Capítulo 5

Del Manual Popular de los Planetas:

«Oliphane: decimonoveno planeta del Grupo de Rígel.

Diámetro: Diez mil doscientos kilómetros.

Masa: 0.9.

Etcétera.

»Observaciones generales: Oliphane es el más denso de los planetas de Rígel y gira en una órbita exterior de la Zona Habitable. Se ha especulado que cuando el protoplaneta del Tercer Grupo se desintegró, Olipliane recibió una excesiva carga de materiales pesados de la zona central. En cualquier caso, fuera lo que fuese lo ocurrido, hasta los más recientes descubrimientos astronómicos, Oliphane estuvo sujeto a una intensa actividad plutónica e incluso en nuestros días aún tiene noventa y dos volcanes activos.

»Oliphane está altamente mineralizado. Su impresionante relieve orográfico le provee de un vasto potencial hidroeléctrico, que suministra una energía más barata que la obtenida por los recursos tradicionales. Su población disciplinada y diligente ha hecho de Oliphane el mundo más industrializado de todo el Grupo, rivalizando sólo Tantamount con sus astilleros, y Lyormesse con sus monumentales fundiciones de hierro.

»Oliphane es relativamente frío y húmedo, con la población concentrada sobre la zona ecuatorial, especialmente alrededor del Gran Lago Clare. Allí el visitante puede encontrar las ciudades más grandes del planeta, Kindune, Sansontiana y New Ossining.

»Oliphane es también un planeta que dispone de su propio alimento y la gente apenas consume nada aparte de sus recursos naturales, siendo la población de mayor consumo "per cápita" de todo el Grupo, la mayor en tercer lugar del Oikumene. Los oliphanos son individuos resultantes de una mezcla racial, derivados primitivamente de una colonia de los skakers hiperbóreos. Son rubios, de recio esqueleto, proclives a la corpulencia y de piel clara sin teñir. Son respetuosos de la ortodoxia, tranquilos en su vida personal, pero entusiastas de las fiestas públicas y celebraciones, que sirven como válvula de escape emocional a gente por otra parte convencional y reservada.

»Un sistema de castas, aunque sin estatus legal, permite la existencia de todas las capas de la estructura social. Se observan cuidadosamente las prerrogativas. El idioma es muy flexible como para permitir al menos media docena distinta de formas de dirigir la palabra.»

De «Un estudio de la adaptación entre clases», de Frerb Kankbert, en Diario del Antropiceno, vol. MCXIII:

«Resulta una notable experiencia para el visitante observar a un par de oliphanos, que no se conocen, evaluando sus respectivas castas. La operación sólo requiere unos instantes y se produce casi por instinto, ya que las personas a quienes concierne pueden ir bien vestidas con ropas de uso general.

»He preguntado a diversos oliphanos respecto a esta cuestión, sin que pueda decir que haya obtenido unas respuestas definidas. En primer lugar, la mayor parte niegan la existencia de las castas y su estructura social, y consideran su sociedad completamente igualitaria. Y, en segundo término, los oliphanos no están nunca seguros de cómo adivinar la casta de un forastero. Nunca saben si es superior a la suya o inferior.

»Yo he supuesto y construido la teoría de que unos movimientos casi indetectables de los ojos constituyen la clave de su situación como alta categoría, dependiendo de las características especiales de dichos movimientos. Las manos también juegan, a mi parecer, un papel importante.

»Como podría esperarse, los altos empleados y la burocracia disfrutan de la calidad de la casta alta, especialmente los Tutelares Cívicos, como ellos llaman a la policía.»

Gersen tomó tierra en el espaciopuerto de Kindune y, con el monitor de Teehalt dentro de una maleta, tomó un ferrocarril subterráneo en dirección a Sansontiana. Para su tranquilidad, nadie le había esperado, ni nadie le siguió en su trayecto.

