8

A la mañana siguiente, no hubo alusión alguna al suceso. El posadero sirvió un desayuno a base de pan, té y carne fría, y después tomó las monedas que le entregó Gerd Jemasze como pago de la cuenta. El trío abandonó la Posada del Velero y cruzaron el recinto exterior hacia la zona de la parte de atrás de los almacenes. El aerocoche seguía tal como lo dejaron. Jemasze proyectó su atención sobre las carretas de vela. Su mirada pasó de largo por un enorme carruaje cervecero de ocho ruedas, tres palos y multitud de obenques, vergas y drizas. Concedió más interés a las carretas vivienda de cuatro y seis ruedas. Sus neumáticos tenían dos metros y medio de altura. El habitáculo iba montado sobre una suspensión cuyos muelles quedaban a menos de sesenta centímetros del suelo. La mayoría de tales vehículos estaban aparejados como goletas o bergantines de dos mástiles. Al igual que las carretas de carga, parecían más preparados para resistir travesías por territorios azotados por vientos monzónicos que para desplazarse con rapidez y maniobrar con soltura.

Jemasze se interesó entonces por una yola terrestre de unos nueve metros de eslora, con cuatro ruedas de muelles independientes, cubierta lisa y un par de camarotes a proa y a popa. El encargado del almacén había estado observando discretamente a Jemasze. Se le acercó para enterarse de lo que necesitaba y ambos iniciaron una negociación que les ocupo cerca de una hora. Por último, Jemasze obtuvo un precio que le pareció aceptable por el alquiler de la yola terrestre y el encargado del almacén fue en busca de velas para equipar la embarcación. Jemasze y Kurgech volvieron a la fonda al objeto de adquirir provisiones, mientras Elvo trasladaba el equipaje y las pertenencias personales del turismo del cielo a la yola terrestre.

Moffamides, el sacerdote, atravesó el patio.

— Habéis elegido un buen vehículo para vuestro viaje — le dijo a Elvo — . Sólido, duro, veloz y manejable.

Elvo Glissam acogió la opinión del sacerdote con un asentimiento cortés.

— ¿Que clase de carreta-velero utilizó Uther Madduc?

Los ojos de Moffamides se tornaron inexpresivos.

— Me atrevería a suponer que una muy parecida a ésta.

Del interior del cobertizo salieron varios hombres cargados con velas, que procedieron a ligar a los palos. Moffamides observó las operaciones con benévola aprobación. Elvo se preguntó si debería referir el incidente de la noche anterior, que ahora le parecía del todo irreal. Desde luego, había que hablar de algo. Disimulo, en tono jovial y ligero:

— Resido en Szintarre; en Olanje, para ser más preciso. Estoy profundamente interesado en los erjines. ¿Cómo se las arreglan para domesticar a semejantes criaturas?

Despacio, Moffamides volvió la cabeza y sus ojos de gruesos párpados examinaron atentamente a Elvo Glissam.

— Es un proceso muy complicado. Empezamos con las crías y las amaestramos para que obedezcan nuestras órdenes.

— Eso ya lo supongo, ¿pero cómo es posible que unas bestias tan feroces lleguen a convertirse en criados domésticos semiinteligentes?

— ¡Ja, ja! ¡Las bestias feroces son semiinteligentes desde el principio! Lo que hacemos es convencerlas de que vivirán mejor cumpliendo las funciones de montura uldra que correteando por el desierto, desnudas y muriéndose de hambre, y todavía mejor si trabajan de sirvientes en casas de outkeros.

— ¿Eso significa que se comunican con los erjines?

Moffamides elevó los ojos al cielo.

— Hasta cierto punto.

— ¿Telepáticamente? Moffamides enarcó las cejas.

— No somos realmente expertos en eso.

— Hummm. En Olanje, una importante sociedad pretende poner coto a la esclavización de erjines. ¿Que opina de eso?

— Tonterías. Se desaprovecharía a los erjines, en cambio así conseguimos estupendas ruedas, piezas y partes metálicas para nuestras carros de vela. El comercio es beneficioso.

— ¿No le parece un comercio inmoral? Moffamides miró a Elvo con una expresión que parecía de benigna perplejidad.

— Es una ocupación que Ahariszeio aprueba.

— Me gustaría visitar los laboratorios, campamentos o como quiera que los llamen. ¿Podría concertarse una visita?

El sacerdote dejó escapar una breve carcajada.

— Imposible. Ah, aquí están sus amigos. Jemasze y Kurgech volvían a la yola terrestre. Moffamides los saludó sosegadamente.

