Capítulo 10
XV capítulo «MALAGATE EL FUNESTO» en Los Príncipes Demonio, de Caril Carphen (Elucidiarian Press New Wexford, en Aloysius, Vega):
«...Y en este sumario ya hemos visto cómo cada Príncipe Demonio es único y altamente individualizado, desplegando cada uno su estilo característico.
»Lo más notable de todo esto es que la posible variedad de crímenes se puede contar con los dedos de la mano. Existe el crimen por el dinero, extorsión y robo (que incluye la piratería y los ataques a las comunidades establecidas), engañando y estafando en infinitas formas. Hay el crimen de la esclavitud en sus variadas manifestaciones, con la captura, venta y uso de los esclavos. El asesinato, la coerción y la tortura son simples consecuencias anexas a estas actividades. Las depravaciones personales están igualmente limitadas y pueden ser clasificadas bajo los títulos de sexualismo licencioso, sadismo, actos violentos, la venganza, la revancha y el vandalismo.
»Sin duda que el catálogo está incompleto, quizá sea incluso ilógico, pero ésta es cuestión aparte. Yo simplemente quiero demostrar la parquedad básica con objeto de ilustrar este punto: que cada Príncipe Demonio, al infligir una u otra atrocidad, imprime al acto su propio estilo y parece con ello crear un nuevo crimen.
»En los capítulos anteriores hemos analizado al maníaco Kokor Hekkus y sus teorías del horror absoluto, y al desviado Viole Falushe, voluptuoso y sibarita.
»De una forma completamente distinta es Attel Malagate el Funesto, en estilo y peculiaridades. Más que agrandarse a sí mismo, proyectando una macroscópica ostentación de su personalidad y acciones para influenciar a sus víctimas e intimidar a sus enemigos, Malagate prefiere utilizar el silencio frío, la invisibilidad y la personalidad desapasionada. No existe una descripción apropiada para Malagate. Ciertamente que Malagate es un apellido derivado de la épica popular en el antiguo Quantique. Actúa con una maldad implacable, aunque sus crueldades no son nunca desenfrenadas, y si mantiene un palacio, según el estilo de Viole Falushe o Howard Alan Treesong, es un secreto muy bien guardado.
»Las primeras actividades de Malagate fueron la extorsión y la esclavitud. En el Cónclave de 1500 en el planeta Smade, donde cinco Príncipes Demonio y otro grupo de menores categorías se reunieron para definir y circunscribir sus actividades, Malagate se adjudicó el sector de Más Allá, centrado sobre la agrupación de las Ferrier, que incluía un centenar de establecimientos humanos, ciudades y vecindades sobre todos los cuales Malagate actuaría a placer. Raramente pudo encontrar protesta alguna ni queja, ya que para citar un ejemplo, bastará recordar lo sucedido a Monte Agradable, una población de 5.000 personas que rehusó acatar sus exigencias. En el año 1499 Malagate invitó a otros cuatro Príncipes Demonio a sumársele. La junta reunida se dejó caer sobre la población capturando y esclavizando a la totalidad de sus habitantes.
»En el planeta Grabhorne mantiene una plantación de casi 15.000 kilómetros cuadrados, con una población de esclavos estimada en 20.000 personas. Allí existen granjas cuidadosamente planificadas, fábricas que construyen exquisitos muebles, instrumentos musicales y mecanismos electrónicos. Los esclavos no son abiertamente maltratados; pero trabajan durante horas sin cuento, con malas condiciones de vida y restringidas oportunidades sociales. El castigo es el encierro en las minas, al que muy pocos sobreviven.
»La atención de Malagate suele ser muy amplia y desapasionada; pero a veces se centra en algún individuo. El planeta Caro se halla en un área que ningún Príncipe Demonio reclamaba. El Mayor Janous Paragiglia, de la ciudad de Desde, reclutó y preparó una fuerza armada y navíos espaciales suficientes para proteger a Caro y buscar y destruir a Malagate o a cualquier otro Príncipe Demonio que osara poner los pies en ese planeta. Malagate raptó a Janous y le torturó durante treinta y nueve días, televisando todo el proceso a las ciudades de Caro y a todos los planetas de su propio sector, y en uno de sus raros momentos de bravuconería, a todo el Grupo Rígel.
»Como ya se ha dicho, sus apetitos son desconocidos. Un rumor frecuentemente propagado asegura que Malagate disfruta comprometiéndose en duelos al estilo de los gladiadores de la antigüedad clásica, con enemigos capaces, utilizando espadas como armas. Se dice que Malagate suele hacer exhibiciones de destreza y fuerza sobrehumanas y parece derivarse de tales desafíos que su gran placer consiste en destruir a sus enemigos destrozándoles literalmente en pedazos, poco a poco.
»Como otros Príncipes Demonio, Malagate mantiene una discreta y respetable identidad dentro del Oikumene y si los rumores son acertados, ocupa una prestigiosa posición en uno de los planetas más importantes.»
Alphanor quedó convertido en un disco pálido y borroso, mezclado con las estrellas del espacio cósmico. En el interior de la espacionave, los cuatro hombres trataron de acomodarse a la situación. Kelle y Warweave continuaron una tranquila conversación. Detteras miraba fijamente al vacío infinito del espacio cuajado de estrellas. Gersen se mantenía aparte, observando sin cesar a los tres hombres de la Universidad.
Uno de ellos —no un hombre verdadero, sino simulado—, era Malagate el Funesto. ¿Cuál de ellos?
Gersen creía saberlo.
Todavía la certidumbre no estaba totalmente fijada en su mente, su conjetura estaba basada en indicaciones, probabilidades y suposiciones. Malagate, por su parte, debería permanecer seguro de su incógnito. No tenía razón para sospechar el objetivo de Gersen, sin duda no debería considerarle más que un prospector ambicioso, dispuesto a realizar un trato monetario tan ventajoso como pudiera lograr. Aquello le resultaba interesante a Gersen, ya que podría ayudarle a una segura identificación en cualquier momento. Llegada la ocasión Gersen deseaba solamente dos cosas: la libertad de Pallis y la muerte de Malagate. Y, por supuesto, la de Hildemar Dasce. Si Pallis hubiera muerto... tanto peor para Dasce.
Subrepticiamente, Gersen consideró su sospecha. ¿Era aquel hombre Malagate? Resulta terrible saberse tan próximo de su objetivo más precioso. Malagate, por supuesto, tenía sus propios planes. Tras su cráneo humano su mente trabajaba en proyectos inconmensurables para su alcance, que se movía hacia un objetivo todavía oscuro.
Gersen pudo resumir al menos tres áreas de incertidumbre en la situación.
Primera: ¿Llevaría Malagate todavía armas o tendría acceso a las guardadas a bordo de la espacionave?
