Capítulo 9

Extracto de «Cuando un hombre no es un hombre», de Podd Hamchinsky, Cosmópolis, junio de 1500.

«Conforme los hombres han viajado de estrella en estrella han ido descubriendo diversas formas de vida, inteligentes y no inteligentes (para repetir el perfectamente arbitrario parámetro antropomórfico). El adjetivo de «humanoides» apenas si puede ser adjudicado a media docena de esas formas de vida. Y de esa media docena, una sola de las especies se parece al hombre realmente: la de los Reyes Estelares de Glinarumen.

»Ya desde nuestro primer asombroso encuentro con tales criaturas, la cuestión ha venido planteándose una y otra vez: ¿Pertenecen a la familia humanoide —es decir, a ese «ser bifurcado, bibraquiado, monocefálico y polígamo»— según expresión de Tallier Chantron, o no? La respuesta, por supuesto, depende de las definiciones.

»Por anticipado, puede darse por sentado un punto esencial: no son el homo sapiens. Pero si lo que quiere significarse es una criatura que pueda hablar el lenguaje humano, entrar en una sastrería, jugar un excelente partido de tenis, vestirse elegantemente o participar en una partida de ajedrez, asistir a las funciones reales de Estocolmo o a las fiestas de los jardines de Strylvania, sin ocasionar el más mínimo arqueamiento de una ceja aristocrática, entonces tal criatura es un hombre.

»Hombre o no hombre, el típico Rey Estelar es un individuo cortés, aunque de mal carácter a veces, sin el menor sentido del honor y extravagante. Hágale un favor cualquiera y lo agradecerá; pero injúrielo y se revolverá como una fiera y probablemente le matará (siempre que se encuentren en una situación en que la ley humana no pueda restringirlo). Si su acción causa una perturbación legal, dejará instantáneamente de lado tal injuria y no moverá un dedo para reclamar nada. Es rudo, pero no cruel y se confunde ante las manifestaciones humanas de sadismo, masoquismo, fervor religioso, flagelación o suicidio. Por otra parte, procurará demostrar toda una teoría de hábitos peculiares y actitudes no menos explicables desde nuestro punto de vista y que surgen de su retorcida y misteriosa psique.

»Decir que su origen está en disputa es como recordar que Creso fue un hombre fabulosamente rico. Existen, por lo menos, una docena de teorías para explicar la notable similitud del Rey Estelar y el Hombre; pero ninguna convincente por completo. Si los Reyes Estelares las conocen, no admitirán nada en absoluto. Desde que cerraron totalmente el paso a los equipos de investigación arqueológica y antropológica en su planeta, nos resulta imposible verificar o refutar cualquiera de tales teorías.

»Cuando viven en planetas ocupados por humanos, se adaptan a la perfección a los mejores ejemplares de hombres; pero conservando su pauta de conducta, única para la raza. Simplificando, podemos decir que su rasgo dominante es la pasión por lo excelso, el frenético deseo de vencer a cualquier competidor humano en cualquier aspecto. Puesto que el hombre es la criatura dominante en el Oikumene, los Reyes Estelares lo aceptan como un blanco, como la estrella polar de sus acciones, como un campeón a quien hay que desafiar y vencer a toda costa y por todos los medios y en todos los matices de sus capacidades. Si sus ambiciones nos resultan irreales e inútiles (en las cuales con frecuencia tienen éxito), no es menos absurda para ellos nuestra propia conducta sexual, ya que los Reyes Estelares son partenogenéticos, reproduciéndose de tal forma que se sale del alcance de este artículo su descripción adecuada. No estando afectados en absoluto por la vanidad, ni dándole importancia a la belleza o a la fealdad física, todo su esfuerzo tiende a ganar puntos en la semiamigable contienda con los verdaderos hombres...

»¿Y qué hay de sus logros? Son buenos constructores, atrevidos ingenieros, excelentes técnicos. Son una raza pragmática, no particularmente apta para las matemáticas o las ciencias especulativas. Resulta difícil concebir que hubieran dado al mundo un Jarnell, descubridor del fisionador del tiempo. Sus ciudades tienen un aspecto impresionante, surgiendo de las llanuras del planeta que les dio la vida como un bosque de cristales metálicos. Cada Rey Estelar adulto se construye para sí mismo una torre. Cuanto más ferviente es su ambición y más exaltado su rango, más alta y más espléndida es la torre (lo que parece hacerles gozar sólo como monumento). Tras la muerte de alguno, la torre puede ser temporalmente ocupada por algunos de los más jóvenes individuos, durante la época en que se hallan acumulando suficiente riqueza para construir su propia torre. Respecto a la inspiración como ciudades vistas de lejos, se hallan desprovistas de las más elementales necesidades municipales y los espacios entre las torres, se hallan, a falta de aceras, polvorientos y destrozados. Las factorías y plantas industriales están albergadas en cúpulas bajas de tipo utilitario y servidas por criaturas de la última escala de la evolución y agresividad de su especie (ya que la raza no es homogénea, en absoluto). Es como si cada humano hubiera reunido en su sola persona a los procónsules, pitecántropos, sinántropo gigante, Neanderthal, magdaleniense, solutrense, Grimaldi y CroMagnon, y todas las razas del Hombre moderno a lo largo de su línea evolutiva.»

A medianoche un grupo de gente joven llegó riendo y cantando al área de aparcamiento. Habían tomado una copiosa cena en «The Halls» y después visitado «Llanfelfair», la posada de la «Estrella Perdida», «Haluce» y el «Casino Plageale». Caminaban literalmente borrachos e intoxicados por la exuberancia de los vinos, humos, percusiones, cantos y otras excitaciones de las casas que habían visitado. El joven que tropezó con el cuerpo de Gersen cayó al suelo y soltó una maldición.

El grupo se reunió a su alrededor, uno de ellos corrió a su vehículo y presionó el botón de llamada de urgencia y dos minutos más tarde un ingenio de la policía descendió del cielo y, momentos más tarde, llegó una ambulancia.

Gersen fue conducido a un hospital, donde fue tratado por contusiones de cierta gravedad y shock. Se le administró radioterapia, masajes y medicamentos estimulantes. Recobró el conocimiento y por unos instantes yació en su cama pensando. Después hizo un esfuerzo para levantarse.

Los asistentes internos tuvieron cuidado de volverlo a acostar; pero Gersen adoptó una postura furiosa e irracional.

—¡Mis ropas! —rugió—. ¡Denme mis ropas!

—Están seguras en el armario, señor. Relájese y siga acostado, por favor. Aquí se halla el oficial de policía, que le tomará declaración.

Gersen dejó hacer, enfermo de preocupación. El investigador de la policía se aproximó, un joven oficial vistiendo el uniforme amarillo marrón y las botas negras de la Comisaría de la Provincia del Mar. Se dirigió a Gersen educadamente, se sentó y abrió la caja de lentes registradoras.

—Bien, señor, díganos ahora qué ha ocurrido.

—Había salido a pasear con una joven, la señorita Pallis Atwrode, de Remo. Cuando volvíamos al coche, fui golpeado y no sé qué habrá podido ocurrirle a la señorita Atwrode. Lo último que recuerdo es que ella luchaba por desasirse de uno de los hombres que nos atacaron.

—¿Cuántos había?

—Dos. Les reconocí. Sus nombres son Hildemar Dasce y un tipo conocido por Suthiro, un sarkoy. Ambos hombres vienen de Más Allá.

—Sí, ya comprendo. La dirección y el nombre de la señorita, por favor.

