7

El aerocoche volaba con rumbo norte sobre un territorio de montes bajos, amplios valles, ríos sinuosos, bosques de gadrunes, árboles llama, mangos y algún que otro gigantesco jinko uaiano. Elvo Glissam iba sumido en una sensación de irrealidad, casi arrepentido de su fanfarronada de la noche anterior. No cesaba de volver la cabeza... «No lo lamento, de ninguna manera», se decía con firmeza; se había unido a la expedición por buenas y suficientes razones: para examinar de cerca las circunstancias básicas de la esclavitud de erjines, una línea de conducta a la que se veía impulsado por su compromiso moral. Y había otro motivo más visceral. Lo que Gerd Jemasze pudiera hacer, Elvo Glissam podía hacerlo.

Elvo Glissam miró hacia el otro extremo del vehículo. Él aventajaba en unos dos centímetros de estatura a Gerd Jemasze. Éste era más ancho de hombros, con mayor capacidad torácica, decidido, preciso y eficiente en sus movimientos; no empleaba ningún floreo innecesario ni ejecutaba ninguno de esos gestos típicos que son la sal y pimienta de una personalidad. Ciertamente, la primera y acaso la segunda y la tercera impresión que daba Gerd Jemasze era la de una persona parca, monótona, seria e incolora; no parecía tener la menor brizna de dinamismo, talento o mordacidad. La actitud de Elvo Glissam hacia el mundo era optimista, positiva, constructiva: Koryfon, toda la Vastedad Gaeana, verdaderamente, necesitaba mejorar, y sólo mediante el esfuerzo de todas las personas de buena voluntad podían llevarse a la práctica los cambios precisos.

Aunque era suficientemente cortés y considerado, a Gerd Jemasze no podía calificársele de individuo simpático y no cabía la menor duda de que miraba el cosmos a través de una lente de egocentrismo. Por idéntica razón, Gerd Jemasze tenía una soberana seguridad en sí mismo; la posibilidad de fracasar en cualquier empresa a la que se lanzara nunca había cruzado por su mente, y Elvo experimentaba cierto reconcomio de envidia o irritación, o incluso un débil sentimiento de disgusto... que instantáneamente rechazaba, por mezquino e indigno. ¡Si Gerd Jemasze fuera menos arrogante en sus pretensiones inconscientes, menos inocente!... porque, después de todo, la insensible confianza en sí mismo de Gerd Jemasze no podía ser más que ingenuidad. En cientos de competencias, su nivel resultaría auténticamente bajo. No sabía prácticamente nada de los logros alcanzados por el hombre en los reinos de la música, las matemáticas, la literatura, la óptica, la filosofía... Medidos ambos por el rasero de cualquier consideración normal, sería Gerd Jemasze quien se sintiera molesto y resentido respecto a Elvo Glissam, y no al revés. Elvo Glissam se las arregló para emitir una ácida risita entre dientes.

Echó una nueva mirada al paisaje que se deslizaba bajo el avión. Aún estaba a tiempo de que lo devolviesen al punto de partida, si se lo pidiera; con alegar que se encontraba mal... La reacción de Gerd Jemasze habría sido sólo de leve desconcierto; le importaba tan poco, en un sentido o en otro, que ni siquiera se sentiría molesto... Elvo frunció el ceño. Ya estaba bien de compadecerse de sí mismo y de retorcerse las manos. Se esforzaría al máximo para ser un compañero competente; si no lo conseguía, pues no lo había conseguido, nada más; se negó a seguir pensando en ello. El índice de Gerd Jemasze señaló un punto del suelo donde tres enormes bestias de pelaje gris se revolcaban en un cenagal. Una de ellas se irguió, anduvo arrastrando las patas hasta la orilla del lodazal y levantó la mirada de sus alelados ojos hacia el aerocoche.

— Perezosos acorazados — informó Gerd Jemasze — . Primos hermanos de los morfotas. Se rezagaron en la evolución.

— Pero no tienen relación alguna con los erjines.

— Absolutamente ninguna. Hay quien dice que los erjines se desarrollaron a partir de los gergoides montañeses: mitad ratas, mitad escorpiones; otros rechazan esa teoría. Los erjines no dejan fósiles.