Segunda: ¿Sería alguno de aquellos dos hombres o ambos a la vez, sus cómplices? De nuevo una posibilidad, aunque menos importante.
Tercera y con un juego de circunstancias menos simple: ¿Qué ocurriría cuando la nave llegase a la estrella apagada de Dasce? Entonces, las circunstancias variables se amontonaban indefinidamente. ¿Conocería, Malagate el escondite de Dasce? De ser así, ¿lo reconocería a primera vista? Ambas respuestas le parecieron a Gersen ésta: probablemente sí.
La cuestión, entonces, sería la de cómo sorprender y capturar o matar a Hildemar Dasce, sin que Malagate pudiera darse cuenta. Gersen llegó a una decisión. Detteras había sugerido la necesidad de una relación amistosa. De una cosa estaba seguro: de que tal relación amistosa se pondría a prueba antes de transcurrido mucho tiempo.
Las horas pasaron monótonas e iguales y se estableció la rutina propia de los viajes espaciales. Gersen buscó la ocasión propicia y dejó suelto en el espacio el cuerpo de Suthiro. La nave se deslizaba sin esfuerzo alguno entre las estrellas a una velocidad fabulosa, por medios vagamente comprendidos por los mismos hombres que la controlaban.
El límite de la civilización humana y de la ley llegaba a su fin; en cualquier instante la nave atravesaría la frontera de Más Allá y continuaría su vuelo hacia las lejanas y remotas zonas de la Galaxia. Gersen continuó la discreta vigilancia de sus tres compañeros de viaje, imaginando quién sería el primero que demostraría ansiedad o sospecha por el inmediato destino de la espacionave.
Aquella persona fue Kelle, aunque cualquiera de los tres pudo haberlo hecho en la conversación que en voz baja sostenían aparte y que llegaba a oídos de Gersen.
—Esta no es un área que atraiga a un prospector; nos hallamos prácticamente en el espacio intergaláctico...
—Bien, debo confesarles que no me he portado con absoluta sinceridad con ustedes tres, caballeros —respondió Gersen.
Los tres rostros se volvieron hacia él y tres pares de ojos le escrutaron ansiosamente.
—¿Qué quiere usted decir? —estalló Detteras.
—No se trata de una cuestión demasiado seria. Me he sentido impulsado a apartarme un poco de nuestro objetivo principal. Pero en breve continuaremos en busca de nuestros problemas originales. —Levantó la mano al advertir que Detteras se disponía a interrumpirle—. No vale el amonestarme ahora, puesto que la situación es irreversible.
Warweave habló con voz glacial.
—¿De qué situación habla usted?
—Me alegraré de explicarla, y espero que estén conformes. Primero y ante todo, parece ser que me he convertido en enemigo mortal de un criminal bien conocido. Se llama Attel Malagate. —Y Gersen miró el rostro de sus compañeros cuidadosamente, uno por uno—. Sin duda habrán oído hablar de él, es uno de los Príncipes Demonio. El día antes de partir uno de sus lugartenientes, un repelente criminal llamado Hildemar Dasce, raptó a una joven por la que da la casualidad me encuentro muy interesado, y la ha llevado por la fuerza a su mundo privado. Me siento obligado hacia esa joven, porque está sufriendo por algo en lo que no tiene culpa alguna, todo reside en el deseo de Malagate de intimidarme o castigarme a su estilo. Creo haber localizado el planeta de ese Dasce y he planeado rescatar a esa joven. Espero su cooperación, señores míos.
Detteras habló el primero con voz velada por la rabia.
—¿Por qué no me contó sus planes antes de salir? Usted insistió en la urgencia de despegar, obligándome a posponer nuestros compromisos y causarnos muchos inconvenientes...
—Es cierto que debe tener algún motivo para estar resentido —repuso Gersen con la mayor calma—; pero puesto que mi propio tiempo también está limitado, pensé que lo mejor sería combinar ambos planes. Con un poco de suerte, este asunto no llevará mucho tiempo y continuaremos nuestro camino sin otra demora.
Kelle intervino entonces pensativo:
—¿Dice usted que el raptor ha llevado a esa joven a un mundo de esta zona?
—Creo que sí y así lo espero.
—¿Y espera usted que le ayudemos a rescatarla?
—Solamente en forma pasiva. Lo único que les pido es que no se mezclen en mis planes.
—Supongamos que el raptor presiente su intrusión. Y supongamos que le mata a usted.
—La posibilidad existe, claro está. Pero yo cuento con la ventaja de la sorpresa. Tiene que sentirse completamente seguro y creo que tendré no muchos problemas en reducirle.
—¿Reducirle?
—Sí, o matarle.
En aquel momento el acelerador Jarnell emitió un chasquido y la espacionave entró automáticamente en la velocidad ordinaria de los viajes interplanetarios. Frente a ellos, a proa, lucía una estrella roja. Si era doble, la compañera aún resultaba invisible.
—La sorpresa es el factor más decisivo —continuó Gersen—, por tanto, tengo que rogarles que ninguno de ustedes adviertan nada por radio, ya sea por malicia o por descuido.
Gersen ya se había cuidado de poner la radio fuera de servicio; pero no vio razón para poner a Malagate en guardia.
—Les explicaré mi plan para que no haya malentendidos. Primero, llevaré la nave lo bastante cerca de la superficie para inspeccionarla bien; pero de forma que evite la detección por radar. Si mis teorías son correctas y localizo el escondite de Dasce, iré al extremo más alejado del planeta y tomaré tierra a ras del suelo tan cerca de ese criminal como sea posible. Entonces tomaré el pequeño aparato volador auxiliar y haré lo que tenga que hacer. Ustedes sólo tienen que esperar mi regreso y luego continuaremos hacia el planeta de Teehalt. Sé que puedo contar con su cooperación; porque, por supuesto, me llevaré el archivo del monitor y lo esconderé en alguna parte antes de encararme con Hildemar Dasce. Como es lógico, voy a necesitar las armas que se hallan en el armario, y no veo que haya objeciones por parte de ustedes.
Ninguno habló. Gersen, mirando de uno a otro, estudió más intensamente que nunca a su sospechoso, divertido por dentro. Malagate debería hallarse frente a un espantoso dilema. Si se interfería y avisaba de algún modo a Dasce, Gersen podría ser asesinado y sus esperanzas de adquirir el mundo de Teehalt reducidas a cenizas. ¿Encargaría entonces a Dasce la nueva búsqueda del planeta? Seguro que no. Malagate era insensible y astuto.
Detteras dejó escapar un profundo suspiro.
—Gersen —dijo—, es usted un hombre muy astuto. Nos ha colocado en una situación tal que, por motivos sentimentales, nos vemos obligados a acatar su voluntad.
