10

La aurora derramó su tenue claridad rosada sobre el sarai. Por el sur y el oeste, las nubes resplandecieron en rojo y carmesí; Methuen se elevó en el cielo.

La yola hizo un alto para el desayuno en una oasis poblado de acacias plumosas. Moffamides aún no había pronunciado una sola palabra.

Cerca del estanque había huertos abandonados en los que las plantas frutales y las bayas se estaban volviendo silvestres. Los fiaps se habían deteriorado y eran inoperantes, por lo que Elvo cogió un cubo y fue a recoger todo lo que le pareciera maduro.

A su regreso, encontró a Kurgech afanado en la construcción de un artilugio de lo más singular. Con ramas jóvenes de acacia había elaborado un armazón cúbico de sesenta centímetro de lado, cuyas esquinas ligó con bramante. Cortó una manta vieja y la aplicó al armazón, con lo que obtuvo una tosca caja. Cubrió un lado de la caja con una tabla, en la que horadó un agujero de cuatro centímetros de diámetro.

Realizaba aquella tarea fuera del campo visual de Moffamides. A Elvo le resultó imposible seguir reprimiendo la curiosidad. Preguntó a Jemasze:

— ¿Qué está haciendo Kurgech?

— Los uldras la llaman «caja loca».

Jemasze habló tan secamente que Elvo, sensible a los desaires, reales o imaginarios, se abstuvo de hacer más preguntas. Observó hechizado a Kurgech, que cortó un círculo de panel de fibra de madera, de aproximadamente quince centímetros de diámetro, en el que pintó un par de espirales de color blanco y negro. A Elvo le maravilló la destreza del toque de Kurgech. De súbito, vio a aquel hombre bajo una nueva perspectiva: ya no era una persona semibárbara de peculiares costumbres y atavíos extraños, sino un individuo soberbio y dotado de numerosas aptitudes. Se sintió un poco violento al recordar la disposición medio condescendiente que había adoptado respecto a Kurgech... ¡a pesar, incluso, de que él, Elvo Glissam, era miembro de la Liga Redentorista!

La obra de Kurgech era cada vez más complicada y transcurrió una hora antes de que se sintiera satisfecho de la manera en que quedaba su armatoste. El disco se introdujo dentro de la caja y se conectó mediante un astil a un molinete de viento.

Elvo decidió que no prestaba su total aprobación a aquel chisme y que adivinaba cuál iba a ser su finalidad; observó con una mezcla de repugnancia y embeleso cómo Kurgech, absorto y aplacado, rematabasu caja loca.

— ¿Funcionará? — preguntó Elvo con cierto matiz sardónico en la voz.

Kurgech le dirigió una mirada fría y aguda, tiempo que preguntaba a su vez, suavemente:

— ¿Tiene interés en probarla?

— No.

Durante todo aquel tiempo, Moffamides había permanecido sentado en el piso de la cubierta de yola, con los rayos de Methuen cayéndole a p lo mo, y sin comer ni beber. Kurgech se dirigió alcamarote delantero y sacó de su caja de efectos personales un frasco lleno de un licor oscuro. Vertía agua en una jarra, agregó una pequeña cantidad de líquido y se lo llevó a Moffamides.

— Bebe.

Sin pronunciar palabra, Moffamides bebió Kurgech cubrió con una venda los ojos del sace r dote y luego fue a sentarse en la cubierta depro; Mientras tanto, Jemasze se bañaba en la alberca.

Transcurrió media hora. Kurgech se puso e pie. Hizo un par de hendiduras en ángulo recto e cada uno de los lados de la tela que cubría el fondo de la caja, pasó ésta por la cabeza de Moffamides dejó apoyado el artefacto en los hombros del sacerdote. Tras asegurarse de que el molinete giraba libremente en el aire, Kurgech introdujo las man o en la caja y acto seguido retiró la venda de los ojos deMoffamides.

Elvo se disponía a decir algo; pero en aquel momento, Gerd Jemasze regresaba de su baño y le indi có por señas, con cierta severidad, que guardara silencio.

Otros diez minutos. Kurgech fue a sentarse en cuclillas junto a Moffamides. Empezó a canturrear en voz baja:

— Paz; tú descansas tranquilamente; dormir es dulce, entonces los problemas se disuelven y el miedo se aleja. Dormir es dulce; la calma está cerca. Es bueno ponerse cómodo; descansar y olvidar.

El molinete perdió velocidad al amainar el aire; Kurgech impulsó las aspas con el dedo para que siguieran dando vueltas, mientras dentro de la caja el disco con la espiral pintada daba vueltas ante los ¡ ojos de Moffamides.

— La espiral gira — tarareó Kurgech — . Va de fuera a dentro. También te lleva a ti de fuera a dentro, y tú descansas plácidamente. De fuera a dentro, de fuera a dentro, y te digo: ¡qué agradable es relajarse donde nada puede lastimarte! ¿Puede lastimarte alguien o algo?

La voz de Moffamides llegó del interior de la caja:

— Nada.

— Nada puede hacerte daño a menos que yo lo ordene, y ahora no hay más que paz, descanso y la satisfacción de ayudar a tus amigos. ¿A quién deseas ayudar?

— A mis amigos.

