Alharab
Cinco meses más tarde, hacia el mediodía, tres reactores iraquíes cruzaron el cielo de Teherán. Volaban tan bajo que hasta se veía claramente a los pilotos. La gente huyó despavorida por el terrorífico y ensordecedor ruido.
Los aviones bombardearon el aeropuerto. De ese modo declaraban a Irán la alharab, la guerra.
La noche anterior, el ejército iraquí había penetrado en territorio iraní ocupando todos los lugares estratégicos de la rica provincia de Kuzestán, al sur del país. Las mayores refinerías de gas y petróleo de Irán se hallaban ya en manos de Sadam Husein.
El régimen se conmocionó ante la noticia y la gente no daba crédito a lo sucedido. Sólo después de que la televisión mostrara las primeras imágenes de los tanques iraquíes delante de las refinerías iraníes, empezaron a comprender que no se trataba de una mera amenaza sino de una guerra en toda regla.
Jomeini pronunció un discurso por televisión en el que convocó a todos cuantos tuvieran un arma a presentarse en la mezquita más cercana. «¡Es la yihad!»
Aquel llamamiento logró reunir en veinticuatro horas un enorme ejército de fieles. Miles de jóvenes y viejos sin experiencia alguna fueron cargados en camiones y enviados al frente.
Entretanto, los aviones de reconocimiento estadounidenses sobrevolaban a gran altura las zonas en conflicto para espiar los movimientos del ejército islámico y enviar la información a Sadam Husein.
Como consecuencia, las tropas iraníes eran bombardeadas continuamente por los aviones iraquíes.
Jomeini, que no se daba por vencido, infundió ánimos a su pueblo.
—Sólo la muerte puede salvarnos. América lo controla todo desde arriba. Sólo nos queda una opción: tendremos que tender un puente de muertos para luchar contra Irak.
Un ejército de fieles, vestidos con sudarios, empuñó las armas y partió para abrir un camino que los llevase hasta el ejército iraquí. Al final, las tropas iraníes alcanzaron a las iraquíes; aquello marcó el inicio de una contienda que habría de durar ocho largos años y en la que perecerían millones de soldados de ambos bandos.
Los ayatolás temían que sus opositores aprovechasen la coyuntura de la guerra para socavar el régimen. Jomeini no confiaba en las organizaciones de izquierdas, las consideraba enemigas de Alá y del Corán, de modo que esperó pacientemente a que se le presentara el momento idóneo para acabar con ellos de una vez por todas. Mientras, la oposición de izquierdas tramaba en secreto la forma de debilitar el fanático Estado islámico de los ayatolás y expulsarlos del poder si podían.
Finalmente, el régimen decidió eliminar todos los movimientos de izquierdas.
Jomeini se lo comunicó a Jaljal en primer lugar.
—Extírpalos de raíz. ¡Sin misericordia! Barre y destruye a todo aquel que se oponga al islam.
Los dirigentes del Tudeh, el partido comunista iraní, que en su día habían apoyado incondicionalmente a Jomeini, fueron arrestados en menos de una hora.
Pero el régimen no logró capturar a los líderes de los movimientos clandestinos, que se habían ido radicalizando con el tiempo y planeaban en secreto levantarse en armas. El Tudeh, que no había querido luchar contra Jomeini, cayó en la trampa.
Tres noches después, la televisión islámica mostró al anciano líder del partido para amedrentar a la población. Se lo veía destrozado, escuálido, apagado y sin afeitar. Se notaba que lo habían sacado directamente de la sala de torturas para ponerlo ante las cámaras. El hombre imploraba que lo dejasen en paz.
Fue una escena escalofriante, una filmación muy bien pensada para infundir miedo a la gente. Y surtió efecto, puesto que aquella misma noche los restantes miembros del partido huyeron hacia las fronteras para escapar del país.
En Seneyán, el ayatolá Araki recibió órdenes de desalojar sin contemplaciones la Aldea Roja.
Por aquel entonces, el pueblo vivía sus mejores años y se había convertido en una región autónoma, regida por sus propias reglas: un pueblo de fantasía donde los jóvenes podían poner en práctica a pequeña escala los ideales de un Estado comunista utópico. Por ejemplo, toda la cosecha se almacenaba conjuntamente y se procedía a hacer un reparto equitativo entre todos los aldeanos. También se organizaban veladas poéticas en la plaza del pueblo, en las que se leían poemas del escritor ruso Maiakovski.