—Les aseguro que mis razones son irreprochables.
—Oh, sí, claro está. La damita en apuros. Todo eso está muy bien, seríamos unos desalmados si rehusáramos la oportunidad de rescatar a esa joven. Mi exasperación no estriba en sus objetivos personales, si nos hubiera contado la verdad, sino en su falta de sinceridad.
Puesto que nada tenía que perder, Gersen fingió humildad.
—Sí, quizá debí haberlo explicado todo antes. Pero estoy acostumbrado a trabajar y a resolver los problemas por mí mismo. En cualquier caso, la situación es ahora como la he descrito. ¿Puedo contar con la cooperación de ustedes?
—Humm... —murmuró Warweave—. Tenemos poca opción, como usted sabe.
—¿Señor Kelle?
Kelle asintió con la cabeza.
—¿Señor Detteras?
—Como Warweave ha hecho constar, no tenemos opción.
—Bien, en tal caso procederé según mis planes. El mundo en que voy a tomar tierra, por cierto, es una estrella muerta más bien que un planeta.
—¿El exceso de gravitación no será un grave inconveniente? —preguntó Kelle.
—Lo sabremos enseguida.
Warweave se volvió y centró su atención en la enana roja. Su oscura compañera se había hecho ya visible: un gran disco marrón grisáceo de tres veces el diámetro de Alphanor, moteado y reticulado en negro y pardo. Gersen estuvo encantado al descubrir grandes espacios ricos en detritus y la pantalla de radar indicó docenas de minúsculos planetoides y pequeñas lunas en órbita alrededor de cada estrella. Así pudo aproximarse a la estrella extinta sin temor a ser detectado. Un momentáneo cambio en el interfisionador frenó la espacionave, y otro posterior la llevó a un estado de suave descenso a un cuarto de millón de millas sobre la enorme masa que en aquellos momentos tenían bajo la espacionave.
La superficie era opaca y sin relieves, con vastas áreas cubiertas por lo que parecían ser enormes océanos de polvo de color chocolate. La silueta se destacaba con nitidez contra la negrura del espacio cósmico, revelando un leve rastro de atmósfera aún latente. Gersen consultó el macroscopio y escudriñó la superficie. Se le apareció la topografía en perspectiva, aunque el terreno resultaba difícil de observar en detalle. La superficie estaba sembrada de cadenas de volcanes con un espantoso revoltijo de hendeduras y enormes grietas, y como contraste un número considerable de antiguas erupciones plutónicas y cientos de volcanes, unos en actividad y muchos otros apagados o inactivos.
Gersen dirigió la lente hacia un picacho en la demarcación existente entre la luz y la sombra; el objeto no parecía moverse ni alterar su posición con respecto a la línea de sombras: aparentemente aquel mundo presentaba la misma cara a su compañero, al igual que el planeta Mercurio en relación al Sol. En tal caso, el refugio de Dasce tendría que hallarse en la superficie iluminada cerca del ecuador, directamente bajo el sol. Escudriñó con minuciosidad toda la región, bajo la máxima magnificación del aparato. El área era muy extensa, existían en ella una docena de cráteres de volcanes, grandes y pequeños.
Gersen anduvo buscando durante casi una hora. Warweave, Kelle y Detteras le observaban con los más diversos grados de impaciencia y sardónico disgusto. El observador revisó sus razonamientos. La estrella enana roja había sido señalada en una hoja usada con frecuencia en la Agenda estelar de Dasce, se había encontrado mediante el computador en el elipsoide y tenía una compañera oscura. Aquélla debía de ser la estrella. Y con toda probabilidad, el cráter de Dasce estaría localizado en algún punto situado dentro del área cálida alumbrada por el sol.
Una formación de carácter singular atrajo su atención: una meseta cuadrada con cinco montañas en forma radial al igual que los dedos de una mano. La frase del imp de Melnoy Heights le vino instantáneamente a la mente: Thumbnail Gulch (la quebrada del dedo pulgar).
Gersen inspeccionó la zona correspondiente al dedo pulgar de aquella formación orográfica en forma de mano con el máximo aumento de las lentes del macroscopio. En efecto, allí se observaba un pequeño cráter, que parecía mostrar un color ligeramente distinto y una estructura diferente a los demás. Mirándolo con detenimiento se observaba un ligero resplandor y la mota blanqueada de algo extraño a aquel mundo muerto. Gersen redujo el aumento de las lentes y estudió el terreno circundante. Aunque Dasce no pudiese detectar la aproximación de una nave a distancias planetarias, el radar podría avisarle de espacionaves que estuviesen próximas a tomar tierra en sus cercanías. Hizo descender la espacionave en dirección a otro extremo alejado del lugar en cuestión y lentamente, oculto tras el horizonte para tomar tierra tras la meseta que formaba la palma de aquella mano, lo que podría proporcionarle la ocasión de sorprender a su enemigo.
Almacenó la información necesaria en el computador y conectó el piloto automático. La nave viró y comenzó a descender.
Kelle, incapaz de contener más tiempo su curiosidad, le preguntó:
—¿Y bien? ¿Ha encontrado lo que estaba buscando?
—Creo que sí, aunque aún no estoy muy seguro.
—Si no toma las precauciones necesarias nos coloca en una situación muy inconveniente.
Gersen asintió con la cabeza.
—Eso es lo que intentaba explicar hace poco. Estoy seguro de que ayudarán, al menos pasivamente.
—Ya acordamos hacerlo.
La estrella oscura descollaba con claridad bajo la nave. Tomó tierra suavemente en una formación de rocas desnudas, a un cuarto de milla de una elevación compuesta por unas bajas colinas ennegrecidas. La piedra tenía la apariencia del ladrillo, y la planicie de los alrededores presentaban el aspecto de un barro seco de color marrón.
Sobre sus cabezas, la enana roja parecía enorme. La nave expandía una densa sombra negra sobre el terreno. Un suave viento soplaba formando pequeños remolinos de polvo a través de la planicie.
—Bien, supongo que sería correcto que dejara aquí el archivo —dijo Detteras pensativamente—. ¿Porqué convertirnos en víctimas?
—No pienso dejarme asesinar, señor Detteras...
—Pero sus planes pueden fracasar.
—En tal caso, sus apuros serán triviales comparados con los míos. ¿Puedo tomar las armas?