— Tus amigos están aquí. Las personas que están aquí, y sólo las que están aquí, son tus amigos. Observa, te cortan las ligaduras y te proporcionan alivio y comodidad. — Kurgech soltó las cuerdas que ataban los brazos y las piernas de Moffamides — . ¡Qué agradable resulta ser feliz y estar cómodo con tus amigos! ¿Eres feliz?

— Sí, soy feliz.

— La espiral ha enrollado tu atención dentro de tu cerebro, y el único canal de salida es mi voz. Debes prestar oídos sordos a los pensamientos y las quejas de los demás. Sólo tus amigos, que te otorgan paz y alivio merecen tu lealtad. ¿En quién debes confiar, a quién deseas ayudar?

— A mis amigos.

— ¿Y dónde están?

— Están aquí.

— Sí, naturalmente. Ahora te quitaré la caja de la cabeza y verás a tus amigos. Una vez, hace mucho tiempo, tuvimos unas diferencias insignificantes, pero a nadie le importan ya aquellas nimiedades. Tus amigos están aquí; ninguna otra cosa es importante.

Kurgech levantó la caja que ocultaba la cabeza de Moffamides.

— Respira el aire libre y mira a tus amigos.

Moffamides aspiró hondo y sus ojos fueron luego de un rostro a otro. Tenía la mirada vidriosa; las pupilas se le habían reducido, a causa tal vez de la droga de Kurgech.

— ¿Ves a tus amigos? — preguntó Kurgech.

— Sí, están aquí.

— ¡Claro! Ahora estás con tus amigos y deseas ayudarlos en todo lo que hagan; los antiguos métodos eran malos; tus amigos quieren enterarse de lo que se refiere a los antiguos métodos para que tú puedas descansar cómodamente. No hay secretos entre los amigos. ¿Cuál es tu nombre de culto?

— Inver Elgol.

— ¿Y tu nombre particular, el que sólo sabes tú y de cuyo conocimiento quieres hacer partícipes ahora a tus amigos?

— Totulis Amedio Falle.

— — Es muy agradable compartir secretos con los amigos. Aligera el alma. ¿A dónde llevó Poliamides al outkero?

— Al Lugar de Rosa y Oro.

— ¡Ah, sí! ¿Y qué es ese lugar de Rosa y Oro?

— Allí es donde se adiestra a los erjines.

— Debe de ser un sitio interesante de visitar. ¿Dónde se encuentra?

— En Al Fador, en las montañas situadas al oeste de la Estación número 2.

— ¿Y fue allí a donde condujo Poliamides al outkero Uther Madduc?

— Sí.

— ¿Es un sitio peligroso?

— Sí, muy peligroso.

— ¿Cómo podemos llegar sanos y salvos?

— No podríamos llegar sanos y salvos a AlFador.

— Uther Madduc y Poliamides fueron a Al Fador y volvieron de allí sin que les ocurriera nada. ¿No podríamos nosotros hacer lo mismo?

— Avistaron Al Fador, pero no se acercaron demasiado.

— Haremos lo mismo, si aún se puede llegar sin peligro. ¿Qué rumbo hay que tomar?

— Suroeste, y aprovechar al máximo el viento.

La yola terrestre traqueteó por el sarai. Sentado, encogido sobre sí mismo en una rincón de la caseta del timón, sumido en el silencio, Moffamides tenía un aire apático y taciturno. Elvo le contemplaba fascinado. ¿Qué estaría discurriendo por la cabeza del sacerdote? Elvo trató de entablar conversación, pero sus intentos fueron vanos; Moffamides se limitó a mirarle fijamente.

La yola navegó cinco jornadas, desde el alba hasta el ocaso, e incluso algunos días hasta más tarde, cuando el terreno del sarai era llano y las estrellas brillaban y ofrecían claridad al timonel. Una vez cruzados de regreso los dos caminos, la yola avanzó por la región situada al norte de la colina donde acamparon por primera vez; después se adentró por un territorio caluroso y monótono, en el que una gruesa capa de polvo recubría el soum, polvo que las ruedas levantaban a su paso. Los Volwodes aparecieron a la vista: una sombra remota que se erguía por el sur y que al final se convirtió en unconjunto de riscos color gris acero cuyas moles; se recortaban contra el cielo.

Elvo se sentía entonces tan apático como Moffamides. Había perdido todo interés en la esclavitud de los erjines, cuestión que, en todo caso, podía atacarse más expeditivamente desde los foros de Olanje. Estaban sólo a una jornada de distancia de la Estación número 2, pero no se atrevió a sugerir que podían interrumpir provisionalmente el viaje. Como siempre, el talante de Gerd Jemasze le resultaba impenetrable. En cuanto a Kurgech, la opinión inicial de Elvo había cambiado radicalmente. El hombre era sensato y astuto, competente en lo suyo, en su círculo, que no era necesariamente el círculo en el que Elvo tenía interés en destacar. Consideradas las cosas en conjunto, le encantaría verse de vuelta en Olanje. ¿Schaine Madduc? Una muchacha a la que era una delicia contemplar, con una cabeza rebosante de ideas encantadoras: sin duda en aquellos momentos debería estar tan aburrida en Uaia que seguramente prefería acompañarle de regreso a Szintarre.