Pero el tiempo tenía un valor precioso. En cualquier momento, Malagate, tras haber comprobado el fiasco, pondría su vasta organización tras él. Gersen se consideró por el momento a salvo; no obstante, puso en práctica unas cuantas maniobras que consideró precisas al salir del ferrocarril, para despistar a los rastreadores4. Al no percibir nada anormal, depositó el monitor en un guardaobjetos público, en la estación de intercambio existente bajo el Hotel Apunzel, quedándose solo con la chapa metálica numerada de resguardo. Después tomó un transporte rápido, y se dirigió en menos de quince minutos a Sansontiana, a ciento treinta kilómetros al sur. Consultó una guía y transbordó a un tren local del distrito de Ferristoun, apeándose en una estación que distaba sólo unos cien metros de la Compañía de Instrumentos de precisión Feritse.

Ferristoun era un lúgubre distrito ocupado casi en su totalidad por fábricas y almacenes, además de un alegre hostal, lujosamente ornamentado con vidrieras de vivos colores y maderas talladas, a semejanza de las bellas arcadas construidas a lo largo de la orilla del lago.

Era ya media mañana y la lluvia había oscurecido las aceras de piedra negra. Pesados camiones de seis ruedas atronaban las calles, añadiendo su ruido al de las máquinas de las fábricas. Conforme avanzaba por la calle un sonido agudo de sirenas cambió el panorama; las aceras y paseos se vieron súbitamente poblados por trabajadores que acababan su turno. Eran gentes de color pálido, con rostros impasibles, o sin destellos de humor alguno, vistiendo en general unos trajes de fábrica bien confeccionados y abrigados en alguno de los colores gris, azul oscuro o amarillo mostaza, un cinturón que contrastaba con el uniforme, bien en blanco o en negro y unos gorros de piel de color negro. Todos parecían tener el mismo aspecto, como consecuencia del elaborado sindicalismo del gobierno, cuidadoso y desprovisto de humor, como su propia constitución.

Sonaron poco después dos toques de sirena. Como por arte de magia, las calles quedaron de nuevo vacías y los trabajadores se encerraron en los edificios como cucarachas expuestas a la luz.

Unos momentos después, Gersen llegó a una fachada manchada de cemento donde en un gran letrero con letras de bronce se podía leer: FERITSE, y debajo, en la escritura ganchuda de Oliphane: Instrumentos de Precisión.

Otra vez se hacía necesario exponerse ante sus enemigos: el programa estaba muy lejos de resultarle cómodo. Bien, no había otro remedio. Una sencilla puerta le condujo al interior del edificio. Gersen entró en un oscuro salón que, a través de un túnel de cemento, le condujo a las oficinas de la administración de la Compañía. Se aproximó a un mostrador, donde le atendió una señora de cierta edad de agradable presencia y buenos modales. Según la costumbre local, iba vestida con ropas masculinas mientras trabajaba, un traje azul oscuro y un cinturón negro. Reconoció a Gersen como un ser extraño a su mundo, se inclinó con suntuosa cortesía y le preguntó con voz suave y reverente:

—¿En qué puedo servirle, señor?

Gersen le mostró la placa de latón.

—He perdido la llave de mi monitor y deseo otra.

La mujer parpadeó y sus modales cambiaron casi inconscientemente. Alargó vacilante la mano hacia la placa, tomándola entre dos dedos como si estuviera apestada y miró por encima del hombro.

—¿Bien? —preguntó Gersen con voz alterada por la tensión del momento— ¿Hay alguna dificultad?

—Pues... hay nuevas regulaciones al respecto, señor —murmuró la mujer—. He recibido instrucciones para... Es preciso que consulte con el Director Gerente Masensen. Perdone señor.

Se dirigió hacia el corredor casi al trote y desapareció en el acto por una puerta lateral. Gersen esperó con los perceptores de su consciente saltando en su cerebro como un fuego de artificio. Estaba más nervioso de lo necesario, el nerviosismo nubla el juicio y afecta la agudeza de la observación... La mujer retornó al mostrador con lentitud, mirando a derecha e izquierda, evitando la mirada de Gersen.