— Vuestra embarcación esta deseando partir y surcar el sarai. Pueden anunciarse vientos favorables; es hora de zarpar.

— Todo está muy bien — dijo Jemasze — , pero ¿cómo encontraremos a Poliamides?

— Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de Poliamides. Se encuentra muy lejos. Como todos los outkeros, piensas demasiado en lo evanescente.

— Reconozco ese defecto; ¿dónde está Poliamides?

Moffamides ejecutó un ademán pausado.

— No puedo decirlo; no lo se.

Kurgech se inclinó hacia adelante y su mirada se clavó en las pupilas amarillentas del sacerdote. La cara de Moffamides adoptó una expresión laxa. Kurgech dijo en tono suave:

— Está mintiendo. Moffamides se indigno.

— ¡No practiques tu magia de azul aquí en el Palga! ¡No estamos indefensos! — Recuperó su compostura casi al instante — . Sólo trato de protegeros. Los presagios son malos. Uther Madduc sufrió una desgracia y ahora vosotros os empeñáis en repetir su error. ¿Tiene algo de extraño que yo perciba malos vientos?

— A Uther Madduc lo mató un azul — declaró Gerd Jemasze — . Que yo sepa, no existe relación alguna entre su muerte y su viaje por el Palga .

Moffamides sonrió.

— Tal vez te equivoques.

— Tal vez. ¿Pretendes ayudarnos o ponernos trabas?

— Mi mejor ayuda consiste en apresurar vuestro regreso Aluan.

— ¿Qué peligros encontraríamos? Palga es famoso por su tranquilidad.

— Nunca defraudes al srenki — avisó Moffamides — . Realizan sus trágicas hazañas y así nos protegen a todos.

Al cerebro de Elvo Glissam llegó aquel conocimiento; el terrible hombre de la noche había sido antes uno de ellos. ¿Les estaba transmitiendo Moffamides una advertencia o un reproche?

— Soportan dolorosamente su parte de infelicidad — silabeó Moffamides — . Si se maltrata a uno de ellos, los otros exigen una reparación exagerada.

— Eso no nos interesa — dijo Jemasze — . Infórmanos sobre Poliamides y nos pondremos en marcha.

Elvo Glissam enarcó las cejas al levantar la mirada al cielo.

— Viajar hacia el noreste un buen tramo — indicó Moffamides — . Coged el tercer camino, el cual lo encontraréis en la tercera jornada. Seguid por esa ruta durante cuatro días, hasta que lleguéis al Aluban, que es un extenso bosque, y preguntad por Poliamides en la columna blanca.

— Muy bien. ¿Ha preparado nuestros fiaps?

Moffamides permaneció silencioso durante unos segundos; luego dio media vuelta y se alejó. Cinco minutos después regresaba con un cesto de mimbre.

— Estos son fiaps poderosos. El verde-amarillo protege la yola. El de los colores naranja, verde y blanco se encarga de vuestro amparo personal. Os deseo toda la alegría de los bellos vientos que Ahariszeio decida enviaros y que éstos os sean favorables.

Moffamides cruzó el patio y desapareció.

Elvo, Kurgech y Gerd Jemasze subieron a bordo de la yola terrestre; Jemasze puso en marcha el motor auxiliar y la embarcación rodó y entró en el sarai. Una brisa monzónica llegaba del sur. Elvo se encargó de la rueda, mientras Kurgech y Jemasze izaban el foque, la vela mayor y la del palo de mesana; el vehículo avanzó sobre el firme soum[16]. Elvo se recostó en el asiento, alzó la vista al cielo y después contempló el paisaje, donde el único contraste, lo único que variaba eran las sombras móviles de las nubes. Luego volvió la cabeza y observó cómo, por la parte de popa, disminuía de tamaño la Estación número 2. ¡Libertad! ¡En el sarai batido por el viento, sólo rodeado de espacio! ¡ Ah, por vida de un mensajero del viento! Jemasze orientó el velamen; la yola terrestre dio un salto hacia adelante y fue cobrando velocidad hasta alcanzar la que Elvo estimó en unos cincuenta kilómetros por hora. No hacía falta estar pendiente del timón; Elvo aplicó a la rueda un dispositivo en forma de gancho que la sujetaba y se incorporó para disfrutar del movimiento de la yola. Kurgech y Gerd Jemasze parecían sentir algo similar a lo que experimentaba Elvo. Kurgech se erguía junto al palo mayor y dejaba que el aire desgreñase sus ralos mechones ambarinos; estirado en la cabina, Jemasze ponía la espita a uno de los barriles de cerveza con que había aprovisionado la yola terrestre.

