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En el vestíbulo del puerto espacial de Olanje, Schaine Madduc y su hermano Kelse se contemplaron mutuamente con afectuosa curiosidad. Schaine había esperado ver cambios en su hermano; y sí, los cambios estaban allí... cambios por valor de más de cinco años. Lo dejó postrado en cama, tullido, pálido y desesperado; ahora parecía recio y en perfectas condiciones, si acaso, un poco demacrado. La pierna artificial le permitía andar con apenas un atisbo de cojera; accionaba el brazo izquierdo con la misma soltura y aptitud que el derecho, aunque desdeñaba simular que era de carne y hueso y mantenía la mano metálica embutida en una guante negro. Había crecido, tal como esperaba Schaine, pero, en cambio, la sorprendió un poco la transformación del rostro, que se había alargado, endurecido y cobrado una desabrida elegancia. Los pómulos eran ahora más prominentes, lo mismo que la mandíbula, los ojos se estrechaban al entornarse los párpados y había adquirido la costumbre de lanzar recelosas miradas de reojo.

Schaine pensó que aquello era una señal de los cambios experimentados por Kelse: la metamorfosis del muchacho generoso y confiado, convertido en un hombre austero que aparentaba diez años más de los correspondientes a su edad.

Los pensamientos de Kelse habían seguido análogo rumbo.

—Eres una chica distinta —aseveró—. No sé por qué, pero esperaba encontrar a la divertida, frívola y tontuela vieja Schaine.

—Los dos somos distintos. Kelse bajó desdeñosamente la mirada a lo largo del brazo y de la pierna.

—Una gran diferencia. Nunca habías visto esto.

—¿Te resulta fácil usarlos? Kelse se encogió de hombros.

—La mano izquierda es más fuerte que la derecha. Puedo cascar nueces con los dedos y hacer toda clase de trabajitos interesantes. Aparte de eso, me siento poco más o menos igual que antes.

Schaine no pudo reprimir la pregunta:

—¿He cambiado yo mucho?

Su hermano la miró con aire dubitativo.

—Bueno, eres cinco años más vieja. No estás tan flaca. Vistes muy bien y, además de elegante, das la impresión de ser espabilada a todo serlo. Siempre fuiste guapa, pese a tu índole de marimacho vulgarote.

—¡Marimacho vulgarote, sí! —La melancolía suavizaba la voz de Schaine.

Mientras cruzaban a pie la estación, imágenes y recuerdos afluían a la mente de la joven. Hablaban de una muchacha situada a una distancia, no de cinco, sino de quinientos años; una chica que había estado habitando un mundo distinto, donde se desconocían el mal y la aflicción. Las verdades eran sencillas y evidentes para todos. Morningswake Manor (Señorío de la Estela Matutina) no era más ni era menos que el centro del universo: todos cuantos moraban allí tenían un papel que desempeñar y estaban predestinados a cumplirlo. Uther Madduc era la fuente de autoridad. Sus decisiones —a veces benévolas, a veces misteriosas, a veces terribles— eran tan definitivas como el desplazamiento del sol. Schaine y Kelse ocupaban un punto concéntrico al de Uther Madduc; en una órbita menos estable, próxima en ocasiones, lejana otras veces, se encontraba Muffin. Generalmente, los papeles eran sencillos, salvo en el caso de Muffin, cuya circunstancia resultaba con frecuencia ambigua. Schaine había sido el «marimacho vulgarote», no obstante ser también encantadora y bonita —cosa que casi nunca era necesario decir—, del mismo modo que Kelse fue siempre el soberbio y apuesto y Muffin el siempre fogoso, valiente y jovial. Tales atributos iban implícitos en la misma estructura de la existencia, igual que el sol Methuen brillaba inalterablemente rosado en el cielo inmutablemente azul ultramarino. Al volver la mirada del recuerdo a través de los años, Schaine se vio a sí misma contra el telón de fondo de Morningswake Manor: una moza de estatura media, ni alta ni baja, atractivamente desgarbada, pero resistente, una chica que daba la impresión de ser buena nadadora, corredora y escaladora, lo que desde luego había sido y continuaba siendo aún. Su piel de tono rojizo dorado relucía cuando los rayos del sol la acariciaban; su morena cabellera constituía una maraña de rizos sueltos. Ella era la chica de amplia boca dulce y expresión alerta a cualquier maravilla, como si pensara que cada nuevo instante fuera a presentarse con un nuevo prodigio. Había amado con inocencia y odiado sin cálculo; se mostraba siempre amable y festiva con las criaturas pequeñas, rápida y desenfadada en la chanza... Ahora tenía cinco años más y era cinco años más sensata, o así lo esperaba.

