Capitulo 2
«He examinado las formas originales de vida de casi dos mil planetas. He notado muchos ejemplos de evolución convergente; pero muchas más de divergente.»
Vida, volumen 11, de UNSPIEK, BARON BODISSEY.
«Es esencial que comprendamos el significado exacto de lo que llamamos “evolución convergente". Especialmente hay que tener en cuenta el no confundir la probabilidad estadística con algunas fuerzas trascendentales absolutamente inevitables. Considerar la clase de todos los posibles objetos, cuyo número es naturalmente grandísimo, ciertamente casi infinito, a menos que no impongamos un límite superior e inferior de masa y ciertas otras calificaciones físicas. Imponiéndolo y calificándolo así encontraremos que sólo una fracción infinitesimal de esta clase de objetos pueden ser considerados formas de vida. Antes de que hayamos comenzado la investigación, hemos ejercido una selección muy reducida de objetos, que por su misma definición mostrarán similaridades básicas.
»Para concretar: hay un número limitado de métodos de locomoción. Si encontramos un cuadrúpedo en el planeta "A" y otro parecido en el planeta "B", ¿implica esto una evolución convergente? No. Ello implica simplemente evolución, o quizá el solo hecho de que una criatura con cuatro patas pueda efectivamente sostenerse sin caer, y caminar sin problemas. En mi opinión, por lo tanto, la expresión "evolución convergente" es tautológica.»
... Ibídem.
De «El salario del pecado», de Stridenko, Cosmópolis, mayo de 1404:
«¡Brinktown! ¡Qué ciudad! En tiempos el punto de arranque, el último puesto fronterizo, el portal hacia el Infinito... y ahora sólo otro establecimiento del Norte del Medio Este. Pero ¿es "otro"? ¿Es ésta una definición justa? Decididamente, no. Brinktown necesita ser creída, y aun entonces el esfuerzo para creerla resulta insuficiente. Las casas surgen a lo largo de sombreadas avenidas, como torres de vigilancia, mostrando sus palmeras y "scalmettos" y no hay edificio, por mediano que sea, que no sobresalga por encima de la copa de los árboles. La planta baja es un simple zaguán, en donde se alza un pabellón para cambiarse de ropa, ya que los hábitos locales ordenan el uso de capas y zapatillas de papel. Pero por encima: ¡qué explosión de fatuidad arquitectónica, qué torres y agujas, campanarios y cúpulas! ¡Qué elaborada magnificencia, qué grabados tan inspirados, qué intrincadas aplicaciones, maravillosas y fantásticas, de los materiales, para lo verosímil y lo inverosímil! ¿En qué otro sitio pueden encontrarse balaustradas de conchas de tortuga, tachonadas con cabezas de pescado recubiertas con panes de oro? ¿En qué otro lugar se pueden encontrar las ninfas de marfil suspendidas de los cabellos, sus rostros expresando una dulce bendición? ¿Dónde, sino allí, puede un hombre de éxito ser medido por la suntuosidad de su propia tumba, que él mismo diseña en vida y que instala en el patio de la casa, completándola con el panegírico del epitafio? Y, realmente, ¿dónde, sino en Brinktown, es el éxito algo tan ambiguo, que depende sólo de una recomendación? Pocos de los habitantes, ciertamente, se atreven a mostrarse a sí mismos dentro del Oikumene. Los magistrados son asesinos, los agentes de la Guardia Civil provocadores de incendios, opresores y bandidos, y los miembros del Consejo, propietarios de burdeles. Pero los asuntos civiles proceden con un estilo exterior digno de las Grandes Sesiones de Borugstone, o de una Coronación en la Torre de Londres. La prisión de Brinktown es una de las más ingeniosas jamás producidas por las autoridades cívicas. Es preciso recordar que Brinktown ocupa la superficie de un volcán, desde el que se divisa una jungla de matorrales raquíticos, cenizas, barro reseco y matas espinosas. Un simple camino conduce desde la ciudad hasta la jungla; el prisionero es encerrado fuera de la ciudad. Escapar de ella está a su alcance de la forma más sencilla, sólo tiene que caminar a través de la jungla... Pero ningún detenido se atreverá a hacerlo ni se aventurará más allá de las puertas, y cuando se requiere su presencia, basta con abrir la puerta y llamarlo por su nombre.»
Teehalt permanecía sentado mirando al fuego. Gersen, profundamente afectado, se preguntaba si todavía desearía decir algo más. Finalmente, se decidió a hablar.
