Capítulo 11
De «El aprendiz de avatar», en El pergamino de la novena dimensión:
«—¿La inteligencia? —preguntó Marmaduke, en uno de los intervalos permitidos, mientras escuchaba a la EMINENCIA, en la balaustrada—. ¿Qué es la inteligencia?
»—La inteligencia —respondió la EMINENCIA— es sólo una ocupación humana; una actividad a que los hombres dedican su cerebro, al igual que una rana mueve sus patas para nadar; es un concepto que los hombres, en su egoísmo, utilizan para medir otras y quizá más nobles razas que se hallan en situaciones diferentes.
»—¿Quiere usted decir, REVERENDO GREY, que ninguna criatura viviente, aparte del hombre, puede llevar en sí la calidad de la inteligencia?
»—Pero hijo, ahora yo podría preguntar, qué es la VIDA, qué es el VIVIR, sino una consecuencia del barro primitivo, una purulencia en el barro virgen original, que culminando a través de ciclos y graduaciones, por destilaciones y sedimentos, llega hasta la manifestación humana.
»—Pero, REVERENDO, es cosa conocida que otros mundos demuestran la existencia de la VIDA. Me refiero a las joyas del Olam, al igual que a las gentes del Clithonian Bog.
»—¿Y cómo has dirigido tu vista fuera del exacto trazo de la ESENCIA?
»—REVERENDO, suplico su indulgencia.
»—El camino que sigue a lo largo de la BARRERA no es para abandonarlo y salirse de él.
»—REVERENDO GREY, rogaré porque mi dirección siga estando perfectamente definida.
»Sonaron ocho golpes de gong.
»—Conténtate con el tiempo presente y ve a traer el vino de la mañana.»
El archivo del monitor de Lugo Teehalt alimentó los impulsos electrónicos del computador, que resumió la información, la combinó con las ecuaciones descriptivas de las posiciones previas de la espacionave y despachó las instrucciones al piloto automático, que gobernó la nave en un curso paralelo a la línea entre Alphanor y el planeta Smade. El tiempo transcurrió. La vida dentro de la nave siguió su rutina. Gersen, auxiliado por Rampold, custodiaba la bodega, aunque Gersen le prohibía entrar en el interior. Durante los primeros días, Hildemar Dasce fue alternando períodos de alegre optimismo con otros de terribles amenazas de venganza sobre un agente cuyo nombre rehusaba identificar.
—Pregunta a Rampold lo que piensa —dijo Dasce mirando con sus ojos sin párpados—. ¿Quieres que te ocurra a ti lo mismo?
—No. No creo que semejante cosa vaya a ocurrir.
En una ocasión, Dasce solicitó que Gersen respondiese a sus preguntas.
—¿Adónde me llevas? ¿A Alphanor?
—No.
—¿Dónde, pues?
—Ya lo verás.
—Respóndeme, o por... —y aquí Dasce barbotó una serie de obscenidades y juramentos imposibles de transcribir—. ¡Haré contigo cosas peores de cuanto hayas podido imaginar!
—Es un riesgo que tengo que aceptar —respondió Gersen fríamente—. Ya lo hemos calculado.
—¿Vosotros? ¿A quién más te refieres?
—¿No lo sabes?
—¿Por qué no viene aquí? Dile que quiero hablar con él.
—Puede venir en cualquier momento que lo desee.
Ante aquello, Dasce quedó en silencio. Ni con astucia, ni incitándole, ni valiéndose de todos los medios a su alcance, pudo Gersen conseguir que pronunciase el nombre tan deseado. Ni tampoco pareció que Dasce mostrase atención alguna por los tres prohombres de la Universidad.
En cuanto a Pallis, la pobre joven al principio parecía totalmente ausente de cuanto la rodeaba. Permanecía sentada horas y horas, observando el fantástico espectáculo de las estrellas. Comía despacio, vacilante, sin apetito, y dormía durante horas, enroscándose como una bola, tan apretadamente como le era posible. Después, volvió poco a poco a la realidad presente y en determinados instantes parecía de nuevo la alegre Pallis que había sido antes.
Los limitados confines de la astronave hacían imposible que Gersen pudiera hablar con ella en privado. La situación con Dasce encerrado y Attel Malagate en la delantera de la nave era algo ya casi insoportable.
Transcurrió el tiempo. La espacionave atravesaba nuevas regiones, donde ningún hombre había pasado jamás, excepto uno solo: Lugo Teehalt. Por todas partes brillaban las estrellas a millares, a millones, titilando, resplandeciendo de luz, sugiriendo la vastedad infinita del Universo, con sus incontables mundos habitados por quien sabía qué, cada uno trayendo a la mente fantásticas imágenes, evocando maravillas, ofreciendo la tentación de lo inédito, un misterio, la promesa de cosas jamás vistas, la oferta de conocer lo desconocido y de la belleza jamás sentida.
Una estrella ardiente blanco dorada apareció a la proa de la espacionave. El panel del monitor parpadeó sucesivamente en rojo, verde, rojo, verde. El monitor desconectó la fabulosa energía procedente del acelerador Jarnell y la inconcebible velocidad cósmica cayó en colapso con un breve crujido y una serie de extraños ruidos. La nave, a partir de tal momento, comenzó a deslizarse con la suavidad de un bote por la lisa superficie de un estanque.