La noche de la redada, el pueblo entero estaba viendo una película rusa cuando alguien gritó de pronto:
—¡Los tanques! ¡Vienen los tanques! Bloqueadlo todo.
Pero era demasiado tarde para bloqueos. En un abrir y cerrar de ojos el pueblo quedó vacío. Algunos lograron huir a las montañas, otros se atrincheraron en sus casas echando el cerrojo a las puertas, y los pocos que tenían alguna arma escondida la empuñaron y subieron a la azotea.
Un helicóptero sobrevoló la aldea y fue recibido a balazo limpio desde las azoteas. El artefacto dio la vuelta con un abrupto giro.
Los tanques entraron en el pueblo y, como caídos del cielo, aparecieron centenares de soldados que tomaron posiciones en la oscuridad. Enseguida, dos helicópteros volvieron a sobrevolar el pueblo iluminando las azoteas con sus potentes focos y abriendo fuego contra todo lo que se moviese.
El ataque resultó implacable. Los soldados vigilaban los alrededores y disparaban a todos los que intentaban escapar. Desde las azoteas también se disparaba con fanatismo, pero cada bala era respondida con una granada que hacía estallar el tejado.
No tenía sentido luchar, las puertas de las casas se abrieron y los aldeanos salieron fuera con los brazos en alto.
Los jeeps persiguieron a los que habían huido hacia las montañas, con orden de abatirlos si no se entregaban.
Todos los arrestados fueron conducidos a la cárcel aquella misma noche. Entre ellos estaba Yawad, el hijo de Aga Yan.
Jaljal, el temido juez de Alá, se desplazó hasta Seneyán en helicóptero para juzgar a los arrestados. Allí donde aterrizaba, sembraba la muerte y la destrucción.
El sol todavía no había salido y las gentes de Seneyán dormían aún cuando nueve jóvenes de la Aldea Roja fueron ejecutados.
La ciudad despertó conmocionada. Los padres cuyos hijos habían sido arrestados corrieron a la cárcel para ver la lista de ejecutados.
Los cuerpos eran entregados a sus familias, pero según la sharia eran cadáveres impuros y, por tanto, no podían ser enterrados en un cementerio normal. Los padres cargaban los cuerpos de sus hijos en una furgoneta y los llevaban a las montañas para rendirles el último homenaje.
Aga Yan no imaginaba que Yawad había sido arrestado, pues creía que su hijo se encontraba en Teherán.
No se le pasó por la cabeza que su muchacho pudiera contarse entre los detenidos. Conocía a uno de los ejecutados, pues era el hijo de un practicante que trabajaba en la acera de enfrente de la mezquita. Aga Yan estaba leyendo el Corán por él cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular.
—Seré breve —dijo un hombre sin identificarse—. Soy amigo de Yawad. Ha sido arrestado en la Aldea Roja y probablemente lo ejecuten. Si quiere hacer algo por él, tendrá que darse prisa. Una vez que el juez de Alá dicte sentencia, será demasiado tarde. —Y colgó.
A Aga Yan le temblaba la mano cuando dejó el auricular. De pronto le pasaron mil pensamientos por la cabeza. Habría querido llamar a gritos a su mujer, pero no podía. Habían arrestado a su hijo. ¿Cómo era posible que él no estuviese enterado? ¿Dónde estaba el hombre que lo había llamado? ¿Y quién era?
Por lo que él sabía, Yawad estaba en Teherán. ¿Qué se le había perdido a su hijo en aquel pueblo?
¿Y qué podía hacer por él?
No sabía ni por dónde empezar. Levantó varias veces el auricular para llamar a alguien, pero volvía a colgarlo un instante después.
Cogió el abrigo del perchero, se puso el sombrero y salió del estudio. No había llegado a la puerta de la calle cuando el teléfono volvió a sonar.
—Yawad aún sigue en la cárcel de la ciudad —dijo la misma voz—. El juez volverá dentro de pocos días para juzgar a los detenidos. Debe usted darse prisa.
—Pero ¿qué hacía mi hijo en la aldea? ¿Quién es usted?
—Estábamos juntos en la Aldea Roja, yo logré escapar justo a tiempo y a él lo cogieron. Tiene que hacer algo por él y rápido. Lo siento, no puedo seguir hablando, tengo que colgar.
Aga Yan corrió a la puerta de la calle pero se volvió a medio camino para gritar:
—¡Fagri Sadat!
Ella no contestó.