Abrió el armario y los tres prohombres de la Universidad observaron con mirada hosca cómo Gersen se armaba. Este les miró a la cara, uno por uno. En la mente de uno de ellos debería existir en aquel momento un febril intento de algo desesperado. ¿Actuaría en la forma que Gersen sospechaba, es decir, reservándose para más tarde? Había una oportunidad que era preciso aprovechar. Suponiendo que estuviese equivocado, que no fuese el planeta que buscaba y Malagate lo supiera, y suponiendo además que Malagate, por alguna intuición, sospechase el objetivo de Gersen, estaría dispuesto a sacrificar sus deseos de obtener el planeta de Teehalt con tal de dejar a Gersen abandonado a su suerte por la eternidad en la estrella apagada que yacía bajo sus pies. Había, además, una precaución que era indispensable adoptar y que Gersen habría sido el más imbécil de los hombres de haberlo olvidado. Se dirigió hacia el cuarto de máquinas de la nave, y sacó de su sitio un pequeño dispositivo, componente vital del reactor de energía, que no obstante, en caso necesario, podría ser refabricado con ingenio y paciencia. Se lo echó al bolsillo junto con el archivo. Warweave, de pie en el umbral, le vio maniobrar sin hacer el menor comentario.
Gersen se vistió con un traje espacial y se dispuso a abandonar el navío. Abrió la escotilla delantera, descolgó el pequeño aparato volador auxiliar, cargó en él otro traje de repuesto y tanques de oxígeno y sin otra ceremonia abandonó la espacionave. Se dirigió volando a ras del suelo hacia Thumbnail Gulch con un suave viento zumbando en el parabrisas.
El paisaje resultaba de lo más singular, incluso para los viajeros acostumbrados a mundos extraños. Era una superficie esponjosa y oscura con diversos matices de marrón, pardo y gris, alterada aquí y allá por conos volcánicos y colinas ondulantes de poca altura, tal vez materia residual de una verdadera estrella, las escorias muertas de un fuego apagado tras millones de años de actividad energética. Quizá pudiera ser también materia procedente del espacio exterior y sedimentada a lo largo de milenios.
Lo más probable es que se diesen ambas circunstancias. La sensación de hallarse sobrevolando la superficie de una estrella apagada ¿contribuiría a aumentar la sensación de irrealidad? La débil atmósfera permitía una visión perfecta y clarísima de las cosas, el horizonte se expandía en todas direcciones y el panorama parecía no tener fin. Y sobre su cabeza la enorme masa suavemente resplandeciente de la enana roja, cubría la octava parte del cielo visible.
El terreno se elevó gradualmente hasta la meseta que formaba la palma de la mano de aquella extraña formación orográfica: un titánico flujo de lava. Gersen se inclinó hacia la derecha. Frente a él pudo ver una línea de colinas oscuras yaciendo a través del paisaje como la espina dorsal de un tricerátopo petrificado de tamaño monstruoso. Aquello era el «dedo pulgar», al final del cual surgía el volcán apagado de Dasce. Gersen voló lo más bajo posible sobre el terreno, aprovechando todos los escondites que le hicieran pasar inadvertido, escurriéndose de un lado a otro, muy cerca del muro de la meseta, aproximándose así a la línea de los dentados picos de la cordillera.
Poco a poco, con las máximas precauciones, fue remontando la ladera, el zumbido de los reactores apagado por el suave viento que sólo producía un débil murmullo. Dasce tendría probablemente instalados detectores a lo largo de las laderas, aunque, pensándolo bien, parecía poco verosímil. Debería considerar tal esfuerzo algo superfluo. ¿Por qué ser atacado por tierra cuando un torpedo desde el espacio sería mucho más fácil?
Gersen llegó al borde. Allí y a dos millas de distancia, se hallaba el volcán que esperaba fuese el escondite de Hildemar Dasce. Y allá abajo Gersen pudo ver lo más interesante de toda su vida, algo que le produjo una salvaje alegría hasta el extremo de saltársele las lágrimas de los ojos: un pequeño bote espacial. Su hipótesis era correcta. Allí estaba Thumbnail Gulch con toda certidumbre y allí se hallaba su mortal enemigo. ¿Qué sería de la pobre Pallis?
Gersen tomó tierra en la plataforma y continuó a pie, deslizándose por el terreno, evitando aproximarse a los posibles emplazamientos de los detectores, aunque tal precaución sólo era mera formalidad. El destino no podía haberle llevado hasta allí para dejarle fracasar... Gersen acabó de subir la ladera, compuesta de basalto, obsidiana y toba. Alcanzando el borde del cráter, se aproximó hasta la cúpula que surgía construida de una red de finos cables y una transparente película de material resistente distendida por la presión de aire interior. El cráter no era muy grande: unos cincuenta metros de diámetro, casi perfectamente cilíndrico, con las paredes formadas por cristales volcánicos estriados.
En el fondo del cráter, Dasce había realizado un intento de conformar un paisaje. Se observaba la instalación de una piscina de agua salobre, un puñado de palmeras y un enmarañado conjunto de enredaderas. Gersen miraba la escena como un dios implacable, un dios de venganza.
En el centro del cráter había una jaula y en su interior un hombre desnudo, sentado en el centro de la pequeña prisión; un individuo alto, macilento y ojeroso, con un rostro en el que se veían escritos incontables sufrimientos, como una ruina humana. Su cuerpo encorvado mostraba las señales de cien azotes. Gersen recordó en el acto la explicación que Suthiro le dio del por qué Dasce había perdido los párpados. Mirando de nuevo, recordó las fotografías del cuarto de estar de Dasce, en Avente: aquel hombre era, en efecto, el sujeto de esas fotografías.
Gersen registró por todas partes. Directamente debajo de él se hallaba un pabellón de tejido negro en forma de una serie conectada de tiendas de campaña. No se advertía el menor signo de Hildemar Dasce. La entrada al cráter era un túnel que conducía a través del muro del volcán.
Siguió moviéndose alrededor del borde sin dejar de vigilar la ladera. La porosa planicie marrón y negra se extendía sin límites en tres direcciones. En sus proximidades descansaba la pequeña nave espacial, que parecía un juguete metálico en la claridad de la atmósfera. Gersen volvió su atención hacia la cúpula. Con un cuchillo cortó un trozo de la película protectora y esperó.
No habrían pasado diez minutos cuando la presión interior, al descender, activó una señal de alarma automática. De una de las tiendas surgió Hildemar con unos simples pantalones blancos y el resto del cuerpo desnudo. Gersen le observó con salvaje delectación. El torso, manchado con púrpura desvaída, resaltaba sus potentes músculos. Miró hacia arriba con sus ojos sin párpados y las mejillas azuladas en su horrible rostro pintado de rojo. Atravesó el piso del cráter, mientras el prisionero de la jaula no le perdía de vista.