Kelse y Schaine salieron a la suave mañana de Szintarre. El aire olía tal como Schaine recordaba: la esencia de hojas y flores lo impregnaba de fragancia. De las ramas color verde oscuro de los jubas colgaban hileras entrelazadas de flores escarlata; el sol filtraba sus rayos a través de la fronda para salpicar de formas rojas y negras la avenida de Kharanotis.

—Nos hospedamos en el Miramar —dijo Kelse—. Esta tarde se celebra una fiesta en casa de tía Val, organizada, ostensiblemente, para darte la bienvenida. Podíamos habernos alojado en el Mirasol, claro, pero...

Se le apagó la voz. Schaine recordó que a Kelse nunca le gustó tía Val.

—¿Llamo un taxi? —preguntó Kelse.

—Vayamos dando un paseo. Está todo precioso. Me he pasado una semana encerrada en la Niamatic. —Schaine respiró hondo—. Es estupendo haber vuelto. Ya me siento en casa.

Kelse emitió un amargo gruñido.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Ah... hay varias razones. —Schaine hizo un ademán pueril—. Terquedad. Obstinación. Padre.

—Terca y obstinada como siempre... supongo. Padre sigue siendo padre. Si crees que ha cambiado, te vas a llevar un buen sobresalto.

—No me hago ilusiones. Alguien tiene que ceder y yo puedo hacerlo igual que cualquiera. Háblame de padre. ¿Qué ha estado haciendo?

Kelse reflexionó un momento antes de responder: algo que Schaine no recordaba que hiciese cinco años atrás. Pensó que la juventud de Kelse había pasado con excesiva rapidez.

—Más o menos, padre continúa siendo el mismo. Desde que tú te fuiste se han producido un sin fin de nuevas presiones y... bueno, ya conoces a la Alianza Redentorista.

—Tengo una idea, supongo. Pero no recuerdo gran cosa sobre ella.

—Es una sociedad con base aquí, en Olanje. Pretenden anular los Tratados de Sumisión y que nos marchemos de Uaia. Nada nuevo, claro, pero es una causa que ahora se ha puesto de moda, y tienen en el «Príncipe Gris», título que se atribuye él mismo, un testaferro también a la moda.

—¿El «Príncipe Gris»? ¿Quién es? Los labios de Kelse securvaron en una sonrisa torcida.

—Bueno... es un joven uldra, un garganche, con cierta formación; un individuo voluble, pintoresco y dinámico... A decir verdad, es el niño mimado de todo Olanje. Sin duda, asistirá esta noche a la fiesta de tía Val.

Pasaron junto a una pradera de césped verdeazulado que, desde la avenida, se prolongaba falda arriba hasta una alta mansión con tejado de cinco aguas, torres a derecha e izquierda y fachada de azulejos de amarillento tono mostaza, suavizado por losetas de brillante color negro: una estructura concebida con caprichoso eclecticismo, que resultaba impresionante, pese a todo, en virtud de sus mismas proporciones y de cierta negligente magnificencia. Era la Cámara de Holrude, residencia del Mull. Kelse movió la cabeza con aire tristón.

—Los redentoristas están ahora ahí, tratando de adoctrinar al Mull... Hablo metafóricamente, claro. En realidad, ignoro si en este preciso momento se encuentran en la Holrude. Padre es pesimista; cree que, al final, el Mull decretará un edicto contra nosotros. He recibido carta de padre esta mañana. —Se metió la mano en el bolsillo—. No, me la dejé en el hotel. Su idea es que nos reunamos con él en Galigong.

—¿Por qué en Galigong? —preguntó Schaine, perpleja—. No le hubiera costado nada encontrarse con nosotros aquí.

—No quiere venir a Olanje. Me parece que no desea ver a tía Valtrina; podría obligarle a ir a la fiesta. Eso es lo que tía Valtrina hizo el año pasado.

—Tampoco le haría ningún daño, las fiestas de tía Val siempre fueron divertidas. Al menos, a mí me encantaban.

—Gerd Jemasze nos acompañará; de hecho, volamos aquí en su Apex, y después nos llevará a Galigong.

Un mohín de desagrado cruzó por el rostro de Schaine; nunca le cayó bien Gerd Jemasze, a quien consideraba hosco y desabrido.

Un par de columnas señalaban la entrada del Miramar. Schaine y Kelse se deslizaron por el tobogán que conducía al vestíbulo. El muchacho dio las oportunas instrucciones para que trasladaran al hotel, desde el puerto espacial, el equipaje de Schaine y luego deambularon por la terraza que bordeaba el mar Persimmon y se refrescaron con sendas copas de verde zumo de bayas vaporosas, en el que centelleaba el cristal del hielo.

—Cuéntame qué ha ocurrido en Morningswake durante todo este tiempo —pidió Schaine.

—Casi todo ha sido rutina corriente. Repoblamos el lago de la Hechicera con un nuevo cruce de especies. Estuvimos explorando al sur de los Burrens y descubrimos una antigua kachemba[3].

