Capítulo 1
«Qué paradoja, qué vergonzoso reproche resulta de considerar que una distancia que puede contarse en cientos de kilómetros, y a veces por metros, o en unos cuantos centímetros, pueda transformar el crimen más repelente en una simple circunstancia apenas apreciable...»
Hm. Balder Bashin, en el Nunciamiento Eclesiárquico del Año Mil.
Foresse, planeta Krokinole.
«La ley no se establece donde la fuerza no la respalda.»
AFORISMO POPULAR
Extracto del artículo publicado en Cosmópolis, en octubre de 1923, con el título «Smade en el planeta Smade»:
«Pregunta: ¿Estuvo siempre solo, señor Smade?
Respuesta: No, tenía tres esposas y once hijos.
P: ¿Qué fue lo que le impulsó a establecerse aquí? Es un mundo más bien lúgubre.
R: La belleza está en el ojo de quien la mira, ¿no es cierto? No me ha importado establecer un refugio de descanso para quien quiera venir hasta aquí.
P: ¿Qué clase de gente suele venir a hospedarse aquí?
R: Personas que desean descansar y necesitan tranquilidad. Y, ocasionalmente, cualquier viajero que proceda del espacio, o los exploradores espaciales, por regla general.
P: He oído decir que algunos de sus clientes son tipos duros.
Le diré, con franqueza, que según se cuenta por ahí, es creencia general que el Refugio Smade alberga a los piratas más famosos y los aventureros más peligrosos de Más Allá.
R: Supongo que esas personas también necesitan descansar ocasionalmente.
P: ¿Y no ha tenido dificultades con esa gente? Es decir, para mantener el orden...
R: No. Ellos conocen mis reglas. Yo les digo: "Caballeros, desistan, por favor. Sus diferencias son cosa suya, ustedes están de paso como fugitivos. La armoniosa atmósfera de este Refugio es mía y sepan que estoy dispuesto a mantenerla permanentemente".
P: ¿Y eso es suficiente para que desistan?
R: En la mayoría de los casos.
P: ¿Y si no?
R: Los tiro al mar.»
Smade era un hombre reticente. Sus orígenes y los primeros pasos de su vida, sólo los conocía él. En el año 1479 adquirió un cargamento de maderas finas, que por una oscura razón tomó procedente de un mundo lejano, perdido en Más Allá. Y entonces, con la ayuda de unos cuantos artesanos y la de un numeroso grupo de esclavos, construyó el Refugio de Smade.
El lugar había sido elegido en un estrecho bajío de brezales entre las Montañas Smade y el Océano Smade, precisamente en el ecuador del planeta. La construcción se hizo de acuerdo con un plano tan singular como el propio Refugio, usando piedra para los muros, planchas de esquisto para los suelos y vigas de madera fina para el techo. Una vez concluida, parecía un extraño mirador de roca, una sorprendente estructura de dos pisos, con un alto frontispicio, una doble fila de ventanas en un frente y detrás, y chimeneas a ambos extremos que evacuaban el humo procedente del fuego hecho con musgo fósil que tanto abunda en el solitario planeta. En la parte trasera había plantado un grupo de cipreses, cuya forma y follaje completaban apropiadamente el panorama.
Smade introdujo otras innovaciones en la ecología del entorno: en un valle abrigado tras el Refugio plantó forrajes y verduras, y en otro reunió un rebaño de ganado de buena carne, además de un buen número de aves de corral de especies variadas. La reproducción se desenvolvió moderadamente bien, sin mostrar disposición a repoblar el planeta.
Los dominios de Smade podrían haberse extendido tan lejos como hubiese deseado fijar, puesto que no existía otro habitante en el planeta; pero decidió elegir una zona de unas cuantas hectáreas dentro de los límites de una valla de piedra blanqueada para afirmar su soberanía. De cuanto ocurriese más allá de la cerca, Smade se mantenía discretamente apartado, a menos que hubieran razones para considerar sus propios intereses amenazados, contingencia, por lo demás, que jamás ocurría.
El planeta Smade era el único compañero de la estrella del mismo nombre, una enana blanca en una región relativamente vacía del espacio. La flora nativa era escasa y extraordinariamente diseminada, compuesta por líquenes, musgo y algas pelágicas que teñían el mar de negro. La fauna resultaba aún más simple: gusanos blancos en el barro del fondo del mar y unas pocas criaturas gelatinosas que se reunían para ingerir las algas negras de la forma más ridícula e inepta, como en la función primitiva de unos simples protozoos. Las alteraciones de Smade en la ecología del planeta no podían, por tanto, ser perjudiciales.