Si sobrevivía a la visita a Al Fador... Elvo examinó a Moffamides y se preguntó cuál sería su estado mental. Según tenía entendido, no podía confiarse en que la sugestión hipnótica se prolongara mucho. Un hombre inteligente y animado por las peores intenciones podía fingir sumisión para llevar a cabo con mayor efectividad un acto de traición. No comunicó de viva voz sus sospechas a Jemasze ni a Kurgech, que presumiblemente sabían del asunto tanto como él. Los Volwodes se elevaban a gran altura, rumbo al cielo rosa azul: pelados despeñaderos en los que subsistían penosamente algunos arbustos espinosos y contados árboles marchitos. Cuando la yola se detuvo para pernoctar, un erjin se acercó hasta unos quince metros para observar. Levantó sus enormes brazos y extendió las zarpas adoptando la postura de ataque; el collarín empezó a erizarse. Jemasze cogió su pistola, pero el erjin abandonó bruscamente su actitud agresiva. Los pelos del collarín volvieron a su posición inicial y, después de otro minuto de contemplación, el erjin se alejó al trote hacia el oeste.

— Curiosa conducta — musitó Jemasze.

Observó con los prismáticos la retirada de la criatura. Al volver la cabeza, Elvo observó que Moffamides estaba mirando al erjin: el continente del sacerdote no era el de un hombre aturdido y subyugado.

Al cabo de unos minutos, Elvo informó de sus aprensiones a Gerd Jemasze.

— Hasta ahora, está bajo control — dijo Jemasze — . Kurgech lo ha comprobado. Lo que pueda ocurrir en adelante, lo ignoro. Si quiere seguir viviendo, no nos traicionará.

— ¿Qué me dice de los erjines? ¿No nos atacarán esta noche?

— Los erjines no ven muy bien en la oscuridad. Es improbable que nos ataquen durante la noche.

A pesar de tales garantías, Elvo se fue a acostar sin tenerlas todas consigo. Bien entrada la noche, se guía despierto, a la escucha de los ruidos del sa r ai: un lamento gemebundo, en tono bajo, que llegó de la base del monte y que no tardó en apagarse; una especie de parloteo que se produjo muy cerca; diversos zumbidos irritados de tonalidad variable; un vibrante y lejano repique, parecido a un golpe de batintín, tan exquisito que en el cerebro de Elvo se agitó algo extraño que le aterraba. Kurgech había atado un alambre que enlazaba el tobillo de Moffamides con el suyo, alambre que luego frotó con un trapo seco hasta que chirrió y puso de punta los nervios de Elvo; tanto si el motivo era éste o el efecto de la caja loca, la cuestión es que Moffamides se pasó toda la noche tendido inerte.

Al despertarse, Elvo se encontró con que las luminarias del amanecer incendiaban los riscos superiores de los Volwodes.

El desayuno fue breve y frugal. Moffamides parecía más melancólico que nunca, sentado al borde de la cubierta, con la vista fija en el norte, lejos de las montañas.

Jemasze fue a ponerse en cuclillas junto a él.

— ¿A qué distancia estamos ahora de la zona de adiestramiento?

Moffamides alzó la cabeza con un respingo y en su rostro se sucedieron diversas expresiones, todo un repertorio, desde la abstracción hasta el desprecio malhumorado, pasando por la afabilidad, la inocencia e incluso un fugaz gesto salvaje, muy parecido a la desesperación. Mientras observaba la escena, Elvo sospechó que las sugestiones de Kurgech habían dejado de ejercer una influencia absoluta sobre Moffamides.

Pacientemente, Jemasze repitió la pregunta. Moffamides se puso en pie y señaló con el dedo.

— Se encuentra detrás de esa loma, hacia los siniestros Volwodes. Nunca estuve allí. No puedo seguir guiándolos.

Intervino Kurgech, en tono bondadoso:

— He visto huellas por allí, tal vez las dejó Uther Madduc.

Jemasze preguntó a Moffamides.

— ¿Es ese el caso?

— Supongo que es posible.

Impulsada por el viento del oeste, la yola siguió las rodadas que posiblemente dejara el falucho de Uther Madduc. Una segunda serie de huellas se unió a las que les guiaba, lo cual confundió a Elvo.

— ¡Parece que alguien siguió a Uther Madduc!

— Lo más probable es que se trate de las rodadas de Uther Madduc al ir y las de Uther Madduc al volver — repuso Jemasze.

— Me parece que tienes razón.

Al pie de un acantilado de piedra arenisca gris y roja, el rastro de Uther Madduc se interrumpió. Jemasze arrió las velas y aseguró los frenos. Moffamides echó pie a tierra trabajosamente y se quedó inmóvil, encorvados los hombros.

— Ya no me necesitáis más — dijo — . He hecho lo que he podido por vosotros; ahora quiero que me dejéis marchar.

— ¿Aquí? — se extrañó Jemasze — . ¿En medio .¡de estas soledades? ¿Cómo ibas a sobrevivir?

— Puedo llegar a la Estación en tres o cuatro días. A lo largo del camino hay alimento y agua.

— ¿Y los erjines? Infestan esta región.

— No me asustan los erjines; soy sacerdote de Ahariszeio.

Kurgech se adelantó para tocar a Moffamides en el hombro; el sacerdote, estremecido, se apartó, echando el cuerpo hacia atrás, pero como si no pudiera mover las piernas.

— Totulis Amedio Falle — dijo Kurgech — , puedes olvidar tus temores; estás con amigos a los que deseas ayudar y proteger.

Moffamides echó la cabeza hacia atrás, con una sacudida; en sus ojos apareció un brillo de pedernal.