—Pallis Atwrode, apartamentos Merioneth, en Remo.

—Comprobaremos inmediatamente que no haya vuelto a casa. Y ahora, señor Gersen, continúe.

Con voz cansada y dificultosa, Gersen le dio una detallada información del ataque y describió meticulosamente a Dasce y a Suthiro. Mientras hablaba, llegó un informe de la Comisaría General: Pallis no había vuelto a su apartamento. Se hallaban bajo vigilancia las carreteras, y las terminales de las líneas aéreas y espaciales. Se había dado cuenta a la PCI.

—Y ahora, señor —preguntó el oficial con voz neutra—, ¿puedo preguntarle qué negocios le retienen aquí?

—Soy un prospector.

—¿Cuál es la naturaleza de su asociación con esos dos individuos?

—Ninguna. Les vi una vez, mientras trabajaba en el planeta Smade. Aparentemente me consideran como a un enemigo. Creo que forman parte de la organización de Malagate.

—Resulta extraño que cometieran una acción tan desvergonzada. De hecho ¿cómo es que no le mataron?

—No lo se.

Y Gersen trató nuevamente de incorporarse. El investigador le observó con su actitud profesional.

—¿Qué planes tiene, señor Gersen?

—Deseo hallar a Pallis Atwrode.

—Es comprensible, señor. Pero será mejor que no se mezcle en esto. La Policía es más efectiva que un hombre solo. Podremos darle noticias muy pronto.

—No lo creo —dijo Gersen—. En estos momentos se hallarán en pleno espacio.

El oficial, poniéndose en pie, hizo una tácita admisión de la realidad del caso.

—Naturalmente, le tendremos bien informado.

Se inclinó y se marchó al instante.

Gersen se vistió, bajo el constante reproche de un enfermero. Tenía las rodillas débiles y su cabeza flotaba en una especie de dolor generalizado. En sus oídos aún zumbaba el efecto de las drogas que le habían administrado.

Un elevador le dejó al nivel de una estación de ferrocarril subterráneo y mientras se trasladaba rápidamente, sobre la plataforma, trató de coordinar un plan de acción eficaz. Una frase le machacaba repetidamente el cerebro: «Pobre Pallis, pobre Pallis», como si un insecto le atravesara el cráneo.

Sin ningún plan mejor por el momento, entró en una cápsula exprés y se dirigió a la estación existente bajo la explanada. Salió al exterior; pero en lugar de dirigirse al coche deslizante tomó asiento en un restaurante y pidió café.

«Ahora estará en pleno espacio —se dijo a sí mismo—. Y es por culpa mía, sólo por mi culpa.» Porque tenía que haber previsto tal eventualidad. Pallis Atwrode conocía muy bien a Warweave, Kelle y Detteras, les veía a diario y escuchaba cualquier habladuría que les concerniese a cada instante. Malagate el Rey Estelar, Malagate el Funesto era uno de los tres hombres, y Pallis, evidentemente tenía el conocimiento que junto a las indiscreciones de Suthiro hacían que el incógnito de Malagate resultase inseguro. De aquí que ella tuviese que ser puesta fuera de circulación. ¿Asesinada? ¿Vendida como esclava? ¿Tomada por el criminal Dasce para su uso personal? Era horrible... pobre Pallis, pobre Pallis...

Gersen miró al océano. Un leve tinte lavanda se formaba sobre el horizonte, presagiando la inminente aurora de un nuevo día. Las estrellas iban desapareciendo poco a poco.

«Tengo que enfrentarme con todo esto —seguía reflexionando Gersen—, y es mi culpa, sólo mía... Si le hubiese ocurrido algo... pero no. Mataré a Hildemar Dasce de cualquier forma.»

Suthiro, traidor y repulsivo criminal con cara de zorra, ya podía considerarse muerto. Pero allí estaba Malagate, el cerebro coordinador de todo lo sucedido. Como Rey Estelar, parecía en cierta forma menos odioso, era una bestia horrible que podía ser destruida sin ninguna emoción.

Destilando odio, dolor y culpabilidad, Gersen se dirigió hacia el aparcamiento, ya vacío, para recoger su coche. Allí era donde Dasce había estado sentado. Y donde le habían dejado inconsciente... al igual que un estúpido desprevenido. ¡Cómo se avergonzaría el espíritu de su abuelo!

Arrancó el coche y volvió a su hotel. No encontró mensaje alguno.

La aurora se extendió por Avente. Rígel expandía su brillante luz matutina desde las colinas Catilina a través de un gran banco de nubes. Gersen puso el despertador y tomó un par de píldoras soporíferas, para descansar un par de horas y se metió en la cama.

Se levantó deprimido y más desmoralizado que antes. El tiempo había pasado y nadie tendría noticias de la pobre Pallis... Ordenó que le subieran café y no quiso comer nada. Consideró la acción a seguir. ¿La PCI? Se vería forzado a relatarlo todo. ¿Podría actuar la PCI eficientemente, suministrándole toda la información. Podría decir que consideraba a uno de los administradores de la Provincia del Mar como a uno de los llamados Príncipes Demonio. ¿Y qué? La PCI, una fuerza selecta de policía, con todos los vicios y virtudes propias de semejante organización policíaca, sería o no digna de confianza. Los Reyes Estelares estarían infiltrados en ella, en cuyo caso Malagate sería inmediatamente advertido. ¿Y cómo, por otra parte, ayudaría tal información a rescatar a Pallis? Hildemar Dasce era el secuestrador; Gersen ya lo había declarado y ninguna otra información podía ser más explícita.

Existía otra posibilidad: el cambio entre el mundo de Teehalt por Pallis Atwrode, que Gersen hubiera aceptado de mil amores... Pero ¿con quién tratar? Aún no estaba en condiciones de identificar a Malagate. La PCI debía tener medios, sin duda alguna, para descubrirlo. Pero entonces el cambio sería imposible. Habría una ejecución por parte de la PCI, sin que apenas se notara, aunque habitualmente la PCI actuaba a solicitud de alguna agencia gubernamental autorizada. Pero mientras tanto, ¿qué sería de la pobre Pallis Atwrode? Estaría perdida irremisiblemente... una pequeña y bella chispa de luz y de vida que se extinguiría y sería olvidada.

Pero si Gersen reconociese a Malagate sus posibilidades resultaban inmensas. Podría efectuar su oferta con seguridad. La lógica de la situación empujaba a Gersen a proceder como antes. Pero ¡con qué lentitud! Pensando en la desventurada Pallis.... No obstante, Hildemar Dasce se había marchado a Más Allá y ningún esfuerzo de Gersen o de la PCI valdría contra la dura realidad. Sólo Attel Malagate tenía el poder de ordenar su retorno. Si es que Pallis vivía todavía...

La situación no había cambiado. Como antes, su primer paso urgente era identificar a Malagate y después tratar con él, de grado o por fuerza.

Con el curso de su acción más claro en su mente, la moral de Gersen aumentó. Su resolución y su antiguo espíritu de dedicación le dieron nueva fuerza y resolución. Nadie ni nada podría suministrarle una emoción tan intensa...

Se acercaba la hora de la cita con Detteras, Warweave y Kelle. Se vistió, descendió al garaje, tomó el coche, que sacó a la avenida, y puso proa hacia el sur. Llegó a la Universidad, aparcó, cruzó el patio hacia el Colegio de Morfología Galáctica y se encaminó a la recepción, lleno de falsas esperanzas y una particular excitación.