—¡Fagri Sadat! —la llamó más fuerte.
Por el timbre de su voz, su esposa supo que se trataba de algo grave y bajó corriendo.
—Debes ser fuerte —le comunicó Aga Yan—. Han arrestado a Yawad.
Faltó poco para que Fagri se desmayara.
—¿Qué? ¿Por qué lo han arrestado? —apenas logró balbucear.
—Un amigo suyo acaba de llamar. Estaba en la Aldea Roja.
—¿Y qué hacía allí?
—No lo sé.
—Quizá había acompañado a Shabal. ¿Dónde está Shabal?
—Tampoco lo sé. Tenemos que hacer algo antes de que sea demasiado tarde —dijo Aga Yan e hizo ademán de salir—, pero no sé adónde ir ni qué hacer.
—¡Ve a la mezquita! ¡Habla con el ayatolá! —repuso ella, pálida como un cadáver.
Él quiso decir algo, pero se abstuvo y echó a correr hacia la mezquita. Desde que los islamistas le habían arrebatado las llaves, no había vuelto a pisar el templo, ni siquiera para orar. Entró, pero no vio al ayatolá.
—¿Dónde está el ayatolá? —le preguntó al nuevo conserje.
—Ha anulado todas sus citas para hoy. Ahora mismo no se encuentra en la mezquita. La gente no para de molestarlo con preguntas sobre las ejecuciones.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Tiene varias residencias.
Aga Yan se dirigió al tendero que había enfrente de la mezquita.
—¿Puedo hacer algo por usted, Aga Yan?
—¿Sabría decirme dónde vive el ayatolá? Tengo que hablar urgentemente con él.
El hombre percibió la importancia de la pregunta.
- La ilaha ila Alah! No puedo revelarlo, pero vaya a la casa grande donde antes vivía el jefe de los servicios secretos.
Aga Yan tomó un taxi y fue hasta aquella casa.
Delante de la puerta había dos guardias armados. Se dirigió hasta ellos, pero le gritaron que no se acercara más y que debía identificarse en el interfono del pilar de la entrada. Apretó un botón y tardaron bastante en responderle.
—¿Quién es? —preguntó una voz brusca y cortante.
—Necesito hablar con el ayatolá.
—Escriba lo que tenga que decirle en un papel y déjelo en el buzón que tiene a su derecha.
—Necesito hablar con él personalmente.
—Todo el mundo quiere hablar personalmente con él, pero eso es imposible.
—Pero es muy urgente. Soy Aga Yan, el anterior custodio de las llaves de la mezquita de Yome. Si se lo dice usted, seguro que me recibirá.
—No importa quién sea usted, el ayatolá no tiene tiempo. Además, ahora no está en casa y no sé cuándo volverá.
Aga Yan siguió delante del pilar con gesto desesperado.
—¡No se quede ahí pasmado! ¡Váyase!
Regresó a pie a la ciudad. Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer.
Se oyó el frenazo de un coche, el conductor bajó la ventanilla y lo interpeló.
—¿Qué pretende? ¿Es que quiere que lo maten o qué?
—Le pido disculpas, ha sido culpa mía —dijo Aga Yan.
El hombre lo reconoció y vio su mirada extraviada.
—¿Adónde va? Si quiere, puedo llevarlo.
—¿Yo? Voy a la cárcel, si no le supone mucha molestia.
—¿A cuál, la nueva o la vieja?
—No lo sé, la cárcel donde ejecutan a los chicos.
—A la vieja. Suba.
La cárcel vieja estaba a las afueras de la ciudad. El coche se detuvo en la placita que había delante de los altos muros del edificio y Aga Yan se bajó. La imponente puerta de hierro estaba cerrada y había tres policías haciendo guardia en lo alto de los muros. No se veía a nadie más.
Todavía no había anochecido, pero los grandes reflectores se encendieron automáticamente.
—No le abrirán —le gritó el hombre—. Si quiere lo llevo a casa.
Pero Aga Yan no le oyó. Se encaminó a la puerta y buscó un timbre que no había, de modo que empezó a golpear la puerta de hierro con los puños, pero nadie le contestó.
—¡Abran, por favor! —gritó.
—¡Lo llevaré a casa! —insistió el hombre.
—¡Señores! —Aga Yan llamó a los guardias sobre el muro, pero éstos no le hicieron caso—. ¡Señores! —volvió a exhortarlos.
El conductor se bajó del coche, fue hasta él y lo cogió del brazo.