Dasce desapareció del ángulo visual de Gersen, que se escondió en una grieta. Instantes después, emergió en la planicie vestido con un traje espacial llevando una caja bajo el brazo. Subió hasta el borde del cráter con enérgicas zancadas, pasando muy cerca del escondite de Gersen. Dasce dejó la caja en el suelo, sacó un proyector de energía radiante y dirigió un rayo hacia el desgarro de la cubierta de la cúpula. El aire que se escapaba resplandeció con un fulgor amarillo, porque probablemente existiría en su composición algún agente fluorescente. Al inclinarse sobre el corte, Gersen creyó observar un súbito instante de sospecha en Hildemar. Gersen se ocultó rápidamente. Cuando volvió a mirar, Dasce estaba trabajando y terminando de tapar la grieta de la cúpula con un trozo de material y soldándolo. Toda la operación le llevó poco más de un minuto. Después, volvió a colocar el material utilizado en la caja y tras inspeccionar por el borde, la ladera y la planicie, se dirigió hacia el piso del volcán.
Gersen salió de su escondite y le siguió a unos 15 metros de distancia. Hildemar, saltando de roca en roca, no miró hacia atrás, hasta que Gersen hizo un ruido imprevisto al rodar una roca de las que había pisado. Dasce se detuvo y se volvió. Gersen ya estaba oculto tras la falla de una roca, con una mirada de loco en los ojos.
Hildemar continuó su camino con Gersen a sus talones. En la base del muro del volcán un sonido y una vibración alarmaron nuevamente a Dasce. Una vez más se volvió a mirar ladera arriba... directamente hacia una figura que se le venía encima. Gersen soltó una feroz carcajada ante el espectáculo de su mortal enemigo que le miraba, fijamente con la boca abierta por la sorpresa y entonces le descargó un golpe demoledor. Dasce rodó por el suelo, se puso en pie y comenzó a correr frenéticamente, hacia la cámara de descompresión. Gersen le disparó en una de sus musculosas piernas y Dasce cayó rodando por el suelo. Gersen le cogió por el tobillo y le arrastró hacia la cámara, le arrojó en su interior y cerró de un portazo. Dasce comenzó a luchar y forcejear como un condenado con la horrible cara roja y azul distorsionada por la furia. Entonces. Gersen le disparó nuevamente en la otra pierna, paralizándosela en el acto. Dasce quedó tendido, con el aspecto de un jabalí acorralado. Gersen le ató por los tobillos con un rollo de cuerda y le aprisionó el brazo derecho, obligándole a tumbarse de espaldas, hasta que terminó de atarle ambos brazos al dorso. El mecanismo de cierre se llenó de aire y Gersen le quitó el casco transparente que llevaba sobre los hombros.
—Volvemos a encontrarnos, amigo —dijo Gersen con feroz alegría.
Después le arrastró como a un fardo sobre el piso del cráter. El prisionero de la jaula se irguió sobre sus pies y aplastándose contra los barrotes se quedó mirando fijamente al recién llegado como si viese a un arcángel con sus alas, trompeta y aureola.
Gersen se aseguró bien del estado de las ligaduras de su mortal enemigo y corrió hacia la tienda con el proyector dispuesto para disparar sobre cualquier posible criado o guardaespaldas de Dasce. El prisionero continuaba observándole con la sorpresa más inaudita pintada en sus facciones.
Pallis Atwrode yacía arrebujada bajo una sucia sábana de cara a la pared. No había nadie más. Gersen la tocó en el hombro apreciando con fascinación el color de su carne. Su alegría se mezcló con el horror, hasta producirle una dolorosa punzada en el estómago, como jamás había sentido antes.
—Pallis —dijo—. Soy Kirth Gersen...
Las palabras llegaron a oídos de la joven apagadas por el globo transparente que cubría la cabeza de Gersen y se acurrucó todavía más. Gersen le dio la vuelta. Tenía los ojos cerrados. Su carita, antes tan alegre y encantadora, aparecía helada y sin expresión.
—¡Pallis! —gritó nuevamente Gersen—. ¡Abre los ojos! ¡Soy Kirth Gersen! ¡Estás a salvo!
Ella sacudió la cabeza con los ojos siempre cerrados.
Gersen se apartó de la joven. La contempló otra vez desde la puerta de la tienda. Pallis le miraba con los ojos distendidos por el asombro. Volvió instantáneamente a cerrarlos.
Gersen la dejó, registró todo el cráter y cuando estuvo seguro de que no había otra persona, regresó con Dasce.
—Bonito sitio te buscaste aquí, Dasce —le dijo, con voz calmosa—. Un poco difícil de encontrar cuando tus amigos lo desean, ¿eh?
—¿Cómo pudo encontrarme? —preguntó Dasce en tono gutural—. Nadie conoce este lugar.
—Excepto tu jefe.
—No lo sabe tampoco.
—¿Cómo supones que lo encontré yo?
Dasce quedó silencioso. Gersen se acercó a la jaula, corrió el cerrojo y habló al prisionero preguntándose si estaría todavía en su sano juicio.
—Vamos, salga.
El prisionero saltó fuera de su encierro.
—¿Quién es usted?
—No importa. Está usted libre.
—¿Libre? —El hombre se quedó con una expresión estúpida en los ojos y su mandíbula se aflojó al oír aquella palabra—. ¿Y... él?
—Le mataré enseguida.
—Esto tiene que ser un sueño —murmuró el hombre.
Gersen volvió su atención a Pallis. Permanecía sentada en la cama con la sábana ajustada al cuerpo. Tenía los ojos abiertos. Miró a Gersen, se puso en pie y se desmayó. Gersen la tomó en sus brazos y la sacó al exterior, dejándola sobre el suelo del cráter. El cautivo miraba a Dasce desde una respetuosa distancia. Gersen le habló:
—¿Cómo se llama usted?
El hombre pareció momentáneamente aturdido. Encogió las cejas como haciendo un esfuerzo por recordar.
—Yo soy Robin Rampold —contestó con una extraña voz———. Y usted... ¿es su enemigo?
—Yo soy su ejecutor. Su Némesis.
—¡Es fantástico, una maravilla! —exclamó Rampold—. Después de tanto tiempo, apenas sí puedo recordar el comienzo... —Y las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas. Miró la jaula, se aproximó a ella y la inspeccionó—. Conozco muy bien esto. Cada nudo, cada barrote, cada hueco, cada empalme del metal.
Y su voz se desvaneció. De repente preguntó:
—¿En qué año estamos?
—En mil quinientos veinticuatro.
Rampold pareció reducirse de tamaño, aplastado por aquella revelación.
—No sabía que hubiese transcurrido tanto tiempo; había olvidado ya su valor. Es increíble... —Y miró a la cúpula—. Cuando él se va, no sucede nada... He permanecido en esa jaula diecisiete años. Y ahora estoy fuera de ella... —Se dirigió hacia donde estaba Dasce atado en el suelo y le dedicó una mirada indefinible—. Hace mucho tiempo, éramos dos personas muy diferentes. Le enseñé una buena lección. Le hice sufrir. La memoria es todo lo que me queda vivo.