Una nueva joven atendía al público.

—¿Dónde está la señorita Atwrode esta mañana? —preguntó cortésmente.

—No lo sé, señor. No ha llegado. Quizá no se encuentre bien.

«Sí, seguramente», pensó Gersen. Mencionó la cita que tenía y se dirigió hacia la oficina de Rundle Detteras.

Warweave y Kelle estaban ante él. Sin duda, los tres habían buscado un común acuerdo, una sola decisión. Gersen miró un rostro y después el otro, desde Detteras hasta Warweave. Una de aquellas criaturas no era humana, más que en apariencia. En el Refugio Smade le había mirado de soslayo y trató de recordar de algún modo quién pudiera ser. No llegaba a su mente ninguna imagen. Una piel tintada de negro y un traje exótico constituían un disfraz más allá de su penetración. Fue examinándolos a todos con disimulo. ¿Cuál sería? Warweave, aquilino, de mirada fría y arrogante. Kelle, preciso, sin humor y austero. Detteras, cuya genialidad parecía ahora falsa y forzada...

Le fue imposible decidir. Se esforzó en permanecer en una situación de estudiosa cortesía e intentó su primer ataque.

—Simplifiquemos todo este asunto, señores —dijo—. Les pagaré a ustedes, o sea, al Colegio, cuando descifren la cinta. Supongo que el Colegio se conformaría con un millar de UCL. En todo caso, ésa es la oferta que puedo hacerles.

Sus adversarios, cada uno a su estilo, se mostraron sorprendidos. Warweave levantó las cejas, Kelle le miró fijamente y Detteras exhibió una media sonrisa de estupor mal reprimido. Por fin, Warweave dijo:

—Pero tenemos entendido que usted tenía el propósito de vender, por ser su primordial interés en esta cuestión.

—No hablo de vender —dijo Gersen—. Sin embargo, no me importaría, si ustedes me ofrecen lo suficiente.

Kelle refunfuñó algo y Detteras movió su fea cabeza.

—¿Y cuánto es suficiente?

—Un millón de UCL, quizá dos o tres, si ustedes llegan a esa altura.

—No se paga a ningún prospector semejante minuta —dijo Warweave, con sequedad.

—¿Se ha establecido ya quién de ustedes apoyó la exploración de Teehalt?

—¿Qué importa eso? —respondió Warweave—. Su interés por el dinero es evidente. —Y miró a sus colegas—. Cualquiera que haya sido no quiere descubrirse. De todos modos sepa que la situación continúa siendo la misma.

—Es algo que no tiene importancia —intervino Detteras—. Vamos, señor Gersen, hemos decidido hacerle una oferta sustanciosa... ciertamente no tan espectacular como la que ha planteado.

—¿Cuánto?

—Unos cinco mil UCL.

—Ridículo. Se trata de un mundo excepcional.

—Usted no lo conoce —señaló Warweave—. No estuvo allí, o así nos lo dijo.

—Ni ninguno de nosotros —dijo Kelle secamente—. Nadie lo conoce.

—Ustedes ya vieron las fotografías —replicó Gersen.

—Exactamente —respondió Kelle—. No hemos visto nada más. Las fotografías pueden trucarse. Estoy en contra de pagar nada sólo a la vista de las fotografías.

—Es comprensible —respondió Gersen—. Pero por mi parte, no tengo intención de hacer nada sin una garantía. No olvide que he sufrido una gran pérdida y ésta es mi oportunidad de resarcirme.

—¡Sea razonable! —urgió Detteras de mal talante—. Sin el decodificador el archivo no sirve para nada.

—No del todo. Con el análisis Fourier puedo descifrar el contenido.

—En teoría. Es un proceso costoso.

—No tanto como dar el archivo para nada.

Y la discusión continuó durante una hora con Gersen cada vez más impaciente. Se acordó depositar 100.000 UCL como garantía de la operación y precio de la venta una vez consideradas las características del mundo en cuestión.

Concretada la operación, se llamó a la Oficina de Acciones y Contratos de Avente y los cuatro hombres se identificaron. El contrato se redactó legalmente. Una segunda llamada al Banco General de Alphanor estableció el aval.

Los tres administradores se retreparon en sus asientos inspeccionando a Gersen quien, a su vez, escrutaba a cada uno con la mayor atención.

—Iré —dijo Warweave— Tendré un verdadero interés en ir personalmente.

—Yo estaba a punto de ofrecerme voluntario también —insinuó Detteras.

—En tal caso —dijo Kelle—, yo podría acompañarles en el viaje. Ya estoy demasiado comprometido para cambiar de idea.

Gersen sintió una profunda frustración. Había esperado que Malagate —quienquiera que fuese de los tres—, se hubiera ofrecido espontáneamente de una forma que le hubiera desenmascarado. Gersen se enfrentó a la idea de establecer un nuevo conjunto de condiciones: la vida de Pallis a cambio del archivo; ¿acaso el mundo iba a ser para él? Su único objetivo era la identidad de Attel Malagate y después su vida.

Pero entonces todos sus planes habían caído por la borda. Si los tres iban al planeta de Teehalt, la identificación de Malagate tendría que depender de nuevas circunstancias. Y mientras, la suerte de la pobre Pallis tendría que aguardar. Gersen protestó.

—Mi navío espacial es pequeño para los cuatro. Es mejor que sólo uno de ustedes venga conmigo.

—Eso no plantea ninguna dificultad —apuntó Detteras—. La nave del Departamento servirá perfectamente, tiene suficiente espacio para todos.

—Otra cosa todavía —añadió Gersen—. Tengo urgentísimos negocios que resolver en un inmediato futuro. Lamento molestarles; pero insisto en que tenemos que partir hoy mismo.

Se produjo una vigorosa y general protesta. Los tres manifestaron hallarse ligados a citas, compromisos y asistencia a diversos comités y conferencias.

Gersen mostró abiertamente su temperamento.

—Caballeros, ya han gastado bastante tiempo, yo he perdido demasiado del mío y debo conminarles a salir hoy o llevar el archivo a otra parte o destruirlo definitivamente. Es mi última palabra.

Observó con atención los rostros de sus tres posibles enemigos, confiando que Malagate pudiera revelarse de algún modo. Warweave le miró, Kelle le examinó como si se tratase de un chiquillo insubordinado y Detteras sacudió la cabeza malhumorado. Se produjo un momento de silencio. ¿Quién sería el primero en estar de acuerdo, a pesar de su reluctancia en hacerlo?

—Considero que está usted adoptando una posición de lo más inconveniente, señor Gersen —dijo, al fin, Warweave con voz fría.

—Esto es absurdo —añadió Detteras—. No puedo dejar todos mis asuntos pendientes en cinco minutos.

—Uno de ustedes debería hallarse en condiciones de venir inmediatamente —dijo Gersen esperanzado—. Podemos hacer una inspección preliminar, suficiente para que pueda cobrar mi dinero y continuar mis negocios.

—Hummm —farfulló Detteras.

—Supongo que yo podría salir ahora mismo —dijo Kelle lentamente.

Warweave asintió con la cabeza.

—Mis compromisos, aunque son considerables, pueden también quedar pospuestos.

Detteras hizo un vago gesto con la mano, se volvió a la telepantalla y llamó a su secretaria:

—Cancele todos mis compromisos. Asuntos urgentes me llevan fuera de la ciudad.

—¿Por cuánto tiempo, señor?

—Indefinidamente.