—Será mejor que vuelva ahora a casa, ya regresará usted mañana.
Lo ayudó a subir al coche, lo condujo a la ciudad y lo dejó delante de la casa de la mezquita.
En cuanto entró, Aga Yan llamó a su mujer.
—¡Fagri! ¡Ponte el velo! —la apremió.
—¿Por qué?
—Vamos a ver a Am Ramazan.
Hacía mucho tiempo que no veían a Am Ramazan. Ya no sabían muy bien a qué se dedicaba, sólo que había puesto su burro a disposición de los ayatolás y que vestía de uniforme. Aga Yan llamó a la puerta pero no vio luces encendidas en la casa.
Llamó de nuevo. Se oyeron pasos por el pasillo, la puerta se abrió y Am Ramazan apareció en el umbral. Llevaba una larga barba e iba armado con una pistola. En la oscuridad, su silueta parecía más alta.
No esperaba encontrarse a Aga Yan y Fagri Sadat.
—¿Podemos pasar? —le preguntó ella.
—Si ustedes quieren... —respondió.
Había un enorme póster de Jomeini colgado en la pared y muchos retratos enmarcados de otros ayatolás.
—Necesitamos que nos ayude, Am Ramazan —le dijo Aga Yan—. Han arrestado a Yawad. ¿Podría hacer algo por nosotros?
Am Ramazan los miró con estupor. Siempre había sido su sirviente y ellos habían sido buenos con él. Y ahora estaban frente a él, abatidos, implorándole ayuda.
—¿En qué puedo servirlos? La verdad es que no sé si yo podré hacer gran cosa.
—Necesito hablar con el ayatolá. ¿Podrías conseguirme una entrevista con él? ¡Tiene que ser ahora mismo! De lo contrario, temo que quizá sea demasiado tarde.
—¿Ahora mismo? No puede ser. Bueno, no sé, a ver, déjenme pensar un momento. Siéntense. Fagri Sadat, ¿quiere una taza de té? —dijo, y fue hasta el teléfono que le habían instalado hacía poco tiempo.
Marcó un número y habló:
—Soy yo. Necesito una cita con el ayatolá. ¿Podrías conseguírmela? No, no es para mí, sino para un conocido... Sí, lo conozco bien desde hace mucho tiempo, es muy importante... Esta noche a ser posible. ¿Y mañana? De acuerdo, en la mezquita. ¿Después del sermón? No, mejor antes del sermón.
A Aga Yan se le saltaron las lágrimas.
Era viernes y los fieles acudían en tropel a la mezquita. Aga Yan se había apostado delante de la puerta y esperaba la llegada del ayatolá, pero algo lo había entretenido.
Cuando el ayatolá se disponía a partir hacia la mezquita, sonó el teléfono.
—La semana pasada, Irak bombardeó nuestras tropas con armas químicas. Ha habido miles de muertos, entre ellos varios centenares de soldados de Seneyán y los pueblos vecinos —le informó el coordinador de los sermones del viernes—. Mañana recibiréis los cadáveres.
El Mercedes-Benz negro del ayatolá se detuvo delante de la mezquita. Dos guardianes se apearon. Aga Yan hizo ademán de acercarse hacia ellos, pero uno de los hombres lo detuvo.
—Tengo una cita con el ayatolá —le dijo Aga Yan.
—¡Hágase a un lado! —ordenó el guardián.
El ayatolá le dirigió una mirada a Aga Yan pero no lo reconoció, nunca lo había visto.
Aga Yan se quitó el sombrero y se inclinó. El ayatolá pasó delante de él.
—¡Tengo una cita con usted! —exclamó Aga Yan corriendo tras él—. ¡Soy el antiguo custodio de las llaves de la mezquita! —gritó antes de que un guardián lo detuviera.
El ayatolá hizo una señal para que lo soltasen.
Aga Yan se apresuró hasta él. Araki le alargó la mano mientras continuaba andando hacia el templo. Delante de la puerta de la sala de oración, Aga Yan le tomó la mano y la besó.
Los fieles que se hallaban en el interior vieron llegar al ayatolá y lo recibieron con vítores.
Todos fueron testigos de que Aga Yan se inclinaba para besar la mano del ayatolá y de que el religioso se detenía un instante a escucharlo. Todos fueron testigos de que Aga Yan todavía seguía hablando cuando el ayatolá echó a andar visiblemente irritado, y vieron cómo el comerciante de alfombras se aferraba a la túnica del ayatolá y los guardianes lo apartaban de allí a empellones.