Dasce rió entre dientes.
—Busqué la forma de que me lo pagaras con creces. —Y miró a Gersen—. Mejor será que me mate ahora que puede, o haré lo mismo con usted.
Gersen se detuvo a reflexionar un instante. Dasce tenía que morir. Pero tras aquel cráneo pintado de rojo había un conocimiento que Gersen necesitaba. ¿Cómo extraerlo? ¿La tortura? Gersen sospechó que Dasce reiría como un fanático mientras le retorcía miembro tras miembro. ¿Con trucos? ¿Mediante la astucia? Examinó aquel horrible rostro pintado de rojo y azul. Dasce no hizo el menor movimiento.
Se volvió hacia Rampold.
—¿Sabría pilotar la nave de Dasce?
El interpelado movió tristemente la cabeza en señal negativa.
—Entonces, supongo que tendrá que venir conmigo.
—¿Y qué será de él? —preguntó con voz trémula.
—Le mataré a su debido tiempo.
—Démelo a mí —suplicó Rampold.
—No.
Gersen estudió de nuevo a Hildemar Dasce. De algún modo tenía que revelarle la identidad de Attel Malagate. Una pregunta directa seria mas inconveniente que útil.
—Dasce —Preguntó—, ¿por qué trajiste a Pallis Atwrode hasta aquí?
—Era demasiado bonita para matarla —contestó sin vacilar.
—¿Y por qué tendrías que haberla matado?
—Disfruto matando a las mujeres bellas.
Gersen tuvo que contenerse para no aplastarle la cabeza. Quizá Hildemar trataba de provocarle.
—Puedes o no vivir para lamentar tus iniquidades.
—¿Quién le envió hasta aquí? —preguntó Dasce.
—Alguien que lo sabía.
—Sólo hay una persona, y ésa jamás le habría enviado —repuso Dasce moviendo la cabeza despectivamente.
No era fácil convencer a aquel monstruo. Bien. Llevaría a Hildemar a bordo de la espacionave, no había otra solución. El encuentro podría producir la reacción adecuada.
Pero entonces se planteaba un nuevo problema. No se atrevía a dejar a Robin Rampold solo con Dasce mientras trasladaba a Pallis. Rampold podría matar a Hildemar. O Dasce podría ordenar a su antiguo prisionero que le soltase las ligaduras. Tras diecisiete años de degradación total de la voluntad, Rampold caería fácilmente bajo la influencia del criminal. Y Pallis Atwrode ¿qué haría con ella?
Se volvió y la halló nuevamente envuelta con la sábana, mirándole fascinada y confusa. Se le aproximó cuando intentaba esconderse en la tienda. Gersen no estaba seguro de que le hubiera reconocido.
—Pallis... querida... soy Kirth Gersen.
Ella hizo un gesto sombrío con la cabeza.
—Ya sé. —Y miró a la figura tendida de Hildemar Dasce—. Le has maniatado —dijo con voz en la que se advertía una turbación producto del asombro.
—Ésa es la última de sus preocupaciones.
Ella le miró cautamente. Gersen se encontró incapaz de descifrar sus pensamientos.
—¿Tú eres..., tú no eres su amigo?
Gersen sintió que le invadía una verdadera enfermedad.
—No. No soy su amigo. Por supuesto que no. ¿Es que dijo eso?
—Él dijo... él dijo...
Y se volvió para mirar con perplejidad hacia Hildemar Dasce.
—No creas nada de lo que te dijo. —Y la miró intensamente para tratar de descubrir en el bello rostro de la chica el alcance de su shock y su confusión—. ¿Te encuentras... bien?
Ella rehusó encontrar la mirada de Gersen. Éste le dijo con dulzura:
—Voy a llevarte a Avente de nuevo, querida. Ahora te encuentras a salvo.
Ella se limitó a aprobar con la cabeza, como ausente. Si pudiera de algún modo exteriorizar sus emociones, con lágrimas, incluso con reproches...
Gersen suspiró desesperado y se apartó de Pallis. El problema continuaba sin resolver: cómo conducir a todos ellos a la plataforma de la espacionave. No se atrevía a dejar solos ni a Pallis ni a Rampold con Hildemar, ya que evidentemente gozaba de un completo control sobre ambos desde hacía tiempo. Volvió a colocar sobre la cabeza de Dasce el casco transparente y lo arrastró a través del túnel, salió a la planicie y lo dejó donde ninguno de los dos del interior pudiese verle.
Los reactores funcionaron a toda potencia y la sobrecargada plataforma volante auxiliar de la espacionave cabeceó dando bandazos alrededor de la meseta, produciendo un abanico de polvo mientras conseguía la suficiente aceleración en la débil atmósfera. Frente a él surgía imponente la espacionave, en el vasto horizonte. Gersen aterrizó junto a la escotilla de entrada. Con el arma en la mano dispuesta para entrar en acción saltó la escalera. En el interior, Malagate habría observado su aproximación y visto el cargamento de la plataforma voladora. Malagate ignoraría lo que Dasce le había dicho a Gersen. Estaría en guardia y tenso ante la indecisión. Dasce, que habría reconocido la espacionave, podía sospechar, pero no estaría seguro de que Malagate se hallase en el interior.
La cámara de descompresión se cerró herméticamente, las bombas funcionaron y la puerta de acceso al interior se corrió hacia un lado. Gersen entró. Kelle, Detteras y Warweave se hallaban sentados en la gran cabina central. Le miraron con cara de pocos amigos. Ninguno hizo el menor movimiento.
Gersen se despojó del casco.
—Ya estoy de vuelta.
—Ya lo vemos —dijo Detteras.
—He tenido suerte —comentó Gersen tranquilamente— Traigo a un prisionero conmigo. A Hildemar Dasce. Una advertencia para ustedes. Este hombre es un asesino brutal. Está desesperado. Voy a tratar de mantenerle bajo muy rígidas condiciones. No quiero que ninguno de ustedes se interfiera en mis cosas ni haga lo más mínimo en favor de ese individuo. Las otras dos personas que traigo son un hombre a quien Dasce ha tenido enjaulado durante diecisiete años y una chica que Dasce raptó y cuya mente ha sufrido serias consecuencias. Ella podrá utilizar mi cabina. Encerraré a Dasce en la bodega de carga. El otro hombre, Robin Rampold se considerará feliz utilizando cualquier asiento.
—Este viaje se hace más extraño a cada hora que pasa —comentó Warweave.
Detteras se puso en pie impaciente.
—¿Por qué ha traído usted a ese Dasce a bordo? Estoy sorprendido de que no le haya matado.
