ¿La ha visto alguna vez?
—No, pero mi hermana sí la ha visto. Además, el ayatolá Almakki me la ha recomendado, ha escrito una carta para usted —le informó mientras sacaba un sobre de su bolsillo y se lo entregaba.
Si el joven llevaba consigo una carta del ayatolá, Aga Yan no tenía ya nada que objetar. Si Almakki había dado su aprobación a aquella unión, no había más que hablar. El asunto estaba zanjado.
Desdobló el papel con solemnidad. La carta del ayatolá rezaba así:
En el nombre de Alá.
Aprovecho que Mohamed Jaljal va a visitarlo, para enviarle mis saludos.
Wasalam Almakki
En aquella breve misiva había algo extraño que Aga Yan no acertó a discernir. Ciertamente no era una recomendación, y tampoco una disuasión, sólo era una simple constatación. El ayatolá no debía de estar muy impresionado con Jaljal o, de lo contrario, habría sido más explícito. Sin embargo, el joven imán llevaba consigo una carta de Almakki y ese detalle por sí solo ya significaba mucho. Aga Yan la guardó en el cajón.
—Tengo que pensar un poco en el siguiente paso. Podríamos acordar lo siguiente: hablaré de este encuentro con el imán Alsaberi y con su hija. Después concertaremos una cita y usted vendrá aquí con su familia, con su padre. ¿Le parece bien?
—De acuerdo —dijo Jaljal.
Shabal acompañó a Jaljal a la salida y regresó al estudio.
—¿Qué opinas tú, Shabal? —le preguntó Aga Yan.
—Me parece un hombre especial, es listo. Eso me gusta.
—Tienes razón. ¿Te fijaste en cómo se sentaba? No se puede comparar con esos imanes provincianos. Pero tengo mis reservas.
—¿Qué reservas?
—Es muy ambicioso. El ayatolá no dice nada concreto de él en su carta. Lo menciona pero no le dedica ni un solo comentario. Intuyo un fondo de duda en su carta. Seguro que Jaljal no es un mal partido, pero entraña un riesgo. ¿Será apropiado para nuestra mezquita? Alsaberi es blando, pero tengo la impresión de que este joven imán es duro.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Está Alsaberi despierto aún?
Shabal separó las cortinas para mirar.
—Aún se ve luz en la biblioteca.
—Quiero que este asunto quede entre nosotros de momento. No debe llegar a oídos de las mujeres, ¿entendido? —le advirtió Aga Yan, y salió de la estancia en dirección a la biblioteca.
Llamó a la puerta y entró. Alsaberi se hallaba sentado sobre su alfombrilla leyendo un libro.
—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó Aga Yan.
—Normal —repuso Alsaberi.
—¿Qué estás leyendo?
—Un libro sobre la actuación política de los ayatolás en los últimos cien años. Parece que nunca han vivido tranquilos, siempre han encontrado algo contra lo que oponerse. Y siempre se las han ingeniado para hacerse con el poder. Este libro es como un espejo en el que me veo reflejado. No tengo nada en contra de la política, pero soy incapaz de ejercerla. No me siento preparado para esa clase de asuntos y eso me hace sentir culpable.
Alsaberi hablaba con inusitada franqueza y Aga Yan percibió que había ido a verlo en un momento importante.
—Sé que en Qom no están satisfechos conmigo. Temo que si sigo callando, la gente se vaya a otras mezquitas y la nuestra se quede vacía.
—No debes preocuparte por eso —lo tranquilizó Aga Yan—. Al contrario, habrá más gente que venga a nuestra mezquita si sabe que no te metes en política. Los fieles que acuden al templo son gente normal. La mezquita es su casa, llevan toda la vida viniendo a rezar y no van a cambiar de la noche a la mañana. Te conocen demasiado bien para hacer algo así y también te respetan demasiado.