— Puede que no haga falta decirlo, pero la verdad es que hay formas de vivir mucho peores que ésta — comentó.

Methuen se elevó en el cielo. La Estación número 2 había desaparecido por popa. El sarai presentaba el mismo aspecto de antes: una llanura de color pardo, cuya monotonía aliviaban aquí y allá algún que otro matojo amarillo pajizo o algún que otro puñado de flores aplanadas. Las sombras de las nubes seguían cursos caprichosos sobre el soum; el aire era fresco, ni excesivamente frío ni lo que se dice cálido, y olía tenuemente a paja y a la fragancia, más sutil, que emanaba del liquen. No había nada que ver, lo que no era óbice para que a Elvo le pareciese aquel paisaje cualquier cosa menos uniforme; cambiaba constantemente de un modo que a Glissam no le resultaba fácil definir; acaso debido a las nubes y las sombras. Las ruedas susurraban en sus veloces giros y dejaban su marca lineal sobre el soum; de vez en cuando, diversas rodadas venían a recordar que también pasaron por allí otros carruajes de vela.

Elvo observó que Kurgech y Jemasze intercambiaban unas palabras y miraban hacia popa. Se puso en pie y escudriñó el horizonte meridional. No distinguió nada y volvió a sentarse. Puesto que ni Kurgech ni Jemasze consideraron pertinente informarle, se abstuvo de formular preguntas.

Mediada la tarde, un conjunto de pequeños altozanos surgieron en la lontananza. Al aproximarse, resultaron ser mont ecil los de cierta altura, flanqueados por campos de cultivo: cereales, melones, árboles frutales, plantas de pan y mantequilla, matas de pimientos, vides de elixir. Las parcelas tendrían algo menos de media hectárea; cada una de ellas contaba con un sistema de regadío mediante tuberías radiales procedentes de un estanque, y cada una de ellas estaba protegida por un llamativo fiap.

Ya estaba muy avanzada la tarde y como quiera que el estanque constituía un lugar agradable en el que darse un baño, Jemasze optó por acampar allí. Elvo miró los frutales, pero Jemasze se apresuró a señalarle los fiaps.

— ¡Cuidado!

— ¡Esa fruta está madura! ¡La verdad es que se está pudriendo, se va a estropear y es un despilfarro!

— Le advierto que no debe tocarla.

— Hummm. ¿Qué pasaría si me como, digamos, una de esas mandarinas?

— Sólo sé que su locura o su muerte representaría un inconveniente para todos nosotros, de forma que, por favor, domine su apetito.

— Claro — dijo Elvo, tieso — . Faltaría más.

Arriaron las velas, pusieron cuñas en las ruedas, se bañaron en el estanque, prepararon la cena en una fogata de acampada y luego se sentaron y, con unas tazas de té en la mano, contemplaron otra magnífica puesta de sol.

El crepúsculo se convirtió en noche; en el cielo empezaron a fulgurar multitud de estrellas, en número imposible de contar. La constelación Gyrgus trazó su rizo a través del cénit; la Pentadex brilló por el suroeste; en el este destacó el resplandeciente milagro del Cúmulo Alastor. Los hombres sacaron sus sacos de dormir neumáticos, los tendieron sobre la cubierta de la yola y se acostaron.

A medianoche, Elvo se medio despertó y, adormilado, evocó el episodio de la noche anterior. ¿Realidad? ¿Alucinación?... En el Palga sonó un misterioso silbido, al que unos minutos después siguió otro parecido, también suave y extraño, procedente de una dirección distinta. Elvo se levantó en silencio y aguardó junto al mástil. La silueta de un hombre se recortó sobre él, visible al resplandor de las estrellas. A Elvo, el corazón le dio un vuelco; se le escapó un gruñido de angustia. El hombre dio media vuelta e hizo un ademán de fastidio. Elvo reconoció a Kurgech.

— ¿Oyó los silbidos? — murmuró.

— Insectos.

— Entonces, ¿por que se ha levantado?

— Los insectos silban cuando los molestan... Tal vez se trata de un halcón nocturno o de un andarín.

Desde una distancia no superior a nueve metros les llegó un claro gorjeo aflautado.

— Gerd Jemasze está por ahí — murmuró Kurgech — . Comprueba si puede ver algo contra la línea del cielo.

— ¿Para qué?

— Para cerciorarse de si nos sigue algo o alguien.