Físicamente, Smade era un hombre alto, ancho y vigoroso, de piel blanquecina color hueso y cabellos negros. Sus antecedentes, como se ha dicho, eran muy vagos y ni él mismo había podido recordarlos nunca; pero su establecimiento era regido con el mayor decoro. Sus tres esposas vivían en completa armonía, los chicos eran hermosos y de maneras educadas y el propio Smade resultaba impecablemente cortés y bien educado. Sus tarifas eran caras; pero su hospitalidad generosa y nunca tenía dificultades para cobrar sus cuentas. Sobre el bar, había un letrero que decía:
COMA Y BEBA SIN PREOCUPARSE.
EL QUE PUEDA Y PAGUE ES UN CLIENTE.
EL QUE NO PUEDA, ES UN HUÉSPED DEL ESTABLECIMIENTO.
Los parroquianos de Smade eran de índole diversa: prospectores, exploradores, técnicos Jarnell, agentes privados en busca de hombres perdidos o tesoros robados y más raramente algún miembro de la PCI (Policía Coordinada Interplanetaria). También se les llamada «comadrejas» en el argot de Más Allá. Otros individuos eran más temibles y siniestros, y resultaban el producto de toda la variada gama de crímenes imaginables. Haciendo de la necesidad una virtud, Smade plantaba cara a todo lo que llegara a su casa.
Y allá llegó, en julio de 1524, Kirth Gersen, presentándose a sí mismo como prospector. Su nave espacial era el modelo corriente utilizado por las casas comerciales de aquella región espacial del Oikumene, es decir, un cilindro de nueve metros de altura, equipado con lo puramente necesario: en la proa, el monitor autopiloto dúplex, un buscador de estrellas, cronómetro macroscopio y controles manuales; en la parte media del aparato, las cabinas con el aparato de ventilación, un convertidor orgánico, el banco de datos y la estiba; en popa el bloque energético de la nave con su acelerador Jarnell, y un espacio adicional mayor para estiba y carga. La nave se veía tan baqueteada por los elementos cósmicos como otra cualquiera de su tipo. Por lo que respecta a Gersen, su aspecto no difería mucho de otros, salvo en el detalle de que vestía ropas buenas y su carácter era normalmente taciturno. Smade le aceptó en sus términos usuales.
—¿Se quedará mucho tiempo, señor Gersen?
—Dos o tres días, quizás. Tengo muchas cosas en que pensar.
Smade aprobó con un profundo gesto de comprensión.
—Esto está casi vacío ahora. Por el momento, sólo están usted y el Rey Estelar. Encontrará toda la tranquilidad que necesita.
—Oh, gracias, estaré encantado —respondió Gersen, lo que era realmente cierto, ya que sus recién terminados negocios le habían dejado un buen número de problemas todavía sin resolver. Se volvió hacia Smade, ya que las últimas palabras de éste le habían llamado mucho la atención—. ¿Ha dicho usted que hay aquí un Rey Estelar?
—Como tal se ha presentado.
—Nunca he visto un Rey Estelar. Al menos que yo sepa.
Smade movió la cabeza cortésmente, con un gesto que indicaba que todo ulterior chismorreo había llegado ya al límite de lo permisible. Señaló al reloj y dijo:
—Ahí tiene nuestra hora local; será mejor que ponga su reloj de acuerdo con ella. La cena es a las siete en punto, o sea dentro de media hora.
Gersen subió la escalera de piedra hasta su habitación, un cuarto austero con una cama, una mesa y una silla. Miró por la ventana hacia el límite existente entre los brezales y el océano y las montañas del Refugio. Dos aeronaves ocupaban el pequeño campo de aterrizaje, la suya y otra mucho más grande y pesada, evidentemente del Rey Estelar.
Gersen se lavó y volvió al salón, donde cenó los productos que el propietario obtenía de su huerta y su ganado. Aparecieron dos clientes más. El primero era el Rey Estelar, que apareció desde el otro extremo de la habitación con un orgulloso despliegue de ricos ornamentos: un individuo con la piel teñida de negro azabache, y ojos como cuentas de ébano, tan negros como su piel. Era más alto de lo corriente y se comportaba con consumada arrogancia. De un negro sin lustre como el carbón, la tintura de su piel le borraba las facciones, que aparecían como una máscara proteiforme. Sus vestiduras resultaban dramáticamente fantásticas: botas altas de color naranja, un traje escarlata con faja blanca y un birrete estriado de gris y negro echado hacia el lado derecho de su cabeza. Gersen le examinó con profunda curiosidad. Era el primer Rey Estelar con el que se encontraba, aunque la creencia popular era que existían a cientos; un misterio cósmico moviéndose de incógnito en el mundo de los hombres, desde que el primer humano visitó la zona de la estrella Lambda de la constelación de la Grulla.