—Pero el zoco —añadió el imán—, el zoco siempre ha sido el centro de la vida política, también lo dice este libro. Los zocos han tenido un papel decisivo en la historia de los dos últimos siglos y los imanes siempre los han utilizado como armas. Si los comerciantes del zoco cierran sus tiendas, todos saben que sucede algo excepcional, algo muy importante. Sé que el zoco no está contento conmigo.
Aga Yan sabía perfectamente a lo que Alsaberi se refería. Tampoco él estaba satisfecho con el imán, pero no podía destituirlo sólo porque el hombre fuese débil de carácter. Alsaberi era el imán de la mezquita y seguiría siéndolo hasta su muerte. Sabía que se oían quejas en el zoco; que los principales comerciantes esperaban más movimiento en la mezquita, pero ¿qué podía hacer él si Alsaberi no daba más de sí? No hacía mucho que Aga Yan había recibido una invitación para ir a Qom. Allí le habían dejado claro que la mezquita debía corregir su postura. Querían oír voces clamando contra el sah y sobre todo contra los americanos. Aga Yan les había prometido que conseguiría una mezquita más activa, pero sabía bien que Alsaberi no era el hombre adecuado para ello.
Qom era el centro del mundo chií. Todos los grandes ayatolás vivían en Qom, y desde allí dirigían a los demás clérigos. La mezquita de Seneyán era una de las más importantes del país y, precisamente por eso, los ayatolás esperaban más iniciativa por su parte. Qom hacía preguntas, Qom planteaba exigencias, pero, mientras Alsaberi estuviera al frente de la mezquita, no había nada que Aga Yan pudiera hacer. Tal vez por eso Almakki había enviado a aquel joven imán a la casa.
Aga Yan cambió de tema.
—Tengo una sorpresa para ti. Y además tiene relación con el libro que estás leyendo.
—¿Qué sorpresa es ésa?
—Alguien ha venido a pedir la mano de tu hija.
—¿Quién es?
—¡Un joven imán de Qom! Discípulo del ayatolá Almakki.
—¿Almakki? —repitió el imán, sorprendido, y dejó el libro sobre la alfombra.
—No teme la política, va bien vestido, se le ve seguro de sí mismo y lleva un turbante negro un poco ladeado —comentó Aga Yan sonriente.
—¿Cómo es que nos quiere a nosotros? A mi hija, quiero decir...
—En esta ciudad, todos saben que tienes una hija casadera. Y cualquiera puede pedir su mano, pero creo que a este joven imán le interesa no sólo tu hija, sino también la mezquita y tu almimbar.
—¿Cómo dices?
—Bueno, ya sabes que tratándose de Almakki la política siempre anda por medio.
—Tenemos que pensarlo bien antes de darle una respuesta. Hay que aclarar si viene por nuestra hija o por la mezquita.
—Lo haremos, pero no temo los cambios. Y tampoco le doy la espalda a las cosas que se cruzan en mi camino. No creo en el azar. Ese hombre no ha llamado a nuestra puerta porque sí; encaja muy bien en esta casa. La mezquita ha tenido algunos imanes muy fervorosos en el pasado. Iré personalmente a Qom para hablar con Almakki. Si él nos lo recomienda como persona y como esposo, le daré nuestra bendición. Llamaré a tu hijo Ahmad. No estudia en la misma madraza que Jaljal, pero es bastante probable que lo conozca.
—Haz lo que creas conveniente, pero sé cauteloso. Asegúrate de que no se trata de un matrimonio político-religioso. No quiero dar mi hija a cualquier imán. Debemos asegurarnos de que sea un buen hombre. Quiero un buen partido para ella. No deseo dejarla en manos de los ayatolás.
—No tienes nada que temer —lo tranquilizó Aga Yan.
—Últimamente no me siento muy bien. A menudo me invade la tristeza. Me he vuelto más miedoso, temo por todo, especialmente por la mezquita, a veces ya no sé de qué hablar durante el sermón del viernes.