—Y así dejé el planeta. No podía permanecer más tiempo. Para que viva allí una persona es preciso que, o se olvide de sí misma, entregada por completo a la belleza, disolviendo su identidad en ella... o bien dominándola, destrozándola, reduciéndola a un punto de apoyo para sus propios intereses. Yo pude hacer una de esas dos cosas y no haber vuelto nunca. Pero la memoria del lugar me ronda la mente a cada instante.
—¿A pesar de las avispas?
—Sí, desde luego —repuso Teehalt aprobando con un gesto de la cabeza—. Hice mal en mezclarme en aquello. Allí existe un ritmo vital especial, un equilibrio que yo fui a trastornar y a subvertir. He estado especulando durante días, sin haber logrado comprender el proceso. Las avispas nacen como frutos de los árboles, y los gusanos producen la semilla para una clase de árbol, esto es todo lo que sé. Sospecho que las dríades producen la semilla para los gigantes. El proceso vital se convierte en un gran ciclo, o quizá en una serie de encarnaciones, con los árboles gigantes como resultado final. Las dríades parecen escarbar y extraer los gusanos para tomar parte de su alimento, y las avispas devoran a las dríades. ¿De dónde proceden los gusanos? ¿Son las avispas su última fase? ¿Unas larvas volantes, por así decirlo? Creo que se trata de eso... aunque no puedo saberlo con certidumbre. De ser así, el ciclo vital es bello, en una forma que no encuentro palabras para describirlo. Algo ordenado, instituido, antiguo, como las mareas o la rotación de la galaxia. Si la pauta fuese distorsionada, si uno de esos eslabones se rompiera, la totalidad del proceso se colapsaría. Y sería cometer un gran crimen.
—Así, por tanto, usted no revelará la localización de ese mundo a su fletador, que usted supone es Malagate el Funesto.
—Yo sé que es Malagate.
—¿Y cómo lo descubrió?
—Es evidente que usted está muy interesado en Malagate —dijo Teehalt mirando de soslayo.
Gersen, temiendo descubrirse, repuso:
—Es cierto. Uno oye muchos cuentos extraños y fantásticos.
—Sí, pero yo no me cuido de documentarlos debidamente. ¿Y sabe usted por qué?
—No.
—He cambiado de idea respecto a usted. Ahora sospecho que es una comadreja.
—Si lo fuera —repuso Gersen sonriendo— apenas sí podría admitir todo eso. Los PCI tienen amigos en Más Allá.
—Me tiene sin cuidado... —dijo Teehalt—. Pero yo espero mejores tiempos si... cuando vuelva a casa. No me preocupa provocar a Malagate por identificarlo con una comadreja.
—Si yo lo fuera —dijo Gersen— ya se ha comprometido. Usted conoce lo que son las drogas de la verdad y los rayos hipnóticos.
—Sí. Y también sé cómo evitarlos. Pero no importa. Me preguntó usted cómo supe que Malagate era mi fletador. No tengo inconveniente en decírselo. Todo se debe a mi afición a la bebida. Caí por Brinktown. En la taberna de Sin-San hablé mucho, mucho más de lo que he hablado esta noche, pero ante una docena de entrenados oyentes. Sí, llamé su atención. —Y Teehalt sonrió amargamente—. En aquel momento me llamaron al teléfono. El hombre que había al otro extremo me dijo que su nombre era Hildemar Dasce. ¿Le conoce usted?
—No.
—Es curioso, ya que está usted tan interesado en Attel Malagate... En cualquier caso, Dasce me dijo que viniese a informarle aquí, a casa de Smade. Me dijo que encontraría a Malagate.
—¿Qué? —preguntó Gersen incapaz de controlar el tono de su voz—. ¿Aquí?
—Sí, aquí, en casa de Smade. Yo le pregunté qué me importaba eso a mí... Yo no tenía tratos con Malagate ni los deseaba. Pero me convenció. Y aquí estoy. No soy un hombre valiente. —Teehalt hizo un gesto vago de desamparo; recogió su vaso vacío mirando a su interior—. No sé qué hacer. Si permanezco en Más Allá...
Y Teehalt se encogió de hombros.
—Destruya la información —le dijo Gersen.
Teehalt sacudió la cabeza.
—Es la única posibilidad que me queda. Aunque más bien... —Se detuvo en su discurso con un gesto de alerta—. ¿No ha oído usted algo?
Gersen se levantó de su asiento. Era inútil disimular su nerviosismo.
—Sólo oigo la lluvia y los truenos de la tormenta.
—Pensé que se oían unos reactores. —Teehalt se levantó y se dirigió a la ventana—. Sí, alguien se acerca.
Gersen se le unió también en la ventana.
—No veo a nadie.
—Sí, una nave acaba de aterrizar en el campo —le dijo Teehalt—. Hay, o había sólo dos naves, la suya y la del Rey Estelar.