El segundo cliente acababa de llegar a juzgar por las apariencias. Era un hombre de mediana edad y de un grupo totalmente indefinido. Gersen había visto muchísimos como él, vagabundos sin catalogación posible errantes por Más Allá. Tenía los cabellos cortos y recios, ya blanqueados en las sienes, la piel cetrina, sin tintar, y un aire de desconfiada incertidumbre, tímido y apocado.
Comió sin apetito mirando alternativamente a Gersen y al Rey Estelar con furtiva especulación, pero dando la impresión de que sus miradas buscaban a Gersen con más interés. Éste trató de evitar la insistente mirada de aquel individuo, ya que lo último que deseaba era mezclarse con los asuntos de cualquier desconocido.
Tras la cena, y mientras Gersen permanecía sentado observando los relámpagos de la tormenta que se abatía sobre el océano, frente a él, el hombre se acercó con gestos nerviosos. Habló con una voz que intentaba ser tranquila, pero que temblaba a pesar suyo.
—Supongo que ha llegado procedente de Brinktown, ¿verdad?
Desde su niñez, Gersen había sabido conservar sus emociones bien ocultas tras una cuidadosa y educada imperturbabilidad; pero no obstante, la pregunta de aquel hombre le sobresaltó. Se detuvo un instante, antes de responder y asintió brevemente.
—Pues sí.
—Esperaba ver a alguien más. Pero no importa. He decidido que no puedo cumplir con mi obligación. Eso es todo.
Y se retrepó en el asiento mostrando los dientes con una mueca ausente de humor, sin duda alguna luchando contra cualquier penosa reacción.
Gersen sonrío y sacudió la cabeza.
—Debe usted haberme tomado por otra persona.
Su interlocutor le miró fijamente con aire dubitativo.
—Pero usted está aquí procedente de Brinktown...
—¿Y eso, qué tiene que ver?
Aquel hombre hizo un gesto de desamparo.
—No importa. Yo esperaba... pero es igual. —Y tras unos momentos añadió—: Me había fijado en su nave... es un modelo Nueve-B. Es usted un prospector, ¿verdad?
—Eso es.
El hombre rehusó darse por vencido ante la aparente indiferencia de Gersen.
—¿Y viene, o se va?
—Me voy. —Y entonces, pensando que tenía que acomodarse en su papel de prospector, Gersen dijo—: No puedo decir que haya tenido suerte.
La tensión del otro pareció desvanecerse inmediatamente. Hizo un movimiento con los hombros, como sintiéndose más tranquilo.
—Yo pertenezco al mismo gremio. Y en cuanto a la suerte... —Dejó escapar un suspiro de desconsuelo, en el que Gersen pudo oler el whisky destilado por Smade—. Si es mala, no dudo en echarme la culpa a mí mismo.
La sospecha de Gersen aún no había desaparecido. La voz de aquel hombre, bien modulada, y de acento educado no significaba nada especial. Podría ser lo que representaba: un prospector en apuros por cualquier causa en Brinktown. Gersen habría preferido con mucho la sola compañía de sus propios pensamientos; pero consideró una precaución elemental observar más profundamente la situación. Suspiro con aire preocupado e hizo un gesto retorcido con la boca, aunque cortés.
—¿Desea unirse a mí?
—Gracias.
Y el hombre se sentó más a su gusto y con nuevos ánimos; pareció descargarse de toda una serie de disgustos y preocupaciones.
—Me llamo Teehalt. Lugo Teehalt. ¿Quiere usted beber? —Y antes de esperar el consentimiento de Gersen, hizo una señal a una de las hijas de Smade, una niña de unos diez años, que vestía una sencilla blusa blanca y una larga falda negra—. Beberé whisky, nena. Trae a este caballero lo que desee.
Teehalt pareció ganar fuerzas, bien por la bebida o por la conversación. Su voz se hizo más firme y sus ojos más claros y brillantes.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted fuera?
—Cuatro o cinco meses —contestó Gersen en su papel de prospector—. No he visto nada más que rocas, barro y azufre... No sé si vale la pena trabajar de este modo...
Teehalt sonrió y movió la cabeza lentamente.
—Sin embargo... ¿no resulta un trabajo fascinante? Las estrellas brillan enviando su luz a las órbitas de sus planetas. Y uno se pregunta a cada momento: ¿será ahora? Siempre igual, una vez tras otra, el humo y los vapores del amoníaco, los fantásticos cristales minerales, los aires cargados de monóxido, las lluvias de ácido. Pero uno sigue y sigue... Quizá en la región que tenemos más adelante los elementos se presenten en sus formas más nobles. Claro que el resultado es casi siempre volver a encontrar el mismo terreno rocoso, la misma nieve del metano... Pero en cualquier instante: ¡allí está! ¡La belleza absoluta!