—Un momento, por favor. Si tiene la bondad de esperar... Es preciso inspeccionar ciertos registros, ¿no es eso lo que ocurre siempre? Cuando una persona tiene prisa...

—¿Dónde está la placa con la serie?

—El Director Mansensen la ha tomado a su cargo.

—En tal caso, hablaré con ese Director Gerente Mansensen en el acto.

—Preguntaré...

—Por favor, no se moleste —dijo Gersen.

E ignorando su gesto de protesta, se dirigió resueltamente por el mismo camino hacia una habitación interior. Un hombre de rudas facciones, vestido con un uniforme azul desvaído, se hallaba sentado en una mesa telefoneando. Mientras lo hacía, miraba a la placa con la serie perteneciente a Gersen. A la vista de éste, su boca se retorció con irritación y desaliento. Colgó el teléfono rápidamente. Transcurrió un momento en que sus ojos relampaguearon examinando a Gersen de arriba a abajo, hasta que le gritó:

—¿Quién es usted, señor? ¿Por qué ha entrado en mi despacho?

Gersen se dirigió hacia le mesa, cogió la placa y le respondió:

—¿A quién telefoneaba usted en relación con este asunto?

Mansensen se irguió orgulloso.

—¡No es nada que a usted pueda importarle, en cualquier caso! ¡Valiente descaro! ¡En mi propia oficina!

Gersen le habló con voz enérgica y suave.

—Los Tutelares estarán muy interesados en sus negocios ilegales. No comprendo por qué elegir la forma de desafiar a la ley...

Mansensen se reclinó en su sillón con la alarma pintada en sus facciones. Los Tutelares, de una casta tan elevada que la diferencia existente entre el propio Mansensen y su empleada no hubiese significado apenas nada, era gente con las que no se podía bromear. No respetaban a nadie, tendían a creer en la acusación más que en las protestas de inocencia. Vestían unos suntuosos uniformes de espeso tejido tornasolado, que variaban de color con la luz, desde el ciruela al verde oscuro y oro. No tan arrogantes como serios, se conducían con todas las facultades que implicaba su elevada casta. En Oliphane, la tortura penal se administraba como disuasión más barata y seguramente más eficaz que las multas o el encarcelamiento. La amenaza de una acusación ante la policía podía, por tanto, provocar la consternación al más inocente.

El Director Gerente respondió, todavía irritado y orgulloso:

—¡Yo nunca desafié a la ley! ¿Acaso he rehusado su petición? Ciertamente que no.

—Entonces, consígame la llave de inmediato.

—Más despacio —dijo Mansensen—. No podemos ir tan deprisa. Hay registros que inspeccionar. No olvide que tenemos negocios mucho más importantes que atender a cualquier vagabundo astroso que entre sin ser llamado en nuestras oficinas para insultarnos.

Gersen le devolvió la mirada con hostilidad y desafío.

—Muy bien. Iré a quejarme a la Jefatura de los Tutelares.

—Mire, sea razonable —suplicó a medias Mansensen con pesada afabilidad—. Todas las cosas no pueden hacerse al momento.

—¿Dónde está mi llave? ¿Todavía sigue planeando desafiar a la ley?

—Naturalmente que no, tal cosa es imposible. Me ocuparé del asunto. Vamos, tenga un poco de paciencia. Tome una silla y cálmese.

—No tengo necesidad alguna de esperar.

—¡Ya está bien, pues!

Los labios del director temblaron de ira, su rostro estaba congestionado y golpeó el tablero con los puños. El secretario, horrorizado, emitió un chillido de terror.

—¡Traiga a los Tutelares! —tronó furioso—. Le acusaré a usted por amenazas y molestias en mi propia oficina. ¡Le veré azotado de arriba a abajo!

Gersen no se atrevió a perder más tiempo. Se volvió y salió de allí. Pasó a través de la oficina exterior y se dirigió por el túnel de cemento. Se detuvo, lanzó tras de sí una mirada rápida para comprobar que el funcionario de la recepción no le prestaba atención alguna. Resoplando como un lobo, Gersen continuó su camino, subió a la entrada y se encaminó a la planta y, a través de un arco, paso a las cámaras de producción.