El aerocoche siguió surcando el aire hacia el norte. Por delante se perfiló el Palga, con los Volwodes tratando de horadar el cielo por el oeste. Gerd Jemasze hizo cobrar altura al aparato, para volar justo por debajo de las amplias columnas de cúmulos acariciados por los rayos del sol. Al nivel del suelo, la superficie se elevaba y descendía, como si el piso estuviese bajo presión. De súbito, una escarpa erosionada hasta formar miles de estribaciones y barrancos, alzó ante ellos una cara cortada a pico de una altura de novecientos metros. Más allá, a lo largo de una distancia remota y soleada, se extendía el Palga.

Cerca del borde de la escarpadura se apiñaban una docena de edificios de paredes enja b elgadas y tejados de color pardo-negro.

— Estación de Palga n.° 2 — anunció Gerd Jemasze concisamente — . Es probable que vea erjines para exportar... No le ayudará nada mostrarse agraviado por ello.

Elvo se las arregló para que su risa sonara comprensiva.

— Estoy aquí sólo como observador.

Tuvo conciencia en aquel momento de que nunca había oído a Gerd Jemasze expresar una opinión, ni en un sentido ni en otro, sobre la esclavización de erjines.

— ¿Qué me dice de usted? ¿Cuál es su idea respecto a la cuestión?

Gerd Jemasze reflexionó un par de minutos.

— Personalmente, malditas las ganas que tengo de ser esclavo.

Se interrumpió y, al cabo de un momento, Elvo se dio cuenta de que no iba a ampliar más su conato de opinión... acaso porque no tenía formada ninguna opinión. Luego, mientras enarcaba las cejas, por su propia insensibilidad, Elvo corrigió su criterio y se dijo que, al parecer, lo que Gerd Jemasze había manifestado era algo así como: «A primera vista, la situación presenta aspectos obscenos y vergonzosos, pero puesto que sabemos tan poco de la totalidad del cuadro, me reservo mi juicio definitivo. En cuanto al desconsuelo de los Gremios Laborales de Olanje y los sentimientos heridos de la Sociedad para la Emancipación del Erjin, difícilmente me los puedo tomar en serio».

Elvo sonrió. Traducidas al lenguaje de Villa Mirasol, tales eran las opiniones de Gerd Jemasze.

El aerocoche tomó tierra en el recinto central de la Estación n.° 2. A la izquierda zigzagueaba una larga, baja e irregular estructura con piso de cemento, encalada, de tejado de ángulos e inclinaciones increíbles sostenido por gruesos postes; evidentemente, era una posada. Por delante, a lo largo del borde occidental del recinto, se alzaban tres naves con aspecto de talleres, de altas puertas abiertas tanto por la parte frontal como por la trasera, lo que permitía ver cierto número de vehículos en proceso de construcción. Un estante soportaba una docena de gigantescos neumáticos tan altos como un hombre, o quizá más; al otro lado y dentro de los cobertizos de montaje se vislumbraban más vehículos, incongruentemente equipados con mástiles, vergas, botalones, bauprases y jarcias. A la derecha, en el límite norte del perímetro, se alineaba otro complejo de tinglados abiertos, algunos de los cuales almacenaban jaulas vacías, mientras otros disponían de cuadras resguardadas desde las que una docena de erjines miraban impasibles al frente.

En los talleres, los obreros hablan interrumpido su actividad. Una media docena de ellos salieron para cruzar el recinto y acercarse al aerocoche: hombres morenos, robustos, no muy altos de estatura. Varios lucían un tocado que Elvo consideró absurdo a todo serlo: discos horizontales de madera, de metro veinte de diámetro y dos centímetros y medio de grosor, asegurados a un casco de hierro que iba sujeto con tiras de cuero a la barbilla y alrededor del cuello, por el cogote. ¿Cómo podía llevar alguien un chisme tan incómodo? Gerd Jemasze ejecutó entonces una acción curiosísima. Al aproximarse los hombres, cogió un palo y trazó un círculo en la tierra del suelo del recinto, círculo dentro del cual quedó el aerocoche. Los trabajadores se detuvieron, después reanudaron su avance, más despacio, y acabaron inmovilizándose ante la circunferencia del círculo. Eran los primeros mensajeros del viento que Elvo veía: representantes de una raza completamente distinta a los uldras. Su piel, de un tono moreno claro, parecía atezada por un pigmento innato más que por la exposición al sol y tenía la peculiar característica de que no presentaba ni sombras ni claros. Algunos de aquellos individuos llevaban gorros de tela, otros, discos de madera y cascos de hierro; en los puntos donde el pelo era visible, se mostraba como una maraña de rizos castaños claro y lo llevaban sin ninguna atención evidente al peinado. Sus facciones eran menudas y achatadas, salvo por las más bien pronunciadas mandíbulas; los ojos tenían un inquietante color amarillo pálido. Cierto número de ellos lucían bigotito; varios se habían depilado las cejas, lo que les confería una expresión extraña. Todos vestían pantalones cortos de color gris, azul claro o verde claro, con camisa suelta de similar tejido; todos llevaban encima del pelo o del gorro lo que parecían ser ornamentos de cristal soplado en complicadas formas; tal adorno iba sujeto con cintas de colores.