— Sois mis amigos — declaró sin convicción — . Lo sé. En consecuencia, me produciría un duelo muy profundo ver vuestros cuerpos convertidos en cadáveres. Así que debo comunicaros que en este preciso instante un príncipe erjin os observa. Está hablando a mi cerebro; pregunta si debe atacar.

— Dile que no — aleccionó Kurgech — . Explícale que somos amigos tuyos.

— Sí, eso ya se lo he dicho, aunque mis pensamientos están un poco desordenados.

— ¿Dónde está el erjin? — preguntó Jemasze.

— Se encuentra entre las rocas.

— Invítale a acercarse — dijo Jemasze — . Prefiero los erjines completamente a la vista a los erjines ocultos y al acecho.

— Teme vuestras armas de fuego.

— No le haremos ningún daño si él reprime su propia agresividad.

Moffamides miró hacia las peñas y el erjin salió de detrás de ellas: una criatura magnífica, tan grande como cualquiera que Jemasze hubiera visto en su vida; pecho y vientre de color amarillo mostaza, pardas tirando a negro las patas y la espalda. Un collarín rojizo, que empezaba bajo las protuberancias del cartílago, protegía los procesos oculares, para descender sobre la clavícula. Se acercó sin prisas y sin dar muestras de miedo u hostilidad; se detuvo a unos quince metros.

— Quiere saber por qué estáis aquí en vez de en cualquier otra parte — transmitió Moffamides a Jemasze.

— Explícales que somos viajeros de Aluan, interesados en el paisaje.

Moffamides se puso de cara al erjin y emitió una serie de vocablos, acompañados de profusos movimientos con los brazos. El erjin se mantuvo completamente inmóvil, salvo el espasmo de su collarín.

Kurgech instruyó al sacerdote:

— Pregúntale cuál es el camino más fácil para llegar al centro de formación.

Moffamides ejecutó nuevos floreos con los brazos y emitió otra serie de sonidos. El erjin respondió como hubiera podido hacerlo un ser humano, se volvió y alzó uno de sus inmensos brazos para indicar el suroeste.

— Pregúntale a qué distancia está — pidió Jemasze.

Moffamides planteó la cuestión; el erjin respondió con un encadenamiento de sibilantes sonidos en tono bajo.

— No está muy lejos — informó Moffamides — . Un par de horas, más o menos.

Jemasze lanzó al erjin una escéptica mirada de soslayo.

— ¿Por qué nos ha salido al encuentro? Kurgech interpuso una tranquila observación:

— Quizá nuestro amigo Moffamides le envió un mensaje mental previo. : Moffamides dijo con voz débil:

— Mera casualidad, indudablemente.

— ¿No tiene intención de atacarnos?

— No puedo afirmar ni negar nada con absoluta certeza.

— Es la primera vez que veo un erjin tan servicial — rezongó Jemasze.

— El erjin volwode es distinto al erjin salvaje de Aluan — declaró Moffamides — . Pertenece a Una raza diferente, por decirlo así. Kurgech se adelantó por la dirección que había indicado el erjin y escrutó el piso.

— Aquí están las huellas — anunció a Jemasze.

Jemasze miró a la yola y luego a Elvo, el cual creyó adivinar que el hombre iba a decirle que se quedase allí y vigilara el vehículo. Sin embargo, Jemasze se volvió hacia Moffamides.

— Necesitamos un fiap que proteja el carruaje: de mejor calidad que los que nos proporcionaste antes.

— El vehículo está a salvo — dijo Moffamides — , a menos que pase por aquí una banda de srenkis, lo cual es altamente improbable.

— A pesar de todo, preferiría dejar colgado en la yola un fiap poderoso.

Desmañadamente, Moffamides tomó brazaletes y cintas de los fiaps anteriores y creó un nuevo amuleto.

— Carece de magia; es sólo un fiap admonitorio, pero servirá.

Los cuatro hombres avanzaron por una yerma hondonada, encabezados por Kurgech. Moffamides iba en segundo lugar, seguido de Elvo, mientras Gerd Jemasze cerraba la marcha. El erjin se mantenía tras ellos, a una discreta distancia.

El camino se empinó; el barranco absorbía y rechazaba después el calor del rosado sol; cuando el grupo llegó arriba, todos jadeaban, sudorosos. El erjin se les acercó, para quedarse erguido junto a Elvo, a quien se le puso la carne de gallina. Por el rabillo del ojo echó una mirada a los brazos del animal, curiosas extremidades rematadas por garras negras y palpos semejantes a dedos que surgían de la base de las zarpas. Elvo pensó que, con un rápido y único movimiento, aquel ser podía desgarrarle hasta las costillas. Disimuladamente, Elvo se apartó un par de pasos.

— ¿En qué se diferencia esta criatura de los erjines de Aluan? — le preguntó a Moffamides.

Moffamides no le concedió ningún interés a aquel tema.

— No hay gran diferencia.

— Pues yo he notado una diferencia considerable — contradijo Elvo — . Este animal es dócil. ¿Es que lo han domesticado o adiestrado?

Moffamides transmitió la pregunta al erjin y después respondió a Elvo:

— Kurgech es lo que este erjin llama el «enemigo antiguo» que despliega un «alma verde», lo que evita que se despierte el «furor asesino»[17] del erjin. En cuanto a ti y a Gerd Jemasze, sois outkeros y, por lo tanto, insignificantes.