El ayatolá Araki fue directamente al almimbar y subió el primer peldaño. Uno de los guardianes le alcanzó un arma que el religioso empuñó de forma simbólica para señalar que estaban en tiempos de guerra. Después empezó su sermón.
—¡Sadam, que no es hijo de su padre, ha bombardeado nuestra joya de Isfahán! ¡Sadam no es nada, no es más que un bastardo siervo de América! ¡América se venga de nosotros! ¡América utiliza a Sadam como una máquina de guerra! ¡No es Sadam quien bombardea nuestras mezquitas sino América!
»¡América! ¡Bombardéanos! ¡No te tememos! ¡América, destruye nuestros templos históricos! ¡No te tememos!
»¡Sadam es un siervo!
»Nos teme, teme a nuestro ejército, teme a vuestros hijos.
»¡Fieles de Seneyán, preparaos! Tengo tristes noticias que daros. Sadam ha bombardeado a nuestros hijos con armas químicas.
»¡Madre, prepárate!
»¡Padre, prepárate!
»Dentro de poco, deberéis enterrar a vuestros hijos. Pero pensad que ellos han llegado al paraíso y han sido recibidos por los ángeles.
- Alaho akbar! Alaho akbar! —corearon los fieles.
—¡Alá es grande! ¡Venceremos! ¡Conquistaremos Bagdad! ¡Y no nos detendremos ahí sino que golpearemos América en Israel! ¡Liberaremos Alharem Alsharief!
- Alaho akbar! Alaho akbar! —volvió a gritar el gentío.
—Son tiempos difíciles, pero vuestros hijos están escribiendo la historia. ¡Os felicito por la muerte de vuestro hijo!
»¡Pero estate alerta, madre! ¡Ten cuidado, padre! Luchamos en dos frentes a la vez. Mientras nuestros hijos se enfrentan a Sadam, aquí tenemos que combatir a los comunistas, un enemigo pequeño pero muy peligroso infiltrado entre nosotros. ¡También a ellos lograremos destruirlos por completo!
Y señalando a Aga Yan con el arma, gritó:
—¡Sin piedad! ¡Castigadlos duramente!
- Alaho akbar!
Aga Yan, que había caído de rodillas en el suelo, sintió de pronto el peso de la mezquita sobre sus espaldas y, vencido, rezó:
A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.
Dirígenos por la vía recta,
La vía de los que Tú has agraciado, no de los que no han
incurrido en la ira, ni de los extraviados.
En cuanto Aga Yan volvió a casa y le contó a Fagri Sadat cómo lo había tratado el ayatolá, ésta se echó el velo por encima.
—¿Adónde vas?
—Voy a buscar a Zinat. ¡Tiene que ayudarnos!
—No hará nada por nosotros. No movió un dedo por su propio hijo, menos aún lo hará por Yawad. El mundo se ha vuelto loco. Jomeini ha hecho un llamamiento a la yihad. Ha exhortado a todo el mundo a denunciar a los opositores. Hasta las madres traicionan a sus hijos.
—Yawad no ha hecho nada malo.
—No seas tan ingenua, Fagri, eso mismo dicen todas las madres. Llevaba mucho tiempo viviendo fuera de casa. No sabemos lo que hacía y qué se le había perdido en ese pueblo.
—Aun así voy a buscar a Zinat.
—Zinat repudió públicamente a Ahmad en la mezquita. Si fue capaz de hacer una cosa así con su propio hijo, ¿crees que querrá ayudar al tuyo?
—No tenemos otra salida. Debemos ir. Tú también, iremos juntos.
Zinat seguía trabajando en la sección femenina de la prisión, donde sometía a las reclusas a una presión tan grande que éstas se entregaban por completo a su voluntad, dispuestas a rezar siete veces al día si hacía falta y a traicionar sin el menor escrúpulo a todos sus amigos.
Tiempo atrás, una tarde que Zinat se había presentado en la casa sin avisar para recoger sus últimos efectos personales, oyó la voz de Aga Yan en la penumbra.
—Zinat, ¿a qué viene tanto sigilo? ¿Por qué no quieres vernos y nos niegas el saludo?
Ella no se dignó contestarle siquiera y siguió andando hacia la puerta, pero Aga Yan la detuvo.