—¿Dónde está la suya?
—Tomé tierra en el valle, hacia el norte. No quiero que nadie interfiera mi monitor. —Y permaneció escuchando. Después, volviéndose hacia Gersen le miró fijamente—. Usted no es un prospector.
—No.
—Los prospectores son, en conjunto, una mala casta —dijo sacudiendo la cabeza despectivamente—. ¿No es usted tampoco de la PCI?
—Imagínese que simplemente soy un explorador.
—¿Querrá ayudarme?
Los entrenados conceptos de la mente de Gersen lucharon contra sus íntimos impulsos. Murmuró desmañadamente:
—Dentro de límites.... de límites muy estrechos.
—¿Cuáles son esos límites?
—Mis propios asuntos son muy urgentes. No puedo permitirme el lujo de ocuparme de otra cosa.
Teehalt no se mostró ni resentido ni fracasado. En realidad, nada mejor podía esperar de un extraño.
—Es curioso —continuó, repitiendo la misma expresión anterior que no conozca usted a Hildemar Dasce, a veces conocido por el Bello Dasce. Pero ahora vendrá. Me preguntará cómo lo sé. Es la lógica del miedo, lisa y llanamente.
—Pero usted podrá estar seguro mientras siga aquí, en el Refugio de Smade. Smade tiene sus propias leyes.
Cortésmente, Teehalt hizo un signo de reconocimiento por las molestias causadas a su interlocutor. Permanecieron unos instantes en silencio. El Rey Estelar se levantó y el fuego de la chimenea dibujó unos reflejos brillantes en los vivos colores de sus ropas. Se dirigió orgullosamente escalera arriba, sin mirar a derecha ni a izquierda.
Teehalt le siguió con la mirada.
—Una criatura impresionante... Comprendo que sólo los grandes tipos como ése puedan abandonar su planeta.
—Sí, eso he oído decir.
Teehalt se sentó junto al fuego. Gersen comenzó a hablar; pero se contuvo. Sentía una especie de exasperación frente a Teehalt por una clara y simple razón. Teehalt había despertado su simpatía, había entrado en sus sentimientos y en su mente y le había preocupado con sus propios problemas. Además, Gersen se sentía insatisfecho consigo mismo, por razones menos simples, de hecho por alguna razón que no sabía cómo catalogar. Más allá de todo argumento, sus propios asuntos eran de suprema importancia y no podía permitirse el lujo, bajo ningún concepto, de apartarse de su objetivo. Si la emoción y el sentimiento le trastornaban con tanta facilidad, ¿dónde irían a parar sus propósitos?
Y la insatisfacción, lejos de calmarse, creció en su interior con insistencia. Había una conexión, demasiado tenue para ser definida, con el mundo que Teehalt había descrito, una sensación de ansiedad indefinible... Gersen hizo un movimiento de súbita irritación, y trató de barrer de su mente todas las vacilaciones y dudas que le trastornaban.
Pasaron algunos minutos. Teehalt comenzó a buscar algo en los bolsillos de su chaqueta, sacando finalmente un sobre.
—Aquí tiene unas fotografías que puede examinar a su gusto.
Gersen las tomó sin el menor comentario.
La puerta se abrió. Tres figuras sombrías aparecieron en el umbral del Refugio, mirando hacia el interior. Smade tronó desde detrás de la barra:
—¡Entren o quédense fuera! ¿Tendré que caldear todo este maldito planeta?
—Ahí tiene usted al Bello Dasce —dijo Teehalt con un gesto asustado.
El personaje indicado entró en la amplia planta baja del Refugio. Dasce medía un metro ochenta de estatura. Su torso era como un tubo, con la misma anchura desde las rodillas hasta los hombros, y los brazos delgados y largos terminaban en unas muñecas huesudas y unas enormes manos. La cabeza era alta y redonda, recubierta de una gruesa mata de cabellos rojos y la barbilla parecía descansarle en la clavícula. Dasce se había teñido el cuello y el rostro de color rojo brillante, excepto en las mejillas, que aparecían como lunares de un azul vivo, como dos naranjas atacadas de roya. En alguna época de su vida le habían partido la nariz por la mitad —ahora dos protuberancias cartilaginosas— y arrancado los párpados; para humedecer sus córneas llevaba dos inyectores conectados con un pequeño tanque de fluido que cada pocos segundos descargaba una película húmeda dentro de sus ojos. Llevaba, además, un par de párpados artificiales, en aquel momento levantados, que podían bajarse para cubrir los ojos y protegerlos de la luz, de forma que pareciese que miraban, como si fueran los originales.