Gersen se bebió su whisky sin hacer comentario alguno. Teehalt, aparentemente, era todo un caballero, educado y de buenas formas, venido a menos en aquel mundo.
Teehalt continuó, medio hablando para sí mismo.
—¿Dónde está la suerte? No lo sé... No estoy seguro de nada. La buena suerte parece la mala, el desamparo y el fracaso a veces parecen más deseables que el éxito. Pero entonces... ¿cómo podría reconocer la buena suerte de la mala y quién confunde el fracaso con el éxito? En fin, todo esto no es más que un proceso sin sentido de la propia vida...
Gersen comenzó a sentirse relajado. Aquella especie de incoherencia, que dejaba traslucir una cierta sabiduría, era algo que no podía concebir entre sus enemigos. Con cautela, Gersen terció filosóficamente:
—La incertidumbre hace más daño que la ignorancia.
Teehalt le miró con respeto, como si aquella declaración estuviese llena de una profunda sabiduría.
—¿No creerá usted que un hombre es mejor porque sea ignorante?
—Eso depende; según el caso —continuó Gersen—. Está claro que la incertidumbre alimenta la indecisión, lo que en sí es la negación de todo. Un hombre ignorante puede actuar para bien o para mal... cada hombre tiene su propia respuesta. Nunca hubo en esto un verdadero consenso.
Teehalt sonrió tristemente.
—Defiende usted una doctrina muy popular, el pragmatismo ético, que siempre se convierte en la doctrina del egoísmo y el propio interés. Sin embargo, comprendo que hable usted de incertidumbre, ya que yo soy realmente un hombre incierto. —Y sacudió su cabeza de agudas facciones—. Sé que estoy metido en un gran aprieto, pero ¿porqué no habría de estarlo? He tenido una experiencia muy particular. —Acabó el whisky y adelantó el cuerpo hacia Gersen—. Usted es seguramente más sensible de lo que parece a primera vista. Y quizá más ágil también. Y hasta puede que más joven de lo que aparenta.
—Nací en mil cuatrocientos noventa.
Teehalt hizo un gesto vago y miró a Gersen.
—¿Puede usted comprenderme si le digo que he conocido demasiada belleza?
—Sí que podría comprenderle, si me lo aclarase.
Teehalt parpadeó pensativamente.
—Trataré de hacerlo. —Y permaneció unos instantes en silencio antes de continuar—. Tal como admití antes, yo también soy un prospector. Es un oficio miserable, y le ruego me disculpe, ya que a usted le atañe de la misma forma, porque implica la degradación de la belleza. A veces, sólo hasta cierto punto, que es lo que una persona como yo puede esperar. Otras, es poca la belleza que se corrompe y a veces también, la belleza resulta incorruptible. —Hizo un gesto con la mano hacia el océano. Este Refugio es inofensivo. Permite que se revele la belleza de este terrible y pequeño planeta. —De nuevo se adelantó hacia Gersen, mojándose los labios—. El nombre de Malagate ¿le dice a usted algo? ¿Attel Malagate?
La emoción estuvo a punto de traicionar a Gersen, pero se controló al instante, como lo hacía por costumbre. Tras una ligera pausa, preguntó al azar:
—¿El llamado Malagate el Funesto?
—Sí, Malagate el Funesto. ¿Ha llegado a conocerle?
Y Lugo Teehalt escrutó fijamente las facciones de Gersen, siempre impasibles. Tras unos instantes, repuso sin la menor vacilación:
—Sólo de oídas.
Teehalt se inclinó más vivamente aún.
—Cualquier cosa que haya oído, sepa que sólo es pura adulación.
—Pero usted no sabe lo que yo he oído.
—Dudo mucho que haya oído lo peor. Pero de nuevo, la paradoja sorprendente... —Y Teehalt cerró los ojos—. Estoy haciendo trabajos de prospección para Attel Malagate. Es el dueño de mi nave. Y he recibido su dinero.
—Es una posición difícil, ¿verdad?
—Cuándo lo descubrí... bien, ¿qué podía hacer? —Teehalt extendió las manos en un gesto extravagante, reflejando sus íntimas emociones y el efecto del whisky ingerido— Me lo he preguntado una y otra vez. Yo no hice esta elección. Yo tenía mi nave y mi dinero, no procedente de una casa comercial, sino de una digna institución. Yo era entonces Lugo Teehalt, un hombre que había sido elevado al cargo de Jefe de exploradores de la institución. Pero me enviaron en un Nueve-B y ya no pude engañarme: me había convertido en un prospector vulgar y corriente, uno más.
—¿Dónde está su nave? —preguntó Gersen vagamente curioso—. Sólo están la mía y la del Rey Estelar, en el campo de aterrizaje.