— Entonces, ¿por qué viene con nosotros? — preguntó Jemasze.

Moffamides repuso, con voz mortecina:

— No tiene otra cosa mejor que hacer; quizá pretende ser útil.

Jemasze soltó un bufido incrédulo y examinó el terreno a través de los prismáticos, mientras Kurgech escudriñaba el piso de aquel erial barrido por el viento, en busca del rastro de Uther Madduc; no obtuvo ningún éxito inmediato.

El erjin adelantó a Elvo para llamar la atención de Moffamides; tuvo efecto un coloquio medio telepático. Moffamides informó a Jemasze:

— El erjin dice que Uther Madduc cruzó la meseta y atravesó aquel monte del centro.

Tras adelantarse a paso rápido unos cuantos metros por la planicie, el erjin se detuvo a esperarles; en vista de que los hombres no respondieron con la adecuada viveza, el animal empezó a hacerles apremiantes señas.

Kurgech se acercó a investigar; los demás le siguieron más despacio. Kurgech examinó los cascotes requemados y vio en un punto rastros que le tranquilizaron.

— Esta es la pista.

El erjin les condujo hacia arriba por un laberinto de peñascos graníticos, saltando sin esfuerzo de una roca a otra. Al llegar arriba, hizo una pausa y casi pareció adoptar una postura de consciente petulancia.

Los hombres llegaron también a lo alto y otra vez se detuvieron para recobrar el aliento y descansar. Por el otro lado, una vertiente cuyo suelo sustentaba puñados de grama pardusca y matojos de hierba de alambre descendía hasta el borde de luna profunda garganta. El erjin reanudó la marcha, en diagonal, por el declive de un terreno cubierto de guijarros sueltos.

A Elvo le sorprendió la confianza que Jemasze y Kurgech depositaban en un animal que cualquiera en su sano juicio consideraría más bien funesto. En plan de tanteo, preguntó a Jemasze:

— ¿A dónde cree que nos lleva?

— Por la ruta de Uther Madduc.

— ¿No recela de sus aparentes buenas intenciones? Suponga que nos lleva a una trampa y nos cazan como a patos silvestres.

— Kurgech no está preocupado. Él es el rastreador.

Elvo se puso al lado de Kurgech.

— ¿Este es el camino por el que pasó Uther Madduc?

— El rastro es evidente. Mire: ahí tiene un guijarro fuera de sitio. La parte superior no está requemada por el sol. Observe ahí: esa telaraña de polvo está rota. El erjin nos conduce por el buen camino.

Durante un buen trecho siguieron ladera abajo; luego, en el punto donde un corte parecía ofrecer una ruta de acceso al fondo del desfiladero, el erjin se desvió en otro sentido.

Kurgech se paró en seco.

— ¿Cuál es el problema? — preguntó Jemasze.

— Madduc y Poliamides bajaron por el corte de esa hondonada. Las huellas de sus pasos no van en la dirección por la que nos quiere llevar.

Miraron al erjin, que se había detenido y les hacía señales urgentes.

— Les conduce por el camino que tomaron sus amigos — dijo Moffamides, inquieto.

— El rastro conduce al fondo de la cañada.

— El erjin me ha informado. El camino es difícil aquí, más adelante es más fácil.

Jemasze contempló una ruta y luego la otra. Elvo se dio cuenta de que era la primera vez que veía indeciso a Jemasze. finalmente, Jemasze determinó, sin entusiasmo:

— Está bien, veremos a dónde nos lleva.

El erjin les condujo por un camino realmente arduo: subieron por una cuesta de conglomerado en pleno proceso de desintegración, pasaron por un revoltijo de peñascos donde lagartos y lagartijas tomaban el sol y se deslizaban raudos de un lado a otro, treparon a una cumbre y bajaron por la ladera opuesta. El erjin marchaba a paso rápido; los hombres se esforzaban y jadeaban, dispuestos a mantener el ritmo que les imponía. Los rayos de sol centelleaban desde las rocas y resplandecía en el aire a través del desfiladero; el erjin parecía bailar delante de ellos como un demonio de fuego.

El animal hizo un alto como si dudase repentinamente del destino al que se dirigía; por encima del hombro, Jemasze dijo a Moffamides concisamente:

— Averigua a donde nos lleva.

— Al sitio donde fue el otro outkero — respondió Moffamides prestamente — . Esta ruta es más fácil que bajar por un acantilado. ¡Puedes comprobarlo con tus propios ojos!

Indicó el terreno que tenían delante, donde las paredes del desfiladero reducían su inclinación. Una vez más, el erjin tomó la cabeza y descendió a paso ligero rumbo al fondo del valle, un lugar que contrastaba espectacularmente con las rígidas vertientes superiores. La atmósfera era fresca y sombreada; una perezosa corriente fluvial se deslizaba de una lagunilla a otra, entre setos de árboles-helechos, rosados y purpúreos, y de oscuros cipreses uaianos.

Kurgech examinó la arena clara de la orilla de la corriente y emitió un gruñido de forzada sorpresa.

— La criatura no nos ha engañado. Aquí está el rastro; no cabe duda de que Uther Madduc y Poliamides pasaron por este camino.