Gersen no cesaba en su escrutadora inspección de los tres hombres. Detteras se mostraba muy irritado. Kelle consideraba el viaje con una excitación inesperada, mientras que Warweave mantenía un frío despego.

Gersen se dirigió finalmente a la puerta de salida.

—Nos encontraremos en el espaciopuerto, ¿convenido? A... digamos, las siete en punto. Llevaré el archivo y uno de ustedes el decodificador.

Los tres asintieron con un gesto y Gersen se marchó.

Volviendo a Avente, Gersen sopesó el futuro. ¿Frente a qué desafíos tendría que encararse con aquellos tres hombres, uno de los cuales era Malagate? Sería suicida no prepararse a conciencia: formaba parte del entrenamiento recibido de su abuelo, un hombre metódico, que se había esforzado en disciplinar la innata tendencia de Gersen a improvisar sobre la marcha.

En el hotel, examinó sus cosas, seleccionó algunas, lo empaquetó todo y volvió a revisarlo. Tras tomar todas las precauciones posibles, a fin de evitar la presencia próxima o lejana de algún microespía, se dirigió a la sucursal de la Distribuidora de Servicios Públicos, otra de las monstruosas compañías de utilidad semipública con agencias en todo el Oikumene. En una cabina eligió y consultó entre docenas de catálogos de objetos a escoger entre un millón, fabricados por miles de fabricantes.

Una vez hecha la elección, pulsó los botones necesarios y se dirigió hacia la caja.

Hubo una espera de tres minutos, mientras que las enormes maquinarias seleccionaban y transportaban los artículos adquiridos, hasta aparecer empaquetados en una correa sin fin. Los examinó pago su importe y tomó el ferrocarril subterráneo hacia el espaciopuerto. Preguntó dónde estaba el navío espacial de la Universidad a un empleado, que le llevó a una terraza y lo señaló con la mano. Era una gran espacionave, pesada y de gran capacidad. El empleado quiso ser más explícito:

—Mire, señor, ¿ve usted aquella nave ligera en rojo y amarillo? Bien, cuente tres a partir de ella. Primero está el CD dieciséis, después la vieja Parábola, y la tercera es la espacionave en verde y azul de la Universidad, con la gran cúpula de observación.

—Sale hoy al espacio, ¿eh?

—Sí. A las siete. ¿Cómo lo sabía?

—Un miembro de la tripulación está ya a bordo. Yo mismo le acompañé.

—Bien, gracias.

Gersen caminó a través de la gran explanada del espaciopuerto. Al llegar a la línea de las astronaves, inspeccionó atentamente la de la Universidad. Se distinguía ostensiblemente de las demás por la pintura, los colores exteriores y el emblema en el morro. Trató de hurgar en su mente dónde la había visto antes. ¿Dónde? Sí, en el planeta Smade, en el espaciopuerto situado entre las montañas cerca del Refugio. Era la nave que había usado el Rey Estelar.

La sombra de un hombre pasó a través de una de las claraboyas de observación. Cuando desapareció de su vista, Gersen cruzó el espacio existente entre las dos naves. Con precaución, intentó entrar por la escotilla de acceso. Estaba entreabierta. Entró en el espacio de transición y curioseó a través del panel del salón principal de la nave. Suthiro el sarkoy maniobraba con algo que parecía estar adherido a una vitrina.

En el interior de Gersen se desató una feroz alegría, la peculiar excitación de un odio incontenible que llegó a trastornarle completamente por unos instantes. Intentó pasar al interior; pero la puerta estaba cerrada por dentro. Había, no obstante, otra de emergencia para abrir el acceso en el caso de diferencias de presión entre la cabina y la atmósfera exterior. Gersen tocó el botón de emergencia. Se oyó un suave chasquido. Dentro de la nave estaba todo en el mayor silencio. No atreviéndose a mirar de nuevo por el panel, Gersen pegó el oído contra la divisoria metálica. Inútil, ningún sonido traspasaba la estructura de metal. Esperó un minuto y después se volvió para mirar dentro de la cabina una vez más.

Suthiro no había oído nada anormal. Se había desplazado hacia un extremo de la cabina, de espaldas a Gersen, y se hallaba ajustando el asiento flexible de un diván sobre el chasis del mueble. Gersen se deslizó sin ruido en el interior de la cabina, apuntando con su proyector el cuerpo del temible envenenador sarkoy.

—Scop Suthiro —dijo—, es un placer que no me esperaba.

Los ojos de perro de Suthiro se abrieron atónitos, parpadeando de sorpresa.

—Estaba esperando que viniese.

—Vaya, ¿y puede saberse para qué?

—Deseaba continuar la discusión de la noche anterior.

—Estábamos hablando de Godogma, el paseante de largas piernas, que lleva ruedas en los pies. Es cosa hecha, ya que ha pasado sobre el sendero de tu vida y nunca volverás a vagar con tu carromato por las estepas de Gorobundur.

Suthiro se quedó mirando fijamente a Gersen, estirado y receloso.

—¿Qué le ha ocurrido a la chica? —preguntó Gersen controlando la voz.

Suthiro reflexionó y trató de dar la respuesta más inocente.

—Se la llevó Hildemar Dasce.

—Sí, claro, con tu complicidad. ¿Y dónde se encuentra ahora?

Suthiro se encogió de hombros.

—Hildemar había ordenado matarla. Vaya, no sé por qué... Me dijo muy poca cosa. Dasce no la matará. No, hasta que sepa lo que quiere saber y haga de ella un total uso a su capricho. Es un khet.

Suthiro dejó escapar tal epíteto, una metáfora que ligaba a Dasce con la fecunda y obscena mentalidad de un sarkoy.

—¿Ha salido de Alphanor?

—Oh, sí —respondió Suthiro ante la ingenuidad de Gersen—. Probablemente habrá ido a su pequeño planeta.

Suthiro hizo un gesto de malestar que le aproximó algunas pulgadas a Gersen.

—¿Dónde está ese planeta?

—¡Ja! ¿Supone usted que me lo iba a decir a mí? ¿O a cualquier otro?

—En tal caso... pero necesito obligarte a quedarte atrás.

—¡Puaf! —murmuró Suthiro con una infantil sonrisa de petulancia—. Puedo envenenarle a usted en el momento que desee.

Gersen dejó correr una débil sonrisa a través de sus labios.

—Yo ya te he envenenado a ti.

Suthiro levantó las cejas.

—¿Cuándo? Usted nunca se aproximó a mí.

—Sí. La pasada noche. Te toqué cuando manejabas el papel. Mira el dorso de tu mano derecha.

Suthiro miró fijamente con horror la señal roja.

—¡Cluze!

—Sí, con cluze —respondió Gersen lentamente.

—Pero... ¿por qué tuvo que hacerme esto a mí?

—Te merecías un final así.

Suthiro se abalanzó sobre él como un leopardo furioso. El proyector desintegrante de Gersen dejó escapar una descarga de energía blancoazulada. Suthiro cayó fulminado contra la cubierta, todavía mirando fijamente a Gersen.

—Mejor... plasma que el cluze —susurró con voz ronca.

—Morirás por el cluze.

—No, mientras lleve conmigo mis venenos —respondió Suthiro.

—Godogma te llama. Ahora tienes que decir la verdad. ¿Odias a Hildemar Dasce?

—Claro que le odio —respondió Suthiro como si no existiese en el mundo nadie capaz de otra cosa.

—Mataré a Dasce.

—Mucha gente quiere hacerlo también.

—¿Dónde está el planeta?

—En Más Allá. No sé nada más.