Gerd Jemasze les dirigió la palabra:

— Buena suerte y mejor viento a todos. Los obreros respondieron murmurando una bendición.

— ¿Comercias o compras? — preguntó uno.

— Mi negocio aún no se me ha aclarado. Se me mostrará en alas de un sueño.

Los trabajadores asintieron, en gesto de comprensión, e intercambiaron susurros unos con otros. Elvo se quedó boquiabierto a causa de la sorpresa; ni por lo mas remoto hubiera podido esperar tales vuelos de fantasía poética en boca del prosaico Jemasze, quien en aquel instante señalaba el círculo.

— Observad este fiap. No lo impone Ahariszeio, sino que lo hacemos respetar nosotros mismos, nuestros puños y la mordedura de nuestras armas. ¿Lo entendéis con claridad?

Los operarios se encogieron de hombros, arrastraron los pies y alargaron el cuello para examinar el avión y lo que contenía.

— ¿Dónde está el sacerdote? — preguntó Jemasze.

— Allá, en sus compartimientos, al otro lado de la posada.

Jemasze volvió la cabeza hacia Kurgech, que se recostaba en el fuselaje del aparato, con una pistola significativamente expuesta a la vista. Jemasze miró de nuevo a los mensajeros del viento.

— Podéis marcharos sin pesar; nuestra propiedad no está abandonada ni a disposición de los demás, sino diligentemente protegida.

Los trabajadores hicieron gestos corteses y regresaron a sus cobertizos.

— ¿Que significa todo esto? — preguntó Elvo, perplejo.

— Los mensajeros del viento roban todo lo que puedan agarrar — explicó Gerd Jemasze — . Los signos protectores, los talismanes, se llaman fiap; los verá por todas partes. Los mensajeros del viento los llevan en el pelo.

— ¿Por que sé tocan con esos discos de madera?

— El que lo lleva es porque ha violado algún rito o mandamiento religioso. Aquí, la única autoridad es la del sacerdocio.

— Me duele la cabeza sólo de pensarlo — rezongó Elvo.

— A veces, esos discos tienen hasta diez e incluso quince centímetros de grueso. En tales casos, el pecador normalmente muere en cuestión de ocho o quince días, a menos que tenga alguien que le cuide.

— ¿Qué ha de hacer para ganarse un disco? Gerd Jemasze se encogió de hombros.

— Escupir contra el viento. Hablar en sueños. No estoy familiarizado con las leyes de los mensajeros del viento. Vamos; visitaré al sacerdote y conseguiremos algunos fiaps.

El sacerdote vestía túnica blanca; su cabellera, teñida totalmente de negro y rematada por pequeñas bolas de ónice, le caía sobre los hombros. El redondo semblante era barbilampiño y círculos negros pintados rodeaban los ojos, lo que daba al hombre una intensa expresión de búho. No mostró la menor sorpresa al ver a Gerd Jemasze y Elvo Glissam, aunque estaba dormido encima de su lecho cuando ambos entraron en el compartimento.

Gerd Jemasze inició una conversación que, una vez más, dejó atónito a Elvo Glissam.

— Le deseamos buenos vientos, sacerdote. Solicitamos un conjunto de fiaps que cubran todas las fases de la vida.

— Naturalmente, naturalmente — repuso el religioso — . ¿Venís a comerciar? No necesitaréis tantos fiaps.

— No somos comerciantes; venimos al Palga por placer y para ver cosas nuevas.

— ¡Vaya! Sin duda sois hombres de gustos sencillos, fáciles de complacer. Aquí no organizamos verbenas ni ferias, no ofrecemos chicas jóvenes de voz melodiosa ni banquetes de carnes suculentas. En realidad, encontraréis por estos pagos pocas personas de vuestra clase.