La estrella blanco dorada ya se apreciaba como al alcance de la mano y en sus órbitas giraban tres planetas. Uno era de color naranja, pequeño y próximo, una escoria ahumada. Otro se desplazaba en una órbita lejana, como un lúgubre y tenebroso mundo perdido en el espacio. El tercero, brillando con una luz blanca, verde y azul, giraba próximo a la estrella, por debajo de la nave.
Gersen y los directivos de la Universidad, sus antagonismos puestos de lado, se lanzaron sobre el macroscopio. Aquel mundo era muy bello, rodeado de una amplia capa de atmósfera, grandes océanos y una variada topografía.
Gersen fue el primero en apartarse del macroscopio. Había llegado el momento de extremar su vigilancia al máximo. Warweave fue el segundo en hacerlo.
—Estoy completamente satisfecho —dijo—. Ese planeta no tiene igual. El señor Gersen no nos ha decepcionado.
—¿Crees que es innecesario tomar tierra?
—Lo considero innecesario. De todos modos, no me importaría hacerlo.
Y se dirigió hacia la vitrina donde estaba oculto el dispositivo de Suthiro. Gersen sintió que sus músculos se tensaban. ¿Sería Warweave? Pero Warweave pasó de largo. Gersen se sintió relajado en su estado de tensión nerviosa. Seguro que el momento no había llegado. Para aprovecharse del gas letal, Malagate debería protegerse previamente a sí mismo.
—Creo que deberíamos tomar tierra —dijo Kelle— y al menos hacer algunas comprobaciones biométricas. A despecho de su bella apariencia, ese mundo puede resultar de lo más hostil...
Detteras, con acento dudoso, añadió:
—Creo que eso es más bien una torpeza, teniendo cautivos e inválidos a bordo. Cuanto antes volvamos a Alphanor, mucho mejor.
Kelle restalló con un tono de voz como nunca le había oído Gersen.
—Hablas como un asno, Rundie. ¿Hacer todo este viaje para ponerse el rabo entre las piernas y volver a casa? ¡Ni qué decir que aterrizaremos, aunque sólo sea para pasear por su superficie cinco minutos!
—Sí —farfulló Detteras—. Sin duda tienes razón.
—Muy bien —intervino Warweave—. Iremos.
Sin pronunciar palabra, Gersen colocó el piloto automático en la posición de aterrizaje. Los horizontes fueron haciéndose más amplios, el panorama fue cambiando de aspecto: verdes praderas sin límites, suaves colinas, una cadena de lagos hacia el norte y una cresta de montañas nevadas al sur. La espacionave fue descendiendo lentamente, hasta tomar contacto con el suelo y el rugir de los motores cesó en el acto. Allí estaba la tierra firme bajo los pies, con el más absoluto silencio, excepto el chasquear del analizador del entorno, que en aquel momento brilló mostrando tres luces verdes: el veredicto óptimo.
Se produjo una corta espera para equilibrar la presión. Gersen y los tres administradores de la Universidad se vistieron con ropas para el exterior, se dieron un masaje en el rostro con inhibidor de alergenos, así como en manos y cuello, y se ajustaron los inhaladores contra bacterias y esporas de aquel mundo virgen y desconocido.
Pallis miraba desde las lucernas de observación maravillada como una niña; Robin Rampold se removía inquieto en su asiento como una gran rata gris, que intentara salir a toda costa; pero con miedo de abandonar la seguridad de su encierro temporal, representado por la cabina principal de la espacionave.
El aire del exterior irrumpió a bocanadas, fresco, perfumado, húmedo y limpio. Gersen se dirigió hacia la escotilla de salida, la abrió e hizo una cortés e irónica inclinación:
—Caballeros... su planeta.
Warweave fue el primero en salir y pisar la tierra firme con Detteras detrás, y después Kelle. Gersen les siguió más despacio.
El monitor les había llevado a un lugar apenas a una distancia de cien metros del aterrizaje de su descubridor, el desventurado Lugo Teehalt. Gersen encontró el lugar mucho más encantador de lo que las fotografías habían sugerido. El aire era fresco, perfumado agradablemente con la esencia de hierbas silvestres. A través del valle y más allá de un grupo de grandes árboles de oscuro follaje, las colinas se erguían macizas y suaves, marcadas con crestones de rocas grises, en cuyos huecos florecía una suave y verde frondosidad. En la lejanía una nube enorme en forma de castillo brillaba a la luz del mediodía.
A través de la pradera y al otro lado del río, Gersen vio lo que parecía ser un grupo de plantas floridas y comprendió que se trataba de las dríades. Permanecieron de pie e inmóviles en el borde del bosque meciendo suavemente sus miembros floridos con gracia y facilidad. Magníficas criaturas, pensó Gersen. Pero de algún modo eran... bien, un elemento discordante. Una noción absurda de la vida; pero así era. En su propio planeta hubieran parecido fuera de lugar. Exóticos elementos en una escena tan amada como... ¿como qué? ¿La Tierra? Gersen en realidad apenas se sentía ligado a la Tierra. No obstante, el mundo más parecido a aquel que entonces veían sus ojos era la vieja madre Tierra, o más exactamente aquellas zonas de la Tierra todavía a salvo de la mano del hombre, y de sus modificaciones artificiales. Aquel mundo era virginal, fresco, natural, inmodificado. Excepto por las dríades —una nota de color y movimiento— aquélla podría ser la antigua Tierra en su Edad de Oro, la Tierra del hombre natural...