El erjin se alejó valle abajo y volvió a hacerles señales, tan apremiantes e impacientes como las anteriores. Los hombres le seguían más calmosamente de lo que él consideraba apropiado; corría por delante, se paraba, hacía unos cuantos ademanes y reanudaba su carrera. Kurgech, sin embargo, se había detenido y, tras inclinarse para ver de cerca las huellas, dijo:

— Hay algo peculiar aquí.

Jemasze se agachó; Elvo miró desde un lado, mientras Moffamides permaneció quieto, de pie, inquieto y nervioso. Kurgech indicó la arena.

— Esta es la huella que dejó Poliamides. Lleva sandalias de mensajero del viento, planas en la parte delantera. Ésta, con el tacón más hundido, es una pisada de Uther Madduc. Hasta ahora, Poliamides iba delante; encabezaba la marcha con paso nervioso, tal como era de esperar. Aquí, Uther Madduc es el que va primero; sus zancadas se han hecho excitadas y presurosas. Poliamides va detrás. Observa donde hace una pausa para mirar a su espalda. No están acercándose a su objetivo; se alejan de él, sigilosa y precipitadamente.

Todos se volvieron para mirar valle arriba, todos salvo Moffamides, que contempló a los tres hombres mientras pequeños gestos revelaban su nerviosismo. El erjin silbó y produjo sonidos aflautados.

— No perdamos tiempo — instó Moffamides con cierta irritación en la voz — ; el erjin empieza a volverse quisquilloso y se puede negar a ayudarnos.

— Ya no necesitamos su ayuda — dijo Jemasze — . Regresamos valle arriba.

— ¿Por qué buscarse problemas? — protestó Moffamides — . ¡Las huellas conducen corriente abajo!

— A pesar de ello, queremos ir hacia allá. Informa al erjin de que ya no nos hace falta su ayuda.

Moffamides transmitió el recado; el erjin lo acogió con un ronquido de disgusto. Moffamides miró de nuevo a Jemasze.

— ¡No es preciso entrar en la cañada! — manifestó.

Pero Jemasze ya había echado a andar de vuelta por el rastro de las pisadas de Uther Madduc. El erjin se acercó mediante suaves y largas zancadas. Soltó un chillido espantoso y saltó hacia adelante con los brazos extendidos y las garras dispuestas a hundirse en la carne del enemigo. Elvo se quedó paralizado; Moffamides se encogió, acobardado; Kurgech dio un brinco lateral; Jemasze empuñó su pistola, apuntó y destruyó al animal cuando ya había saltado y surcaba el aire.

Los cuatro hombres permanecieron inmóviles, con la vista fija en el cadáver. Moffamides empezó a gemir suavemente en voz baja.

— ¡Silencio! — le conminó Kurgech.

Jemasze volvió a ponerse la pistola al cinto y reanudó su marcha valle arriba. Los demás le siguieron. Moffamides, en retaguardia, caminaba con paso letárgico. Empezó a rezagarse. Kurgech le dirigió una mirada fulminante y el sacerdote, obedientemente, apretó el paso.

Las paredes del valle, cada vez más empinadas, fueron transformándose gradualmente en precipicios cortados casi a pico, desde el fondo hasta la cima. En el suelo se alzaban bosquecillos de árboles: jinkos, bangles frutales, sauces uaianos, baises azules. Empezaron a aparecer huertos en los que se cultivaban ñames, legumbres, vainas amarillas, cereales molk de alto tallo blanco, arbustos pongee rojos, rebosantes de bayas negro-purpúreas. Elvo pensó que allí estaba el secreto de Arcadia, tranquilo, silencioso y solemne. Se sorprendió a sí mismo caminando de puntillas y conteniendo la respiración para escuchar. El camino se convirtió en carretera, aunque estrecha; al parecer, estaban cerca de un núcleo habitado.

Los cuatro hombres siguieron adelante, no sin extremar sus precauciones: aprovechando los árboles para cubrirse, manteniéndose en la parte sombreada de la empinada pared sur. Bajo sus pies, el piso se convirtió en un pavimento de mármol rosa, agrietado y descolorido. En un lado de la escarpadura se abrió una enorme gruta que albergaba lo que parecía ser un templo de complicadísima arquitectura, construido a base de cuarzo rosado y oro.

Como en trance, los cuatro hombres se acercaron al santuario, si es que era un santuario, y, con inmensa estupefacción, observaron que todo el edificio estaba excavado en un bloque único de cuarzo rosa con infinidad de incrustaciones de oro. La fachada delantera, de más de doce metros de altura, estaba dispuesta en siete plantas, cada una de las cuales exhibía once nichos. Por todas partes, el cuarzo rutilaba con láminas y filamentos de oro; artesanos de consumada habilidad habían derrochado maestría al crear sus escenas, dando forma al metal y cincelando cada una de las hornacinas como si fuesen parte integrante de la misma roca, como si siempre hubieran estado allí, como si las escenas y los motivos labrados estuviesen poseídos por la verdad natural.

El tema principal de las esculturas era una batalla entre estilizados erjines y morfotas, ambos embutidos en una extraña y particular especie de armadura o traje de batalla y utilizando lo que parecían armas electrónicas de aparatoso diseño.

Inducido por un entusiasmo deslumbrado, Elvo tocó una talla y las yemas de sus dedos arrancaron, en el punto donde estuvieron posadas, una película de polvo de cuarzo rosa que resplandecía con un destello tan vital que daba la impresión de latir como sangre.