—¿Entrasteis?

Kelse denegó con la cabeza.

—Esos sitios me producen escalofríos. Le hablé a Kurgech de esa cueva y dijo que probablemente sería jirwantiana.

—¿Jirwantiana ?

—Los jirwantianos ocuparon Morningswake durante quinientos años, antes de que los hunges los aniquilaran. Luego, los aos expulsaron a los hunges.

—¿Cómo están los aos? ¿Sigue siendo Zamina matriarca?

—Sí, aún vive. La semana pasada trasladaron su campamento al Barranco de la Rata Muerta. Kurgech se dejó caer por casa y le dije que venías. Comentó que en Tanquil tendrías menos problemas.

—¡Vieja criatura miserable! ¿Que quiso decir con eso?

—No creo que pretendiese decir nada. Estaba «saboreando el futuro», simplemente.

Schaine tomó un sorbo del zumo de fruta y contempló el mar.

—Kurgech es un charlatán. Puede adivinar el porvenir, aojar, trazar l destino o transmitir pensamientos lo mismo que yo.

—No es verdad. Kurgech posee algunas artes portentosas... Ao o no, es el mejor amigo de padre. Schaine soltó un bufido.

—Padre es demasiado tirano para ser buen amigo de alguien... especialmente de un ao. Kelse meneó tristemente la cabeza.

—No le entiendes. Nunca has entendido a padre.

—Le entiendo tan bien como tú.

—Eso también puede ser cierto. Es un hombre difícil de conocer. Kurgech le proporciona exactamente la clase de compañerismo que precisa.

Schaine emitió otro resoplido. —Sí, Kurgech nunca pide nada, es fiel y sabe cuál es su sitio... como un perro.

—Te equivocas de medio a medio. Kurgech es uldra, padre es outkero. Ni uno ni otro quieren ser otra cosa.

Con un floreo estrambótico, Schaine apuró la copa.

—Desde luego, no voy a discutir de nada contigo ni con padre. —Se puso en pie—. Demos un paseo hasta el río. ¿Continúa levantada la cerca de los morfotas?

—Que yo sepa, sí. Desde que te fuiste a Tanquil no he vuelto por aquí.

—Una ocasión lamentable, que acababa de olvidar. Acerquémonos a ver si tropezamos con algún cazademonios de doce púas, triple abanico enrejado purpúreo[4].

A cosa de cien metros, playa abajo, partía un sendero que llevaba, tierra adentro, a la pantanosa desembocadura del río Viridian y que concluía junto a una alta cerca de malla de acero. Un cartel advertía:

¡aviso!

¡Los morfotas son astutos y peligrosos! ¡Piénselo bien antes

de aceptar una sola de sus proposiciones; no les admita

ningúnregalo! Los morfotas se acercan a esta valla con la

exclusiva idea de mutilar, insultar o aterrorizar a los gaeanos

que vienen a verlos.

¡tenga cuidado!

Los morfotas han herido a muchas personas.

Pueden matarle a USTED.

SIN EMBARGO,

MOLESTAR DE MODO CRUEL A LOS MORFOTAS

ESTÁ TERMINANTEMENTE PROHIBIDO.

—Hace un mes —explicó Kelse—, unos turistas de Alcide vinieron a ver morfotas. Mientras los padres bromeaban en la cerca con uno que tenía preciosa cabeza en forma de botella y cuello anillado en rojo, otro ató una mariposa a un bramante y, con ese señuelo, se llevó al chiquillo de tres años. Cuando mamá y papá miraron a su alrededor, el niño había desaparecido.

—Bestias repugnantes. Las visitas a los morfotas deberían tener un reglamento y estar vigiladas.

—Me parece que el Mull considera ahora algo en ese sentido.

Transcurrieron diez minutos sin que ningún morfota saliera de la ciénaga para hacerles horrendas propuestas. Schaine y Kelse regresaron al hotel, descendieron al restaurante submarino y almorzaron estofado de cangrejo, pimientos y cebollas silvestres, ensalada de submarino y almorzaron estofado de cangrejo, pimientos y cebollas silvestres, ensalada de berros helados y tortas hechas de harina de ferris castaños. Les circundaba un luminoso espacio verdeazul; junto a ellos, «al alcance de la mano», nadaba, crecía o derivaba la flora y la fauna del mar Persimmon; blancas anguilas y peces tijera eléctricos atravesaban la espesura de las plantas acuáticas; bandadas de peces chispa de color rojo sangre, serpientes verdes, tembleques amarillos, todo un repertorio ictiológico que centelleaba y se disparaba de un lado a otro, a veces en miríadas que se entrecruzaban en puntillista confusión, para emerger luego completas, cada una por su lado. En tres ocasiones, uñas como cuchillas, ganchos, colmillos y dientes de tres metros de longitud, cárdenos y plateados, se lanzaron contra el cristal con la voraz intención de atrapar a alguna de las personas que almorzaban a la media luz del comedor; una vez, la terrorífica masa de un matador negro se deslizó junto a ellos; momentos después, se dejó ver en la distancia la forma espasmódica de un nadador morfota.