Gersen sintió un impacto de alegría interior indefinible. Allí residía el básico encanto de aquel mundo: su casi identidad con el entorno en el cual se había desenvuelto y evolucionado el hombre. La vieja Tierra tuvo que haber conocido muchos de aquellos valles sonrientes, el sentimiento que se desprendía de aquel panorama permitía la total estructura de la psique humana. En el Oikumene, había muchos otros mundos atrayentes y agradables; pero ninguno como la vieja Tierra, ninguno de ellos, como el antiguo hogar de la Humanidad... Ya que allí, de hecho, es donde realmente Gersen hubiera deseado construirse una casita de campo, con un jardín a la antigua usanza, un huerto en el prado y un bote amarrado a la orilla del río. Sueños inalcanzables.... pero sueños que afectan a todo hombre.
Gersen apartó su atención de aquello y se dedicó a estudiar atentamente a sus acompañantes. Warweave se había aproximado al arroyo y miraba las aguas cristalinas. En aquel momento se apartaba del lugar y miraba con sospecha en dirección a Gersen.
Kelle, junto a un grupo de helechos tan altos que le llegaban al hombro, miró primero valle arriba y después se quedó extasiado a la vista de la inmensa llanura. Los bosques, a ambos lados del río, formaban una maravillosa avenida que continuaba hasta perderse en una borrosa imagen.
Detteras paseaba despacio a lo largo de la pradera, con las manos a la espalda. En un momento dado, se inclinó al suelo, recogió un puñado de césped, lo manoseó y lo dejó caer nuevamente. Se volvió para mirar con atención a las dríades y Kelle hizo otro tanto.
Las dríades, desplazándose con sus piernas flexibles, salieron de las sombras del bosque y se dirigieron hacia el estanque de aguas serenas. Sus frondas brillaban con colores magenta, cobre y ocre dorado. ¿Seres inteligentes? Gersen vigiló con atención redoblada a los tres hombres. Kelle se estremeció ante la sorpresa, Warweave inspeccionó a las extrañas criaturas con evidente admiración; pero Detteras se puso las manos en la boca y produjo un silbido penetrante, al que las dríades parecieron quedar indiferentes.
De la espacionave te llegó un ruido repentino. Gersen se volvió para mirar y vio a Pallis descendiendo apresuradamente la escalera. Elevó las manos al cielo, respiró y dijo:
—¡Qué hermoso valle! ¡Kirth, qué sitio tan maravilloso!
Y comenzó a vagabundear sin rumbo fijo, deteniéndose aquí y allá para mirar a su alrededor con verdadera fascinación.
Gersen, alarmado por una repentina idea, se volvió y corrió hacia la escalera, entrando en la astronave. Rampold... ¿dónde estaba Rampold? Gersen se lanzó a toda prisa hacia la bodega, avanzando a través del cuarto de máquinas lentamente y con toda clase de precauciones, atento al menor ruido.
Oyó la ruda voz de Dasce, llena de odiosa alegría.
—¡Rampold! ¡Haz lo que te digo!
—Sí, Hildernar.
—¡Acércate al mamparo y suelta el cable! ¡Deprisa!
Gersen se aproximó a la bodega para observar sin ser visto. Rampold permaneció en pie, unos cuatro metros de distancia de Dasce mirando fascinado la roja faz del criminal.
—¿No me oyes? Deprisa o te causaré tanto dolor que maldecirás el día en que naciste.
Rampold reía suavemente, con serenidad.
—Hildemar, le he pedido a Kirth Gersen que me dejase cuidarte. Le dije que te quería como a un hijo, que te alimentaría con los mejores manjares y la bebida más vigorizadora... No pensé que me lo permitiría y he tenido que tragarme el gusto de la alegría que me tengo prometida desde hace diecisiete años. Ahora voy a golpearte hasta la muerte. Ésta es la primera oportunidad...
—Lo siento, Rampold. Tengo que interrumpirle.
Rampold exhaló un grito de completa desolación, se volvió y salió corriendo de la bodega. Gersen le siguió. En el cuarto de los motores ajustó su proyector, lo metió en la pistolera y se volvió a la bodega. Dasce mostraba sus dientes como un animal acorralado.
—Rampold no tiene paciencia.
Y se dirigió al mamparo y empezó a desatar el cable.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dasce.
—Las órdenes son que deberás ser ejecutado.
—¿Qué órdenes? —preguntó asombrado.
—Imbécil —le dijo Gersen—. ¿No puedes imaginarte lo que ha ocurrido? He ocupado tu antiguo puesto. —Ya estaba suelto uno de los extremos del cable—. No te muevas, a menos que no quieras que te rompa una pierna. —Y desató el otro extremo del cable—. Y ahora, adelante. Anda derecho y baja la escalera. No hagas el menor movimiento o te mataré.
Dasce se puso lentamente en pie. Gersen le hizo una señal con el proyector.
—Vamos, andando.
—¿Dónde estamos? —preguntó Dasce.
—No importa dónde estemos. ¡Andando!
Dasce se volvió y arrastró los dos trozos de cable hacia la salida, a través del cuarto de máquinas, y por el salón hacia la escotilla de salida. Allí vaciló un instante, mirando por encima del hombro.
—Vamos, sin detenerte —le advirtió Gersen.
Dasce descendió la escalera. Gersen, que le seguía de cerca, resbaló en el cable que arrastraba Dasce. Dio media vuelta para tenerse en pie pero cayó pesadamente al suelo. Dasce dejó escapar un ronco grito de brutal alegría; se echó sobre él y le arrebató el proyector. Apuntó con él a Gersen y le ordenó:
—¡Quieto! ¡Ajá, ya te tengo de nuevo!