—Estás cansado. ¿Por qué no vas a pasar unos días a Yeria? Llévate a las abuelas y descansa allí una semana. A ellas también les vendrá bien. Hace mucho tiempo que no han estado en la aldea. Te mortificas con las normas que tú mismo te impones. Nadie es tan riguroso con su aseo personal como tú, te aíslas de todo el mundo; no podrás seguir así por mucho tiempo. Ve a Yeria, quizá dentro de poco tendrás un flamante yerno sobre el que puedas apoyarte de vez en cuando —lo animó Agan Yan, y abandonó la biblioteca con una sonrisa.
Al día siguiente, Aga Yan llamó a Qom y habló con Ahmad.
—¿Conoces a Mohamed Jaljal?
—¿De qué lo conoce usted?
—Ha venido a pedir la mano de tu hermana.
—¡No hablará en serio! —exclamó Ahmad, perplejo.
—Sí, hablo en serio. ¿Qué puedes decirme de él?
—Es muy popular en Qom, aunque yo no lo conozco personalmente. Es muy elocuente y tiene las ideas muy claras. No se parece en nada a los demás imanes que conozco, pero no sabría decirle cuáles son sus intenciones.
—¿Tú qué opinas? ¿Crees que puede ser un marido adecuado para tu hermana?
—Qué puedo decir yo, es difícil opinar; por lo que sé, es un tipo duro. El único imán que mi hermana conoce es mi padre y está convencida de que todos los clérigos son como él.
—Para mí lo más importante es que tu hermana sea feliz a su lado —reconoció Aga Yan.
—Sólo puedo decirle que es un joven bueno y listo, pero no me atrevo a afirmar que vaya a ser un buen esposo para ella.
—Creo que con eso me basta, Ahmad.
A continuación, Aga Yan llamó a la residencia del ayatolá Almakki y concertó una cita con él. El jueves a primera hora de la mañana el chófer de Aga Yan se plantó delante del portal y lo condujo hasta la estación. Enfundado en un abrigo largo y con sombrero, Aga Yan se apeó y entró en el monumental vestíbulo. En cuanto el jefe de la estación lo vio llegar, apagó el cigarro y salió a su encuentro.
—Muy buenos días tenga usted. ¡Feliz viaje! —dijo educadamente.
- Ensah Alah —dijo Aga Yan—. Si Dios quiere.
Aga Yan iba a subir al largo tren de color marrón, que había llegado a la estación hacía media hora procedente de los confines meridionales del país, en el golfo Pérsico, y que no tardaría en reanudar su trayectoria rumbo al este, hasta la frontera con Afganistán. El tren hacía muchísimas paradas a lo largo del recorrido. A Aga Yan le esperaban tres largas horas de viaje.
El vestíbulo de la estación estaba lleno de viajeros y de personas que iban a recibir a alguien. Vio a numerosos hombres con sombrero y a mujeres con abrigos largos, y reparó en que muchas de ellas no llevaban velo. Cada vez que viajaba en tren constataba cuánto había cambiado la fisonomía del país. Las gentes que venían del sur parecían mucho más desenvueltas y distintas de los habitantes de Seneyán. Algunas mujeres iban con la cabeza descubierta e incluso con los brazos desnudos. Había mujeres con sombrero, mujeres con bolso, mujeres que reían, que fumaban. Aga Yan sabía que todos aquellos cambios se debían al sah, que no era más que el siervo de los americanos. Estados Unidos estaba socavando las creencias del país y nadie podía hacer nada para evitarlo.
El jefe de la estación lo invitó a su despacho, le ofreció un vaso de té recién hecho y, cuando llegó la hora de partir, lo escoltó personalmente hasta un compartimento especial, reservado para los pasajeros importantes.
Tres horas después, Aga Yan divisó la cúpula del mausoleo de Fátima y el tren se adentró en la estación de Qom.
Cuando el viajero llegaba a Qom, tenía la impresión de entrar en otro mundo. Las mujeres iban tapadas con velos negros, todos los hombres llevaban barba y allá donde mirara los imanes eran omnipresentes.