—¿Cuándo volverás a verle?

—Nunca. Estoy muriéndome. Dasce está ligado a un infierno mucho más profundo que el mío.

—¿Y si vivieras?

—Jamás. Volvería a Sarkovy.

—¿Quién conoce el planeta?

—Malagate... quizá.

—¿No hay nadie más? ¿Tristano?

—No. Dasce habla poco. Ese mundo no tiene aire. —Y Suthiro comenzó a recogerse sobre sí mismo— La piel ya me está hormigueando...

—Escucha, Suthiro. Tú odias a Dasce, ¿verdad? Y también me odias a mí porque te he envenenado. ¡Piensa! ¡Tú, un sarkoy, envenenado por mí y con tanta facilidad!

—Sí, te odio —murmuró Suthiro.

—Dime, pues, la forma de encontrar a Dasce. Uno de los dos tiene que matar al otro sin remedio. La muerte es tu oficio.

Suthiro meneó su peluda cabeza con desolación.

—Pero... no puedo decir lo que no sé.

—¿Qué es lo que ha dicho de ese mundo? ¿Habló de él?

—No sé... Dasce es un cochino fanfarrón. Su mundo es duro y temible. Sólo un hombre como él pudo haberlo dominado. Vive en el cráter de un volcán apagado...

—¿Y qué estrella le da luz?

Suthiro se miró la mano con curiosidad.

—Es un mundo oscuro. Sí. Tiene que ser un sol rojo. Preguntaron a Dasce sobre su superficie y cómo era... en una taberna. ¿Por qué se pintaba siempre de rojo? Para igualarse al sol —dijo Dasce.

—Una estrella enana roja —susurró Gersen.

—Así debe de ser...

—¡Piensa! ¿Qué más? ¿En qué dirección? ¿En qué constelación? ¿En qué sector galáctico?

—No dijo nada. Ahora... ya no tiene interés para mí. Pienso sólo en mi Dios, en Godogma. Vete, para que pueda acabar de matarme decentemente.

Gersen miró a aquel monstruo acurrucado en el suelo sin ninguna emoción.

—¿Qué estabas haciendo aquí en la nave?

Suthiro se miró la mano con curiosidad y después se la frotó con el pecho.

—Siento cómo se mueve. —Y miró a Gersen—. Bien, pues, ya que quieres ver mi muerte, observa. —Se llevó las manos al cuello con los nudillos convulsos. Los ojos marrones del envenenador le miraban fijamente—. Dentro de treinta segundos habré terminado.

—¿Quién más pudo saber algo del planeta de Dasce? ¿Tenía amigos?

—¿Amigos?

Y Suthiro, incluso en sus últimos instantes de vida, parecía burlarse.

—¿Dónde se hospeda en Avente?

—Al norte de Sailmaker Beach. En una vieja cabaña, en Mellnoy Heights.

—¿Quién es Malagate? ¿Cuál es su nombre?

Suthiro susurró con voz apagada.

—Un Rey Estelar no tiene nombre.

—¿Qué nombre ha usado en Alphanor? ¡Vamos, pronto!

Los gruesos labios de Suthiro se abrieron y cerraron lentamente. Las palabras silbaban en su pálida garganta.

—Me has matado. Dasce fracasará, que Malagate te mate a ti.

Los párpados se le cerraron poco a poco, sufrió violentos espasmos y su cuerpo se extendió yerto, sin vida.

Gersen miró el cuerpo muerto del sarkoy. Paseó a su alrededor estudiándolo detenidamente. El sarkoy había sido traidor y vengativo. Con el pie intentó darle la vuelta. Rápido como una serpiente el brazo describió un arco en el espacio con sus uñas envenenadas dispuestas a matar. Gersen se hizo atrás instantáneamente, disparándole una segunda carga. Esta vez el sarkoy murió.

Gersen registró el cadáver. En el bolsillo le encontró una cantidad de dinero que se guardó en el suyo. Había, además, un verdadero arsenal de venenos mortales, que Gersen examinó; pero siéndole desconocida la nomenclatura usada por Suthiro, lo descartó a un lado. Llevaba un dispositivo no más grande que un dedo pulgar, diseñado para disparar agujas envenenadas con venenos o virus con aire comprimido. Así, un hombre podría ser infectado fácilmente desde una distancia de cincuenta pies, sin sentir más que un leve pinchazo. Suthiro disponía también de un proyector como el suyo, tres estiletes, un paquete de comprimidos y otro de caramelos en forma de rombo, todos ellos mortales de necesidad sin duda alguna.

Depositó las armas en el bolsillo de Suthiro y lo arrastró hacia la compuerta eyectora de la espacionave, que engulló el cuerpo, volviendo a cerrarse automática y herméticamente. Una vez en el espacio, bastaría presionar un botón y el cuerpo de Suthiro el sarkoy desaparecería en la eternidad.

Después se dirigió a inspeccionar lo que el envenenador, momentos antes de morir, había estado manipulando junto a una vitrina. Bajo ella encontró una palanca que controlaba un juego de cables que conducían a un relé escondido, que a su vez activaba las válvulas de cuatro pequeños depósitos de gas en diversos lugares secretos de la cabina. ¿Un gas letal o un anestésico? Gersen despegó uno de los depósitos y halló una etiqueta escrita con la letra del sarkoy y que decía: «Narcoléptico instantáneo Tironvirastaro», «Inductor inodoro de sueño profundo con mínimo remanente residual». Parecía que Malagate, no menos metódico que Gersen, estaba tomando sus propias precauciones.

Gersen cogió los cuatro depósitos, se dirigió a su escotilla, vació su contenido y volvió a colocarlos en sus lugares correspondientes. Dejó la palanquita en su lugar, pero con su función cambiada.

Terminado aquello, Gersen sacó su propio dispositivo: un reloj que había comprado en los almacenes de Avente, y una bomba del armamento preparado. Tras un momento de reflexión, montó la bomba de relojería y la aseguró en el hueco de los reactores de la nave, donde pudiera hacer el máximo daño en caso de necesidad. Miró su reloj: la una de la tarde. El tiempo apremiaba. Todavía tenía muchas cosas que hacer. Salió de la espacionave y volvió a la terminal donde tomó el tren subterráneo para la Playa de Sailmaker Beach.

Cerca de la estación, Gersen alquiló un escúter volador giroscópicamente equilibrado, de cabina transparente. Con sus dos UCL depositados en la ranura el aparato le prestaría servicio por dos horas. Saltando a bordo se dirigió hacia el norte a través de las ruidosas calles de Sailmaker Beach.

El distrito residencial tenía un aspecto característico y único. Avente, una ciudad cosmopolita y agradable, era casi indistinguible de cincuenta ciudades distintas del Oikumene. Sailmaker Beach parecía un caso único en el universo conocido. Sus edificios eran de baja construcción, rodeados de muros espesos, construidos en su mayor parte de cemento prensado, pintados de blanco o colores claros desvaídos, que en la ardiente luz de Rígel resultaban detonantes, ya que incluso los colores pastel parecían intensos. Por alguna razón el lavanda y el azul pálido, mezclados con el blanco, eran los tintes más corrientes para los edificios. El distrito se hallaba habitado por individuos de nacionalidades distintas al mundo de Alphanor, formando cada una un enclave especial, con sus comercios, restaurantes y diversiones. Aunque separados por el origen, hábitos y fisonomía, los habitantes del distrito eran uniformemente volubles, sospechosos y extraños, desdeñosos de los forasteros y de cada grupo. Se ganaban la vida con el turismo, o trabajando en labores domésticas, o con pequeños negocios: animadores de lugares nocturnos de diversión, músicos y otras actividades en las innumerables tabernas, salas de fiestas, burdeles y restaurantes.