En la primera grada, o galería, seis aberturas daban acceso al santuario. Elvo entró por la más distante, a su izquierda, para encontrarse en un corredor alto y estrecho, que se curvaba para desembocar en la entrada del extremo derecho. La luz del pasillo, que se filtraba por varios paneles y pantallas de cuarzo rosa, tenía una tonalidad oscura, rosa rojizo, densa como vino añejo. Cada centímetro cuadrado se había esculpido con precisión microscópica; el oro rutilaba y todos los detalles eran evidentes. Admirado, Elvo recorrió todo el Pasillo. Al salir, volvió a adentrarse en el templo por la puerta inmediata de la parte central; allí, la claridad era más viva, de tono rosa coral, como la carne de una ciruela de yema. La longitud de aquel corredor era un tercio más reducida que la del primero. Al salir, Elvo repitió el recorrido por el pasillo central, donde las luces relucían de rosa ardiente y las placas y filamentos de oro rutilaban al recibir la claridad exterior.

De nuevo frente al santuario, Elvo contempló los siete escalones de la fachada. Pensó que aquello era un auténtico tesoro, algo que maravillaría al mundo, y a otros mundos exteriores, ¡a toda la Vastedad Gaeana! Se acercó para examinarlo a fondo; erjines erguidos triunfalmente por encima de cadáveres que parecían de hombres. Una idea irrumpió en la mente de Elvo. Se volvió, excitado, hacia Gerd Jemasze.

— ¡Esto debe de ser un monumento conmemorativo o un registro histórico! — comunicó — En los pasillos están los detalles; las hornacinas y relieves exteriores son sólo como un índice, una tabla de materias.

— Una suposición como otra cualquiera.

Kurgech se había alejado en busca de huellas; regresó en aquel momento e indicó un barranco que parecían asfixiar jinkos azules y una docena de rosados árboles de parasol inclinados demencialmente sobre la quebrada.

— En el borde superior encontramos huellas de Uther Madduc. Conducen al barranco. Poliamides le trajo aquí y después le llevó valle arriba.

Elvo siguió examinando el templo de cuarzo rosa y siete gradas.

— ¿Es esta la broma formidable de Uther Madduc? ¿Por qué iba a reírse de esto?

— Hay más que ver — dijo Jemasze — . Subamos por el valle.

— Cuidado — les advirtió Kurgech — . Uther Madduc volvió mucho más deprisa de lo que vino.

Durante cuatrocientos metros, el rastro corría junto a la orilla del río, luego se adentraba en un majestuoso bosquecillo de gomeros negros que ocultaban el suelo del valle.

Kurgech iba en cabeza, un silencioso paso tras otro. Methuen se encontraba directamente encima de sus cabezas; por delante, una claridad trémula se filtraba por el bosque, donde las sombras tenían negrura aterciopelada.

El sendero se apartó del bosque. De pie, protegidos por la arboleda, los cuatro hombres contemplaron el complejo desde el que se enviaba a los erjines a la servidumbre.

Lo primero que experimentó Elvo fue una sensación de deshinchamiento. ¿Había ido tan lejos, había soportado tanto, sólo para ver un indescriptible conjunto de edificios de piedra construido alrededor de un recinto polvoriento? Se dio perfecta cuenta de que ni Kurgech ni Jemasze estaban dispuestos a investigar más, y Moffamides, por su parte, manifestaba una cantidad de angustia equivalente al terror pánico que le dominaba.

Moffamides tiró del brazo de Jemasze.

— Vámonos inmediatamente. ¡Mientras estemos aquí, nuestras vidas corren gran peligro!

— ¡Es muy extraño! Hasta ahora no nos habías advertido de ello.

— ¿Y por qué iba a hacerlo? — dijo Moffamides en tono saturado de malévola desesperación — . El erjin quería llevaros al Salto de Taglin. Ahora estaríais ya lejos.

— Aquí hay poco que ver — dijo Jemasze — . ¿Dónde está el peligro?

— No te corresponde preguntarlo.

— Entonces aguardaremos y lo veremos por nuestra cuenta.

En el recinto aparecieron una docena de erjines, que se quedaron allí formando un grupo inconexo. Cuatro hombres ataviados con blancos ropones sacerdotales salieron de una de las construcciones de piedra; de otra llegaron dos erjines más y un hombre, también vestido de sacerdote. De súbito, sin previo aviso, Moffamides salió del bosque y echó a correr hacia el complejo, al tiempo que lanzaba gritos a pleno pulmón. Jemasze soltó un taco entre dientes y empuñó la pistola; apuntó, pero en seguida emitió un taco exasperado y se abstuvo de disparar. Elvo, que contemplaba horrorizado la escena, experimentó una oleada de gratitud hacia Jemasze: era injusto matar al miserable Moffamides que, al fin y al cabo, no les debía lealtad alguna.

— Será mejor que pongamos pies en polvorosa — opinó Jemasze — y a toda velocidad. Iremos por el barranco que utilizó Madduc para bajar; sin duda es la ruta más corta para llegar a nuestro vehículo.

Corrieron a través del bosque, por el camino que bordeaba la zona de cultivos. Vadearon el río y se dirigieron a la hondonada cubierta de árboles sita en el lado opuesto al del santuario.