Aga Yan se apeó del tren. Por todas partes se oía la voz de los muecines que, desde los minaretes de las mezquitas, declamaban el Corán por los altavoces. No había ni un solo retrato del sah, pero grandes telas colgaban de las paredes con fragmentos del Corán. El sah nunca se acercaría a esa ciudad. Tampoco los diplomáticos americanos se arriesgaban a pasar por Qom, ni en coche ni en tren.
Qom era el Vaticano de los chiíes, la ciudad sagrada del país donde se hallaba enterrada santa Fátima. La cúpula de oro de su tumba refulgía como una joya en el centro de la ciudad. Aga Yan tomó un taxi hasta la mezquita del ayatolá Almakki. Eran exactamente las doce del mediodía cuando se apeó del vehículo a las puertas del templo.
El ayatolá apareció con sus discípulos, jóvenes imanes que lo acompañaban hasta el lugar de oración. Al ver a Almakki, Aga Yan inclinó la cabeza con reverencia. El ayatolá le tendió la mano y Aga Yan se la estrechó, luego lo siguió hasta el lugar de oración y ocupó un lugar en la primera fila. Concluido el rezo, Aga Yan se arrodilló junto al ayatolá.
—¡Bienvenido sea! ¿Qué le trae por aquí? —le preguntó el ayatolá.
—En primer lugar deseaba ver su bendito rostro y en segundo lugar vengo para hablar de Mohamed Jaljal.
—Era mi mejor discípulo. Y cuenta con mis bendiciones —comentó el ayatolá.
—Siendo así, sé todo lo que debo saber —concluyó Aga Yan, lo besó en el hombro y se incorporó.
—Pero... —añadió el ayatolá.
Aga Yan volvió a sentarse.
—Siempre busca su propio camino.
—¿Qué quiere decir el ayatolá con eso? —inquirió Aga Yan.
—Bueno, pues que no se limita a seguir al rebaño.
—Entiendo.
—Le deseo un feliz matrimonio y un buen viaje de vuelta —le dijo el ayatolá estrechándole la mano.
Aga Yan estaba satisfecho con lo que el ayatolá le había dicho acerca de Jaljal. Le había expresado su aprobación. Y sin embargo, en su fuero interno seguía sintiendo una gran inquietud.
De nuevo en casa, llamó a Shabal a su estudio.
—Shabal, ¿podrías pedirle a Sediq que venga?
Cuando Sediq oyó que Aga Yan quería hablar con ella, supo que se trataba de algo importante.
—Siéntate. ¿Va todo bien? —le preguntó Aga Yan.
—Sí, todo va bien.
—Escucha, hija, ha venido un hombre a pedir tu mano.
A Sediq se le demudó el rostro y hundió la barbilla en el pecho.
—Se trata de un imán.
Sediq miró a Shabal y éste le sonrió.
—Es un imán joven y brillante —la animó el muchacho.
Sediq sonrió.
—He ido a Qom y me he entrevistado con su ayatolá. Me ha hablado muy bien de él. También tu hermano lo ve con buenos ojos. ¿Qué opinas tú? ¿Te gustaría casarte con un imán?
Sediq calló.
—El silencio no está permitido en una petición de matrimonio. Debes darme una respuesta —le recordó Aga Yan.
—Es un imán muy apuesto. Llevaba una túnica impecable y unos relucientes zapatos marrón claro. Su aspecto era irreprochable —le aseguró Shabal sonriente.
Aga Yan hizo como si no hubiera oído los comentarios de su sobrino, pero a Sediq, que sí los había oído, se le escapó otra sonrisa.
—Adelante pues —musitó tras una larga pausa.
—Quiero añadir una cosa más. Es muy distinto de tu padre. Es discípulo del ayatolá Almakki. ¿Te dice algo ese nombre?
Sediq desvió la mirada hacia Shabal.
—No es un imán de pueblo —le aclaró el chico.
—Te espera una vida agitada e incluso difícil —le advirtió Aga Yan—. ¿Crees que podrás vivir así?