Teehalt se apretó los labios.
—Tenía buenas razones para tomar precauciones —dijo mirando a izquierda y derecha—. ¿Le sorprendería saber que esperaba encontrar...?
Y se detuvo, lo pensó mejor y se quedó mirando fijamente el interior de su vaso ya vacío. Gersen hizo una señal y Arminta, una de las hijas de Smade, vino enseguida a servirle otro trago en una bandeja de jade decorada con flores silvestres.
—Pero esto es cosa de poca importancia —continuó Teehalt—. Creo que le estoy aburriendo con mis problemas...
—En absoluto —respondió Gersen afectuosamente—. Los asuntos de Attel Malagate me interesan.
—Yo puedo comprenderlo —siguió Teehalt tras otra pausa—. Él es una peculiar combinación de cualidades.
—¿De quién recibió usted su nave espacial? —preguntó Gersen.
—No sabría decirlo —contestó Teehalt sacudiendo la cabeza—. Por lo que veo, usted mismo puede ser el hombre de Malagate. Espero que no, por su propio bien.
—¿Por qué tendría que ser yo el hombre de Malagate?
—Las circunstancias lo sugieren; pero sólo las circunstancias. Aunque, realmente, creo que no. No enviaría aquí a alguien a quien no conozco.
—Entonces, tiene usted una cita...
—Oh, no me importa. Pero... no sé qué hacer.
—Puede volver al Oikumene.
—¿Y eso qué podría importarle a Malagate? Puede ir y venir a su gusto por todas partes.
—¿Y por qué tiene particular interés en perjudicarle? Hay prospectores de sobras.
—Yo soy único —dijo Teehalt—. Soy un prospector que ha encontrado un tesoro demasiado precioso para ser vendido.
Gersen se impresionó a pesar suyo.
—Es un mundo demasiado bello para que sea degradado —continuó Teehalt—. Un mundo inocente, lleno de luz, de aire y de color. Dar este mundo a Malagate para sus palacios, sus vicios y sus casinos... es como entregar a un niño una colección de soldados de Sarcoy. Peor aún.
—¿Y Malagate tiene conocimiento de eso?
—Mi mayor desgracia es beber mucho y hablar demasiado.
—Como está haciendo ahora —comentó Gersen.
—No es posible decir nada a Malagate que él ya no sepa —dijo Teehalt con una triste sonrisa—. El daño proviene de Brinktown.
—Dígame algo más de ese mundo. ¿Está habitado?
Teehalt volvió a sonreír, pero no contestó. Gersen no sintió resentimiento alguno. Teehalt, haciendo señas a Arminta Smade, le pidió un Fraze, un licor fuerte y agridulce incluido en la lista de los que servían como alucinógenos. Gersen indicó que ya había bebido bastante.
La noche se había apoderado del pequeño planeta. Los relámpagos y los truenos estallaban aquí y allá, a lo largo del horizonte. De repente, un fuerte aguacero comenzó a tamborilear sobre el tejado del Refugio. Teehalt, adormecido por el licor o quizá viendo visiones, continuó:
—No podrá usted nunca encontrar ese mundo. Estoy decidido a que jamás sea violado.
—¿Y qué ocurrirá con su contrato?
—Lo cumpliré en cualquier otro mundo ordinario y corriente.
—La información se halla contenida en su monitor —resaltó Gersen—. Y la propiedad es de su fletador.
Teehalt permaneció silencioso durante tanto rato, que Gersen dudó si estaría despierto. Finalmente dijo:
—Tengo miedo a morir. Por otra parte, quisiera lanzarme con la nave, el monitor y todo dentro de cualquier estrella.
Gersen no hizo ningún comentario.
—No sé qué hacer —continuó Teehalt—. Es un mundo notable. Sí. Es la belleza pura. Trato de imaginar si la belleza no encierra otra cualidad que yo no puedo sospechar... al igual que la belleza de una mujer enmascara sus más abstractas virtudes... O quizá sus vicios. De cualquier forma, ese mundo es bellísimo y sereno, más allá de cuanto expresen las palabras. Existen montañas lavadas por la lluvia. Sobre los valles flotan nubes tan suaves y brillantes como la nieve. El cielo es un zafiro de un azul oscuro. Y el aire es suave, fresco y acariciante y tan transparente como un cristal de roca. No hay muchas flores, aunque se encuentran como un raro tesoro. Pero en su lugar existen muchos árboles y los más hermosos y magníficos son los grandes reyes, como una fuerte corteza, como si hubieran vivido eternamente.
