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En el mundo de Koryfon imperaba la paz: una paz hosca, turbia, de odios que seguían latentes y pensamientos destemplados. En Olanje se habían reparado ya los daños físicos producidos por los erjines; la ciudad parecía tan alegre y despreocupada como siempre. Valtrina Darabesq abrió Villa Mirasol y dio tres fiestas en rápida sucesión para demostrar que el levantamiento de los erjines la había dejado impávida. Al otro lado del mar Persimmon, las tribus de Retenia se lamían amargamente las heridas, asentadas en sus campamentos, a la vez que alimentaban agravios y planeaban futuros asesinatos, incursiones y torturas, aunque sin gran entusiasmo. En el Palga, los mensajeros del viento contemplaban sus corrales vacíos de esclavos y se preguntaban cómo podrían ahora adquirir ruedas, aparejos y piezas para sus carros de vela. Mientras, bajo los picos de los Volwodes, en el desfiladero del río Mellorus, grupos de eruditos habían empezado ya a examinar el templo de cuarzo rosa y oro. El Viejo Erjin y sus colegas se habían trasladado a regiones todavía más remotas que la de los Volwodes. Jorjol, el Príncipe Gris, sin embargo, no se había dejado dominar por la indolencia, a pesar de los reveses sufridos. La vehemencia fervorosa de sus sentimientos era ilimitada; más que desvanecerse con el paso del tiempo, lo que hacía era condensarse, espesarse, hacerse más punzante.

Al mes de la expulsión de los erjines de Olanje, el Mull se reunió en sesión oficial en la Cámara de Holrude. Al sintonizar la transmisión de los debates, Kelse Madduc oyó una voz que le era familiar y vio la espléndida figura de Jorjol, el Príncipe Gris, de pie en la tribuna destinada a solicitantes, demandantes y testigos. Kelse avisó a Schaine y Gerd Jemasze.

— Oíd esto.

— ... tal opinión la considero derrotista, ambigua y carente de principios — decía Jorjol — . Han variado determinadas condiciones, como todos sabemos... pero no se discuten esas condiciones, ¡de ninguna manera! ¿Cambian los principios éticos de la noche a la mañana? ¿Lo bueno se transforma en malo? ¿Se convierte una decisión sensata en una fruslería simplemente porque se hayan desarrollado una serie de acontecimientos sin ninguna relación entre sí? ¡Desde luego que no!

»En su sabiduría y buen juicio, el Mull promulgó un manifiesto que ponía fin al control de los barones terratenientes sobre los dominios usurpados y conservados ilegalmente. Los barones terratenientes han desafiado las órdenes legítimas del Mull. Hablo con la voz de la opinión pública al pedir que se aplique el edicto del Mull. ¿Cuál es, pues, su respuesta?

Erris Sammatzen, el presidente en ejercicio, dijo:

— A primera vista, sus observaciones son razonables. Realmente, el Mull promulgó un edicto al que los barones terratenientes no han hecho caso, del mismo modo que las circunstancias que han mediado no están relacionadas con la cuestión.

— Por consiguiente — declaró Jorjol — . ¡El Mull debe imponer obediencia!

— Ahí — señaló Sammatzen — estriba la dificultad, lo que ilustra acerca de la falacia que constituye promulgar órdenes importantes que luego no se pueden hacer cumplir.

— Analicemos el asunto como personas razonables — expresó Jorjol — . El edicto es justo; todos estamos de acuerdo en ello. ¡Muy bien! ¡Si ustedes no pueden imponer el cumplimiento de ese edicto, es indudable que se necesita un instrumento de aplicación; de otro modo, el papel del Mull en el mundo no pasará de ser el de un órgano puramente asesor o consultivo.

Sammatzen se encogió de hombros ambiguamente.

— Puede que lo que dice sea verdad; pese a todo, me doy perfecta cuenta de que no estamos en condiciones de llevar a cabo reajustes de tanta consideración.

— El proceso no es tan difícil — repuso Jor-jol — . ¡Lo cierto es que me ofrezco gustosamente para organizar esa fuerza coercitiva! ¡Actuaré con la mayor diligencia para fortalecer el Mull! Concédame atribuciones; proporcióneme fondos. Reclutaré hombres; conseguiré armas potentes; impondré el cumplimiento de la ley del Mull, a la que no se podrá seguir ignorando.