—Considéreme escrupuloso, si lo prefiere.
—Continuemos, estamos ansiosos de terminar este viaje tan pronto como sea posible —concluyó Detteras.
Gersen hizo entrar en la espacionave a Pallis con Rampold, colgó la plataforma volante en su sitio y llevó a Dasce a la bodega de la espacionave donde le quitó el casco. Hildemar le miraba fijamente sin mediar palabra.
—Podrías ver a alguien a bordo a quien reconocerías —le dijo Gersen—. El no desea que su identidad sea conocida de sus otros dos colegas, porque estropearía sus planes. Serás más prudente si cierras el pico.
Hildemar no respondió. Gersen procedió a atarle con todo cuidado: Hizo un nudo en el centro de un largo cable, con el espacio suficiente para que cupiese exactamente el cuello de Hildemar Dasce. Los extremos del cable fueron ajustados a ambos extremos de la bodega de tal forma que obligasen al prisionero a permanecer en el centro de la estancia, con las puntas a tres metros de distancia a derecha e izquierda, fuera de su alcance por completo. Incluso con las manos libres, no habría podido hacer nada por liberarse de la trampa que le tenía sujeto. Gersen cortó entonces las ligaduras de los pies y las manos de su mortal enemigo. Dasce le atacó al instante. Gersen se echó de lado y golpeó la cabeza del asesino con el cañón del arma. Dasce cayó de bruces sin sentido. Gersen le despojó de su traje espacial, le registró los bolsillos de los pantalones blancos sin encontrar nada. Hizo una comprobación final de los nudos y volvió al salón principal de la nave, cerrando cuidadosamente la escotilla tras él.
Rampold ya se había quitado su traje espacial y permanecía quieto en un rincón. Kelle y Detteras habían hecho lo mismo con Pallis Atwrode y le habían ayudado a cambiarse. Se sentó a un lado de la cabina con una taza de café, el rostro macilento y los ojos bajos. Kelle dirigió una mirada de desaprobación a Gersen.
—Esta señorita es Pallis Atwrode, la recepcionista del Departamento. En nombre del Cielo, ¿qué relación tiene usted con ella?
—La respuesta es muy simple —respondió Kirth—. La conocí el primer día que visité la Universidad y le pedí que saliera conmigo aquella noche. Supongo que por razones de malicia o despecho, Hildemar Dasce me dejó fuera de combate y raptó a la señorita Pallis. Consideré un deber rescatarla y así lo he hecho.
Kelle habló con una leve sonrisa de aprobación.
—Supongo que no podemos reprocharle que haya hecho tal cosa.
—Imagino que ahora continuaremos hacia nuestro destino primitivo —advirtió Warweave con voz seca y autoritaria.
—Esa es mi intención.
—Sugiero, pues, que salgamos cuanto antes.
—Sí —intervino Detteras de mal talante—. Cuanto antes pongamos fin a este fantástico viaje, tanto mejor.
La estrella enana roja y su débil compañera se confundieron en una sola en el espacio. Dasce, al recobrar el conocimiento, se retorció como un condenado intentando arrancarse sus ligaduras. Hizo tales esfuerzos que se ensangrentó los dedos, y arañó la cuerda de acero hasta destrozarse las uñas. Entonces intentó algo distinto: tirarse al suelo y moverse de un lado a otro, procurando que el cable se aflojase de donde estaba tensado en las paredes de la bodega, primero a la derecha y después hacia la izquierda; pero sólo consiguió desgarrarse el cuello. Cuando se convenció de que se hallaba indefenso abandonó la lucha y pateó el suelo con furia. Su mente trabajó febrilmente. ¿Cómo pudo Gersen localizar la estrella roja y su compañera, donde tenía el escondite? Ningún ser vivo conocía la localización exacta, excepto él mismo y Attel Malagate. Dasce pasó revista a las ocasiones en las cuales hubiese embaucado o tratado de engañar a Malagate, imaginando si en alguna de ellas Malagate había decidido hacerle pagar su osadía.
En el salón, Gersen permanecía sentado en un sofá cómodamente. Los tres prohombres de la Universidad —uno de los cuales no era un hombre— se sentaban juntos al otro extremo. Allí estaba Kelle, suave, fastidioso, de físico compacto; Warweave, ectomórfico y saturnino, y Detteras, corpulento, inquieto y caprichoso. Gersen miró especialmente a su sospechoso, constatando cada movimiento, cada palabra y cada gesto para corroborar su sospecha, buscando cualquier signo que demostrase la evidencia que precisaba. Pallis permanecía sentada, perdida en un sueno ausente. De vez en cuando sus facciones se retorcían de dolor y sus dedos se agarrotaban en las palmas de sus manos. No, no tendría ningún escrúpulo en matar a Hildemar Dasce. Robin Rampold continuaba examinando los microfilms de la librería, mirando el índice y acariciándose la barbilla con aire pensativo.
Robin se volvió hacia Gersen, atravesando la estancia con aire de lobo. En una voz tan educada que parecía servil, le preguntó:
—Él... ¿está él vivo?
—Por el momento, sí.
Rampold vaciló, abrió la boca y la volvió a cerrar. Finalmente preguntó con desconfianza:
—¿Qué planes tiene para él?
—No lo sé —repuso Gersen—. Necesito utilizarlo todavía.
Rampold se animó. Hablando en voz calmosa como si tuviese miedo de que los demás ocupantes de la cabina pudieran oírle, volvió a preguntar:
—¿Por qué no lo deja usted a mi cargo? Así descansaría de su obligación de vigilarlo y atenderlo.
—No —dijo Gersen—. Creo que no.
La cara de Rampold se hizo más desesperada.
—Pero... es que lo necesito.
—¿Lo necesita, de veras?
Rampold hizo un gesto con la cabeza.
—Usted no puede comprenderlo. Durante diecisiete años él ha sido... —Y se detuvo como si no encontrase las palabras. Después continuó—: Sí, ha sido el centro de mi existencia. Ha sido como un dios personal. Me ha provisto de comida, bebida y... dolor. Una vez me llevó un gatito, un precioso gatito negro. Me miraba cuando lo tocaba, sonriendo con aire benigno y afable. Pero aquella vez le desilusioné. Maté en el acto a la pobre criatura. Porque conocía sus planes. Deseaba esperar hasta que yo le tomase cariño al pobre animalito, y entonces él le habría matado, torturándolo donde yo hubiera podido verlo. Por supuesto que me hizo pagar por aquello.
Gersen dejó escapar un profundo suspiro.
—Tiene demasiado poder sobre usted. No puedo confiárselo.
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Rampold. Farfulló una serie de dispares afirmaciones.