—¿Qué cree usted? —repuso ella, después de meditar la respuesta.
—Por una parte, es un honor llevar esa clase de vida; por otra, puede convertirse en un infierno si uno no logra adaptarse.
—¿Podría hablar primero con él?
—¡Por supuesto! —exclamó Aga Yan.
Una semana más tarde, Shabal condujo a Jaljal al cuarto de huéspedes, donde había una fuente con fruta fresca y té recién hecho. A continuación, fue en busca de Sediq e hizo las presentaciones.
Sediq saludó al imán y permaneció de pie junto al espejo de pared. Él le preguntó si no deseaba tomar asiento y ella se aflojó un poco el velo para que pudiera verse mejor su cara. Shabal los dejó a solas y cerró la puerta con suavidad.
Las abuelas se habían apostado junto a la alberca y no perdían detalle. Fagri Sadat había espiado a Jaljal a través de la ventana de la segunda planta y Zinat Janum, la mujer de Alsaberi, permanecía en su habitación rezando para que su hija tuviera un buen matrimonio. Era lo único que podía hacer, pues nadie le pedía nunca su opinión. Lo que ella pensara no contaba para nada. En aquella casa quien tomaba las decisiones era Fagri Sadat.
Las hijas de Aga Yan estaban escondidas detrás de las cortinas para poder echar un vistazo a Jaljal en cuanto saliera del cuarto de huéspedes.
El encuentro entre Jaljal y la futura novia duró poco menos de una hora. A su término, la puerta de la estancia se abrió dejando paso a una Sediq radiante. Miró a las abuelas y subió a la planta superior.
Shabal acompañó a Jaljal al patio.
—Éstas son las abuelas de la casa.
Fagri Sadat salió a saludarlo.
—Y ésta es la esposa de Aga Yan, la reina de la casa —bromeó Shabal.
Jaljal la saludó sin mirarla siquiera. A continuación, todas las muchachas fueron desfilando ante el religioso y una vez estuvieron hechas las presentaciones, Shabal lo acompañó al zoco para que Aga Yan pudiera hablar con él.
Al cabo de unos días, Aga Yan recibió a Jaljal y a su padre en su estudio. Alsaberi también estaba presente. En aquella ocasión, su charla fue muy distinta de las conversaciones matrimoniales al uso, pues no se malgastó ni una sola palabra en hablar de oro o de dinero. La novia le daría al novio un ejemplar del Corán con tapas de oro y abandonaría la casa paterna con un velo blanco y un libro del poeta medieval Hafiz. Pero todo el mundo sabía que las familias ricas de la ciudad no dejaban que sus hijas llegaran a su nuevo hogar con las manos vacías, sino que se daba por sentado que la dotarían de todo lo necesario. Después, la conversación se centró en la mezquita, la biblioteca, los libros, los viejos sótanos, el ciego Muecín y, por supuesto, el centenario cedro de la casa. Por fin, se fijó el día de la boda.
- Mobarak ensah Alah —dijeron los hombres y sellaron el acuerdo con un apretón de manos.
Cuando todo estuvo arreglado, Sediq entró en la estancia con una fuente de plata y cinco tazas de té.
La boda se celebraría el día del nacimiento de santa Fátima. Es uno de los días más hermosos del año; haría calor, pero el viento que soplaba de las montañas se encargaría de refrescar agradablemente el ambiente. Apetecería estrechar a la novia entre los brazos y acurrucarse bajo la fina colcha estival. En ese período, casi todo el mundo dormía en las azoteas, y en los tejados se veían muchas tiendas de campaña de un blanco translúcido. Eran las tiendas de las parejas de recién casados. Celebrarían una fiesta a la que invitarían a las principales familias de la ciudad y del zoco. No era una boda cualquiera, se casaba la hija del imán Alsaberi. Tampoco el novio era un maestro de escuela o un funcionario del registro civil, ni siquiera era un comerciante, sino un imán con turbante negro llegado de Qom.