»Me ha preguntado usted si está habitado. Me veo obligado a decirle que sí, aunque las criaturas que allí viven son algo... extrañas. Yo les llamo dríades. Vi sólo unos cuantos centenares y me parecieron de una edad muy antigua. Tan viejas como las montañas y como los propios árboles. —Teehalt cerró los ojos—. El día tiene una duración dos veces superior a los nuestros, la mañana es larga y brillante, las tardes llenas de quietud y los crepúsculos dulces como la misma miel. Las dríades se bañan en el río o permanecen en los bosques umbrosos...
La voz de Teehalt casi se apagó, como si estuviera dormido.
Gersen preguntó, sorprendido:
—¿Las dríades?
Teehalt se estremeció en su silla:
—Es un nombre tan bueno como otro cualquiera. Al menos, son medio plantas. Yo no las examiné muy detenidamente. ¿Por qué? No lo sé. Estuve allí... supongo que dos o tres semanas. Eso es lo que vi...
Teehalt tomó tierra con su baqueteado Nueve-B en una pradera cerca del río. Esperó hasta que el analizador hizo las comprobaciones oportunas del entorno, aunque un paisaje tan bello como aquél no podría dejar de ser habitable. Teehalt, que era una mezcla de universitario, poeta y niño aventurero, así lo había pensado.
No estaba equivocado. La atmósfera demostraba ser respirable, los análisis de sensibilidad alérgica, negativos, los microorganismos del aire y la tierra morían rápidamente bajo el contacto del antibiótico que Teehalt se había administrado. No había razón alguna para que no saliera inmediatamente a ver aquel mundo y así lo hizo.
Techalt se detuvo extasiado sobre el césped y frente a la nave. El aire era limpio, claro y fresco, como una aurora de primavera, y totalmente silencioso, como queda tras el canto de un pájaro. Teehalt vagó valle arriba. Se detuvo a admirar un boscaje de árboles y vio a las dríades que estaban reunidas en grupo a la sombra del bosque. Eran bípedas, con un torso peculiarmente humano y una estructura similar a una cabeza también humana, aunque estaba claro que sólo se parecían a un ser humano en una forma muy superficial, vistas de lejos. La piel era plateada marrón y verde a lunares. La cabeza no mostraba otras características o facciones que unas protuberancias rojoverdosas, en el lugar que habrían ocupado las cuencas de los ojos. De los hombros se alzaban miembros como brazos que se subdividían en ramas y después en hojas de verde oscuro y casi púrpura, rojo brillante, broncenaranja y ocre dorado.
Las dríades vieron a Teehalt y se dirigieron hacia él, con un interés casi humano, después se detuvieron a quince metros de distancia, agitando suavemente sus miembros; las hojas coloreadas de sus penachos brillaban al sol. Las dríades examinaron a Teehalt y éste a ellas; sin abrigar el menor temor. Teehalt sintió la más fascinante experiencia que jamás hubiera podido vivir.
Recordó más tarde los días que siguieron con una calma idílica. Había una tal majestad en el ambiente, una claridad y una cualidad trascendental en aquel planeta que le afectaban como una sensación religiosa, hasta llegar a la conclusión de que debía abandonarlo cuanto antes o sucumbir en él, entregándose por completo a aquel mundo de ensueño. El conocimiento le afligía con una tristeza casi insoportable, porque interiormente sabía, de algún modo, que jamás volvería a contemplarlo de nuevo.
Durante aquel tiempo observó a las dríades moverse a placer por el valle, lleno de curiosidad por su naturaleza y sus hábitos. ¿Serían inteligentes? Teehalt nunca pudo hallar una respuesta satisfactoria a la pregunta. Al menos, eran seres vivos y prudentes, de aquello no cabía la menor duda. Su metabolismo le tuvo perplejo al igual que la naturaleza de su ciclo vital, aunque poco a poco fue adquiriendo una cierta experiencia. Llegó a la conclusión, como resumen, que derivaban de un cierto grado de energía producido por la fotosíntesis.
Después, una mañana, mientras Teehalt contemplaba un grupo de dríades inmóviles en una gran y extensa pradera encharcada, una criatura alada de grandes dimensiones, parecida a un halcón, se dejó caer y golpeó brutalmente a una dríade en un costado. Conforme caía al suelo, Teehalt vio que dos largos apéndices surgidos del extremo suave y grisáceo de sus piernas vegetales se extendían hasta el suelo y se retraían al caer.
El pájaro pareció ignorar a su víctima; pero siguió escarbando en el hoyo que momentos antes habían taladrado los apéndices retráctiles de la dríade hasta sacar fuera un enorme gusano blanco. Teehalt siguió observando con mayor interés aún. La dríade, en apariencia, había localizado al gusano en el subsuelo y lo había traspasado con sus trompas retráctiles insertas en las piernas, presumiblemente para chupar la sustancia de que estuviera compuesto. Teehalt no pudo disimular una cierta vergüenza y decepción. Las dríades, no eran, pues, tan inocentes como parecían, ni tan etéreas como las había imaginado.