—No puedes huir de ese modo, me debes una respuesta. La gente habla mal de ti a tus espaldas. Dicen que eres una torturadora. ¿Es eso cierto?
—La gente puede decir lo que le plazca. ¡Cumplo con mi deber! Hago lo que Alá me pide.
—¿De qué Alá me estás hablando? ¿Por qué no conocemos nosotros a ese Alá?
—Los tiempos han cambiado —repuso Zinat.
Y abrió la puerta y se fue.
Zinat se sentía bien consigo misma, nunca se había sentido mejor. Lo que la gente dijera de ella la tenía sin cuidado; sabía que no hacía nada malo. Cuando Ahmad fue arrestado, Zinat concertó una cita en secreto con Jaljal, que por entonces se hallaba en Qom. Aquél fue un encuentro crucial que marcó un punto de inflexión en su vida. En ocasiones, le asaltaban las dudas de si estaba en el buen camino, pero Jaljal se había encargado de borrar todas sus incertidumbres.
—Una gran revolución ha triunfado —le había dicho el imán—, el islam ha logrado erradicar las viejas raíces de dos mil quinientos años de monarquía. Trabajamos con ahínco para fundar la primera república chií. Alá nos castigará sin misericordia si dejamos escapar esta oportunidad única. Alá tiene dos rostros, uno piadoso y el otro implacable, y son tiempos para este último. No hay otra forma de sostener el islam. Nuestros enemigos no se dan por vencidos. No tenemos elección. Acepta el islam y deja todo lo demás, sea tu hijo, tu padre o tu madre, da lo mismo. Alá te recompensará en el paraíso.
El Comité de Hermanas de Usos y Costumbres del Islam que operaba al mando de Zinat tenía su sede en la antigua vivienda del alcalde del régimen anterior.
Cuando Aga Yan y Fagri llegaron a la casa, vieron en el patio a un grupo de padres que iban a preguntar por sus hijas presas. Fagri Sadat se cubrió bien el rostro con el velo y se dirigió a la escalera. Dos mujeres embozadas con velos negros le impidieron el paso.
—¿Qué desea? —le preguntó una de ellas.
—Querría hablar con Zinat Janum.
—Hermana, hermana Zinat —la corrigió la otra.
—Le ruego que me disculpe. Por supuesto, me refería a la hermana Zinat.
—La hermana Zinat está muy ocupada y no puede recibir a nadie.
—Se trata de un asunto familiar, necesito hablar con ella.
—Le he dicho que está muy ocupada, que sea familia o no, no cambia nada.
—Soy su cuñada y él es Aga Yan, su cuñado. Necesitamos hablar con ella urgentemente. Si es tan amable de decirle que estamos aquí, estoy segura de que querrá recibirnos.
—Veré lo que puedo hacer, pero ahora regresen abajo y esperen ahí.
—Como mande.
Zinat había atisbado por un resquicio de la cortina de su despacho a sus cuñados. Estaba enterada del arresto de Yawad, pero sabía que no podía hacer nada por él.
Jaljal la llamaba de vez en cuando, pero ella no podía ponerse en contacto con él. No estaba al corriente de las actividades de su yerno, y no tenía ni la más remota idea de que fuese el temido juez de Alá.
¿Ayudaría a Yawad si su vida corriese peligro? Tembló de impotencia: no, no podía ayudarlo, ella no era quién para torcer el curso de los acontecimientos, se limitaba a cumplir órdenes. Jomeini había sido muy explícito al respecto en el discurso que pronunció ante las «hermanas»: «A partir de este día, el islam descansa sobre vuestras espaldas. ¡Sacrificad a vuestros hijos si es necesario!» Zinat volvió a mirar hacia el patio.
—No quiero verlos. Diles que no estoy —le dijo a la guardiana.
La mujer regresó abajo.
—La hermana Zinat no se encuentra aquí. Ha salido.
Fagri Sadat miró alrededor desesperada, luego alzó los ojos hacia las ventanas y su mirada se detuvo en una mujer que los espiaba detrás de una cortina. Reconoció a Zinat. La cortina se cerró del todo.
—Está ahí —dijo Fagri—, acabo de verla detrás de la ventana.
—Le he dicho que no está aquí, háganse a un lado —repitió la guardiana de malos modos.
Aga Yan cogió a Fagri Sadat del brazo.
—Anda, vámonos de aquí.
—¡No, yo no me voy, me quedo aquí, tengo que hablar con Zinat!
—Fuera de aquí o llamaré a los hermanos —los amenazó la mujer.