Sammatzen enarcó las cejas y se echó hacia atrás en su escaño.

— Evidentemente, se trata de una decisión de suma trascendencia y, de entrada, parece exorbitante.

— Tal vez porque usted se ha acomodado a un Mull débil y sin incisivos.

— No, no es precisamente eso. Pero... — Sammatzen titubeó.

— ¿Tiene intención o no tiene intención de imponer el cumplimiento de sus edictos a todos los habitantes de Koryfon, altos y bajos, sin temor ni favoritismo? — preguntó Jorjol.

La voz de Sammatzen sonó tranquila:

— Ciertamente, queremos justicia y equidad. Antes de decidir cómo lograr esos ideales pasajeros, debemos debatir qué clase de organismo somos, hasta qué punto nos ha otorgado autoridad y fuerza nuestro pueblo y si realmente deseamos ampliar nuestras responsabilidades.

— ¡De acuerdo en todos los aspectos! — declaró Jorjol — . El Mull debe enfrentarse con la realidad y establecer de una vez por todas la naturaleza de su papel.

— Es problemático que esa tarea la realicemos esta noche — dijo Sammatzen secamente — y, a decir verdad, es hora de suspender la sesión hasta mañana.

Kelse, Schaine y Gerd Jemasze continuaron mirando mientras los miembros del Mull se retiraban despacio a sus aposentos.

— Además de sus otras numerosas dotes — comentó Schaine en voz medio divertida, medio horrorizada — , resulta que ahora Muffin es también un demagogo.

— Muffin es un hombre peligroso — manifestó Kelse lúgubremente.

— Me parece — dijo Gerd Jemasze — que me gustaría estar allí mañana, cuando el Mull celebre su sesión.

— También yo quiero estar presente — se sumó Kelse — . Creo que ha llegado el momento de divertir al Mull con la broma formidable de padre.

— Contad también conmigo — dijo Schaine — . ¿Por qué iba a perderme la diversión?

El Mull se reunió a la hora fijada, en una cámara ocupada en toda su capacidad por un público que sabía olfatear los acontecimientos capitales o, por lo menos, estimulantes. Erris Sammatzen llevó a cabo el acostumbrado ceremonial de convocatoria y declaró que podía dar principio el orden del día. Jorjol, el Príncipe Gris, se adelantó de inmediato. Hizo una reverencia ante el Mull.

— ¡Honorables personas! Para exponer de nuevo las propuestas que presenté ayer, llamo la atención del Mull sobre el hecho de que, en abierto desafío al edicto del Mull, los barones terratenientes de Uaia siguen conservando el control de las tierras que mediante la violencia usurparon a mi pueblo. Y solicito que el Mull aplique la ley y haga cumplir el edicto... por coacción, si es preciso.

— El edicto, en efecto, se promulgó — dijo Erris Sammatzen — , hasta la fecha no se ha cumplido y, de hecho... — Se interrumpió en seco al reparar en Gerd Jemasze y Kelse Madduc, que habían avanzado hasta la barandilla que separaba el auditorio de los miembros del Mull — . Veo ante mí a dos barones terratenientes de Uaia — continuó Sammatzen — . Quizá desean declarar algo respecto al edicto.

— Así es, efectivamente — manifestó Gerd Jemasze — . Su edicto es absurdo y lo mejor que pueden hacer es revocarlo.

Sammatzen alzó las cejas y los demás integrantes del Mull se quedaron mirando a Jemasze con expresión de desagrado. Jorjol, de pie, rígido y alerta, inclinó la cabeza hacia adelante.

— Somos un grupo honrado y equilibrado — declaró Sammatzen cortésmente — ; tratamos de hacer las cosas lo mejor que podemos, pero no somos infalibles y a veces cometemos errores. Pero «¿absurdo?» Creo que ha elegido un adjetivo inadecuado.

Gerd Jemasze respondió, en tono no menos educado:

— A la luz de los recientes acontecimientos, la palabra no me parece demasiado fuerte. La voz de Sammatzen se tornó espesa.

— ¿Se refiere a la insurrección de los erjines? Ah, pero hemos aprendido la lección, y el Príncipe Gris, a quien ya ha visto usted antes, ha sugerido un sistema para remediar nuestra debilidad.