Por contra, los otros dos hombres que había a sus espaldas correspondían al tipo vulgar y corriente, ambos de piel oscura, de aspecto duro, con aire de competencia y mirada rápida y vivaz.
Dasce hizo una brusca señal a Smade, que le observaba impasible desde el bar.
—Tres habitaciones, si es usted tan amable. Queremos comer ahora mismo.
—Muy bien.
—El nombre es Hildemar Dasce.
—Muy bien, señor Dasce.
Dasce cruzó la habitación hacia el lugar en que se encontraban sentados Teehalt y Gersen. Su mirada aviesa fue de uno al otro.
—Puesto que somos viajeros y huéspedes del señor Smade, omitamos el protocolo —dijo con entonación cortés—. Mi nombre es Hildemar Dasce. ¿Puedo saber el de ustedes?
—El mío es Kirth Gersen.
—Yo soy Keelen Tannas.
Los labios de Dasce, de un pálido púrpura gris en contraste con el rojo de su piel, se distendieron en una sonrisa.
—Pues se parece usted muchísimo a un tal Lugo Teehalt a quien esperaba encontrar aquí.
—Piense de mí lo que quiera. Ya le he dicho mi nombre.
—Es una lástima, tengo un importante negocio que discutir con Lugo Teehalt...
—Es inútil, por tanto, hacerlo conmigo.
—Como quiera. Pero sospecho fundadamente que el negocio de Lugo Teehalt interesa muchísimo a Keelen Tannas. ¿Tendría la bondad, durante unos momentos, de charlar en privado conmigo?
—No. No tengo el menor interés. Mi amigo conoce mi nombre; es, como ya le he dicho, Keelen Tannas.
—¿Su amigo? —Dasce volvió su atención a Gersen—. ¿Conoce usted bien a este hombre?
—Tan bien como conozco a cualquier otra persona.
—¿Y su nombre es Keelen Tannas?
—Es el nombre que le ha dicho a usted; sugiero que debería aceptarlo como cierto.
Sin otro comentario, Dasce se volvió y se alejó. Se fue hacia una mesa situada en el extremo opuesto, con sus hombres, donde comieron.
—Me conoce bastante bien —dijo Teehalt con voz ahogada.
Gersen sintió un nuevo espasmo de irritación. ¿Por qué Teehalt tenía que embrollar a un extraño en sus apuros, si su identidad ya era conocida? Teehalt se lo explicó.
—Desde que mordí el anzuelo, él cree que ya me ha atrapado, cosa que le divierte.
—¿Y qué hay de Malagate? Pensé que había venido aquí para verle.
—Será mejor que vuelva a Alphanor y me entreviste con él. Le devolveré su dinero; pero no permitiré que vaya al planeta.
Al fondo del salón, Dasce y sus hombres fueron servidos con suculentos platos de la cocina de Smade. Gersen les observó durante unos momentos.
—Parece que se han desentendido del asunto...
—Piensan que trataré con Malagate; pero no con ellos... Trataré de escapar. Dasce no sabe que he aterrizado sobre la colina. Quizá suponga que su nave es la mía.
—¿Quiénes son esos dos hombres que le acompañan?
—Asesinos. Me conocen muy bien, de un garito de Brinktown. Tristano es un terrestre. Mata con el simple toque de sus manos. El otro es un envenenador, Sarkoy. Conoce el secreto de preparar venenos con arena y agua. Los tres son unos locos criminales. Pero Dasce es el peor de todos. Conoce todos los horrores que pueden existir.
En aquel momento Dasce consultó su reloj. Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se levantó, cruzó la habitación y se inclinó sobre Teehalt.
—Attel Malagate le espera a usted ahí afuera. Quiere verle ahora mismo —dijo con un murmullo.
Teehalt le miró con la mandíbula inferior temblando de pánico. Dasce volvió hacia su mesa.
Teehalt se restregó las mejillas con dedos temblorosos y se volvió hacia Gersen.
—Puedo escaparme todavía de esos criminales, perdiéndome en la oscuridad. Cuándo empiece a correr hacia la puerta, ¿querrá usted detener a esos tres tipos?
—¿Cómo sugiere que lo haga? —preguntó Gersen.
—Pues... no lo sé —repuso Teehalt vacilante y nervioso.
—Ni yo tampoco, aunque quisiera.
Teehalt hizo un gesto triste con la cabeza.
—Muy bien, pues. Me las arreglaré por mí mismo. Hasta la vista, señor Gersen.