Al norte, se hallaba en una altura Melnoy Heights, donde la arquitectura cambiaba en edificios altos y estrechos, como una prolongación del gótico, cada uno pareciendo surgir de los muros del otro. Allí era donde Hildemar Dasce tenía su alojamiento. Tan metódico, como apresurado, Gersen comenzó a buscar la información precisa para localizar su residencia.

En la lista del videófono no se hallaba el nombre de Hildemar Dasce, ni tampoco esperó Gersen encontrarlo. Dasce debía conservar en el mayor secreto su refugio particular, y pasaría lo más inadvertido posible.

Gersen comenzó a buscar por las tabernas, describiendo a Hildemar como un hombre alto, con la nariz partida, la piel roja y las mejillas azules. Pronto encontró a gentes que reconocieron al bandido interplanetario; pero no fue sino al visitar la cuarta taberna, cuando pudo al fin hablar con alguien que le conocía por haber hablado con él.

—Ah, sí, tiene que referirse al Bello Dasce —dijo el dependiente de la taberna, un tipo de piel de color naranja, con el cabello rizado en bucles. Gersen miró fascinado la cadena tallada de turquesas que iba desde una aleta de la nariz hasta el lóbulo de su oreja izquierda—. Sí —continuó el tipo—, suele venir por aquí a beber algo. Es un hombre del espacio, según afirma, aunque yo no esté muy seguro, señor. Se ha declarado frecuentemente como un gran Don Juan con las mujeres. Todos nosotros mentimos tanto como podemos a veces. ¿Qué es la verdad? preguntó Poncio Pilatos en la leyenda y yo respondo: Una comodidad tan barata como el aire, que escondemos como una piedra preciosa.

El dependiente parecía dispuesto a seguir filosofando, pero Gersen, impaciente, cortó en seco sus disquisiciones.

—¿Dónde está la casa del Bello Dasce, si me hace el favor?

—Allá arriba en la colina, hacia la parte de atrás —respondió el hombre con un vago gesto de la mano—. No puedo decirle nada más, porque no conozco tampoco nada más.

Gersen condujo su escúter por las callejuelas de la colina hacia el sitio indicado de Melnoy Heights. Hizo más preguntas en otras tabernas, a gentes que transitaban por la calle, y finalmente consiguió localizar la casa buscada. Siguiendo por un pequeño camino sin pavimentar, que se apartaba del área de los apartamentos de gran tamaño, Gersen dio la vuelta a una ladera rocosa de la colina, donde grupos de chiquillos saltaban como cabras salvajes. Al final del camino encontró una casa de campo aislada y rectangular, sólida y funcional. Tenía una gran vista sobre el mar, sobre Sailmaker Beach y la explanada de Avente sur, y también, aunque menos visible, las torres de Remo.

Gersen se aproximó a la casita de campo con cuidado, aunque se presentía la indefinible sensación de hallarse vacía. Anduvo fisgando un poco a través de las ventanas, sin detectar nada de interés. Tras una rápida mirada a derecha e izquierda, abrió de un golpe una de las ventanas y cuidadosamente, previendo que Hildemar tuviese alguna trampa dispuesta, saltó al interior.

La casa era fuerte. Se intuía la influencia de Hildemar y se apreciaba en la atmósfera un olor acre y una sutil impresión de pomposidad, fanfarronería, rudeza y fuerza. Tenía cuatro habitaciones, destinadas a las funciones corrientes de una casa de tal tipo. Gersen realizó una rápida inspección por todo el interior, y después concentró su atención en la sala de estar. El techo estaba pintado de amarillo pálido y el suelo cubierto con una alfombra de fibra amarillo verdosa, y las paredes formadas por paneles de madera de diversos colores a tono con los restantes. En un extremo, Dasce tenía instalada una mesa de despacho y una pesada silla de madera tallada caprichosamente. La pared próxima a la mesa estaba sembrada de fotografías. Era Hildemar Dasce en todas las poses y en las más variadas épocas y situaciones.

Allí se advertía una con Dasce en primer plano, de tal forma que se distinguían hasta los poros de su piel, el rajado cartílago de la nariz y sus ojos sin párpados. En otra se le veía con el traje de luchador de la llama de Bernal, fantástico atuendo con placas barnizadas, cuernos y capirote, como un fantástico ciervo volante. En otra fotografía aparecía Dasce en un palanquín de bejucos amarillos, cubierto con seda de nísperos y llevado a hombros por seis doncellas de cabellos negros. En el ángulo se observaba una colección de fotografías de un hombre que no era Hildemar. Aparentemente debían de haber sido tomadas en diversas épocas de su vida y mucho tiempo atrás. La primera mostraba el rostro de un hombre de unos treinta años, de constitución fuerte, confiado, con cara de bulldog, sereno y casi con aire complaciente. La cara había cambiado alarmantemente en la segunda de las fotos de la serie. Las mejillas estaban hundidas, los ojos brillaban desde sus cuencas y las sienes mostraban su nervadura en un revoltijo. En cada una de las siguientes el rostro aparecía más y más macilento. Gersen se fijó en un paquete de libros de una pornografía de naturaleza obscena e infantil, otros de manuales de armas, un índice de los venenos sarkoy, una última edición del Manual de los planetas, un índice de la biblioteca de microlibros de Dasce y una Agenda Estelar.

La mesa era extremadamente hermosa. Fabricada de madera preciosa, se hallaba tallada a los lados con animales fantásticos y serpientes aladas en una jungla. La superficie era una exquisita plancha pulimentada formada por ópalos. Gersen rebuscó los cajones. Estaban faltos de cualquier información precisa, de hecho, completamente vacíos. Gersen sintió que una fría desesperación invadía todo su ser. Miró su reloj. Dentro de cuatro horas tendría que reunirse con los tres prohombres de la Universidad en el espaciopuerto. Se mantuvo en el centro de la habitación haciendo un detenido escrutinio de cada objeto que le rodeaba. En alguna parte debería existir algún eslabón que indicara la pista del planeta de Dasce, pero ¿cómo reconocerlo?

Se dirigió hacia la librería y tomó en sus manos la Agenda Estelar. Si la estrella enana roja estuviese catalogada, tendría que estar señalada de algún modo en la Agenda. De haberlo consultado en diversas ocasiones, se advertiría alguna mancha, alguna pequeña decoloración de la página en que estuviese la carta estelar correspondiente a la estrella enana roja de Dasee. No se veía ninguna marca visible. Gersen sostuvo el libro por las dos cubiertas y lo colgó en el aire sacudiéndolo. En uno de aquellos movimientos, el libro se abrió y mostró una señal de separación espacial. Abrió la Agenda cuidadosamente por aquel sitio y miró la lista. Cada estrella (y en aquella página había doscientas catalogadas), estaba descrita bajo once epígrafes: número del índice, constelación a que pertenecía vista desde la Tierra, tipo estelar, información planetaria, masa, velocidad vectorial, diámetro, densidad, coordenadas de localización y distancia desde el centro del Oikumene, además de las observaciones generales.