Se acercó a la mesa un hombre que tendría dos o tres años más que Kelse.

—Hola, Schaine.

—Hola, Gerd.

El saludo de Schaine fue frío; durante toda su vida le había desagradado Gerd Jemasze, sin que pudiera explicarse bien el motivo. La conducta del hombre era reservada, sus modales, corteses, las facciones discretas: pómulos achatados, mejillas lisas, espesa mata de pelo negro sobre una frente baja y ancha. Su vestimenta —guerrera oscura y pantalones azules— parecía pomposamente severa en el ambiente de Olanje, donde todo el mundo iba de gris y rendía culto a las modas más extravagantes. Schaine comprendió de pronto por qué le repelía aquel hombre: Gerd Jemasze estaba desprovisto de todas las características y pequeños vicios que dotaban de encanto a las demás amistades de la muchacha. Físicamente, no destacaba por su estatura ni corpulencia, pero, cuando se movía, la ropa se le tensaba sobre el relieve de los músculos; Schaine pensó que así lograba el hombre su tranquila máscara de innata arrogancia. Sabía por qué a su padre y a Kelse les gustaba Gerd Jemasze; superaba a ambos en rigidez y resistencia a los cambios; sus opiniones, una vez formadas, eran tan firmes, tan impenetrables como la piedra. Gerd Jemasze tomó asiento a la mesa.

—¿Cómo va la vida por Suaniset? —preguntó Schaine educadamente.

—Muy apacible.

—Nunca pasa nada en los dominios —corroboró Kelse.

La mirada de Schaine fue de uno a otro.

—Me estáis tomando el pelo.

Gerd Jemasze desplegó un arranque de sonrisa.

—En absoluto. Es que lo que sucede ocurre fuera de la vista.

—¿Qué sucede fuera de la vista, pues?

—Bueno... wittolos[5] de rétenos han estado recorriendo subrepticiamente los dominios, tratando de montar una coalición de todos los uldras, bajo el mandato del Príncipe Gris, probablemente para arrojarnos al mar. El tráfico aéreo ha sufrido bastantes ataque de tiburones del cielo[6]... la semana pasada derribaron aAriel Farlock, de Carmione.

—De lo que no cabe duda es de que hay un talante extraño en Uaia —dijo Kelse en tono sombrío—. Todo el mundo lo nota.

—Incluso padre —intervino Schaine—, disfrutando con su maravillosa broma. ¿Tienes idea de qué es lo que le parece tan divertido?

—Ni siquiera sé de qué estás hablando —dijo Gerd Jemasze.

—Recibí carta de padre —explicó Kelse—. Ya te dije que se había ido al Palga. Bueno, el viaje parece haber rebasado sus previsiones. —Kelse se sacó la carta del bolsillo y leyó—: «He corrido unas aventuras estupendas y tengo una historia maravillosa que contarte, una broma formidable, la broma más prodigiosa y extraordinaria..., me ha dado diez años más de vida...» —Kelse se saltó un par de líneas—. Luego dice: «Te veré en Galigong. No me atrevo a ir a Olanje, porque eso significaría tener que sufrir una de esas espantosas fiestas de Valtrinia, completada con todos los furtivos, sofistas, estetas, fantasmones, sibaritas y pelotas de Szintarre.

Asegúrate de que Gerd vuelve a Morningswake con nosotros; apreciará esta situación lo mismo que tú. Y exprésale a Schaine el inmenso placer que me produce tenerla otra vez en casa...». Sigue un poco más por el estilo, pero esta es la esencia.

—Muy misterioso —comentó Gerd Jemasze.

—Sí, opino lo mismo. ¿Qué puede haber pasado en el Palga para que padre se sienta tan contento. No se distingue por su sentido del humor.

—En fin... mañana lo sabremos. —Gerd se levantó—. Si me disculpáis, tengo unos recados que hacer.

Se inclinó ante Schaine con una cortesía más bien superficial.

—¿Irás a la fiesta de tía Valtrina? —le preguntó Kelse.

Gerd movió la cabeza negativamente.

—No es precisamente la clase de reunión que me vuelva loco.

—Ah, vamos —le animó Kelse—. Puede que se te presente la oportunidad de conocer al Príncipe Gris... entre otros notables locales.

Gerd meditó unos segundos, como si Kelse se hubiera anotado un buen triunfo en el curso de un debate profundo y complicado.

—Está bien. Iré. ¿Cuándo y dónde?

—A las cuatro en Villa Marisol.