Se levantó y se dirigió hacia el bar. Dasce le miró detenidamente sin perderle de vista, aunque aparentaba no tener el menor interés en él. Buscó una posición junto al bar para quedar fuera del alcance de su mirada y desde allí se precipitó en la cocina, desapareciendo de la vista de todos. Smade le miró perplejo durante un instante y después continuó ocupado en sus asuntos.
Dasce y los dos asesinos continuaron impertérritos, mientras terminaban de comer. Gersen observaba cualquier detalle con la mayor atención. ¿Por qué continuarían sentados, aparentando la mayor indiferencia? La artimaña de Teehalt resultaba, sin duda, lastimosamente inútil. Todos sus nervios comenzaron a ponerse en tensión y tamborileó con los dedos sobre la mesa. A despecho de su resolución, se levantó y se dirigió hacia la entrada del gran salón. Empujó los paneles de entrada y salió.
La noche era oscura, sólo brillaban las estrellas. El viento, por un puro azar, se había calmado totalmente; pero el mar, revuelto y movido, enviaba hasta sus oídos un monótono y sordo rumor. Se oyó un corto gemido en la parte trasera del refugio. Gersen abandonó su postura y se dirigió resueltamente hacia allí. De pronto sintió que una garra de acero le sujetaba el brazo, destrozándole los tendones, y otra mano le aferraba el cuello. Gersen se dejó caer, haciendo inútil la llave que le maniataba. Rodó sobre su cuerpo y se incorporó, lanzándose a gatas hacia adelante. Frente a él sonreía siniestramente Tristano el terrestre.
—Con cuidado, amigo —le dijo, con un acento inequívocamente terrestre—. Molésteme y Smade le tirará al mar.
—Dasce salió al exterior seguido por el envenenador sarkoy. Tristano se les unió y los tres se dirigieron al espaciopuerto de la explanada. Gersen continuó en la terraza, respirando con dificultad y luchando con la urgente necesidad interior de entrar en acción.
Diez minutos más tarde, dos naves se elevaron en la oscuridad de la noche. La primera era un potente navío, pesado y con armamento a proa y popa. La segunda era un viejo navío espacial, baqueteado por los viajes siderales, propio de los prospectores, del modelo 9-B.
Gersen lo miró perplejo. El segundo era su navío.
Las naves se perdieron en el cielo, que poco después quedó oscuro y desierto como antes. En aquel momento, recordó el sobre que le había entregado Lugo Teehalt. Lo abrió y extrajo las tres fotografías, que siguió examinando durante casi una hora junto al fuego del hogar.
Cuando ya estaba casi apagado, decidió irse a la cama. En el bar quedaba todavía un hijo de Smade entre los cacharros y el servicio. En el exterior, la lluvia volvía a caer ruidosamente y los relámpagos y truenos se mezclaban con el sordo murmullo del océano.
Gersen se sumió en sus pensamientos. Sacó de su bolsillo una hoja de papel, en la que había anotados cinco nombres:
Attel Malagale, el Funesto.
Howard Alan Treesong.
Viole Falushe.
Kokor Hekkus (la Máquina de Matar).
Lens Larque.
De otro bolsillo extrajo un lápiz y todavía dudó unos instantes. Si seguía añadiendo nombres continuamente a aquella lista, nunca terminaría. Por supuesto, no existía una necesidad real de escribir nada, ni de tener semejante lista: Gersen conocía los cinco nombres como el suyo propio. Pero se decidió a añadir bajo el último el de Hildemar Dasce. Durante un cierto tiempo continuó mirando aquellos nombres. Dos tendencias luchaban en su cerebro: una era tan febril y apasionada que provocaba una cierta diversión en la otra, la correspondiente al observador frío y cerebral.
El fuego estaba casi extinguido, trozos de musgo fosilizado daban aún un resplandor escarlata, el sordo murmullo del mar descendía de tono. Finalmente, Gersen se puso en pie y se fue escalera arriba a su habitación.
Durante casi toda su vida, Gersen apenas había conocido otra cosa que una sucesiva y casi ininterrumpida serie de lechos extraños; sin embargo, el sueño le llegó poco a poco mientras miraba fijamente la oscuridad circundante. Visiones lejanas de su pasado desfilaron ante sus ojos. Primero fue un paisaje maravillosamente tranquilo y agradable: azuladas montañas, una población cuyas casas estaban pintadas en colores pastel suaves, a lo largo de las orillas de un río murmurante y cristalino.