Se hizo a un lado y se ocultó tras una pilastra, desde donde examinó las diferentes líneas de producción de la fábrica. Ciertas fases estaban bajo control bioquímico, otras estaban atendidas por deudores, desviados morales, vagabundos y borrachos, reclutados por docenas en la ciudad. Permanecían encadenados a sus bancos, vigilados por un viejo capataz, y trabajaban con apática eficiencia. El supervisor de la nave estaba sentado en una plataforma elevada, para observar mejor el desenvolvimiento de toda el área de la nave industrial.

Gersen captó el proceso de construcción de los monitores e identificó el área en que se hallaban instaladas las cerraduras, un departamento que abarcaba sesenta metros de pared, junto a una cabina donde un trabajador, seguramente un controlador del tiempo o guardián, se sentaba a su vez en un alto sillón.

Hizo una inspección final de la nave. Nadie había mostrado el menor interés por su presencia. La atención del supervisor estaba dirigida a otra parte. Se aproximó a lo largo del muro hasta la pequeña cabina del guarda, un viejo con unas sardónicas cejas espesas y un rostro arrugado, de cínica nariz aquilina y un rictus de desprecio en los labios. Un hombre poco pesimista, pero aparentemente sin optimismo alguno. Gersen se dirigió al individuo rodeado por las sombras.

El empleado le miró con asombro.

—¿Bien, señor? ¿Qué es lo que desea? No está permitida su presencia aquí, debería saberlo.

—¿Le interesaría ganarse un centenar de UCL... ahora mismo? —preguntó yendo al grano.

El empleado hizo una mueca triste.

—Pues claro que sí. ¿A quién tengo que matar?

—No pido tanto —repuso Gersen, enseñándole la placa—. Deme la llave de este instrumento y serán suyos cincuenta UCL. —Y sobre la marcha depositó frente a él los billetes prometidos— Descubra a nombre de quién está registrada la serie y el número y tendrá los otros cincuenta UCL.

Y ante los ojos del atónito empleado contó el resto de los billetes.

El individuo contó el dinero y miró en torno suyo.

—¿Por qué no se dirige a la oficina del Director Gerente Mansensen? Normalmente es él quien lleva estos asuntos...

—He irritado a ese señor hace un momento —dijo Gersen—. Me puso demasiadas dificultades y yo tengo mucha prisa.

—En otras palabras, el Director Mansensen no aprobaría mi ayuda.

—¿Por qué supone usted que le ofrezco cien UCL?

—¿Es el valor de mi trabajo?

—Si me voy ahora mismo, nadie lo sabrá en absoluto. Y Mansensen jamás conocerá la diferencia.

—Muy bien —respondió el empleado, considerando el negocio—. Puedo hacerlo. Pero necesito otros cincuenta UCL para el constructor de las llaves.

Gersen se encogió de hombros y sin una palabra más contó otros cincuenta UCL en billetes.

—Apreciaré mucho la prisa que se den.

El empleado soltó una carcajada.

—Desde mi punto de vista, cuanto más pronto se vaya mejor para todos. Tendré que examinar dos juegos completos de registros. No somos muy eficientes. Mientras, escóndase por ahí, fuera de la vista de cualquiera de la fábrica.

Anotó la serie y el número, salió de la cabina y desapareció tras un tabique.

Pasó algún tiempo. Gersen advirtió que el muro trasero estaba formado por cristales en paneles pintados. Se inclinó y pudo obtener una borrosa visión de la estancia existente tras el tabique. El empleado permanecía en pie junto a un cajón de archivo, a la antigua usanza, hojeando fichas. Encontró la correspondiente y tomó una serie de notas. Pero en aquel momento, procedente de una puerta lateral, Mansensen irrumpió violentamente en la habitación. El empleado cerró el cajón y se volvió. El Director se detuvo y profirió una orden a la que el empleado respondió con monosílabos en tono indiferente. Gersen tuvo que rendir tributo de admiración a su sangre fría. Mansensen le miró una vez más y volvió a los archivos.