— Mi amigo Uther Madduc pasó por aquí recientemente — dijo Gerd Jemasze — . Me ha dicho que le suministró fiaps y que le dio consejo.

— No, yo no. Poliamides ejercía entonces este sacerdocio. Yo soy Moffamides.

— En ese caso, presentaremos nuestros respetos a Poliamides.

Los ojos de Moffamides se tornaron redondos y brillantes; se pellizcó los labios y meneó la cabeza con desaprobación.

— Poliamides resultó hombre inconstante; ha abandonado el sacerdocio para retirarse al sarai[15].

Tal vez fue indebidamente expansivo con vuestro amigo Uther Madduc.

— En nombre de Ahariszeio, pues, proporciónanos fiaps y fortalécelos.

El clérigo miró en el interior de una caja de cuero negro, forrada de fieltro rosa, en cuyo fondo descansaban una docena de esferas de cristal de roca. Las tocó, las movió, las volvió a colocar como estaban y luego se echó hacia atrás bruscamente, al tiempo que soltaba una breve exclamación de sorpresa.

— ¡Los augurios son desfavorables! Debéis regresar a Aluan.

— ¡Ha manipulado mal las esferas! — replicó Gerd Jemasze con aspereza — ; los presagios son favorables.

Moffamides le dirigió una aguda mirada de soslayo; las cuentas de ágata que colgaban de sus cabellos entrechocaron, produciendo un suave tintineo.

— ¿Como te atreves a decir tal cosa? ¿Sois sacerdotes?

Jemasze respondió con un seco movimiento de cabeza.

— Uther Madduc ha muerto, como sabe. Los ojos de Moffamides se desorbitaron, al parecer a causa de una sorpresa auténtica.

— ¿Como iba a saberlo?

— Gracias a la telepatía, que es una de las propiedades de los sacerdotes, según me han dicho.

— Sólo en determinadas circunstancias, y nunca en relación con los acontecimientos de Aluan, territorio del que no se más de lo que tú puedas saber del Palga.

— El fantasma de Uther Madduc ha depositado una pesada carga sobre nosotros. Él y Poliamides fueron compañeros y, por seguridad mutua, se cedieron cada uno de ellos una chispa del alma del otro.

Elvo Glissam escuchaba horrorizado aquella conversación. ¡Y había tenido a Gerd Jemasze por lerdo e impávido!

Moffamides se sentó, con aire meditativo y entrecerrados sus ojos de búho.

— Es la primera noticia que tengo de ello.

— Había que decírselo, y si nosotros tenemos que regresar a Aluan sin el alma de Uther Madduc, le pediré que nos acompañe para consolar a su fantasma.

— Eso es imposible de todo punto — declaró el sacerdote — . No me atrevo a salir del Palga.

— En tal caso no tenemos más remedio que intercambiar unas palabras con Poliamides.

Moffamides asintió despacio, pensativamente, perdida la mirada en el vacío.

— Primero — advirtió Gerd Jemasze — debe proporcionarnos fiaps.

Una vez más, Moffamides se puso en guardia.

— ¿Fiaps de qué naturaleza?

— Idee para nosotros un fiap que nos permita cruzar con nuestro aerocoche los cielos del Palga, sin ningún impedimento.

Las comisuras de la boca de Moffamides trazaron una curva descendente y el sacerdote levantó el índice.

— ¿Eructos de gas y gemidos de energía en los soberbios vientos de Ahariszeio? ¡Ni pensarlo! Tampoco crearé un fiap de buena ventura, porque tengo conciencia de presagios y sombras, y puede que no todo vaya bien. En el mejor de los casos, puedo crear un talismán general que os ponga bajo la clemencia de Ahariszeio.

— Muy bien; aceptaremos ese fiap con gratitud. Adicionalmente, el aerocoche ha de estar protegido contra toda clase de daños, molestias e infortunios, incluidos robos, destrucción, curiosidad, averías, vandalismo, escarnio, traslado u ocultación. Quiero fiaps para mí y para mis acompañantes, fiaps que nos preserven de vejaciones, perjuicios, magia, engaño, explotación, captura o inmovilización, además de las diversas etapas y condiciones de la muerte. También necesitaremos un conveniente surtido de fiaps para nuestro vehículo, que nos garantice buenos vientos, suaves aterrizajes, estabilidad y hermoso destino.

— Pides mucho.

— Para un sacerdote tan íntimo de Ahariszeio como usted, nuestras solicitudes son insignificantes. Podríamos pedir más.