Permanecieron inmóviles bajo las estrellas. Transcurrió media hora. Tembló la yola terrestre; Gerd Jemasze informó en voz baja:

— Nada.

— Tampoco yo noté nada.

— Debíamos haber traído un equipo de sensores — rezongó Jemasze — . Entonces podríamos dormir tranquilos.

— Las alarmas de bugle también nos sirven.

— Creí que los mensajeros del viento no se metían con nadie — dijo Elvo.

— Los srenkis molestan a quien sea cada vez que les da la gana.

Jemasze y Kurgech volvieron a sus colchonetas; al cabo de un instante, Elvo Glissam hizo lo propio.

La aurora apareció por oriente, envuelta en sus luminosidades de rosa carmesí. Las nubes se incendiaron en rojo y el sol hizo acto de presencia. Ni un soplo de aire batió los obenques de la yola y ninguno de los tres hombres se dio prisa en prepararse para desayunar.

Con el vehículo en calma, Elvo subió a la cumbre de un montecillo próximo y descendió por la ladera opuesta, donde descubrió un soto de papayas silvestres, aparentemente sin la protección de ninguna clase de fiap. La fruta tenía todo el aspecto de estar en sazón y ser suculenta: esferas rojas con estrellas anaranjadas en los extremos, rodeadas por hojas de volutas negras. Pese a todo, Elvo pasó de largo.

Cuando regresaba rodeando la base de la colina se encontró con Kurgech, que volvía con una bolsa de cangrejos que acababa de coger en una acequia de regadío. Elvo le habló de las papayas y Kurgech estuvo de acuerdo en que un almuerzo compuesto por cangrejos cocidos y fruta de postre sería estupendo; los dos se dirigieron al soto. Kurgech buscó por allí la posible existencia de fiaps, pero no encontró ninguno. Cogieron todas las papayas que podían llevar y volvieron dando la vuelta por la base del monte.

Al llegar a la yola, descubrieron que la habían saqueado, llevándose todos los aparejos, equipo y provisiones. Gerd Jemasze, que regresaba de darse un chapuzón matinal en el estanque, se reunió con ellos momentos después de que comprobaran la pérdida.

Kurgech, indignado, pronunció todo un repertorio de sibilantes maldiciones uldras dirigidas a Moffamides.

— Sus fiaps eran tan débiles como el agua; nos envió al sarai prácticamente desnudos y totalmente indefensos.

Gerd Jemasze efectuó una de sus secas inclinaciones de cabeza características.

— Era de esperar, naturalmente. ¿Distingues algún rastro?

Kurgech examinó el soum. Torció la nariz; se inclinó para acercarse más al suelo y aventó la superficie del piso.

— Un hombre solo vino y se fue. — Se alejó cosa de dieciocho metros — . Aquí subió a su vehículo y se marchó por allí.

Kurgech señaló en dirección oeste, indicando el pie de las colinas.

Jemasze reflexionó.

— El viento apenas es un soplo. No puede alejarse a mucha velocidad... si va en un carruaje de vela. — Entornó los párpados al observar la ruta del vehículo, un par de marcas oscuras — . La pista traza una curva; circula alrededor del monte. Tú síguela; yo atajaré a través de la colina. Elvo, quédese aquí de guardia y vigile la yola, no sea que venga alguien y se nos lleve todo lo que queda.

Los dos hombres se pusieron en movimiento: Kurgech a paso ligero tras la pista, mientras Jemasze ascendía por la ladera del mont ecill o.

Kurgech fue el primero en avistar el vehículo del ladrón: un pequeño falucho de un solo palo, tres ruedas escuálidas y velamen bastante deteriorado. No avanzaba a más velocidad que la de un hombre al paso. Al avistar a Kurgech, el ocupante del falucho trató de orientar la vela, oteó el cielo y examinó circularmente el horizonte, pero lo único que vio fue que Jemasze se le acercaba por la parte de proa.

Jemasze llegó antes a la embarcación y levantó la mano.

— ¡Alto!

El ocupante del falucho, un hombre de mediana edad y estatura no muy aventajada, proyectó sus ojos de color amarillo claro sobre Jemasze, al que miró de arriba abajo en toda su humanidad. Inclinó la vela y aplicó el freno.

— ¿Por qué te interpones en mi camino?

— Porque has robado lo que nos pertenece. Da media vuelta.

La cara del mensajero del viento adoptó una expresión terca.

— Sólo cogí lo que estaba disponible.

— ¿No viste nuestros fiaps?

— El fiap está muerto; consumió su magia el año pasado. No tenéis derecho a transferir fiaps; tal cosa sólo es propia de insignificantes juegos de niños.