Del bosque surgieron unos cuantos erjines. Al divisar a los tres hombres, se desviaron para correr en su persecución. Jemasze disparó su pistola; uno de los erjines, atravesado por una aguja de dexax, se desplomó y quedó convertido en un montón desmadejado; los otros echaron cuerpo a tierra y empuñaron sus largas armas de mensajeros del viento. Jemasze, Kurgech y Elvo se precipitaron hacia la protección de los árboles que crecían a la entrada del barranco. Los proyectiles pasaron inofensivamente de largo.

Jemasze y Kurgech los desdeñaron. Elvo miró en torno frenéticamente, con la esperanza de que apareciese alguna ayuda milagrosa. El sol se había desplazado lateralmente, la claridad rosa inundaba el barranco y el templo de siete gradas refulgía pictórico de belleza sobrenatural. Incluso aunque le dominaba el terror, Elvo no pudo por menos que preguntarse quién lo habría construido. Los erjines, indudablemente. ¿Cuánto tiempo haría? ¿Y en qué circunstancias lo edificarían?

Jemasze y Kurgech abrieron fuego nuevamente y nuevamente los erjines se retiraron al interior del bosque.

— Subirán a la parte alta del valle y dispararán sobre nosotros desde arriba — previno Jemasze — . ¡Tenemos que ser nosotros quienes lleguemos primero a la cumbre!

Treparon por la garganta, con el corazón palpitándoles atropelladamente en el pecho y los pulmones tratando penosamente de aspirar aire. El cielo empezó a mostrarse; el borde de la meseta se recortaba ya muy cerca sobre ellos. En el fondo del valle se producían tiros sueltos, aunque los proyectiles chocaban y explotaban demasiado próximos para que los tres hombres se sintieran cómodos; al volver la cabeza, Elvo vio erjines que corrían ágilmente por el camino tras ellos.

Alcanzaron la meseta y dedicaron unos segundos a recobrar el aliento, entre jadeos que eran medio sollozos. Elvo se dejó caer y, apoyadas las manos y las rodillas en el suelo, respiró laboriosamente con el aire chirriando al pasar por la garganta. Pero en seguida oyó el comentario de Jemasze:

— ¡Ya vienen! ¡Es cuestión de seguir!

Elvo se puso en pie como pudo, para ver que una docena de erjines franqueaban el borde de la meseta a unos cuatrocientos metros de distancia, por el norte. Jemasze dedicó unos segundos a examinar el terreno y hacerse su composición de lugar. Por el este, más allá de una sucesión de descendentes lomas, laderas y gargantas, la yola les aguardaba. Pero si intentaban huir por esa dirección, ofrecerían un blanco fácil a los rifles de largo alcance de los erjines y pronto estarían muertos. A unos noventa metros por el sur se veía una quebrada pirámide de gneis corroído; un reducto natural que al menos brindaba protección momentánea. El trío gateó como pudo sobre los guijarros del suelo hasta llegar a un espacio prácticamente liso, de unos quince metros de diámetro. Al instante, Jemasze y Kurgech echaron cuerpo a tierra, reptaron hasta el filo de la plataforma y procedieron a disparar sobre los erjines que se encontraban en la meseta de más abajo. Elvo se agachó, levantó su arma y apuntó, pero no podía apretar el gatillo. ¿Quién tenía razón y quién no la tenía? Los hombres habían irrumpido allí como intrusos. ¿Tenían derecho a castigar a aquellos a quienes habían invadido y atropellado?

Jemasze se percató al momento de la indecisión de Elvo.

— ¿Qué le ocurre a su arma?

— Nada. Simple futilidad. Que todo esto es un error. Estamos atrapados; no tenemos escapatoria. ¿Qué importa que muera un erjin más o menos?

— Si nos atacan treinta erjines, mataremos a treinta erjines y luego nos iremos en completa libertad — explicó Jemasze — . Si sólo matamos a veinticinco, entonces, como ha dicho, estaremos atrapados.

— No podemos confiar en matarlos a todos — murmuró Elvo.

— Yo sí confío en ello.

— Suponga que son más de treinta.

— Me tienen sin cuidado las hipótesis — replicó Jemasze — , simplemente pretendo sobrevivir.

Al tiempo que hablaba, apuntó y disparó con tal efectividad que los erjines retrocedieron.

Kurgech efectuó un reconocimiento por el sur.

— Estamos rodeados.

Elvo se sentó en un saliente roquizo. A medio descenso de su trayectoria por el oeste, el sol proyectaba sus sombras por la yerma superficie. Elvo reparó en que no había agua por allí. Habrían muerto en cuestión de tres o cuatro días. Se sintió aletargado, con los codos en las rodillas, la cabeza caída. Kurgech y Jemasze intercambiaron cuchicheos durante uno momento y luego Kurgech fue a sentarse en un punto desde el que dominaba visualmente el horizonte oriental. Elvo le miró extrañado. La parte este del risco era la menos vulnerable al asalto... Respiró hondo y trató de recuperarse. Estaba a un paso de la muerte, pero afrontaría aquel desagradable proceso con toda la elegancia posible. Se puso en pie y anduvo por aquella lisa plataforma. Al oír el ruido de sus pasos, Jemasze volvió la cabeza. La expresión de su rostro se endureció automáticamente.

— ¡Agáchese, imbécil!

Un proyectil zumbó por el aire. El impacto, tremendo y cruel, sacudió a Elvo. Se desplomó sobre los guijarros del piso y allí quedó tendido, con la vista clavada en el cielo.