El enorme pájaro salió volando y graznando de extraña forma, alejándose del lugar. Teehalt, lleno de curiosidad, se aproximó, fijándose en el gusano abandonado en el suelo. Había poco que ver, excepto una serie de tiras de piel pálida, un flujo viscoso amarillento y una bola oscura del tamaño de un coco. Mientras continuaba mirando, las dríades se aproximaron y Teehalt se retiró. Desde cierta distancia, observó cómo se reunían alrededor del gusano destrozado y a Teehalt le pareció que entre todas acababan de destrozarlo todavía más. Pero con sus miembros inferiores recogieron la negra pelota y una de ellas se la puso sobre sus ramas superiores. Teehalt la siguió a distancia, vigiló fascinado la operación, y vio finalmente que en un lugar cercano al boscaje más próximo, de esbeltos árboles de blancas ramas, las dríades enterraban aquel bulto negro parecido a una pelota.
Considerándolo retrospectivamente, Teehalt se preguntó por qué no había intentado comunicarse con ellas. Una o dos veces, durante su estancia en el maravilloso planeta, había pensado en tal idea, que acabó desechando después, quizá porque se sintiera a sí mismo como un intruso y una criatura ruda y desagradable. Las dríades, a cambio, le habían tratado con lo que se podría llamar un educado desinterés.
Tres días después de haber sido enterrado el bulto negro en forma de vaina vegetal, Teehalt tuvo ocasión de volver por el boscaje y, ante su estupefacción, observó que surgía de la tierra un pálido tallo. En la parte superior, unas hojitas verdes se mostraban ya a la brillante luz del día. Teehalt volvió a estudiar todo aquel paisaje con creciente interés. ¿Se habría originado cada uno de aquellos árboles en una vaina procedente del cuerpo de un gusano subterráneo? Examinó asimismo el follaje y los tallos, al igual que la corteza, y no advirtió nada que pudiera sugerir tal origen.
Recorrió con la mirada el valle hasta donde se levantaban los gigantes del bosque: ¿serían similares ambas variedades? Los gigantes crecían majestuosos, con troncos que medían 60 metros hasta el primer ramaje. Los árboles que crecían de las vainas negras resultaban mucho más débiles y el follaje era de un color verde mucho más claro... Pero, evidentemente, sus especies tenían una íntima correlación. La forma de las hojas y la estructura eran casi idénticas, así como su apariencia general y la corteza, suave y consistente; pero la corteza de los gigantes era mucho más dura y espesa. La mente de Teehalt se perdió en inútiles especulaciones.
Más tarde, aquel mismo día, subió por la montaña valle arriba y, cruzando la cresta, descendió sobre una cañada sembrada de rocas escarpadas. Un riachuelo se precipitaba garganta abajo entre macizos de musgo y plantas parecidas a líquenes, cayendo de un charco al siguiente. Aproximándose al filo de las rocas, se encontró al nivel del alto follaje de los gigantes, que crecían junto al escarpado. Descubrió unas grandes bolsas verdes que crecían como frutos entre las hojas. Estirándose, a riesgo de precipitarse por el escarpado, Teehalt consiguió hacerse con uno de aquellos sacos verdes. Se lo llevó de vuelta hacia la nave y al pasar junto a un grupo de dríades observó que aquéllas se quedaban mirando fijamente el objeto que llevaba bajo el brazo. Repentinamente todas se dirigieron hacia él, agitando sus abanicos de hojas en una evidente demostración de disgusto. Ante la duda, Teehalt buscó el refugio seguro de la nave, sintiéndose cohibido y culpable de alguna mala acción que aún no adivinaba. Procedió, sin más demora, a abrir el saco verde. La vaina tenía un aspecto correoso y seco, y en el interior, ensartadas a lo largo de un tallo, se hallaban una serie de semillas del tamaño de un garbanzo de una gran complejidad. Teehalt examinó una de las semillas con el amplificador visual. Pudo apreciar una sorprendente similitud con pequeños escarabajos o avispas. Con cuidado y utilizando la punta de un fino cuchillo y una hoja de papel, fue separando lo que claramente eran alas, tórax y mandíbulas pequeñas: no había duda alguna, era un insecto.
Durante un buen rato estudió aquellos insectos que crecían en el árbol, como fruto natural, y consideró el curioso término análogo de los tallos que crecían de una vaina negra tomada del cuerpo de un gusano.
El crepúsculo coloreó el cielo, las partes alejadas del valle se fueron borrando. Oscureció y llegó la noche, salpicada de relucientes estrellas como lámparas temblorosas.