— Con que fiaps del año pasado, ¿eh? — murmuró Jemasze — . ¿Cómo lo sabes?

— ¿Es que no salta a la vista? ¿No ves ese fleco rosa sobre el naranja? Apártate; no soy hombre que pierda el tiempo con chacharas ociosas.

— Nosotros tampoco — replicó Jemasze — . Da media vuelta con tu vehículo y regresa hasta nuestra yola.

— De ninguna manera. Hago lo que me parece y no puedes protestar; mi fiap es reciente y poderoso.

Jemasze se acercó al casco del falucho. Señaló la falda de la colina.

— ¿Ves aquellas piedras de allí? ¿Qué pasará si las apilamos delante de tu proa y detrás de tu popa? ¿Crees que tus fiaps levantarán tu embarcación para que pase por encima de los dos montones de rocas?

— Me iré antes de que las hayáis apilado.

— Entonces tendrás que pasar por encima de mi cuerpo.

— ¿Y qué? Tu fiap personal es de risa. ¿A quién piensas engañar? Ese fiap estuvo colgado de un barril de cerveza para impedir que se agriara la malta.

Jemasze se echó a reír, se quitó el fiap de la cabeza y lo tiró al suelo.

— Empieza a traer las piedras, Kurgech. Levantaremos un muro para que este ladrón no pueda ir nunca más a ninguna parte.

El mensajero del viento emitió un vehemente y agraviado grito.

— ¡Vosotros sois morfotas disfrazados! ¿Es que debo dejar mis ganancias a los saqueadores? ¿Es que la justicia ha desaparecido del Palga?

— Hablaremos de filosofía cuando hayamos recuperado lo que nos pertenece.

Sin dejar de maldecir y rezongar, el mensajero del viento viró su embarcación y emprendió el regreso, con Kurgech y Jemasze caminando tras el falucho. Tras detenerse junto a la yola, el malhumorado mensajero del viento descargó las mercancías que había cogido.

— ¿A dónde te diriges? — le preguntó Jemasze.

— A la Estación. ¿A qué otro sitio podría ir?

— Cuando llegues, busca a Moffamides, el sacerdote; dile que te tropezaste con nosotros; cuéntale lo sucedido y adviértele de que, si los fiaps que preservan nuestro turismo del cielo son tan falsos como los que nos dio para la travesía del Palga, nos lo llevaremos a Aluan y lo encerraremos para siempre en una jaula. No escapará a nuestro desquite; seguiremos su rastro y le encontraremos, vaya a donde vaya. ¡Transmítele este mensaje y asegúrate de que te escucha y lo oye bien!

Apretados con rabia los dientes, el mensajero del viento puso rumbo sur y se alejó empujado por la brisa que acababa de levantarse.

Elvo y Jemasze cargaron la yola, mientras Kurgech hervía los cangrejos para el almuerzo que consumirían en ruta. Izaron las velas; la yola se deslizó con ritmo vivo en dirección noreste.

Al mediodía, Kurgech señaló por encima de la proa el velamen, hinchado por el viento, de tres arrogantes bergantines.

El primero de los tres caminos.

— Si Moffamides nos dio las indicaciones adecuadas.

— Nos dio las indicaciones adecuadas; por lo menos pude leer esa verdad en su cerebro. También leí maldad, cosa que ha quedado demostrada.

— Ahora comprendo por qué los outkeros casi nunca visitan el Palga — dijo Elvo, sombrío.

— No se nos recibe bien, esa es la verdad.

Los bergantines pasaron por delante de la yola: tres carretas cerveceras con tres enormes toneles de doscientos cuarenta litros. Las tripulaciones miraron a la yola con indiferencia y no correspondieron al saludo que les envió Elvo Glissam agitando el brazo.

Una hora después, la yola pasó junto a otra zona de terrenos de regadío. Familias de mensajeros del viento trabajaban en las parcelas: labraban, escardaban, cosechaban legumbres, recogían fruta; el carro de vela permanecía estacionado cerca. A media tarde, la yola alcanzó a otro vehículo por el estilo: una goleta de seis ruedas, con un par de altos mástiles y tres obenques y velas mayores. Dos hombres se apoyaban en el pasamanos de popa; varios chiquillos jugaban en cubierta; desde la ventana de la cabina de popa, una mujer observó a la yola cuando se acercaba. Elvo maniobró para ponerse a favor del viento, lo que le parecía una táctica cortés. Sin embargo, los mensajeros del viento no apreciaron el detalle ni correspondieron al alegre saludo de Elvo. «Gente muy singular», pensó Elvo Glissam, un poco dolido. Poco después, la goleta cambió de rumbo y viró hacia el norte, para convertirse en un lejano puntito blanco que, finalmente, desapareció.