— ¿Pretende reclutar un ejército de mercenarios bárbaros? ¿Es eso lo que intenta hacer? ¿Recuerda los cien mil casos históricos paralelos?

Sammatzen empezó a hablar, pero se contuvo.

— La cuestión no está decidida, de ninguna manera — declaró al final — . Sin embargo, sí hemos llegado a la conclusión de que los barones terratenientes deben renunciar a sus alegados derechos a la propiedad de las tierras del Tratado; y no se considerara válido el argumento de que el tiempo transcurrido ha consagrado ese título de propiedad.

Jemasze sonrió al Mull.

— ¿Esa es, pues, su bien meditada opinión?

— Sí, en efecto.

— Entonces, de acuerdo precisamente con ese mismo razonamiento, las tribus uldras deben ceder los territorios que hoy controlan a las tribus a quienes se los arrebataron. Esas tribus a su vez, tendrán que entregarlos a las que poseyeron dichos territorios antes que ellas... En última instancia — y aquí viene la idea que tan divertida le pareció a Uther Madduc — , todas habrán de traspasar los territorios a los primeros habitantes, los erjines, de quienes originalmente los consiguieron. En realidad, lo único que hemos hecho ha sido aplastar su más que razonable y absolutamente legítimo esfuerzo para recuperar las tierras que perdieron.

Con aire perplejo, el Mull se quedó mirando a Jemasze. Sammatzen articuló con voz indecisa:

— Esa faceta del caso no la habíamos considerado. Coincido en que constituye todo un desafío. Jorjol se adelantó a grandes zancadas.

— ¡Muy bien, aceptemos esa propuesta! ¡Los uldras apoyan la idea! ¡Devuelvan Uaia a los erjines; que ellos se hagan cargo de la propiedad! ¡A vagar, como antes, por una tierra salvaje; pero destruyan sólo las grotescas casas solariegas de los barones terratenientes outkeros! ¡Destrocen sus cercas, embalses y canales! ¡Supriman todo vestigio supurante de presencia outkera! ¡Sea como sea, entreguen esa tierra a los erjines!

— No tan deprisa — dijo Kelse — . Aún falta algo más. La segunda parte de la broma de mi padre. — Se dirigió a Sammatzen — . ¿Se acuerda del santuario o monumento erjin... fuera cual fuese su función?

— Naturalmente.

— Esos eran los «recientes acontecimientos» a los que Dm. Jemasze se refirió hace un instante... no la insurrección de erjines como usted supuso. Tal vez observase que se representaba allí a los erjines a bordo de lo que al parecer son naves espaciales, ¿no? ¿Sabe usted que jamás se han encontrado en Koryfon vestigios fósiles de protoerjines? La conclusión es clara. Los erjines son invasores. Llegaron procedentes del espacio; derrotaron, sometieron a la civilización morfota. Los morfotas son los auténticos aborígenes. Así que la cadena de conquistas tiene aún otro eslabón más. Los erjines no cuentan con más derecho que los uldras.

— Sí — reconoció Erris Sammatzen — , todo eso es probablemente cierto.

Jorjol emitió una risotada salvajemente chirriante.

— ¡Ahora quieren adjudicar Uaia a los morfotas! Tengan la completa seguridad de que luego le tocará el turno a Szintarre, a las quintas de Olanje, a los hoteles de lujo y a las propiedades que creen ustedes que les pertenecen!

Kelse asintió, sarcástico.

— Esa es la tercera parte de la broma de mi padre. Ustedes, los miembros del Mull, al igual que todos los redentoristas, consideran que todo es bastante fácil, basta con que cedamos nuestras tierras, en razón de su doctrina ética; pues, bien, demuestren ahora ustedes su integridad y entreguen también sus propiedades.

Sammatzen le mostró una sonrisa triste y retorcida.

— ¿Hoy? ¿En este momento?

En todos los rincones de la cámara empezaron a surgir voces: protestas, burlas, abucheos, aplausos. Al final, Sammatzen consiguió restablecer el orden. Durante un rato, los miembros del Mull conferenciaron en voz baja, sus murmullos eran suaves pero saltaba a la vista que no llegaban a concertar una opinión unánime. Sammatzen volvió a encarar a Gerd Jemasze y Kelse.