Miró a su alrededor. A quince metros estaban Warweave y Detteras y un poco más atrás Kelle. Rampold se apoyaba en el casco de la nave. Dasce movió el proyector amenazadoramente.
—¡Todos juntos, hasta que decida lo que he de hacer! Tú, viejo Rampold, ya es hora de que te mate de una vez. Y Gersen, naturalmente, en plena barriga. —Miró a los tres hombres de la Universidad—. Y usted —dijo dirigiéndose hacia uno de ellos—, usted me engañó...
—No conseguirás mucho, Dasce —le advirtió Gersen.
—¿No? Yo tengo el arma. Aquí hay tres personas que tienen que morir. Tú, el viejo Rampold y Malagate.
—Sólo hay una carga en el proyector. Podrás matar a uno solo de nosotros; pero los otros te matarán a ti.
Dasce miró rápidamente al indicador de cargas del proyector. Soltó una carcajada bestial.
—Así será. ¿Quién quiere morir? O mejor, ¿a quien quiero matar? —Y fue mirando a uno tras otro—. Al viejo Rampold... no, ya me divertí bastante con él. Gersen, sí. Me gustaría matarlo. Con un hierro al rojo vivo en la oreja. Pero Malagate... tú, perro cobarde. Me traicionaste. Ahora ya conozco tu sucio juego. No sé por qué me has traído aquí. Pero eres el único que vas a morir.
Y levantó el arma, apuntó y tiró del disparador. Se oyó la energía brotar del arma; pero no proyectó ningún mortífero rayo azulado, sino un pálido chispazo. Arrojó a Warweave al suelo. Gersen cargó contra Dasce. En vez de luchar, Dasce lanzó el arma a la cabeza de Gersen, se volvió y echó a correr por el valle. Gersen recogió el proyector, le abrió la cámara y le insertó una carga completa de energía.
Se dirigió sin prisas hacia donde había caído Warweave, que se levantaba en aquel momento. Detteras gritó rabioso en la propia cara de Gersen:
—¡Tiene usted que ser un retrasado mental para permitir que le quitara de las manos su propia arma un individuo así!
—Pero ¿por qué disparó a Warweave? ¿Es acaso un maníaco? —preguntó Kelle perplejo.
—Sugiero que volvamos a la nave donde el señor Warweave pueda descansar. Sólo había en el arma una carga pequeña, pero suficiente para haberle herido.
Detteras protestó con un bufido y se volvió hacia la nave. Kelle tomó del brazo a Warweave, pero éste se soltó; subió solo la escalera seguido de Detteras y Kelle y por último de Gersen.
—¿Se siente mejor ahora? —preguntó Gersen a Warweave.
—Sí —repuso Warweave—; pero estoy de acuerdo con Detteras. Se ha comportado usted como el mayor de los estúpidos.
—Yo no estoy tan seguro de eso, señor —dijo Gersen—. Sepa que arreglé cuidadosamente todo este asunto.
—¿Y con qué propósito? —exclamó Detteras en el colmo del asombro.
—Rebajé el poder del proyector. Arreglé la cosa de forma que Dasce pudiera hacerse con él, informándole antes que sólo había una sola carga en el interior, para poder demostrar quién era Attel Malagate.
—¿Attel Malagate?
Kelle y Detteras, que pronunciaron el nombre simultáneamente, miraron aún más sorprendidos a Gersen.
—Sí, Malagate el Funesto. He venido observando al señor Warweave durante mucho tiempo, presintiendo que debería ser más propiamente conocido por Malagate.
—Pero esto es una locura —farfulló Detteras—. ¿Habla usted en serio?
—Muy en serio. Tenía que ser alguno de los tres. Yo supuse que sería el señor Warweave.
—Cierto —repuso éste—. ¿Puedo preguntar por qué?
—Por supuesto. Primero descarté a Detteras. Es un hombre sinceramente feo. Los Reyes Estelares son más cuidadosos con su fisonomía.
—¿Los Reyes Estelares? —tartamudeó Detteras—. ¿Quién? ¿Warweave? Eso no tiene el menor sentido.
—Detteras es también un buen gastrónomo, mientras que los Reyes Estelares consideran con repugnancia el alimento humano. Y en cuanto a Kelle, también le descarté como candidato inverosímil. Es pequeño de talla y grueso, de nuevo una fisonomía contraria a la típica de un Rey Estelar.
El rostro de Warweave se contorsionó en una sonrisa glacial.
—¿Afirma usted que una buena apariencia implica la depravación del carácter?
—No. Yo sólo quiero hacer resaltar que los Reyes Estelares raramente dejan su planeta, a menos que puedan competir con éxito contra los verdaderos hombres. Y ahora, dos puntos más. Primero, Kelle está casado y ha criado al menos una hija. Segundo, Kelle y Detteras tienen carreras legítimas en la Universidad. Usted es Preboste Honorífico y recuerdo algo sobre una generosa donación que le proporcionó el puesto.
—Eso es una locura —protestó todavía Detteras— Warweave como Malagate el Funesto. Y además, un Rey Estelar...
—Es un hecho evidente —afirmó Gersen.
—¿Y qué se propone usted hacer?
—Matarle.
Detteras miró fijamente a Gersen y de pronto se lanzó sobre él con un grito de triunfo; pero Gersen, con la agilidad de un gato, dio un ligero salto hacia atrás, le cogió por la muñeca, se la retorció y le dio un golpe con el proyector. Detteras cayó hacia atrás cuan largo era.