Se levantó un viento racheado; por el sur, una compacta escamilla de nubes negras se elevó en el cielo. Jemasze y Kurgech arrizaron la vela mayor, arriaron la mesana y quitaron el foque; a pesar de todo, la yola siguió lanzada, rodando por el soum sobre las zumbantes ruedas.

Las nubes se desplazaban deprisa por encima de sus cabezas; empezó a llover. Los tres hombres arriaron todas las velas, frenaron, calzaron las ruedas, lanzaron al suelo una pesada cadena de metal, conectada a través de los obenques con el pararrayos, y fueron a refugiarse en la cabina de popa. Durante dos horas, los rayos clavaron sus garras en el sarai, mientras generaban una casi continua reverberación de truenos; por último, la tormenta se alejo hacia el norte; escampó y el viento dejó de soplar, dejando tras de sí un extraño silencio.

Los tres hombres salieron de la cabina, para encontrarse con que el sol se ponía entre los confusos restos de la tempestad y bajo una alfombra vuelta del revés de resplandecientes tonalidades rojas y purpúreas. Mientras Gerd Jemasze y Elvo Glissam ponían en orden la yola, Kurgech preparó una sopa de cangrejos, que sirvió en la cabina, donde el trío degustó su cena: papayas, sopa de cangrejos y pan duro.

Un lento y tranquilo vientecillo procedió a impulsar hacia el norte los nubes que habían sobrevivido a la tormenta; el cielo no tardó en quedar despejado y resplandeciente, gracias a las estrellas. El sarai parecía inmensamente vacío y solitario y Elvo observó con sorpresa que Kurgech se encontraba en un estado de evidente intranquilidad. Al cabo de unos minutos, aquel nerviosismo se le contagió a Elvo, que preguntó:

— ¿Qué pasa?

— Algo se está urdiendo sobre nosotros. Jemasze alzó la mano para comprobar de dónde soplaba el viento.

— ¿Navegamos una o dos horas más? No vamos a tropezar con nada.

Kurgech se apresuró a acceder.

— Me encantará moverme.

Se izaron las velas; la yola viró para poner proa al noreste y se deslizó a la reposada velocidad de dieciséis kilómetros por hora. Kurgech se orientó con la Estrella Norte de Koryfon, Tethanor, la Puntera del Basilisco.

Navegaron durante cuatro horas, hasta medianoche, momento en que Kurgech declaró:

— La inminencia ha desaparecido. Ya no siento presión ninguna.

— En tal caso, es hora de hacer un alto — determinó Jemasze.

Se arriaron las velas; se aseguraron los frenos; los tres hombres se tendieron en los lechos y conciliaron el sueño.

Con el alba, izaron las velas, preparándolas para el viento de la mañana que, una vez más, llegaba tardíamente, y el trío se sentó y aguardó en silencio. Por fin, se presentó el monzón y la yola emprendió su deslizamiento hacia el noroeste.

Al cabo de una hora de travesía cruzaron el segundo camino, aunque no avistaron ninguna vela; sólo vieron un estrecho triángulo por la parte de popa.

La superficie del sarai empezó a subir y bajar, al principio casi imperceptiblemente, luego mediante montes y valles anchos y alargados. Salientes de ígnea roca negra emergían del soum y, por primera vez, la navegación exigía cierto grado de previsión y destreza. La ruta más fácil se encontraba normalmente a lo largo de las lomas, donde el viento era más fresco y el piso por regla general más llano. A menudo las lomas se orientaban en dirección inadecuada; entonces, el timonel se veía obligado a dirigir la embarcación por la cuesta abajo de una ladera, para después tomar la cuesta arriba de otra, y con frecuencia, se tenía que recurrir al motor auxiliar a fin de que la yola cubriese los últimos quince o treinta metros que le faltaran para alcanzar el altozano.

Un río culebreaba por allí, en el fondo de un valle con terraplenes empinados, a donde la yola terrestre no podía llegar. Durante varios kilómetros avanzaron siguiendo la orilla del valle, hasta que el río, una vez más, torció su curso hacia el norte.

