6

Schaine y Elvo salieron a dar un paseo montados en sendos críptidos. Kelse había insistido en que llevasen armas de fuego y les acompañaran dos peones del rancho, lo cual molesto a Schaine. Pero cuando avanzaban en dirección sur, hacia los Skaws, la muchacha reconoció que tales precauciones eran probablemente muy acertadas.

— No estamos tan lejos de Retenia como todo eso — le dijo a Elvo Glissam — y, como sabe, pueden suceder cosas muy desagradables.

— No me quejo.

Se detuvieron a la sombra del Gran Skaw: una aguja de piedra arenisca de mas de sesenta metros de altura, mole estratificada, con predominio de los colores beige, amarillo, rosa y gris. La mansión de Morningswake apenas era visible bajo los claros gomeros verdes y los robles transestelares, más oscuros. A lo lejos se vislumbraba la todavía más opaca línea del bosque del Hada, tendida a lo largo del horizonte. Hacia el oeste, el Chip-Chap serpenteaba de un lado a otro, para acabar desapareciendo por el suroeste y desembocar después en el lago de la Matanza.

— Cuando éramos pequeños — explicó Schaine — , veníamos aquí a merendar y a localizar turmalinas; hay un dique de pegmatita por allí... Fue donde el erjin atacó a Kelse, dicho sea de paso.

Elvo examinó los alrededores.

— ¿Ahí mismo?

— Yo estaba al otro lado de la pegmatita; Kelse y Muffin trepaban por el picacho. El erjin salió de esa grieta y subió detrás de los chicos. Agarró a Kelse y tiró de é[ hacia abajo; oí el ruido y volví para ayudarle, pero Muffin ya había disparado sobre el erjin y el animal se agitaba en el suelo, precisamente donde está usted ahora. Entonces llegó Kurgech, ligó el brazo y la pierna de Kelse y lo llevaron a casa. Y Muffin se convirtió en el gran héroe. Durante una semana.

— ¿Que pasó después?

— Ah... hubo una trifulca de pronóstico. Me fui a Tanquil, muy enfadada. Luego, Muffin se marchó a Retenia y ahora es el Príncipe Gris. — Schaine lanzó una ojeada circular a la zona — Supongo que, en realidad, este sitio no me gusta... Pobre Kelse.

Intranquilo, Elvo volvió la cabeza y miró por encima del hombro.

— ¿Vienen a menudo erjines por aquí? De vez en cuando, se acercan para observar el ganado, pero nuestros aos son rastreadores formidables; los persiguen y saben seguir pistas que uno ni siquiera ve. Los erjines lo saben y, por regla general, se quedan en el interior de su páramo.

Al regresar al Señorío de Morningswake, vieron el abollado avión Dacy de Gerd Jemasze en la zona de aterrizaje. Kelse y Gerd trabajaban en la biblioteca y no aparecieron hasta que se sirvió la cena en el Gran Comedor. De acuerdo con la costumbre de Morningswake, todos lucían las vestiduras que mandaba el protocolo: Gerd Jemasze y Elvo Glissam llevaban las prendas que se mantenían para uso de invitados casuales. Schaine pensó que no había problema, el rito realzaba la ocasión; prendas y modales sencillos, sin etiqueta, contrastarían de modo incongruente con las sillas de alto respaldo, la enorme y antigua mesa de madera de árbol umbrío, la araña importada de las Cristalerías Zitz, de Gilhaux (Darybant) y el servicio de mesa, herencia y reliquia familiar. Aquella noche, Schaine se había esmerado de modo especial en el acicalamiento de su persona. Llevaba un sencillo vestido largo de tono oscuro y el pelo recogido sobre la parte superior de la cabeza, al estilo de las náyades de Pharistane, con una irradiante esmeralda en forma de estrella sobre la frente.

Reyona Werlas-Madduc, con la ayuda de Hermina Lingolet, ya había llevado la comida; a la mesa de madera de umbrío se sentaban sólo cuatro personas; las que compartieron la marcha de ciento cincuenta y tantos kilómetros a través del erial.

Mientras saboreaban el vino, Schaine se echó hacia atrás en la silla y, entrecerrados los párpados, miró a aquellos hombres y simuló que eran desconocidos a los que ella iba a evaluar objetivamente. Pensó que Kelse aparentaba más edad de la que le correspondía por sus pocos años. No llegaría a ser nunca un hombre tan imponente como su padre. Su semblante era flaco y afilado; estrías de reafirmación comprimían su boca. Por contra, Elvo Glissam parecía afable, tranquilo y alegre, como si nada le preocupase en el mundo. Desde el distante punto de vista adoptado por Schaine, Gerd Jemasze tenía un aspecto sorprendentemente elegante. El hombre volvió la cabeza y las miradas de ambos se tropezaron. Como siempre, Schaine noto cierto latido interior de antagonismo, desafío o vaya usted a saber que otra emoción. Gerd Jemasze bajo la vista hacia la copa de vino; a Schaine le asombró y divirtió descubrir qué Gerd Jemasze había reparado en su presencia; a lo largo de todos los años de su vida, de la vida de Schaine, Gerd Jemasze siempre la había ignorado.