Aquella larga noche pasó al fin. Al amanecer, cuando Teehalt emergió de la nave, se dio cuenta de que la hora de partir era inminente. ¿Cómo? ¿Por qué? No tenía respuesta adecuada. La necesidad era real, tenía que salir y marcharse de allí, sabiendo que jamás retornaría a aquel paraíso natural. Cuando consideró la madreperla del cielo, la suave curva y el verdor de las colinas, las hermosas praderas y los bosques, el suave río de aguas cristalinas y el aire perfumado y acariciador, sus ojos se humedecieron de lágrimas. Era un mundo demasiado bello para dejarlo, y demasiado hermoso para permanecer en él. Algo inexplicable y turbador crecía en su interior. Una fuerza cada vez más poderosa le impelía a abandonar la nave, las ropas y todo el resto, a fundirse, a envolver y a ser envuelto, a inmolarse en un éxtasis de identificación con la belleza y la grandeza... Sí, tenía que marcharse cuanto antes. «Si continúo aquí —pensó— pronto me veré llevando hojas sobre la cabeza como una dríade.»
Todavía caminó algún tiempo por el valle; se detuvo a observar cómo salía el sol por el horizonte. Volvió a saltar hasta el escarpado, mirando hacia el este a través de una ondulante sucesión de verdes colinas, bosques y praderas, que se erguían finalmente en una cresta de elevadas montañas. Hacia el oeste y el sur pudo captar el murmullo del agua, hacia el norte se extendía una enorme extensión plana, y a lo lejos y en la misma dirección, unos bloques pétreos daban la impresión de ser las ruinas de una vieja ciudad abandonada.
De regreso al valle, Teehalt pasó bajo los árboles gigantes. Comprobó que todas las vainas se habían abierto, colgando vacías de las ramas. Mientras observaba, oyó el zumbido de un enjambre de pequeñas alas de insectos. Uno se estrelló como una bala contra su mejilla, donde quedó un instante colgado, picándole.
Teehalt lo aplastó, sorprendido por el fuerte dolor. Vio a otros muchos, una multitud, zumbando de un lado a otro. A toda prisa volvió a la nave para vestirse con un traje de una sola pieza y un casco protegido por una finísima película transparente. Tenía la mejilla amoratada y sintió una rabia irracional. El ataque de la avispa había estropeado el placer de su último día en el valle y, de hecho, le había causado el primer dolor en su estancia en aquel bello mundo. Era mucho esperar, reflexionó amargamente, que tal paraíso pudiera existir sin una serpiente. Se puso en el bolsillo un frasco de repelente contra insectos, sin saber si valdría o no para alejarlos, siendo como eran mitad vegetales, mitad animales.
Salió de la nave y enfiló nuevamente el valle, con la picadura del insecto doliéndole todavía intensamente. Al acercarse al bosque presenció una escena extraña: un grupo de dríades rodeadas por un ruidoso enjambre de avispas. Se aproximó curioso. Las dríades sufrían un ataque de los insectos voladores y era patente su absoluta indefensión. Conforme las avispas picaban las zonas de su corteza pintadas de plata, las dríades agitaban las hojas y las patas, deshaciéndose de ellas como podían.
Teehalt se lanzó hacia ellas con una rabia terrible. Una de las dríades más próximas parecía desfallecer. Por un agujero abierto en su piel goteaba un líquido espeso. Entonces, la totalidad del enjambre se lanzó al boquete abierto y la pobre dríade se balanceó y cayó, mientras que el resto se retiraba lentamente.
El prospector, impulsado por el disgusto, sacó del bolsillo el frasco de insecticida y roció el enjambre entero. Aquello actuó con una dramática efectividad. Las avispas se volvieron blancas, temblaron como atacadas de epilepsia y cayeron a racimos sobre el terreno; en menos de un minuto la abultada masa compacta del enjambre yacía por el suelo deshecha. La dríade que había sido atacada también yacía muerta, casi despellejada. Las que habían escapado volvieron entonces furiosas, según creyó ver Teehalt. Sus ramas subían nerviosas, se agitaban por encima de sus cabezas y marchaban sobre él con manifiesta hostilidad. Teehalt retrocedió y se marchó hacia la nave.
Con ayuda de unos binoculares vigiló a las dríades. Permanecieron junto a su camarada muerta, en un estado de ansiedad irresoluta. Aparentemente —o al menos así lo creyó el prospector—, su angustia parecía mayor a causa de la matanza de las avispas que por la dríade muerta.
Se agruparon en círculo sobre el cuerpo caído. Teehalt no pudo observar muy bien lo que hicieron; pero en aquellos instantes la levantaron del suelo junto con una lustrosa pelota negra. Y continuó mirándolas hasta que se adentraron en el bosque de los árboles gigantes.