—Deseo su cooperación, señor Kelle.
—¿Cooperar con un lunático? ¡Nunca!
—Warweave ha estado frecuentemente ausente de la Universidad, por largos períodos. ¿Estoy en lo cierto? Y uno de tales períodos fue muy reciente. ¿De acuerdo?
—No diré nada sobre tal cosa —respondió Detteras apretando los dientes.
—Eso es realmente cierto —dijo Kelle sintiéndose a disgusto—. Supongo que tendrá fuertes razones en que apoyar su acusación.
—Eso es.
—Me gustaría oír algunas de tales razones.
—Forman una larga historia. Es suficiente decir que he venido siguiendo la pista de Malagate hasta la Universidad de las Provincias del Mar y centrado finalmente las posibilidades en ustedes tres. Sospeché de Warweave, casi desde el principio; pero no estuve seguro hasta que ustedes pusieron los pies en este planeta.
—Esto es una broma demasiado pesada —dijo Warweave.
Este planeta es como la Tierra —continuó impasible Gersen—. Una Tierra que ningún hombre ha conocido jamás, una Tierra que no ha existido desde hace diez mil años. Kelle y Detteras se quedaron maravillados. Kelle se extasió con el paisaje y Detteras, reverentemente sintió la vida vegetal palpitar en el suelo. Warweave fue a mirarse en el espejo de las aguas. Los Reyes Estelares han evolucionado a partir de una especie de lagartos anfibios que vivían en charcas. Aparecieron las dríades. Warweave las admiró y pareció considerarlas como un elemento ornamental. Para Kelle y Detteras, y para mí son seres intrusos. Detteras les silbó y Kelle se sintió un tanto impresionado. Nosotros los hombres no deseamos la presencia de tales criaturas en un mundo tan agradable como éste. Pero todo esto era pura teoría. Tras habérmelas ingeniado para capturar a Hildemar Dasce, hice lo posible para convencerle de que Malagate, le había traicionado. Y cuando le di la oportunidad, Dasce le identificó... con el disparo del proyector.
Warweave sacudió la cabeza con aire de lástima.
—Niego todas sus acusaciones. —Y miró a Kelle para preguntarle—. ¿Tú crees eso?
—Estoy confundido, Gyle —respondió Kelle curvando los labios con escepticismo—. He llegado a considerar a Gersen como un hombre competente. Y no creo que sea ni un irresponsable ni un lunático.
Warweave se volvió hacia Detteras.
—Rundle, ¿cuál es tu opinión?
—Yo soy un hombre racionalista, y no puedo tener fe ciega... en ti, en Gersen, ni en ninguna otra persona. Gersen ha expuesto el caso y por sorprendente que parezca, los hechos son abrumadores en contra tuya. ¿Puedes demostrar lo contrario?
—Creo que sí —repuso Warweave considerando la pregunta de su colega. Y se dirigió hacia el dispositivo que había instalado Suthiro bajo la vitrina. El inhalador que había separado de su sitio pendía de su mano—. Sí —continuó—, creo que puedo presentar una demostración convincente.
Presionó el inhalador contra su rostro y tocó la palanca. En la consola, el timbre de alarma del aire sonó con un repetido campanilleo.
—Si vuelve atrás la palanca —dijo Gersen— cesará el ruido.
Warweave se aproximó y obedeció el consejo de Gersen.
—Verán —continuó Kirth— que Warweave está tan sorprendido como ustedes. Se imaginó que esa palanca controlaba los depósitos del gas que ustedes encontrarán bajo sus asientos, de aquí el uso que pensaba hacer del inhalador. Yo vacié los depósitos y cambié las conducciones de la palanca.
Kelle miró bajo su asiento y sacó fuera la caja. Miró a Warweave.
—Y bien, Gyle, ¿qué tienes que decir a esto?
Warweave arrojó furioso el inhalador y les dio la espalda con disgusto y confusión.
Repentinamente, Detteras tronó:
—¡Warweave! ¡Dinos la verdad!
El aludido habló por encima del hombro.
—Ya habéis oído la verdad de labios de Gersen.
—¿Tú... eres Malagate? —exclamó Detteras con voz apagada por el asombro.
—Sí. —Warweave se irguió aún más y les plantó cara, mirando con especial furia a Gersen— Tengo curiosidad por una cosa. Desde que se encontró con Lugo Teehalt se dedicó usted a buscar a Malagate. ¿Por qué?
—Malagate es uno de los Príncipes Demonio. Espero destruirles uno a uno, hasta donde lleguen mis fuerzas.
—Así ¿cuál es su intención con respecto a mí?
—Matarle, simplemente.
—Es usted un hombre muy ambicioso —dijo en voz neutral—. No hay muchos como usted.
—Tampoco quedan muchos supervivientes del ataque a Monte Agradable. Mi abuelo fue uno. Y yo otro.
—Oh, sí, es cierto. El ataque a Monte Agradable. De eso hace mucho tiempo.
—Este es un viaje muy peculiar —intervino Kelle, cuya actitud se había vuelto de seco despego—. Al menos hemos logrado nuestro principal propósito. El planeta existe, es como el señor Gersen lo había descrito y el dinero en depósito es de su propiedad.
—No, hasta que hayamos vuelto a Alphanor —opinó Detteras.
Gersen se dirigió a Warweave.
—Había hecho usted grandes planes para asegurarse la propiedad de este mundo. Quisiera saber por qué.
Warweave se encogió de hombros con indiferencia.