Pero aquella dulce y nostálgica imagen, como siempre, fue seguida por otra aún más vívida: El mismo paisaje sembrado de cuerpos destrozados y ensangrentados. Hombres, mujeres y niños masacrados bajo las armas asesinas de dos grupos de hombres vestidos con extraños ropajes, procedentes de cinco navíos espaciales. Junto a un anciano, su abuelo, Kirth Gersen observaba horrorizado, desde la otra orilla del río, la espantosa escena, escondido de los piratas y tratantes de esclavos asesinos por el bulbo de una vieja gabarra. Cuando las naves hubieron despegado, volvieron para hallar el espantoso silencio de la muerte. Entonces, su abuelo le dijo:
—Tu padre había planeado las cosas más hermosas para ti, hijo mío, darte una hermosa educación y un trabajo útil para desarrollar una vida de satisfacción y de paz. ¿Recordarás esto?
—Sí, abuelo.
—Ahora tendrás que aprender. Aprenderás la difícil virtud de la paciencia y de todos los recursos de tu inteligencia. La capacidad de tus manos y de tu mente. Tienes un trabajo útil que hacer en el futuro: la destrucción de los hombres malvados. ¿Qué trabajo sería más útil? Esto es Más Allá, encontrarás que tu tarea nunca estará terminada; por tanto, no esperes conocer una vida pacífica. No obstante, te garantizaré una amplia satisfacción, porque te enseñaré a desear más la sangre de esos monstruos que las caricias de una mujer.
El anciano había cumplido bien su predicción. Regresaron a la Tierra, el definitivo refugio de toda la sabiduría y el conocimiento. El joven Kirth aprendió muchas cosas a través de una sucesión constante de extraños profesores, cuyo detalle resultaría tedioso. Mató a su primer hombre a la edad de catorce años, un salteador que tuvo la desgracia de atacarles en una avenida de Rotterdam. Mientras su abuelo vigilaba a la manera de un viejo zorro que enseña a cazar a un cachorro, el joven Kirth, excitado y diestro, le rompió primero el tobillo y después el cuello al atónito asaltante.
Desde la Tierra se marcharon a Alphanor, planeta capital del grupo de Rígel, y allí Kirth Gersen obtuvo muchos más conocimientos convencionales. Cuando tenía diecinueve años, su abuelo murió dejándole heredero de una buena fortuna y una carta que decía:
Mi querido Kirth:
Rara vez te he expresado mi afecto y la alta estima que siento por ti. Ahora creo llegada la ocasión de hacerlo. Tú has llegado a significar mucho más para mí que mi propio hijo. No te diré que lamento haberte encaminado por la senda que hemos tomado, aunque ello te negará muchos placeres de la vida. ¿He sido presuntuoso en modelar así tu vida? Creo que no. Durante varios años has actuado impulsado por ti mismo y no has mostrado señales de desviarte en cualquier otra dirección. En todo caso, pienso que un hombre no puede dedicarse a mejor servicio que el que yo he trazado para ti. La Ley del Hombre está limitada por las fronteras de Oikumene. El mal y el bien, no obstante, son ideas que abarcan al universo entero; Desgraciadamente, más allá de la Estaca hay pocas posibilidades de asegurar el triunfo del bien sobre el mal.
El triunfo consiste en dos procesos: primero, el mal tiene que ser extinguido, después el bien será introducido para rellenar el vacío. Es imposible que un solo hombre pueda cumplir eficazmente ambas misiones. El bien y el mal, a despecho de su falacia tradicional, no son polos opuestos, ni imágenes de un espejo, ni siquiera el uno es la ausencia del otro. Con objeto de minimizar la confusión, tu trabajo será el de destruir a todos los hombres malvados.
¿Qué es un malvado? Un hombre malvado es el que obedece sólo a sus fines privados, el que destruye la belleza, produce el dolor y aniquila la vida. Es preciso recordar que matar a los malvados no es el equivalente de extirpar el mal, lo que es una relación entra una situación y un individúo. Una espora venenosa crecerá solamente en un suelo preparado con sustancias nutritivas. En este caso, el terreno abonado es Más Allá, y puesto que ningún esfuerzo humano puede alterar Más Allá (que seguirá existiendo siempre) tú deberás dedicar todos tus esfuerzos a destruir las esporas venenosas, que en este caso son los malvados. Es una tarea a la que nunca hallarás fin.
Nuestra más aguda y primera motivación en este asunto no es realmente otra cosa que un elemental y doloroso deseo de venganza. Cinco capitanes piratas destruyeron ciertas vidas y esclavizaron a otras muchas, que eran preciosas para nosotros. La venganza no es un motivo innoble cuando trabaja para un fin ejemplar y beneficioso. No sé cuáles son los nombres de esos cinco piratas. Mis esfuerzos en tal sentido no me proporcionaron la deseada información. Reconocí, sin embargo, un nombre: Parsifal Pankarow, no menos peligroso que los cinco capitanes piratas, aunque con menos potencialidad a su disposición para causar el mal. Tú tienes que buscarle en Más Allá y saber por él los cinco nombres deseados.