—¡Zinaaaaat! —gritó Fagri.
Apareció un hombre armado y la empujó hacia la puerta con la culata de su fusil. Fagri perdió el equilibrio, se golpeó contra la puerta y el velo se le resbaló de la cabeza. Aga Yan agarró al hombre por el cuello y lo empujó contra la pared, mientras la guardiana pedía ayuda a gritos. Otros dos hombres armados se abalanzaron sobre Aga Yan; en aquel instante Zinat abrió la ventana.
—¡No le peguéis! ¡Soltadlo! ¡Dejadlo ir!
Aga Yan cogió del suelo el velo de Fagri y le cubrió la cabeza y los hombros.
—¡Nos vamos a casa!
Aquella tarde, Jaljal regresó a Seneyán.
En vista de que habían caído tantos soldados de la ciudad en combate, era el momento idóneo para juzgar a los enemigos del régimen.
Recibió a los acusados en las antiguas cuadras de la prisión, donde aún hedía a estiércol. En las paredes se veían herraduras, sillas y recados de montar. Jaljal siempre elegía los rincones más lóbregos de cada lugar.
Trajeron a tres muchachos, y en menos de quince minutos Jaljal dictó sentencia. Uno de ellos fue condenado a muerte y los otros dos a diez y quince años de prisión.
Después le tocó el turno a una chica.
—¿Nombre?
—Mahbub.
—Has sido arrestada cuando intentabas huir. ¿Por qué huías?
—Porque tenía miedo de que me arrestasen.
—¿Qué habías hecho para temer que te arrestasen?
—No había hecho nada.
—Tenías panfletos en el bolso.
—Eso no es verdad. No había nada de eso en mi bolso.
—Te arrestaron en la Aldea Roja. ¿Vives ahí?
—No.
—¿Qué hacías ahí entonces?
—Visitaba a unas amigas.
—¿Cómo se llaman tus amigas?
—No puedo decirlo.
—No quieres decirlo. Entendido. ¿Te arrepientes de lo que has hecho?
—¡Pero si no he hecho nada malo! No tengo nada de qué arrepentirme.
—Si me das muestras de arrepentimiento y firmas aquí, te rebajaré la condena.
—¿Por qué habría de firmar si no he hecho nada malo?
—¡Seis años! ¡El siguiente! —gritó Jaljal.
Se llevaron a la muchacha y un guardia entró con Yawad.
—¡Nombre! —dijo Jaljal sin mirarlo siquiera.
—¡Yawad!
—¿Nombre de tu padre?
—¡Aga Yan!
Jaljal alzó bruscamente la cabeza, se diría que picado por una avispa en el cuello, y observó a Yawad a través de los cristales oscuros de sus gafas.
Una luz cegadora deslumbraba los ojos del acusado y le impedía ver al juez. La pluma de Jaljal cayó al suelo y éste se inclinó hacia delante para cogerla. Por una fracción de segundo, Yawad vio parte del rostro de Jaljal.
Tuvo la impresión de que el juez le resultaba familiar.
Jaljal hojeó los papeles, se notaba que quería ganar tiempo.
—¡Un vaso de agua! —pidió.
Dos guardianes entraron y agarraron a Yawad por los brazos para sacarlo fuera; creían que el juez los había llamado para que lo sacaran de allí.
—Dejadlo aquí sentado. ¡Traedme un vaso de agua! —ordenó Jaljal.
«Lo conozco de algo —pensó Yawad—. Me suena su voz.»
Uno de los guardianes le llevó a Jaljal un vaso de agua y se fue. El juez bebió un trago y luego habló.
—Tienes un historial muy serio. Eres miembro activo de un partido comunista, eres el cerebro gris. Te arrestaron con una pistola en el bolsillo con la que se habían disparado tres balas. Hay testigos que te vieron disparar a un helicóptero. Por crímenes tan graves, se impone una condena a muerte. ¿Tienes algo que decir?
—Todo eso no son más que mentiras. Además, no reconozco este tribunal. ¡Lo que usted hace es ilegal! ¡Tengo derecho a un abogado! ¡Derecho a defenderme!
—¡Cierra la boca y escúchame! —replicó Jaljal con vehemencia—. Te he dedicado más tiempo que a los demás. Tu historial es una sucesión de crímenes gravísimos.
—Es un expediente amañado, esos datos no son correctos. No llevaba ninguna pistola en el bolsillo y jamás he disparado contra ningún helicóptero.