Existían veintitrés estrellas enanas rojas catalogadas. Ocho de ellas eran dobles. Once brillaban solitarias en el espacio como débiles chispas de luz abandonadas. Cuatro de ellas estaban acompañadas de planetas, con ocho en total. Gersen las examinó con el mayor cuidado. Tuvo que admitir que ninguno de tales planetas tenía condiciones de habitabilidad humana. Cinco de los planetas eran demasiado cálidos, uno completamente bañado por vapores de metano, los otros demasiado masivos para que los humanos pudiesen tolerar la tremenda fuerza de gravedad existente. La boca de Gersen se frunció en un gesto de desamparo. Nada. Sin embargo, la página había sido consultada con frecuencia, era preciso, pues, que Dasce tuviese en ella información valiosa. Acabó arrancando la página de la Agenda Estelar.

Se abrió la puerta principal y Gersen se volvió rápidamente. En el umbral apareció un hombre de mediana edad, no más alto de estatura que un muchacho de diez años. De cabeza redondeada, sus ojos parpadearon de asombro y se clavaron en el intruso. Las facciones eran desproporcionadas a su estatura, con unas largas orejas en punta y una boca protuberante: un highland imp, de las Tierras Altas de Krokinole, una de las razas más especializadas del Grupo de Rígel.

Se adelantó sin demostrar el menor temor:

—¿Quién es usted? Ésta es la casa del señor Spock. Con que olfateando sus cosas, ¿eh? Vaya, un ratero, supongo.

Gersen volvió a colocar el libro en su sitio y el imp continuó:

—Ése es uno de sus más apreciados volúmenes. Supongo que no querrá que sus manos se posen sobre él. Mejor será que vaya a avisar a la policía.

—¡Venga aquí! —exclamó Gersen—. Veamos, ¿quién es usted?

—El que va a echarle de aquí ahora mismo. Además, tenga en cuenta que ésta es mi tierra, mi casa y mi propiedad. El señor Spock es mi inquilino. Comprenderá que no voy a permitir que cualquier ratero venga aquí a meter las narices y a revolverlo todo...

—El señor Spock es un criminal.

—De serlo demuestra que nada tiene que ver con los ladrones.

—Yo no soy ningún ladrón —respondió Gersen con aplomo—. La PCI está sobre la pista de su inquilino, ese señor Spock.

El imp inclinó su cabezota hacia adelante.

—¿Es usted quizá de la PCI? Muéstreme su placa.

Con la idea de que un imp no reconocería la placa de un agente de la PCI aunque la tuviera ante sus ojos, Gersen exhibió con parsimonia una placa metálica con su fotografía bajo una estrella de oro de siete puntas. Se la puso a la altura de la frente y brilló a la luz con un resplandor que impresionó vivamente al imp. Enseguida se volvió efusivo y cordial.

—Oh, nunca pensé que ese señor Spock fuera una persona así. Tendrá un mal fin, sí, eso digo a veces. ¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Rapto y asesinato.

—Malas acciones, ambas. Deberé tener cuidado con él.

—Es un tipo peligroso. ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí?

—Ah... muchos años.

—¿Le conoce bien, pues?

—Sí, muy bien. ¿Quién es el que bebe con él cuando la gente le vuelve la cara al otro lado como si estuviese podrido? Yo. Bebo con frecuencia en su compañía. No está bien despreciarle, y yo soy un hombre compasivo...

—Entonces, usted es su amigo.

Las grandes facciones del imp se retorcieron expresando sucesivamente gestos de tolerancia, hábil especulación y una indignación virtuosa.

—¿Yo? Oh, ciertamente que no. ¿Tengo yo aspecto de estar asociado con los criminales?

—Pero... digamos, usted ha oído hablar a Spock.

—Oh, sí, mucho, ¡los cuentos que dice! —Y los ojos del imp se revolvieron cómicamente en sus órbitas—. Pero ¿tengo que darle crédito? No.

—¿Habló alguna vez de un mundo secreto en que tuviese un escondite?

—Una y otra vez. Él le llama el Thumbnail Gulch. ¿Por qué? Siempre sacude la cabeza cuando se le pregunta. Es un hombre reservado ese señor Spock para todas sus aventuras licenciosas y disolutas.

—¿Qué más ha dicho sobre ese mundo?

El imp se encogió de hombros.

—La estrella es roja como la sangre, y apenas si da algún calor.

—¿Y dónde se halla ese mundo?

—¡Ajá! En eso es donde se muestra más reservado. Ni una palabra sobre el particular. Muchas veces he imaginado sino será una fantasía de ese pobre señor Spock el permanecer en un mundo tan solitario, donde no tenga amigos...

—¿Y nunca se ha sentido inclinado a confiar en usted?

—Nunca. ¿Por qué quiere saberlo?

—Ha raptado a una pobre joven y se la ha llevado a ese mundo.

—El muy bastardo... Qué criatura más sinvergüenza. —Y el imp sacudió la cabeza apenado, un gesto que desprendía cierto tinte de secreta envidia—. No volveré a alquilarle mi tierra y mi casa.

—Piense. ¿Qué ha dicho Spock con relación a ese mundo?

—Pues que se llama Thumbnail Gulch. Ese mundo es más grande que el sol que lo alumbra. Sorprendente, ¿no?

—Si el sol es una estrella enana roja, no es demasiado sorprendente.

—Volcanes. Hay volcanes en actividad en ese planeta.

—¿Volcanes? Es curioso. El planeta de una enana roja no debería tener volcanes. Es demasiado singular.

—Antiguos o no, los volcanes existen. El señor Spock vive en un volcán apagado y dice ver una línea de volcanes humeando a lo largo del horizonte.

—¿Y qué más?

—Pues nada más.

—¿Qué tiempo tarda en llegar a ese planeta?

—No puedo decírselo.

—¿No ha visto usted nunca a alguno de sus amigos?

—Pues sólo a borrachos en la taberna. Sí. Ahora que recuerdo. Hace menos de un año... un terrestre, un hombre verdaderamente cruel.

—¿Tristano?

—No sé el nombre. El señor Spock acababa de volver de un viaje a Más Allá, de un planeta llamado Nueva Esperanza. ¿Lo conoce usted?

—No estuve nunca allí.

—Ni yo tampoco, y eso que he viajado lo mío... Pero el mismo día de su regreso, mientras estaba sentado en el Salón Gelperino, el terrestre entró. «¿Dónde te has metido? —preguntó—. Hace diez días que estoy aquí y salimos juntos de Nueva Esperanza.» «Si quieres saberlo —respondió el señor Spock— estuve dando un vistazo en mi escondite medio día. Tengo obligaciones allí, ya lo sabes.» El terrestre no dijo nada más.

Gersen reflexionó un momento y repentinamente sintió prisa por marcharse.

—¿Qué más sabe usted?

—Nada más.

Gersen lanzó un último vistazo a la casa, bajo la inquisitiva mirada del imp y se marchó, ignorando la repentina demanda del imp acerca de los daños producidos en la ventana. Con renovada prisa Gersen condujo su máquina hacia las avenidas exteriores, cruzó Sailmaker Beach y se dirigió hacia el centro de Avente. Buscó el Servicio Consultivo Técnico Universal y se entrevistó con un operador.

—Resuélvame este problema, por favor. Dos espacionaves dejan el planeta Nueva Esperanza. Una, viene directamente hacia aquí, a Avente, llegando diez días más tarde. Deseo una lista completa de todas las estrellas enanas rojas que ese segundo navío espacial pudo haber visitado.

El operador meditó la respuesta.