— Ya es suficiente. Como es costumbre debes pagar unos honorarios.

— Discutiremos esos honorarios a nuestro regreso, una vez se hayan probado los fiaps.

Moffamides abrió la boca para decir algo, pero en seguida la cerró de nuevo.

— ¿Será muy largo vuestro viaje?

— Todo lo largo que haga falta. ¿Dónde está Poliamides?

— No muy a mano.

— Debes dirigirnos a él, entonces. Moffamides asintió cavilosamente.

— Sí. Os daré la dirección y os proporcionaré fiaps. Estos tienen que ser poderosos y no desvanecerse. Mañana estarán cargados de fuerza.

Gerd Jemasze efectuó una breve inclinación de cabeza.

— Danos un fiap provisional que otorgue seguridad a nuestro vehículo del cielo, y otros que nos protejan durante la noche, a nosotros y a nuestras pertenencias.

— Traslada tu aerocoche a la parte trasera de los almacenes de carretas. Llevaré allí los fiaps.

Gerd Jemasze regresó al avión, lo remontó para que sobrevolara los almacenes y tomó tierra en la zona indicada: un lugar donde se acumulaban docenas de vehículos, de diversos estilos y tamaños, viejos y nuevos, desde una goleta de tres palos y ocho ruedas de tres metros, destinada al transporte de mercancías, hasta un falucho de tres ruedas y mástil inestable. Ligados a cada uno había una combinación de bombillas de cristal retorcido y varillas de diversos colores, de las que pendían cintas lo bastante largas como para rebasar la borda de las carretas.

Moffamides les aguardaba allí con una cesta.

— Estos son fiaps de potencia general. — Sacó los objetos — . Este fiap rojo y verde es de tipo normal y preservará indefinidamente vuestro aerocoche. Los azules y blancos asegurarán vuestras pertenencias mientras permanezcáis en la posada. El fiap negro, verde y blanco protegerá al uldra de la venganza, la maldad y las garras de los fantasmas. Los dos fiaps con los colores negro, azul y amarillo bastarán para vosotros, los outkeros.

Jemasze ató el fiap rojo y verde al aerocoche, y distribuyó los otros entre Elvo, Kurgech y él.

— Todo correcto — dijo Moffamides y, sin más ceremonia, se alejó a través del patio.

Jemasze contempló los fiaps no muy convencido de su eficacia.

— Espero y deseo que funcionen y no sean puro camelo.

— Son buenos fiaps — aseguro Kurgech — . Llevan magia.

— Yo no noto nada — manifestó Elvo en voz baja — . Supongo que mi sensibilidad está atrofiada.

Jemasze se acercó a examinar un balandro de altos mástiles sobre cuatro ruedas de más de metro ochenta, con cubierta de mimbre y una pequeña cabina.

— Toda mi vida he deseado navegar en una de estas carretas. Esta es probablemente demasiado ligera y demasiado pequeña. Ese queche de allí resultaría más apropiado.

Los tres se dirigieron a la posada y entraron en un salón separado de la cocina por un mostrador de refregada madera de tono claro, que les llegaba a la altura del pecho. En la cocina, un hombro moreno y robusto, desnudo de cintura para arriba y reluciente de sudor, atendía una hilera de cacerolas que hervían burbujeantes en una enorme cocina de hierro. Esperaron; el cocinero les lanzo una mirada severa y luego cogió un machete y empezó cortar en trozos cuadrados una chirivía.

Entró en la estancia una joven, alta y esbelta, con un rostro tan impasible como el de una persona sonámbula. Siempre alerta ante las variedades humanas singulares, Elvo se sintió instantáneamente fascinado.

Con cierto grado de animación, aquella joven iba a resultar de una belleza extraordinaria, que combinaría la languidez del nenúfar y la elegancia de algunos de esos ágiles y rápidos animales blancos del invierno. Pero el semblante se mantenía pasivo y la hermosura estaba ausente. «O casi ausente», pensó Elvo; aunque tal vez se encontrara allí, más extraña que nunca, por implicación. El ebúrneo cutis de la muchacha tenía una tonalidad mas clara que la de la piel de un mensajero del viento corriente y mostraba un lustre o florescencia de suprema sutileza y color indefinible: ¿azul?, ¿verde azulado?, ¿violeta verdoso? La melena, castaño oscura, le llegaba hasta los hombros y estaba sujeta a la frente por una cinta negra, con un fiap púrpura, negro y escarlata en la parte posterior.