La carreta de altas velas cuyo triángulo habían vislumbrado anteriormente había ganado terreno apreciablemente respecto a ellos. Jemasze tomó los prismáticos e inspeccionó el vehículo, luego se los tendió a Kurgech que, al mirar a través de ellos soltó en voz baja una maldición uldra. Elvo tomó a su vez los prismáticos y vio una larga carreta negra, articulada en tres segmentos, cada uno de ellos con un mástil de gran altura y un velamen estrecho: un vehículo concebido para aprovechar al máximo el impulso del viento y alcanzar altas velocidades. Cinco hombres se encontraban en cubierta, aplicados a los obenques o agachados en la caseta del timón. Llevaban amplios pantalones negros; iban desnudos de cintura para arriba y su piel mostraba el típico tono moreno crema de los mensajeros del viento. Algunos se sujetaban el pelo con pañuelos rojos. Al moverse por la cubierta desplegaban una peculiar agilidad espasmódica, que por alguna falaz asociación de ideas le recordó a Elvo el espantoso individuo que había irrumpido en la posada tres noches atrás. Aquellos sujetos, pues, eran srenkis, hombres cuya virtud era el exceso de resabio, que con brioso entusiasmo, perpetraban actos de maldad quintaesenciada con los que redimían de la ignominia a sus camaradas. Elvo notó su estómago frío y pesado. Miró a Gerd Jemasze, al que sólo parecía interesar el terreno que se extendía ante ellos. Kurgech se encontraba de pie junto al mástil, puesta la mirada vagamente en el cielo. Elvo empezó a sentir el sudor de la desesperación; había emprendido aquel viaje por razones complejas, pero desde luego no en busca de la muerte. Le flaquearon las rodillas mientras avanzaba hacia la caseta del timón, donde se encontraba Gerd Jemasze ante la rueda.

— Esos individuos son srenkis.

— Lo supongo.

— ¿Qué piensa hacer?

Jemasze lanzó una ojeada por encima del hombro hacia la rápida goleta negra.

— Nada, a menos que se metan con nosotros.

— ¿No es eso lo que proyectan hacer? — gritó Elvo, y su voz se pareció más de lo que pretendía a un chillido agudo.

— Así parece. — Jemasze alzó los ojos hacia la vela — . Probablemente nos alcanzarán en seguida a favor del viento; sus velas tienden a cubrirse unas con otras.

— Entonces, ¿por qué no navegamos nosotros en la dirección del viento?

— Porque el valle del río está allí. A través de los prismáticos, Elvo inspeccionó el carruaje negro.

— Llevan armas de fuego... riflesde cañón largo.

— Razón por la cual no dispararemoscontra ellos. Responderían. Al parecer quieren cogernosvivos.

Elvo observó de nuevo la negra goleta, que se les echaba encima, hasta que las muecas y gestos de los srenkis le provocaron náuseas. Con voz sofocada, preguntó:

— ¿Qué harán con nosotros? Jemasze se encogió de hombros.

— Llevan prendas rojas, lo que significa que han hecho juramento de venganza. Los hemos ofendido de algún modo, aunque no logro imaginar cómo ni dónde.

Elvo Glissam examinó el terreno a través de los prismáticos. Avisó a Jemasze:

— ¡Hay un monte ahí delante! Su desnivel es demasiado abrupto para que podamos pasar por él y la ladera desciende hacia el valle. ¡Tenemos que virar!

Jemasze titubeó.

— Nos alcanzarán dentro de veinte segundos.

— Pero... ¿qué podemos hacer?

— Seguir adelante. Póngase allí y esté preparado para recoger trapo cuando le dé la señal.

Petrificado, Elvo se quedó mirando a Jemasze.

— ¿Recoger trapo?

— Hasta que le dé la señal, no.

Elvo se encorvó junto al mástil, cerca del dispositivo de arriar. Los srenkis habían acortado la distancia y se encontraban ya a unos noventa metros; las tres altas velas parecían erguirse ominosamente sobre la yola. Ante el asombro de Elvo, Jemasze aflojó las velas para reducir la velocidad de la yola y permitir que la goleta se les acercara todavía más aprisa. Ya se podía ver con detalle a los srenkis. Tres de ellos estaban en la cubierta de proa, inclinados hacia adelante, ensombrecidos sus lúgubres rostros bajo los rayos perpendiculares del rosado sol. Ante la consternación de Elvo, Jemasze largó más velamen, dejando que los srenkis ganasen terreno a un ritmo más rápido. Elvo abrió la boca para protestar, luego, ciego de desaliento, apretó los dientes y dio media vuelta.