Después tendrás que matarlos uno a uno, sin preocuparte del dolor que sufran en el proceso, puesto que ellos procuran el dolor en infinita medida a otros muchos inocentes.
Necesitas aprender muchas cosas. Te recomiendo, hijo, que vayas al Instituto, aunque temo que las disciplinas de ese Cuerpo no vayan bien para ti. Actúa como lo creas mejor. En mi juventud pensé en hacerme catecúmeno, pero el Destino determinó otra cosa distinta. De haber tenido amistad con algún Hermano te habría enviado a su sabio consejo; pero no conté con tal amistad. Quizá te encontrarás menos constreñido fuera del Instituto. Al catecúmeno se le imponen condiciones restrictivas a través de los primeros catorce grados.
De todos modos, te recuerdo la necesidad de que dediques especial atención al estudio profundo de los venenos sarkoy y sus técnicas, preferiblemente con tus estudios en el propio sarkoy. Es preciso que te adiestres perfectamente en el manejo del cuchillo, aunque no tengas que temer luchar con él, ya que pocos hombres lo utilizan. Tus juicios intuitivos son buenos, tu autocontrol, economía en la acción y versatilidad deben ser perfectamente dominados. Pero siempre te quedará mucho por aprender. Para los próximos diez años, estudia, entrénate... y sé prudente. Hay también otros muchos hombres capaces, no pierdas tu tiempo gastándolo inútilmente contra ellos hasta que no estés mejor preparado y mejor dispuesto que cualquiera. En resumen, no hagas una supervirtud del valor ni del heroísmo. Una buena dosis de precaución —puedes incluso llamarlo temor o cobardía— es una cualidad altamente deseable para un hombre como tú, cuya única falta pudiera decirse que es el tener una fe mística, casi supersticiosa, en el éxito de tu empresa. No te ensoberbezcas, todos somos mortales, como yo mismo puedo atestiguarte.
Ya ves, mi amado nieto, que estaré muerto cuando leas esta carta. Te he entrenado para que conozcas el bien sobre el mal. Yo siento un noble orgullo por haber cumplido mi propósito y espero que recordarás con afecto y respeto a tu abuelo, que tanto te ha querido.
ROLF MARR GERSEN.
Durante once años Kirth Gersen obedeció los dictados del abuelo e incluso se excedió en ellos, mientras que buscó sin tregua tanto en el Oikumene como en Más Allá a Parsifal Pankarow, aunque infructuosamente.
Pocas ocupaciones ofrecían más desafíos constantes a la aventura apasionante de su misión, más fascinación por el azar e incomparablemente más satisfacciones que el haber trabajado como «comadreja» para la PCI. Se encargó de dos misiones en Farode y en el Planeta Azul. Durante esta última misión pudo obtener la información que podía conducirle hasta Parsifal Pankarow, pudo saber que residía normalmente en Brinktown, donde se llamaba Ira Bugloss, agente de una próspera casa de importación.
Gersen acabó encontrando a Pankarow, un tipo fornido y corpulento, calvo como un huevo, con la piel teñida de amarillo limón y grandes bigotes, negros y abundantes.
Brinktown ocupaba una meseta situada como una isla sobre una jungla negra y color naranja. Gersen estuvo escrutando los movimientos de Pankarow durante dos semanas y llegó a comprender su rutina diaria, que era la de un hombre aparentemente sin preocupaciones. Entonces, una tarde, llamó un taxi, dejó inconsciente al conductor y esperó en el exterior del Club Jodisei, hasta que Pankarow, cansado de hacer deporte con los nativos, salió a la húmeda noche de Brinktown. Contento consigo mismo y canturreando la última canción de moda, fue conducido, no a su suntuoso hogar, sino a un claro de la jungla. Allí, Gersen le hizo unas preguntas que Pankarow no quiso contestar, haciendo un supremo esfuerzo para no soltar ni una palabra. Finalmente, extrajo los cinco nombres solicitados del fondo de su memoria.
—Y ahora, ¿qué hará usted conmigo?
—Le mataré —afirmó Gersen, pálido frente a la ejecución que tenía el deber de llevar a cabo—. Usted es mi enemigo y además merece morir cien veces, si tuviera cien vidas.
—En cierta época, quizá sí —protestó temblando y lloroso—. Ahora llevo una vida intachable y no he hecho daño a nadie.