Con un ojo puesto en Mansensen, el empleado se inclinó sobre el especialista en llaves, le susurró algo al oído y salió. El Director Gerente miró a su alrededor con aire de sospecha; pero el empleado ya estaba fuera de su vista.

El mecánico introdujo una llave en la máquina, consultó un papel, presionó una serie de botones para controlar las muescas, salientes, conductividad y nodos magnéticos de la llave.

Mientras tanto, Mansensen huroneó por el archivo hasta encontrar lo que buscaba, copió una ficha y salió de la estancia. El empleado regresó inmediatamente. El mecánico le entregó la llave terminada y volvió hacia su cabina de guardia. Entregó la llave a Gersen, y tomó los cinco billetes de color púrpura de UCL.

—¿Y el registro? —preguntó Gersen.

—No puedo ayudarle. Mansensen ha ido al archivo y se llevó la ficha.

Gersen observó pensativo la llave. Su principal propósito había sido conocer el último propietario registrado del monitor. La llave era mejor que nada, por supuesto, y el archivo más fácil de guardar que el monitor sin abrir. Pero el tiempo urgía y no se atrevió a demorar más su gestión.

—Guárdese los otros cincuenta —dijo Gersen mostrándole la recompensa ofrecida por el registro—. El dinero, después de todo, ha venido de Malagate. Compre algún regalo a sus hijos.

El empleado rehusó orgullosamente.

—Yo acepto el pago de lo que logro. No necesito regalos.

—Como quiera. Dígame cómo salir de aquí sin ser visto.

—Mejor será que salga por donde ha venido. Si intenta otra salida, la patrulla podría detenerle.

—Gracias. ¿No es usted oliphano?

—No. Pero llevo tanto tiempo aquí que he olvidado cualquier otra cosa mejor.

Gersen miró con precaución desde la cabina. La situación era como antes. Se deslizó cuidadosamente, caminó con rapidez a lo largo del muro hacia el arco de entrada y después tomó el túnel. Pasó la puerta que conducía a las oficinas de la administración, miró en su interior y vio a Mansensen paseando de un lado a otro, agitado. Gersen se dio prisa en pasar, cruzó la sala y se dirigió hacia la puerta del exterior. Pero en aquel instante se abrió, dejando paso a un hombre de oscuras facciones. Gersen continuó impertérrito su camino, como si sus asuntos fuesen los más legales del mundo.

El hombre se le aproximó y sus ojos se encontraron. El recién llegado se detuvo: era Tristano, el terrestre.

—¡Vaya suerte! —exclamó con voz satisfecha—. Una gran suerte, realmente.

Gersen no replicó. Lenta y cautelosamente buscó la salida, demasiado nervioso y tenso para sentir temor. Tristano dio un paso y le bloqueó la salida. Gersen se detuvo y valoró a su enemigo. Tristano era algo más bajo que él, pero de recio cuello y anchos hombros. Tenía una cabeza pequeña y casi sin cabellos, las orejas recortadas quirúrgicamente y la nariz chata. Su expresión era calmosa, con una serena y secreta sonrisa retorcida en las comisuras de los labios. Debía de ser un hombre que no debería experimentar ni odio ni piedad, un tipo sólo útil para ejercitar su capacidad combativa. «Un tipo muy peligroso», pensó Gersen.

—Déjeme pasar —le advirtió con calma.

Tristano extendió su mano izquierda casi con delicadeza.

—Quienquiera que sea, vaya con prudencia. Venga conmigo.

Y extendiendo más la mano, la adelantó hacia Gersen. Este observaba los ojos de Tristano, ignorando la mano izquierda del individuo.

Y disparándole la mano izquierda, le golpeó de lado en el cuello mientras que con el puño derecho le aplastaba la cara de un mazazo.