— La carta circula ya por los dominios — dijo Kelse — . Si conseguimos la aprobación general, y creo que la conseguiremos, nos convertiremos ipso facto en una unidad política.

— ¿Y si no lográis la aprobacióngeneral? — preguntó Schaine.

— Eso es improbable. Ya hemos tratado el asunto con todos.

— ¿Y si no les gusta la estructura de vuestra carta e insisten en introducir modificaciones?

— La carta no está estructurada del todo. Es simplemente el manifiesto de una causa común, un acuerdo que hay que consensuar, un compromiso que ha de acatarse por voluntad de la mayoría. Es el fundamental primer paso que había que dar; después aprobaremos un documento más completo.

— De modo que ahora debemos esperar.

¿Cuánto tiempo?

— Una o dos semanas. Acaso tres.

— Tiempo suficiente — dijo Gerd Jemasze — para averiguar donde reside el humor de la «broma formidable» de Uther Madduc.

El interés de Elvo Glissam se despertó automáticamente.

— ¿Cómo?

— Es cuestión de seguir su ruta. En algún punto del recorrido descubriremos lo que le había hecho tanta gracia.

— ¿Cuál fue su ruta? — preguntó Schaine.

— Desde Morningswake, voló quinientos kilómetros hacia el norte, veintiocho en dirección noreste... en otras palabras, que llegó a la Estación de Palga n.° 2. Allí aterrizó. — Gerd Jemasze saco la libreta de Uther Madduc — . Escuchad esto: «Ningún hombre se atreve a surcar el cielo sobre el Palga. ¡Portentosa paradoja! Los mensajeros del viento, tan mansos, tan indecisos, se transforman en feroces demonios cuando ven una aeronave. Sacan los antiguos cañones ligeros; el avión estalla y cae hecho trizas. Planteé la pregunta a Flisent: "¿Por qué disparáis a los aviones?"

"Porque", contestó, "lo mas probable es que los piloten saqueadores azules". "¡Ah!", dije yo, "¿cuando ocurrió la última incursión uldra?" "Yo no la recuerdo, ni tampoco la recuerda mi padre", contestó Flisent. "A pesar de todo, así es como deben ser las cosas; no queremos que nadie vuele por nuestro espacio aéreo." Me permitió examinar su cañón: un instrumento maravilloso y quise saber quién había creado un arma tan estupenda. Flisent no pudo contarme mucho. El cañón, con su complicada decoración a base de volutas y sus magníficos grabados, era herencia familiar, legada de padres a hijos desde una época inmemorial; podía haber llegado allí en la olvidada primera exploración de Koryfon; ¿quién sabe?

Gerd Jemasze alzó la cabeza.

— Escribió esto, según parece, a los pocos días de haber aterrizado en la Estación de Palga n.° 2. Por desgracia, no hay mucho más. Dice: «El palga es un territorio de lo más extraordinario y Flisent es también un camarada de lo más extraordinario. Como todos los mensajeros del viento, es un diestro y entusiasta ladrón, a menos que se le disuada mediante el cachete o la vigilancia. Aparte de eso, es un tipo estupendo. Posee una goleta y treinta y siete parcelas que cultiva al paso. ¡Cómo se identifican estos hombres con el aire, el sol, las nubes y la meteorología! Verlos al timón, con las velas hinchadas sobre sus cabezas y las gigantescas ruedas girando, es como ver personas absortas en un rito religioso. Y, sin embargo, diles que tres veces dos equivalen a seis y se te quedarán mirando con cara de pánfilos. Interrógales acerca de los erjines, quién los adiestra y cómo lo hace, y su rostro reflejará un profundo desconcierto. Pregúntales cómo pagan sus bonitas ruedas, la lona de las velas y los accesorios metálicos y se quedarán con la boca abierta, como si sospecharan que has perdido el juicio».

Gerd Jemasze pasó la hoja. — Aquí hay una parte que titula «Notas para un tratado»; «Srenki: fabulosa y tremenda casta, ¿o es un culto? El conocimiento llega al niño a través de sueños recurrentes. Adelgaza, se torna pálido y preocupado, hasta que, al final se marcha de su carreta. Luego realiza su primera hazaña; después, en esta tierra apacible y extraña, se concentra dentro de sí mismo y disipa la infamia elemental de todos los demás, que responden con indulgencia y compasión a esa criatura ahora espantosa. Los srenkis son pocos; en todo el Palga habrá tal vez un centenar o, como máximo, dos: puede entenderse muy bien qué fantasmal y profunda discurre en su interior la filtración de sumidero». Silencio; nadie habló. Gerd Jemasze pasó otra página.

— Aquí viene la última parte. Dice: «El hombre se llama Poliamides. Le he engatusado con el truco de Kurgech y reconoce haber visto el centro de adiestramiento de erjines. "¡Llévame allí, pues!" Vacila. Giro un poco el prisma y mi voz llega desde el cielo al interior de su cerebro. "¡Llévame allí!"... ¡La voz de un dios con ojo solar! Poliamides acepta lo inevitable, aunque se da perfecta cuenta de que bate un millón de destinos mezclándolos en una especie de sopa caótica. "¿Dónde y a qué distancia?", pregunto. "Allá y bastante lejos", responde; así que ya veremos».