—Un hombre puede desear vivir aquí, o construirse un palacio —continuó Kirth—, pero un Rey Estelar no necesita ninguna de esas cosas.
—Comete usted un error común —interrumpió Warweave excitado—. Los hombres suelen ser sociables. Usted olvida que lo individual existe también entre otra gente diferente a ustedes. A algunos se les niega la libertad en su propio mundo, y se convierten así en renegados, que ni son hombres, ni pertenecen a su misma especie. Las gentes de Ghnarumen —y Warweave pronunció la difícil palabra con extraordinaria facilidad— son tan ordenados y respetuosos con la ley como los que viven en el Oikumene. En pocas palabras, la carrera de Malagate no es como para que la gente de Ghnarumen tuviesen que preocuparse en emular. Pueden tener razón o puede que estén equivocados. Es privilegio mío el organizar mi propio estilo de vida. Como ustedes saben, los Reyes Estelares son fuertemente competitivos. Este mundo, para los hombres, es muy bello, desde luego. Yo también lo encuentro así. Había planeado traer aquí a gente de mi propia raza y patrocinar y dar a la vida seres superiores, tanto para hombres como para la gente de Ghnarumen. Ésta era mi esperanza, que ustedes no comprenden, puesto que no puede haber entendimiento entre su raza y la mía.
—Pero tú te aprovechaste de tu posición para deshonrarnos —reprochó Detteras—. Si Gersen no te mata, lo haré yo.
—Ni tú ni nadie matará a ningún Rey Estelar.
En dos saltos se encontró en la escotilla de salida. Detteras saltó tras él, evitando así que Gersen pudiera dispararle a tiempo. Warweave se volvió, propinó a Detteras un terrible puntapié en el estómago y saltó a tierra corriendo desesperadamente ladera abajo.
Gersen se detuvo en la puerta de salida, apuntó y envió un disparo de energía sin éxito tras la movible figura que se alejaba. Warweave alcanzó la pradera, vaciló en la orilla del río, miró hacia atrás a Gersen y siguió valle abajo. Gersen continuó persiguiéndole por la ladera, donde el terreno era más firme, ganándole terreno al fugitivo, que ya había llegado a la zona pantanosa. Warweave se desvió de nuevo hacia la ribera y vaciló otra vez. Si se metía en la corriente antes de haber ganado la orilla opuesta, Gersen caería sobre él. Miró atrás sobre su hombro y su cara ya había dejado de ser humana; Gersen se maravilló de cómo pudo haberse engañado ni por un instante. Warweave se volvió, lanzó un grito gutural en un lenguaje desconocido, se arrodilló y desapareció.
Gersen llegó al lugar de su desaparición y encontró un agujero en la ribera de casi medio metro de anchura. Se inclinó y examinó el interior; pero no pudo apreciar nada. Detteras y Kelle, que le habían seguido, llegaron entonces jadeando.
—¿Dónde está?
Gersen señaló al hoyo.
—Según Lugo Teehalt los grandes gusanos blancos viven bajo las ciénagas.
—Humm... —murmuró Detteras—. Sus antepasados evolucionaron en las marismas y pantanos en hoyos como éste. No pudo haber encontrado otro refugio mejor.
—Pero tendrá que salir a comer... —opinó Kelle.
—No estoy muy seguro. Los Reyes Estelares desprecian la alimentación humana, y los hombres encuentran la dieta de los Reyes Estelares despreciable y repulsiva. Nosotros cultivamos plantas y criamos animales, ellos hacen algo parecido con gusanos e insectos y cosas parecidas. Warweave lo pasará muy bien con lo que encuentre bajo el terreno cenagoso en que se ha metido.
Gersen miró valle arriba, por donde había escapado Hildemar Dasce.
—Les he perdido a los dos. No me hubiera importado sacrificar a Dasce para castigar a Malagate; pero ambos...
Los tres permanecieron unos momentos en la ribera. Una suave brisa rizó la superficie del agua y movió las ramas de los grandes árboles oscuros que crecían en la base de las colinas. Una tribu de dríades merodeaba a lo largo de la orilla opuesta; volvieron sus órganos visuales vegetales verde púrpura hacia los tres hombres.
—Quizá sea mucho peor dejarles vivos en este planeta que matarlos.
—Peor —aseguró Detteras con firmeza—. Muchísimo peor.
Volvieron lentamente a la astronave. Pallis, sentada en el césped, se puso en pie al aproximarse Gersen. No parecía tan ausente como antes, tan desinteresada de todo y tan alejada de su entorno. Se acercó a él, le tomó de un brazo y le sonrió. Su rostro estaba de nuevo fresco y lleno de vida.
—Kirth, me gusta esto, ¿y a ti?
—Sí, Pallis, muchísimo.
—¡Imagínate! —murmuró Pallis con voz trémula—. Una casita en aquella colina. El viejo Sir Morton Hodenfroe tiene una hermosa casa en Blackstone Edge. ¿No sería magnífico, Kirth? Me gustaría, me gustaría...
—Primero, debemos volver a Alphanor, Pallis. Después hablaremos acerca de volver aquí.
—Muy bien, Kirth. —Y le puso los brazos alrededor de los hombros— ¿Todavía... todavía sigues interesado por mí? ¿Después de lo que ha ocurrido?
—Por supuesto que sí, cariño. —Y los ojos de Gersen se humedecieron sin poder evitarlo—. ¿Qué culpa tienes de todo eso?
—Ninguna. Pero en casa, en Lantango, los hombres son muy celosos...