Tristano reculó con un aullido de dolor. Por un momento, Gersen se sintió decepcionado. Se abalanzó de nuevo y, cuando tenía el puño dispuesto para golpearle de nuevo, se detuvo súbitamente, al ver que con una agilidad increíble Tristano saltaba en el aire, lanzándole un puntapié a la cabeza con intención de matarle. Gersen se echó de lado y en el aire le asió por un tobillo y lo retorció brutalmente. Tristano se relajó en el acto, dando media vuelta en el aire, con lo que consiguió desasirse de la garra de su adversario. Se incorporó sobre pies y manos como un gato salvaje, comenzando a saltar de un lado a otro; pero Gersen le golpeó en el cuello, echándole una rodilla encima y aplastándole la cara contra el piso. Se oyó el crujir de cartílagos y la rotura de dientes.

Tristano pareció quedar fuera de combate. Por un instante se quedó extendido en el suelo cuan largo era. Gersen se agachó y cogiéndole por un tobillo le hizo una llave de lucha libre, rompiéndole los huesos. Tristano respiró con dificultad con un bufido de dolor. Buscó el cuchillo y dejó el cuello al descubierto. Gersen le agarró por la laringe dispuesto a asfixiarle. El cuello de Tristano era musculoso y pudo protegerle; pero logró desasirse blandiendo el cuchillo en el aire. Gersen le desarmó de un ágil puntapié; pero le siguió mirando con prevención, sin perderle de vista, ya que aquel asesino parecía tener guardado todo un arsenal de armas secretas.

—Déjame... —rugió Tristano—. Déjame, sigue tu camino.

Y Tristano se arrastró lentamente hacia la pared.

Gersen se dirigió de nuevo hacia él, dando a Tristano la opción de contraatacar. Tristano rehusó y Gersen volvió a agarrarle por los hombros. Los dos hombres se miraron fijamente. Tristano ensayó una llave en un brazo de Gersen, mientras que al mismo tiempo levantaba su pierna buena. Gersen evitó el cerrojo, le agarró por la pierna y se preparó para romperle el otro tobillo. Tras ellos se oyó un tumulto procedente de las oficinas interiores y el ir y venir de gente gritando.

El Director Gerente Mansensen llegó corriendo desmañadamente hacia donde se encontraban. Tras él venían a toda prisa dos o tres de sus secuaces.

—¡Quieto! —gritó Mansensen—. ¿Qué hace usted aquí, en este edificio? —escupió literalmente a la cara de Gersen—. ¡Es usted un demonio, un criminal de la peor especie! Me ha insultado y ha atacado a mis clientes. ¡Haré que los Tutelares le echen el guante!

—¡Sí, llame a los Tutelares! —repuso Gersen enfurecido.

—¿Cómo? —continuó Mansensen levantando las cejas—. ¿También con insolencias?

—Nadie ha intentado insolencia alguna. Un buen ciudadano ayuda a la policía a detener criminales.

—¿Qué quiere usted decir?

—Hay un cierto hombre del que quiero hablar a los Tutelares. Y también les diré que usted y este individuo están de acuerdo. ¿Una prueba? Este hombre —siguió mirando a Tristano—, ¿le conoce usted?

—No. Claro que no. No le conozco.

—Pero usted le identificó hace un momento como cliente.

—Pensé que podía serlo.

—Es un criminal notorio.

—Está equivocado conmigo —repuso Tristano con voz ronca—. No soy ningún asesino.

—Lugo Teehalt murió por contradecirle.

Tristano ensayó una mueca de completa inocencia.

—Estuvimos hablando usted y yo mientras el viejo moría.

—En tal caso, ni el sarkoy ni Hildemar Dasce mataron a Teehalt. ¿Quiénes fueron con usted al planeta Smade?

—Fuimos solos.

Gersen le miró con aire desconfiado.

—Es muy difícil de creer. Hildemar Dasce dijo a Teehalt que Malagate le esperaba en el exterior del Refugio.