—Existe una formación elipsoidal con el foco en Nueva Esperanza y Alphanor. Hay que tener en cuenta las aceleraciones y deceleraciones, los probables períodos de aproximación y aterrizaje. Habrá un lugar de la más alta probabilidad y áreas en que disminuya tal probabilidad.

—Coloque el problema de forma que la computadora electrónica catalogue estas estrellas en orden de probabilidad.

—¿Hasta qué límite?

—Pues... una probabilidad entre cincuenta. Incluya también las constantes de esas estrellas tal y como están catalogadas en la Agenda.

—Muy bien, señor. Los honorarios son veinticinco UCL.

Gersen pagó el importe señalado y el operador trasladó el problema con las palabras apropiadas, hablando por un micrófono. Treinta segundos más tarde una hoja de papel cayó sobre una bandeja metálica. El operador la firmó, puso el sello del Centro y la entregó sin más palabras a Gersen.

En el resultado de la computadora había catalogadas cuarenta y tres estrellas. Gersen comparó la lista con la página arrancada de la Agenda de Hildemar Dasce. Una simple estrella coincidía en ambas listas. Gersen frunció el entrecejo, confuso. La estrella era miembro de un sistema binario, sin planetas. La pareja era... ¡Naturalmente! Una repentina chispa de luz aclaró el pensamiento de Gersen. ¿Cómo podrían existir volcanes en la compañera de una estrella enana roja? El mundo de Dasce no era un planeta, sino una estrella apagada, con una superficie muerta, aunque tal vez desprendiera aún algo de calor. Gersen había estudiado tales casos en su juventud en las clases de Astronomía. Solían ser demasiado densas en su masa; pero si una pequeña estrella, en el curso de dos o tres mil millones de años, conseguía expeler hacia su superficie suficientes detritus como para conformar una coraza espesa de materiales ligeros, la gravedad de la superficie podía muy bien reducirse a un nivel tolerable.

A las siete menos diez, Kelle, Warweave y Detteras aparecieron en el espaciopuerto, vistiendo el atuendo de los hombres del espacio y con la piel del rostro teñida de azul oscuro, tono que desde un principio y según creencia popular arraigada protegía el organismo humano de ciertas radiaciones misteriosas procedentes del fisionador Jarnell y cuyo uso se había hecho ya cosa normal en todos los viajeros espaciales. Se detuvieron en mitad del vestíbulo de la terminal, buscaron a Gersen con la mirada y al verle se le aproximaron.

Gersen les observó con una agria sonrisa.

—Bien, caballeros, parece que todos estemos dispuestos. Agradezco a ustedes su puntualidad.

—Lograda, por supuesto, con las mayores molestias para todos nosotros.

—Se lo agradezco. A su debido tiempo les explicaré la razón —dijo Gersen—. ¿Sus equipajes?

—Están ya camino de la nave.

—Bien, entonces podemos salir. ¿Tenemos el permiso?

—Todo está en regla —afirmó Warweave.

El grupo salió del vestíbulo de la terminal del espaciopuerto y se dirigió hacia el área de aparcamiento, donde una potente grúa se encargaba de sacar la espacionave de la Universidad.

El equipaje, compuesto por cuatro grandes cajas y varios paquetes pequeños, ya estaba situado junto a la nave. Warweave abrió la escotilla de acceso, y Gersen y Kelle subieron a la cabina. Detteras hizo el primer intento para tomar el mando de la situación.

—Disponemos de cuatro departamentos en la nave, yo tomaré el delantero a estribor, Kelle tomará el de estribor a popa, Warweave el delantero a babor y Gersen el de popa a babor. Podemos también sacar fuera el equipaje de la cabina.

—Un momento —advirtió Gersen—. Hay una situación que es preciso resolver antes de continuar adelante.

La cara de Detteras reflejó un mal reprimido gesto de irritación.

—¿A qué situación se refiere?

—Aquí existen dos grupos con intereses distintos. Ninguno confía en el otro. Nos dirigimos a Más Allá, pasado el límite de la ley humana. Todos nosotros, reconociendo el hecho, hemos traído armas. Propongo que las armas sean encerradas en completa seguridad en el armario, abriendo y registrando todo el equipaje, y si es preciso desnudándonos todos para estar seguros de que todas las armas se hallan perfectamente declaradas. Puesto que ustedes son tres contra mí, si alguna ventaja tiene algún grupo, es evidente que la tienen ustedes.

—Es una acción altamente indigna —farfulló Detteras.

Kelle, más equitativo de lo que Gersen había supuesto, dijo:

—Vamos, Rundle, Gersen se limita a expresar la realidad. Yo estoy de acuerdo con él y mucho más, puesto que llevo armas encima.

Warweave hizo un gesto imparcial.

—Bien, pueden registrarme y registrar mi equipaje, pero hagámoslo sobre la marcha.

Detteras sacudió la cabeza, abrió su caja y sacó un proyector de alta potencia que arrojó sobre la mesa.

—Tengo mis dudas sobre la prudencia de actuar así —dijo—. Yo no tengo nada contra el señor Gersen... pero supongamos que nos lleva a un planeta donde tenga cómplices esperando, que puedan capturarnos y mantenernos detenidos para solicitar un rescate. Crímenes de ese tipo han ocurrido con frecuencia...

Gersen soltó una carcajada.

—Si usted considera eso como un peligro real, puede quedarse en Avente ahora mismo. No me preocupa que cualquiera de ustedes se vaya o se quede.

—¿Y qué hay de sus propias armas? —preguntó Warweave secamente.

Gersen procedió a sacar su proyector, un par de estiletes, un cuchillo y cuatro granadas del tamaño de nueces.

—¡Vaya! —exclamó Detteras—. Parece que lleve consigo todo un arsenal...

—A veces tengo necesidad de él —respondió Gersen—. Y ahora, los equipajes.

Todas las armas reunidas sobre la mesa de la cabina fueron colocadas en el armario metálico, que fue asegurado en sus cuatro cierres, conservando cada miembro la llave de uno de aquellos cerrojos. La grúa transportó la nave al terreno de despegue.

Detteras se dirigió hacia el panel general de control de la espacionave y pulsó un botón. Se encendieron una serie de luces verdes.

—Todo dispuesto —dijo—. Tanques llenos de combustible. Maquinaria en orden.

Kelle se aclaró la garganta y extrajo una hermosa caja de madera forrada de cuero verde. Se dirigió a Gersen.

—Aquí está uno de los racionalizadores del Departamento. ¿Tiene usted el filamento de Teehalt?

—Sí —repuso el interpelado— Lo tengo conmigo. Pero no hay ninguna prisa. Antes de realizar la operación, es preciso que alcancemos el punto de la base cero, que todavía está muy lejos.

—Muy bien —dijo Detteras— ¿Cuáles son las coordenadas?

Gersen mostró una hoja de papel.

—Si usted es tan amable —dijo cortésmente— yo mismo situaré los datos en el piloto automático.

Con dudosa gracia Detteras se puso en pie.

—Supongo que no hay motivo para que siga existiendo ninguna atmósfera de desconfianza. Nos hemos desprovisto de todas nuestras armas, todo lo demás está en correcto orden. Por tanto, deberemos relajar esta tensión y conducirnos amigablemente.

—Por mí, encantado —respondió Gersen.

El navío espacial llegó al terreno de lanzamiento, la grúa desconectó su dispositivo de arrastre y se apartó. El grupo se acomodó en sus butacas de partida: Detteras oprimió el botón de arranque automático. Se oyó el tronar de los reactores, el tirón constante de la aceleración y Alphanor quedó abandonado en la distancia.