—Es extraño. Siento pesadumbre ahora. Lo que siento por él es algo que no puedo traducir en palabras. Va hacia lo extremo y más allá y se convierte casi en ternura. Las cosas pueden ser tan dulces que saben a amargo, y agriarse hasta saber a salado... Sí, me cuidaría de él con toda mi voluntad. Le dedicaría el resto de mi vida devotamente. —Y adoptó una actitud suplicante—. Confíemelo. No tengo nada, ya tendré ocasión de pagárselo.
Gersen se limitó a sacudir la cabeza.
—Ya hablaremos de eso más tarde.
Rampold movió la cabeza pesadamente y atravesó la sala. Gersen miró hacia donde se encontraban los tres prohombres de la Universidad de Avente, que seguían una conversación trivial. En apariencia estaban todos de acuerdo, tácita o expresamente, en una política de total desinterés hacia los nuevos pasajeros. Gersen sonrió. Malagate no se atrevería a confrontarse con Hildemar Dasce. El temperamento de Dasce no era astuto, sino inclinado a la brutalidad y a la violencia. Malagate trataría de hacerle llegar alguna nota o buscaría la oportunidad de matar a Hildemar discretamente.
La situación era inestable; más pronto o más tarde, estaba destinada a romperse. Gersen jugueteó con la idea de precipitar el momento, trayendo a Dasce al salón o bien llevando a Kelle, Warweave y Detteras a la bodega de la espacionave... Decidió esperar. Todavía llevaba sus armas encima; los hombres de la Universidad, aparentemente seguros de sus buenas intenciones, no le habían requerido para que las dejase en el armario. «Sorprendente», pensó Gersen. Malagate no sospechaba que estaba siendo observado de cerca. Debería hallarse tranquilo y confiado y quizá buscaría el pretexto para ver a Dasce en su prisión. «Vigilancia» pensó Gersen. Daba la casualidad de que Rampold sería en aquella ocasión un buen aliado. A pesar de todas las torturas sufridas en aquellos diecisiete años, no dejaría de permanecer tan alerta como el propio Gersen, ante cualquier movimiento relativo a Hildemar Dasce.
Gersen se puso en pie y se dirigió a popa, a la bodega de carga de la espacionave, atravesando el cuarto de motores. Dasce, le miró ferozmente. Gersen notó la sangre en sus dedos y dejó el proyector fuera del alcance de su enemigo, por si acaso se aproximaba a él. Dasce trató de atacarle a puntapiés como un perro rabioso. Gersen le golpeó con el dorso de la mano en el cuello y le abatió. Gersen volvió a cerciorarse de que el cable se hallaba bien seguro en sus extremos y se echó hacia atrás, fuera de su alcance.
—Parece que las cosas te van mal ahora, amigo —dijo Gersen.
Dasce le escupió. Gersen retrocedió.
—Estás en situación muy pobre para una ofensiva.
—¡Puaf! ¿Qué más puedes hacerme? ¿Crees que le tengo miedo a la muerte? Yo vivo sólo de odio.
—Rampold ha solicitado cuidarse de ti.
—Me teme como a una serpiente. Es suave como la miel. Ya no resultaba interesante martirizarlo.
—Me imagino cuánto tiempo le llevará convertirse en un hombre como tú.
Dasce volvió a escupir de nuevo.
—Dime cómo encontraste mi estrella.
—Tenía información suficiente.
—¿De quién?
—¿Y qué importa eso, qué diferencia hay? —repuso Gersen—. Nunca tendrás la oportunidad de hacérselo pagar —concluyó tratando de introducir una nueva idea en la mente de Dasce.
Dasce retrajo la boca con una horrible mueca.
—¿Quién se encuentra a bordo?
Gersen no contestó. Desde la sombra observaba detenidamente a aquel monstruo. Tenía que sospechar hasta el punto de la total certidumbre que Malagate se hallaba a bordo de la espacionave. Dasce podía estar no menos inseguro que el propio Malagate. Gersen barajó una media docena de preguntas que hicieran confesar a Dasce el nombre bajo el que Malagate se ocultaba. Dasce trató de adoptar una postura de halago.
—Vamos, puesto que como dices, estoy sin ayuda posible y a tu merced, sólo quiero saber la persona que me ha traicionado.
—¿Quién supones que haya podido ser?
Dasce hizo una mueca ingenua.
—Tengo muchos enemigos. Por ejemplo, el sarkoy. ¿Ha sido él?
—El sarkoy está muerto.
—¡Muerto!
—Te ayudó a raptar a la joven. Yo le envenené.
—¡Puaf! Mujeres hay en todas partes. ¿Por qué excitarse por eso? Déjame libre. Tengo inmensas riquezas y te daré la mitad si me dices quién me traicionó.
—No fue Suthiro el sarkoy.
—¿Tristano? Seguramente que no ha sido Tristano. ¿Cómo podía saberlo?
—Cuando encontré a Tristano, tenía muy poco que decir.
—¿Quién entonces?
—Muy bien —dijo Gersen—. Te lo diré, ¿por qué no? Uno de los administradores de la Universidad de la Provincia del Mar fue quien me dio la información.
Dasce se frotó la cara con una mano mirando de lado a Gersen con sospecha y vacilación.
—¿Porqué tuvo que hacerlo?
Gersen había esperado una exclamación de sorpresa.
—¿Sabes a quién me refiero? —le preguntó.
Pero Dasce le miró inexpresivamente. Gersen recogió el proyector y abandonó la bodega. De vuelta al salón encontró las mismas condiciones anteriores en el ambiente. Hizo una señal a Robin Rampold para que atravesara el cuarto de máquinas de la nave.
—Me había solicitado usted cuidarse de Dasce, ¿verdad?
—¡Sí! —exclamó con una trémula excitación.
—No puedo hacerlo... pero le necesito para que me ayude a vigilarlo.
—¡Por supuesto!
—Dasce dispone de muchos trucos. No se le ocurra entrar en la bodega.
Rampold pareció desilusionado.
—E igualmente importante: no deberá usted permitir a nadie que entre en la bodega. Esos hombres son enemigos de Dasce. Podrían matarle.
—¡No, no! —exclamó Rampold—. ¡Dasce no debe morir!
A Gersen se le ocurrió una nueva idea. Malagate había ordenado la muerte de Pallis Atwrode por temor a que sin querer pudiese revelar su identidad. En el estado en que ella se encontraba ahora, no había cuidado; sin embargo, Pallis podía recobrarse. Malagate intentaría matarla en cuanto tuviera ocasión.
—Además, deberá usted cuidar de la señorita Pallis —continuó Gersen— y asegurarse de que nadie intente molestarla en lo más mínimo.
Rampold pareció menos interesado en aquello.
—Bien, haré lo que usted manda —respondió desanimado.