La respuesta de Tristano fue un ligero encogimiento de hombros. Gersen continuó mirándole, sin quitarle la vista de encima.

—Por respeto a los Tutelares y a sus azotes, no me atrevo a matarte. Pero puedo seguir rompiéndote más huesos, y así podrás pasear por las aceras como un cangrejo. También puedo desviarte los ojos, para que continúes mirando en dos direcciones diferentes por el resto de tu vida.

Las líneas que bordeaban la boca de Tristano se hicieron más profundas y melancólicas. Se apoyó contra la pared, respirando fatigosamente y atendiendo solamente a su doloroso estado físico.

—¿Desde cuándo matar más allá de la Estaca se llama asesinato? —farfulló.

—¿Quién mató a Teehalt?

—Yo no vi nada. Yo estuve con usted, junto a la puerta.

—Pero los tres fuisteis juntos al Refugio de Smade...

Tristano no respondió. Gersen se abalanzó nuevamente, y le amenazó con un golpe terrible. Mansensen emitió un sonido inarticulado y quiso atacar a Gersen, pero se detuvo inmediatamente volviendo a quedarse inmóvil. Tristano parecía atontado y dolorido.

—¿Quién mató a Teehalt?

—No diré nada más —respondió Tristano sacudiendo pesadamente la cabeza—. Antes me dejaría despedazar que morir envenenado por un sarkoy.

—Yo puedo infectarte también de ese modo.

—No diré una palabra más.

Gersen se adelantó de nuevo, pero Mansensen gritó con todas sus fuerzas:

—¡Esto es intolerable! ¡No lo permitiré! ¿Es preciso que me proporcione también una pesadilla?

Gersen le miró glacialmente.

—Sería mejor que no me mezclara usted en todo esto.

—Llamaré a los Tutelares. Sus actos son más que ilegales, ha transgredido usted las leyes del estado.

Gersen soltó una carcajada.

—Vaya, vaya, llámelos. Sabremos entonces quién ha violado la ley y quién tendrá que ser castigado.

Mansensen se frotó las pálidas mejillas.

—¡Váyase, pues! ¡Largo de aquí! No vuelva jamás y me olvidaré de esto.

—No tan pronto —dijo Gersen con altivez—. Está usted metido en un buen lío. He venido aquí como un transeúnte legal y usted ha llamado por teléfono a un asesino, que me ha atacado. Esta conducta no la ignora nadie.

Mansensen se mojó los labios.

—Está acusándome de falsos cargos; añadiré esto a mis quejas contra usted.

Era un pobre esfuerzo el que intentaba realizar. Gersen se puso a reír descaradamente y Tristano se despojó de la chaqueta para apoyársela contra la muñeca dolorida por los golpes. Con los huesos rotos en la lucha, Tristano estaba inmovilizado e inútil.

Gersen atravesó la recepción apuntando a Mansensen.

—Entremos en su oficina.

Y Gersen entró, con Mansensen refunfuñando a su espalda; una vez en el interior, el Director se dejó caer pesadamente en su sillón. Le temblaban las piernas.

—Bien, vamos, llame a los Tutelares.

Mansensen sacudió la cabeza.

—Bueno... es mejor... no crear dificultades. Los Tutelares son a veces muy poco razonables.

—En tal caso necesito que me diga lo que quiero saber.

—Pregunte —respondió Mansensen inclinando la cabeza, vencido.

—¿A quién telefoneó cuando yo aparecí?

Mansensen mostró la mayor agitación.

—No diré nada. ¿Es que quiere usted que me asesinen?

—Los Tutelares harán la misma pregunta, al igual que muchas otras.

Mansensen miró con angustia a un lado y a otro y después al techo.

—A un hombre. En el Hotel Grand Pomador. Se llama... Spock.

—Está mintiendo —replicó Gersen—. Le daré otra oportunidad. ¿A quién llamó?

—No he mentido —repitió Mansensen con desesperación.

—¿Ha visto usted a ese hombre?