Gersen prefirió no decir nada. La besó en la frente y le dio unas cariñosas palmaditas en la espalda.
—Bien, Gersen —farfulló Detteras atropelladamente—. Ha hecho usted uso de Kelle y de mí en la forma más caballerosa. No puedo decir que esté contento; pero no tengo nada que lamentar tampoco.
Robin Rampold se aproximó desde la sombra que proyectaba la astronave.
—Hildemar se ha escapado —dijo sombríamente—. Ahora viajará por las montañas, llegará a alguna ciudad y nunca volveré a verle.
—Podrá atravesar las montañas —le explicó Gersen—, pero no encontrará ninguna ciudad.
—He estado observando desde la cima de la colina a través del bosque —dijo Rampold—. Creo que debe de estar por algún sitio cercano.
—Es muy posible.
—Es deprimente. Es suficiente para enloquecer a cualquier hombre.
Gersen tuvo que soltar una carcajada.
—¿Preferiría usted volver a la jaula?
—No, claro que no. Pero entonces yo tenía mis proyectos. De lo que podía hacer cuando fuese libre. Pero ahora soy libre y Hildemar está más allá de mi alcance.
Y se marchó desconsoladamente.
Tras una pausa, Kelle dijo:
—Como científico, encuentro este planeta un lugar fascinante. Como hombre, un sitio encantador. Como Kagge Kelle, antiguo colega de Gyle Warweave, lo encuentro extremadamente deprimente. Estoy preparado para salir de aquí cuanto antes.
—Sí —convino Detteras—. ¿Por qué no?
Gersen dirigió una mirada valle arriba por donde Hildemar Dasce, vistiendo un simple pantalón blanco, se había escondido en el bosque como una bestia acorralada. Miró hacia abajo al lugar en que Malagate el Funesto se había hundido en el barro de la ciénaga. Por último, miró a Pallis.
—No puedo creer que esto sea real.
—Lo es. Pero también es como un sueño.
—Todo lo demás parece un sueño. Un sueño espantoso.
—Ya ha terminado. Es como si nunca hubiera ocurrido.
—Yo he sido... he sido... —La joven vaciló y frunció el entrecejo—. No recuerdo mucho.
—Menos mal.
—Mira, Kirth... —dijo de pronto Pallis apuntando hacia la pradera—. ¿Qué son aquellas hermosas criaturas?
—Las dríades.
—¿Y qué hacen allí?
—No lo sé. Seguramente buscan algo de comer. Lugo Teehalt dijo que chupan su alimento de grandes gusanos que extraen de los agujeros de la pradera, bajo el suelo pantanoso. O quizá pongan huevos en el suelo.
Las dríades, moviéndose con lentitud sobre la orilla y mostrando sus floridos miembros ondeantes al viento, se dirigieron hacia el terreno pantanoso deambulando de forma graciosa, dando un paso y después otro, como niños de andar vacilante. Una de ellas se detuvo y permaneció inmóvil. Bajo sus pies surgió el chispazo blanco de una trompa afilada que se hundió fácilmente en el blando suelo de la ciénaga. Pasaron algunos segundos. El suelo se removió y pareció reventar en una erupción.
La dríade se volcó hacia atrás. Por el borde exterior del pequeño cráter de barro, apareció Warweave, con la larga y rígida trompa de la dríade clavada en la espalda. Tenía la cabeza cubierta de barro, los ojos le salían de las órbitas y de su boca se escapaba una serie de horribles gemidos. Se sacudió torpemente, cayó sobre sus rodillas, rodó por el suelo, consiguió desasirse del lanzazo de la dríade y se puso en pie con un enorme esfuerzo de voluntad. Trató de salir corriendo por la ladera de la colina, pero las piernas le fallaron. Cayó de rodillas, se contrajo en una bola sobre el césped, estiró las piernas pataleando y su cuerpo quedó rígido y sin vida.
Gyle Warweave fue enterrado en la falda de la colina. El grupo volvió a la astronave. Robin Rampold se aproximó a Gersen.
—He resuelto establecerme aquí.
En alguna parte del cerebro de Gersen surgió el asombro y la perplejidad, mientras que en otra aquello sólo era la confirmación de sus previas sospechas y de algo que esperaba como cosa natural.
—Entonces —respondió Kirth— espera usted vivir en este planeta con Hildemar Dasce.
—Sí, así es.
—¿Sabe usted lo que le ocurrirá? Le hará nuevamente su esclavo. O le matará por la comida que estoy obligado a dejarle al salir para Alphanor.
El rostro de Rampold estaba pálido, pero en él se reflejaba una firme decisión.
—Puede ser como usted dice. Pero no puedo abandonar vivo a Hildemar Dasce.
—Píenselo —le advirtió Gersen—. Estará usted solo aquí. Dasce se mostrará mucho más salvaje que antes.
—Pienso que usted será tan amable de dejarme ciertos artículos, un arma, una pala, un hacha y algunas herramientas para construir un refugio y algunos alimentos.
—¿Y qué hará usted cuando se termine ese alimento?
—Buscaré productos naturales, semillas, pescado, nueces y raíces. Algunos serán venenosos, pero yo me cuidaré de probarlos.
Gersen sacudió la cabeza pensativo.
—Creo que es mucho mejor que vuelva usted a Alphanor con nosotros. Hildemar se tomará una venganza terrible.
—Es un riesgo que debo correr inevitablemente —respondió decidido.
—Como quiera.