—No tengo tiempo para discutir contigo. Te aconsejo que me prestes mucha atención, ¿me oyes? Conozco a tu padre y quiero ayudarte si colaboras.
«¡Es Jaljal! —supo Yawad de pronto—. ¡Jaljal es el juez de Alá!» Le entró pánico sólo de pensarlo, se le secó la boca y las manos empezaron a temblarle. Jaljal comprendió que lo había reconocido.
—Escúchame, chico. Mañana traerán a la ciudad más de trescientos cadáveres del frente, todos jóvenes de tu edad que han combatido contra el enemigo, mientras tú disparabas contra nuestros helicópteros. Me da igual quién seas, aunque fueses mi hermano te condenaría a muerte. Pero haré una excepción porque conozco a tu padre. Voy a hacerte tres preguntas. Piénsatelo bien antes de contestar. Si eres listo, me responderás lo correcto. Debes saber que hasta ahora nunca he concedido esta oportunidad a nadie y tampoco lo haré en el futuro. Bien, primera pregunta: ¿eres comunista o crees en el islam?
Yawad no comprendió la seriedad de las palabras de Jaljal y hervía de furia en su interior.
—No pienso contestar a esa pregunta. No tiene derecho a preguntarme algo así como juez. Además, esto no es un tribunal sino una cuadra.
—Modera tu lengua —le aconsejó Jaljal, visiblemente decepcionado—. Segunda pregunta: ¿rezarás siete veces al día con los demás en la cárcel si te reduzco la pena?
—Rezar es una cuestión personal, y por tanto tampoco responderé a eso —se obstinó Yawad.
—Tercera pregunta: ¿firmarías este papel en el que pone que muestras arrepentimiento?
—¿Por qué habría de mostrar arrepentimiento si no he hecho nada malo? No, no pienso hacerlo.
Jaljal se debatía entre la duda, quería salvar a Yawad de la muerte, pero el chico no colaboraba en nada.
—Te daré una última oportunidad y te aconsejo que la aproveches —le advirtió.
Sacó un Corán del bolsillo y se lo alargó a Yawad.
—¡Si juras sobre el Corán que no llevabas ninguna pistola en el bolsillo, te rebajaré la pena, pero, si no lo haces, te pongo directamente contra el paredón!
—Ha ejecutado a cientos de inocentes. Eso es un crimen. Un crimen contra el Corán. No pienso hacerlo. Precisamente porque usted conoce a mi padre, no lo haré. Me avergüenzo de lo que hace. Su débil personalidad es de sobra conocida en casa. Pretende hacerme un favor, pero no lo acepto. Se siente usted en deuda con mi familia, pero yo me avergüenzo de usted. No deseo que me rebaje la pena un verdugo que dejó en la estacada a su mujer y su hijo minusválido, un verdugo que maltrataba y torturaba a su propia esposa. Jamás me arrodillaré ante alguien que ordenó exterminar a cientos de kurdos en un solo día. No sería el hijo de mi padre si lo hiciera. Métase el Corán en el bolsillo, no lo necesito.
—¡Muerte! —bramó Jaljal.
Los guardianes irrumpieron en la estancia y se llevaron a Yawad al lugar de ejecución.
Uno de los hombres le vendó los ojos. Yawad estaba convencido de que sólo pretendían meterle miedo. Además, era falso que llevara una pistola en el bolsillo y hubiera disparado contra un helicóptero. No tenían motivos para llevarlo al paredón. Oyó pasos acercándose y supuso que se trataba de Jaljal que venía a hablar con él. Estaba convencido de que Jaljal se acercaría hasta él, de que no lo ejecutaría debido a su deuda con Aga Yan.
Yawad esperaba que Jaljal dijese: «Ya está bien, quitadle la venda de los ojos y llevadlo a la celda.» Pero el juez de Alá se limitó a ordenar:
—¡En posición!
Dos guardianes hincaron la rodilla en el suelo y apuntaron a Yawad.
El muchacho enderezó la espalda para demostrarle a Jaljal que no tenía miedo. Sabía que el juez no se atrevería a hacer cumplir la sentencia.
—¡Fuego! —rugió Jaljal.
Dispararon. Yawad casi no notó los impactos en su cuerpo. Por un instante se dijo: «¿Lo ves?, sólo querían asustarte.»
Se tambaleó.
Cayó.
Apoyó la cabeza contra el suelo y cerró los ojos.