Gersen pensó si cada ocasión como aquélla habría de proporcionarle tales náuseas, miseria moral y dudas. Con una voz ronca por el esfuerzo le respondió:
—Lo que usted dice es posible que sea cierto; pero su riqueza se ha forjado sobre el dolor y la miseria de los demás. Y ciertamente informaría al primero de los cinco que encontrase, de seguir con vida.
—No... Le juro que no. Y mi riqueza... puede llevársela.
—¿Dónde está?
Pankarow trató de establecer condiciones.
—Le conduciré hasta ella.
Gersen sacudió la cabeza con tristeza.
—Lo siento mucho. Está usted a punto de morir. Así ocurrirá con los demás. Piense que con ello pagará en parte el mal que ha hecho...
—¡Está bajo mi tumba! —gritó Pankarow—. ¡Bajo la tumba que tengo frente a mi casa!
Gersen tocó el cuello de Pankarow con un tubo, que instiló un veneno sarkoy en la piel.
—Iré a mirar —dijo—. Usted dormirá hasta que vuelva a verle.
Gersen había dicho la verdad. Pankarow se sintió relajado y murió pocos segundos después. Entonces, volvió a Brinktown y encontró la impresionante casa de Pankarow, un plácido lugar rodeado de altos árboles negros, verdes y de color escarlata. Al atardecer entró por uno de los tranquilos senderos del jardín. La tumba erigida en piedra y mármol destacaba en primer plano, con un macizo monumento que mostraba a Pankarow en actitud noble con las manos extendidas y la cabeza mirando hacia el cielo. Mientras se acercaba lentamente, un chico de unos catorce años le salió al encuentro.
—¿Viene usted de parte de mi padre? ¿Está otra vez con esas mujeres gordas?
El corazón de Gersen empezó a latir furiosamente; en un instante había olvidado cualquier pretensión de confiscar la riqueza de Pankarow.
—Te traigo un mensaje de tu padre.
—¿Quiere entrar? —preguntó el niño, ansioso—. Llamaré a mamá.
—No, por favor, no lo hagas. No tengo tiempo. Escucha atentamente. Tu padre ha tenido que marcharse fuera. No sabe cuando volverá. A lo mejor no regresará nunca.
El muchacho le escuchaba con los ojos dilatados por el asombro.
—¿Papá... tuvo que huir?
—Sí. Le encontraron unos viejos enemigos y no se atreve a mostrarse en público. Me encargó que os dijera, especialmente a tu madre, que el dinero lo tiene escondido bajo la tapa de su mausoleo.
El chico miró fijamente a Gersen.
—¿Quién es usted?
—Sólo un mensajero, nada más. Di a tu madre exactamente lo que te he dicho. Una cosa todavía: cuando miréis bajo la losa, tened cuidado. Puede que haya alguna trampa que guarde el dinero. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
—Sí. Una trampa.
—Bien. Tened cuidado, mucho cuidado. Que os ayude alguien en quien tengáis confianza.
Gersen se marchó de Brinktown. Pensó en el planeta Smade por su tranquilidad y aislamiento elementales, el antídoto que necesitaba para su inquieta conciencia. «¿Dónde estará el verdadero equilibrio?», pensaba mientras su nave rompía el continuo espacio temporal y tomaba tierra en Smade. Había cumplido el objetivo con aquel criminal y la ejecución a sus manos era un acto de justicia. Pero ¿y su mujer, sus hijos? Sufrirían un gran dolor. ¿Por qué? Sí, era el precio mínimo para que las mujeres y los hijos de otros hombres buenos se vieran libres de lo peor. Pero la mirada aterrada de los ojos de aquel niño nunca se borraría de su memoria.
El Destino conducía sus pasos. Su primer objetivo al llegar al Regio de Smade sería Malagate el Funesto, el primer nombre surgido de la boca de Pankarow. Gersen dejó escapar un profundo suspiro. Pankarow había muerto, el pobre y miserable Lugo Teehalt probablemente también estaría muerto. Todos los hombres debían morir. En la oscuridad de su habitación pensó en Malagate y en el Bello Dasce examinando el monitor de su nave. Les resultaría imposible abrirlo con su llave, una formidable dificultad, todavía peor si sospechaban la existencia de algún explosivo a prueba de ladrones, o de un gas o ácido. Cuando después de un gran trabajo pudieran extraer la información, ésta estaría en blanco. El archivo de Gersen era sólo una película virgen. Nunca se había molestado en activarla.
Malagate haría preguntas a Dasce, quien tendría problemas para murmurar alguna excusa. Quizá procederían a comprobar la serie y el número de la nave, y entonces descubrirían que era diferente al asignado a Lugo Teehalt. La consecuencia sería volver de inmediato al planeta Smade. Pero, para entonces, Gersen se habría ido.