—Sí. Es alto. Tiene el cabello corto, rosáceo, una gran cabeza alargada y sin cuello. Su cara tiene un color rojo especial, usa gafas negras y tiene una nariz... muy fuera de lo corriente. Parece más bien un pez, ésa es la impresión que da su rostro...

Gersen aprobó con un gesto. Mansensen estaba diciendo la verdad. Aquel tipo podía muy bien ser Hildemar Dasce. Se volvió hacia su interlocutor.

—Bien. Ahora, una cosa mucho más importante. Quiero saber a nombre de quién estaba registrado este monitor.

Mansensen se encogió de hombros con un gesto fatalista y se puso en pie.

—Iré a buscar el registro.

—No. Iremos juntos. Y si no se encuentra, le juro que mis cargos serán mucho más duros todavía.

Mansensen se pasó una mano por la frente con aire desmayado.

—Pues... ahora que recuerdo, lo tengo aquí. —Y abriendo un cajón de su despacho sacó una ficha—. Universidad de la Provincia del Mar, en Avente, Alphanor. Garantía de Utilidad número doscientos nueve.

—¿Ningún nombre?

—No. Su llave tendrá muy poco valor. La Universidad usa un codificador en cada uno de sus monitores. Les hemos vendido varios.

Sí, aquello era cierto. El uso de un codificador que pudiera evitar el doble juego de cualquier prospector falto de escrúpulos era cosa corriente. La voz de Mansensen se tornó irónica.

—La Universidad le ha vendido a usted, evidentemente, un monitor codificado sin los medios de interpretarlo. Yo, en su caso, me quejaría a las autoridades de Avente.

Gersen consideró por unos instantes lo que implicaba aquella información. Tenía una gran trascendencia y resultaba difícil de evaluar, aunque en un solo punto podría todavía adquirir ventaja.

—¿Por qué telefoneó usted a Spock? ¿Es que le había ofrecido dinero?

Mansensen movió la cabeza con aire miserable.

—Dinero. Y... además amenazas. Una indiscreción en mi pasado.

Terminó con un vago gesto de la mano.

—Y dígame, ¿sabía Spock que el monitor estaba codificado?

—Desde luego. Se lo mencioné, aunque él ya lo sabía con anterioridad.

Gersen hizo un gesto de muda aprobación. Ya había encontrado el punto esencial. Attel Malagate debía de tener acceso a las cintas descifradoras de la Universidad de la Provincia del Mar, en Avente.

Reflexionó un momento. La información se acumulaba poco a poco. Attel Malagate debió de matar a Teehalt, de creer a Hildemar Dasce. Tristano lo había confirmado indirectamente, proporcionándole con ello mayor información de la que esperaba obtener en tan poco tiempo. Además, la situación se había vuelto más confusa. Si Dasce, el envenenador sarkoy y Tristano llegaron juntos, sin una cuarta persona, ¿cómo podría explicarse la presencia de Malagate? ¿Habría llegado simultáneamente en otra nave? Era posible, aunque parecía inverosímil...

Mansensen continuaba mirándole con ansiedad.

—Me marcho ya —dijo Gersen—. ¿Ha planeado usted decirle a ese Spock que estuve aquí?

—Tendré que hacerlo —farfulló Mansensen, sudando visiblemente.

—Tendrá que esperar al menos una hora.

Mansensen no hizo la menor protesta. Podía respetar los deseos de Gersen o no, lo probable es que no lo hiciera. Pero nada se podía hacer en tales circunstancias. Gersen se levantó y se dirigió hacia la salida dejando tras de sí a un hombre deshecho.

Mientras atravesaba la recepción, Gersen volvió todavía a mirar a Tristano, que de alguna forma se las había arreglado para tenerse en posición erecta. Miró por encima del hombro a Gersen, con su media sonrisa retorcida y con los músculos del cuello en tensión. Gersen se detuvo a considerar a aquel criminal. Sería prudente y deseable matarle en el acto, de no ser por las complicaciones y la interferencia de los Tutelares. Y, pensándolo mejor, apretó el paso y salió al exterior.