Gerd Jemasze dio la vuelta a otra hoja.

— Sigue una lista de números que no consigo interpretar, y eso es todo. Salvo esta página final. Primero, dos palabras: «¡Esplendor! ¡Maravilla!», y luego: «De todas las agridulces ironías, esta es la primordial. ¡Qué despacio toca a muerto el carillón de los siglos! ¡Qué resonante, plañidera y dulce es la justicia de los tonos!» Luego, un último párrafo: «La cosa está tan clara que apenas necesita demostración; no obstante, esta demostración maravillosa existe ya, y si alguien se atreve a cuestionar nuestro derecho y nuestra justicia, puedo inmovilizarle en el muro de su propia y absurda ridiculez doctrinaria».

Gerd Jemasze cerró el cuaderno de notas y lo arrojó encima de la mesa.

— Eso es todo. Regresó al Sturdevant. El piloto automático indica que voló directamente hacia Morningswake. Dos días después estaba muerto en el Dramalfo.

— No comprendo — dijo Elvo Glissam — , en primer lugar, por qué fue al Palga. ¿Para comerciar?

— Es bastante extraño — dijo Kelse — , teniendo en cuenta que iba en una misión por la que estaba entrañablemente interesado. La primavera pasada visitó Olanje y tomó nota de los erjines de tía Val. Nadie parecía conocer el proceso de amaestramiento de los erjines, de modo que padre fue al Palga para averiguarlo.

— ¿Y lo averiguó? ¿Es esa la «broma formidable»?

Kelse se encogió de hombros.

— No lo sabemos.

— Palga debe de ser un sitio notable.

— Recuerdo toda clase de historias insólitas — dijo Schaine — ... la mitad de ellas falsas, sin duda. Intercambio de recién nacidos que van de una carreta a otra, conforme a la teoría de que un crío al que educan sus propios padres se convierte en un niño mimado.

— ¿Te acuerdas de nuestra vieja niñera Jamia?

— preguntó Kelse — . Nos aterraba con las consejas sobre los srenkis que nos contaba al llevarnos a la cuna.

— Me acuerdo muy bien de Jamia — afirmó Schaine — . Una vez nos explicó que los mensajeros del viento colgaban de los árboles sus cadáveres, para ponerlos fuera del alcance de los perros salvajes, y al pasar por el bosque se encontraba uno con que desde cada árbol le sonreía un esqueleto.

— Y no sólo cuelgan de los árboles cadáveres — añadió Jemasze — . También hacen lo mismo con los abuelos enfermos... y después arrancan el árbol, para ahorrarse la molestia de volver luego al bosque.

— Un pueblo encantador — comentó Elvo Glissam — . Entonces, ¿que piensa hacer?

— Volar a la Estación de Palga n.° 2 y descubrir el rastro de Uther Madduc, de la manera que sea. Kelse meneó la cabeza.

— Ese rastro es muy antiguo; no, no lo encontrarás nunca.

— Yo no lo encontraría, pero Kurgech sí.

— ¿Kurgech?

— Quiere acompañarme. Nunca ha estado en el Palga y desea ver las carretas de vela.

Expansivamente, Elvo Glissam se brindó:

— A mí también me gustaría ir, si es que puedo ser útilen algo.

Schaine apretó los labios; imposible protestar o aludir a la dureza y los peligros de la expedición sin violentar a Elvo, como tampoco podía señalar que Elvo había trasegado varias copas de aquel fuerte vino color de ámbar.

El rostro de Gerd Jemasze se contrajo tan levemente que quizá sólo Schaine se dio cuenta. El siempre latente desagrado que lo producía Jemasze flameó en el interior de la muchacha; pero se contuvo y no hizo ningún comentario.

Gerd Jemasze dijo en tono seco, aunque cortés:

— Agradezco la oferta de su compañía... sin embargo, estaremos fuera una semana, acaso algo más, en unas condiciones difíciles.

Elvo Glissam se echó a reír.

— No podrá ser peor que la marcha a través delDramalfo.

— Espero que no.

— Bueno, no soy precisamente un alfeñique y tengo un interés particular en el asunto.

Terció Kelse, con su tono más ponderado, lo que aumentó el enojo de Schaine:

— Elvo quiere ver con sus propios ojos, de primera mano, la esclavización de erjines.

Elvo sonrió, sin dar la menor muestra de sentirse molesto.

— Una gran verdad — ratificó.

— Supongo que Kelse puede proporcionarle un par de botas y unas cuantas prendas y piezas de equipo adecuadas — dijo Gerd Jemasze, sin entusiasmo alguno.

— Eso está hecho — confirmó Kelse.

— Muy bien, pues; saldremos mañana por la mañana, si consigo dar con Kurgech.

— Habrá subido al viejo Pomar; estará con su tribu.

Durante unos segundos, Schaine luchó con la inquieta tentación de unirse a la aventura, pero al final, aunque de mala gana, desechó la idea. No sería justo para Kelse marchar al Palga y dejarle solo.