La nave se alzó sobre las praderas, dejando a Rampold en pie junto a su pila de provisiones.
Los horizontes se agrandaron rápidamente y el planeta se convirtió en una bola verde y azul cayendo de popa. Gersen se volvió a Kelle y a Detteras.
—Bien, caballeros, ya han visitado ustedes el planeta Teehalt.
—Sí —respondió Kelle—. Mediante método sorprendente, usted ha cumplido los términos de su convenio; el dinero es suyo.
Gersen sacudió la cabeza.
—No deseo el dinero. Sugiero que conservemos en secreto la existencia de este planeta para preservarlo de lo que pudiera ser una profanación.
—Muy bien —repuso Kelle—. Yo estoy de acuerdo.
—Y yo —afirmó igualmente Detteras—. No obstante, me reservo el derecho de poder volver en otra ocasión bajo circunstancias más tranquilas.
—Una futura condición todavía —añadió Gersen—. Un tercio de los fondos fueron depositados por Attel Malagate. Sugiero que sean transferidos a la señorita Pallis, para compensarla en cierto modo, del daño recibido por su culpa.
Nadie hizo objeción alguna. Pallis protestó emocionada, después aceptó contenta y la noticia le alegró profundamente.
A estribor, la estrella brillante blanco dorada se confundió con las demás y pocos instantes después se perdió de vista.
Un año más tarde, Kirth Gersen volvió solo al planeta Teehalt en su espacionave modelo 9-B. Cerniéndose en el espacio, examinó el valle con el macroscopio sin descubrir signos de vida. Había al menos un proyector en el planeta y podía muy bien hallarse en manos de Hildemar Dasce. Aguardó hasta la caída de la noche y tomó tierra silenciosamente en una quebrada en las montañas por encima del valle. La larga noche llegó a su fin. Al amanecer, Gersen se encaminó hacia el valle, con cuidado de ocultarse siempre entre los árboles.
Desde lejos, oyó el sonido de los golpes de un hacha. Se aproximó con cautela hacia el lugar de donde provenía el ruido. En el límite del bosque, Robin Rampold descortezaba un árbol caído. Gersen se acercó con parsimonia. La cara de Rampold se había rellenado y su cuerpo aparecía vigoroso y bronceado. Gersen le llamó por su nombre. Rampold dio un salto y buscó entre las sombras.
—¿Quién está ahí?
—Kirth Gersen.
—¡Venga, hombre, venga! No es preciso que se oculte.
Gersen se adelantó hacia el límite del bosque y miró a su alrededor.
—Temía encontrarme con Hidelmar.
—Ah —replicó Robin— No es preciso que tema nada de Hildemar Dasce.
—¿Ha muerto?
—No. Está bien vivo, encerrado en una pequeña pocilga que he construido para él. Con su permiso, no le llevaré hasta él, ya que el lugar está bien escondido para cualquiera que venga a visitar el planeta.
—Bien. Entonces consiguió derrotarle.
—Por supuesto. ¿Lo puso usted en duda? Tengo muchos más recursos que él. Cavé una zanja durante la primera noche y construí una trampa; por la mañana Hildemar se fue arrastrando por el suelo, a fin de robarme los alimentos. Cayó en ella y le hice prisionero. Ahora es un hombre distinto. —Miró al rostro de Kirth Gersen—. ¿Lo desaprueba usted?
Gersen se encogió de hombros.
—He venido solo para llevarle al Oikumene.
—No —repuso decididamente Rampold—. No tenga miedo por mí. Viviré lo que me quede de vida en este planeta con Hildemar Dasce. Es un lugar muy hermoso. He hallado suficiente alimento y diariamente me distraigo mostrando a Hildemar los trucos y trampas que me enseñó hace tiempo.
Los dos hombres deambularon por el valle, hasta el sitio del anterior aterrizaje.
—El ciclo vital aquí resulta muy extraño —observó Rampold—. Cada forma se convierte en otra, sin fin. Sólo los árboles son permanentes.
—Así lo aprendí del hombre que descubrió este mundo.
—Venga, voy a enseñarle la tumba de Warweave.
Rampold le condujo por la ladera de la colina hacia un pequeño racimo de esbeltos arbolitos de blancos tallos. A un lado crecía uno, sensiblemente distinto a los demás. El tronco estaba estriado de color púrpura y las hojas eran correosas y verde oscuras. Rampold señaló el lugar.
—Ahí están los restos de Gyle Warweave.
Gersen miró por un momento y después dio media vuelta. Contempló el valle en todas direcciones. Era un bonito y tranquilo lugar, silencioso como lo había sido anteriormente.
—Muy bien, pues —dijo Gersen— Me marcho una vez más. Sepa que no volveré nunca. ¿Está bien seguro de que quiere quedarse aquí?
—Absolutamente. —Rampold miró en dirección al sol—. Se me está haciendo tarde. Hildemar estará esperándome. Ahora le deseo buena suerte y feliz viaje.
Se inclinó y desapareció, cruzó el valle y se perdió en el bosque de los árboles gigantes.
Gersen miró por última vez el hermoso valle. Aquel mundo había dejado de ser inocente y virginal, ya había conocido el mal. Una sensación de culpa y deshonor se extendía por el inmenso panorama. Gersen suspiró, se volvió y se quedó mirando fijamente la tumba de Warweave. Se agachó, arrancó el retoño escarlata del suelo, lo rompió en pedazos y los sembró por el contorno.
Lentamente volvió a caminar valle arriba y se dirigió a su espacionave.