— Tengo la sensación de que, de un modo u otro, emplean la casuística para confundirnos, pero por mi vida que no puedo definirla.

Adelys Lam manifestó amargamente.

— Tengo perfectamente claro, no sólo que los barones terratenientes profesan el credo de la violencia, sino también que distorsionan ese credo suyo y lo convierten en triste parodia de un sistema ético.

— En absoluto — contradijo Gerd Jemasze — . La parodia existe únicamente porque la circunstancia de que descanse sobre una abstracción hace que la realidad le resulte a usted incomprensible. Estas cuestiones no son meramente locales; se extienden a lo largo y ancho de toda la Vastedad Gaeana. Con excepción de contadísimos casos especiales, la titularidad de todo solar o finca rústica procede de un acto de violencia, más o menos lejano en el tiempo, y el derecho de propiedad sólo es válido si se dispone de la fuerza y la voluntad que se precisan para conservar tal propiedad. Esta es la lección que nos ofrece la historia, tanto si les gusta como si no.

— La aflicción de los pueblos derrotados, con todo lo trágica y patética que pueda ser, resulta inútil habitualmente — dijo Kelse.

Sammatzen meneó la cabeza, consternado.

— A mi modo de ver, esa doctrina es repugnante. El disfrute de los derechos humanos debería apoyarse en una base más noble que la fuerza bruta.

Jorjol dejó oír otra risa en tono de graznido.

— Usted y su Mull con cerebro aborregado. ¿Por qué no promulgan un edicto a tal efecto?

— Cuando la galaxia se rija por una ley única — dijo Kelse — , esos ideales podrán tener solidez. Hasta entonces, lo que posea un hombre, una tribu, una nación, un mundo o toda la Vastedad Gaeana, debe estar preparado para defenderlo.

Sammatzen levantó las manos.

— Propongo anular el edicto que disuelve los dominios de Uaia. ¿Quién disiente?

— Yo — declaró Adelys Lam — . Sigo siendo redentorista; nunca seré otra cosa.

— ¿Quién asiente?... Cuento once voto, incluido el mío. El edicto queda cancelado y se suspende la sesión durante el día de hoy.

Jorjol salió de la cámara con paso largo, ondulante el vuelo del ropaje en torno a sus largas piernas. Kelse, Gerd Jemasze y Schaine hicieron lo propio. Fuera, en la avenida, Jorjol se detuvo, miró a un lado y luego al otro. A su izquierda, el camino conducía al mar Persimmon, a Uaia y a las tierras de Retenia; a su derecha, a cien metros escasos, avenida Kharanotis adelante, la estación espacial brindaba tránsito a otros mundos.

— ¡Cómo nos odia! — musitó Schaine — . ¡Imaginad! Nosotros mismos alimentamos ese odio a través de nuestros actos. Hemos sido tan fatuos y soberbios que nos negamos a admitir en nuestro Gran Comedor a un niño abandonado uldra. ¡Pensad en la tragedia que nos ha acarreado a todos! Me pregunto: ¿hemos aprendido la lección?

Kelse se mantuvo silencioso durante unos segundos. Luego dijo:

— Ese es el lenguaje de Olanje y no la realidad de Uaia. Tiene algunos rutilantes destellos de verdad, pero no toda la verdad.

— Hay tantas realidades como personas — terció Jemasze — . En Suaniset, cualquier caballero puede sentarse a cenar a nuestra mesa, sea cuales fueren las ropas que vista.

Kelse emitió una amarga risita entre dientes.

— En Morningswake también. Tal vez Uther Madduc llevó demasiado lejos la rigidez de su realidad particular.

— Ahí va Jorjol — observó Gerd Jemasze — , dispuesto a imponer a otro mundo el castigo de su presencia.

Porque Jorjol había optado por dirigirse a la derecha, hacia el puerto espacial.

El trío echó a andar por la avenida Kharanotis, en dirección al hotel Miramar. Una alta cerca de tela metálica separaba la calle de la marisma, y una abertura en el follaje permitió echar un vistazo a la ciénaga y a las lentas aguas del río Viridian. Un morfota que descansaba sobre un tronco hizo un gesto incomprensible y desapareció deslizándose entre la maleza.