Por delante, el suelo empezaba a inclinarse hacia el desfiladero del río por un lado y hacia un acantilado de cima redondeada por el otro; la yola se inclinó y patinó. Por detrás, la negra goleta llegaba impetuosa, arrolladora, estaba ya tan cerca que Elvo pudo oír los gritos de los tripulantes. La pendiente se hizo más pronunciada; la yola se ladeó precariamente; al mirar por encima de la borda, Elvo miró la cuesta abajo, abajo, abajo, hasta el desfiladero del río... un espacio que ponía enfermo; cerró los ojos, apretó los párpados y se aferró al mástil. El viento se precipitaba por la ladera de la colina; la yola rebotaba declive abajo.

— ¡Arríe! — gritó Jemasze.

Elvo lanzó una mirada frenética por la popa. La goleta, ladeada por la cuesta, se les aproximaba velozmente; en la cubierta de proa, un srenki levantaba un rezón, dispuesto a lanzarlo y engancharlo a la caseta del timón de la yola.

— ¡Arríe! — chilló Jemasze a voz en cuello. Con dedos entumecidos, Elvo accionó la pa l anca y la vela mayor cayó mástil abajo. Una ráfaga de aire sacudió a la yola; se levantaron las ruedas de barlovento. El vértigo puso a Elvo el estómago en la garganta; gateó hacia el lado alto de la cubierta. El mismo ramalazo de viento sacudió también a la goleta y le aplicó un impulso inexorable. Cuando las ruedas de barlovento abandonaron el suelo, el timonel bajó el timón para evitar el vuelco; la goleta rodó furiosamente monte abajo, sin control. Las ruedas rebotaron contra las rocas y los baches; los altos mástiles se estremecieron y agitaron; las velas se combaron y aletearon. Como consecuencia de una de las sacudidas más violentas, el palo de mesana cedió, el timonel hizo girar la rue d a; la goleta rebotó contra una peña, voló por encima del borde de una cornisa, volcó y se precipitó al río.

— ¡Abajo! — aulló Jemasze.

Elvo hizo casi invisible la vela. Jemasze detuvo el motor auxiliar. A un ritmo cauto, la yola bajó por la ladera del monte y llegó a terreno llano. Jemasze fijó el rumbo hacia el noreste, como antes.

La yola navegó a través del desierto sarai, a lo largo de una tarde tan apacible que Elvo empezó a dudar de la exactitud de sus recuerdos: ¿existieron realmente los srenki? A hurtadillas, estudió a Kurgech y Gerd Jemasze, sin poder determinar cuál de los dos era más enigmático.

El sol se hundió hasta desaparecer del claro cielo. Se arriaron las velas; se calzaron las ruedas y se dispuso el campamento para pernoctar en medio de un sarai sin caminos.

Después de cenar carne en conserva, galletas y cerveza de la Estación, los tres hombres se sentaron en la cubierta de proa, apoyada la espalda en el camarote. Elvo no pudo contenerse y preguntó a Gerd Jemasze:

— ¿Planeó esa maniobra que condujo a la goleta a naufragar desplomándose en el río? Jemasze asintió con la cabeza.

— No hacía falta ser muy listo. Con una manga tan estrecha y tres palos tan altos, era obvio que no podían aguantar mucho en una vertiente tan empinada. Así que se me ocurrió atraerlos allí, a ver si había suerte y ellos solos se lanzaban pendiente abajo hasta el río.

Elvo dejó oír una risita temblona.

— ¿Y si no llegan a caer en el río?

— Hubiéramos tenido que ajustarles las cuentas de algún otro modo — respondió Jemasze con indiferencia.

Elvo guardó silencio, mientras meditaba en la seguridad en sí mismo de Jemasze. Se reafirmó en su idea, perfectamente tipificada, de que aquella cualidad era lo que le parecía más irritante. Se las arregló para soltar otra risita entre dientes. Jemasze se consideraba competente para afrontar cualquier desafío. El, Elvo, no, y, en consecuencia, ello le producía resentimiento: esa era la verdad del asunto. Elvo alivió su quebrantado amor propio con la reflexión de que, al menos, había algo en lo que superaba a Gerd Jemasze: él, Elvo, era capaz del autoanálisis. Resultaba evidente que Gerd Jemasze nunca se molestó en ponderar su propia psique.

Miró a Kurgech y le formuló una pregunta que nunca hubiera podido plantear quince días antes:

— ¿Nos sigue alguien la pista? Kurgech le observó a la declinante claridad del ocaso.

— No siento cerca ninguna amenaza. Una neblina oscura flota en el horizonte, pero muy lejos. Esta noche estamos a salvo.