La suave voz de la moza les preguntó qué deseaban y Gerd Jemasze, en tono más bien brusco, contestó que querían tres camas, cena y desayuno. Elvo Glissam se extrañó ante la poca delicadeza de Jemasze. La muchacha retrocedió con la misma gracia airosa con que una ola vuelve al mar después de acariciar la playa. Les hizo una seña y los tres hombres la siguieron a un cavernoso salón comunal, sumido en la penumbra y por el que se movían misteriosas sombras. Losas de piedra gris oscura pavimentaban el suelo; postes de madera con manchas de humo sostenían las vigas del techo, del que colgaban centenares de fiaps apenas visibles. Una alargada ventana con cientos de piezas de cristal pardas y purpúreas permitían el paso de una claridad umbrosa que realzaba las características de postes, vigas y paneles, enriquecía el tono rojo oscuro de los manteles que cubrían las mesas y, con su determinante claroscuro, dramatizaba las facciones de las otras personas que ocupaban la habitación. Estas eran cinco hombres que jugaban sentados a una mesa, entre puñetazos y tacos con los que daban énfasis a los avatares de la partida, mientras un pinche de blanco delantal servía jarras de cerveza.

La joven les condujo a través de la sala comunal, para llegar, por un corto pasillo, a una baranda desde la que no se veía más que cielo. Elvo miró por encima de la barandilla. Habían construido la posada sobre el mismísimo borde de la escarpadura; aquella galería estaba suspendida en el vacío. Entre la pared y los postes se tendían cierto número de hamacas, algunas de las cuales, según indicó la mujer, estaban a disposición de los viajeros. Un pasaje, cuyo piso soportaba largos pilotes como patas de araña, se extendía por encima de la sima; al final del mismo estaba el excusado, que consistía en una barra sobre el ventoso vacío y una cañería de la que manaba un chorrito de agua fría. Se podía ver abajo, muy abajo, el centelleo del agua corriente, agua que Elvo confió en que no constituyera la fuente del Chip-Chap.

Los tres hombres se llevaron al balcón sendas jarras de cerveza: una suave y fragante bebida elaborada a base de bayas de wortle y sol de Palga. Bebieron, sentados allí, mientras Methuen, el sol, descendía en medio de un cataclismo de escarlata, rosa y rojo, como un rey que avanzase hacia la muerte.

En el balcón reinaba el silencio. La joven alta se presentó con más jarras de cerveza y se quedó inmóvil, con la mirada fija en la puesta de sol, como si contemplara por primera vez en su vida tan extraordinaria vista; al cabo de un momento, volvió a cobrar vida y regresó al salón comunal.

Medio ebrio de cerveza y puesta de sol, Elvo Glissam abandonó sus dudas y temores; allí, incuestionablemente, se encontraba el instante más espléndido de su existencia... ¡a pesar de aquellos extraños alrededores y con tan inexplicables compañeros! Las preguntas se agolpaban en su cabeza.

— Los fiaps — se dirigió a Kurgech — : ¿controlan realmente a los mensajeros del viento?

— Los mensajeros del viento no conocen ningún otro control.

— ¿Que le sucedería al que desobedeciese un fiap?

Kurgech ejecutó un movimiento que, pese a su levedad, implicaba que no era menester sacar a relucir aquella cuestión.

— El infractor sufre lo suyo y en muchos casos muere.

— ¿Cómo sabía que los fiaps del sacerdote llevaban magia?

Kurgech se limitó a encogerse de hombros.

— Si uno vive donde se desconoce la magia — terció Jemasze — , nunca la reconoce. Elvo miró hacia el cielo.

— Nunca tuve experiencia en cuestiones de magia... hasta ahora.

El crepúsculo empezó a difuminar el panorama; la joven hizo una majestuosa aparición para anunciar que la cena estaba servida. Los tres hombres la siguieron a la habitación comunal y cenaron un menú de pan salado, alubias y embutidos, adobo de ingredientes desconocidos y ensalada de hierbas dulces. Los jugadores no les prestaron la menor atención, ajenos a todo lo que no fuera su partida, una partida que se jugaba con varillas de madera pulimentada, de diez centímetros, revestidas en las puntas con remates de colores brillantes, que normalmente, aunque no en todos los casos, eran distintos. Cada jugador, por turno, tomaba una varilla de un receptáculo, ocultando los extremos para que los otros jugadores no los vieran, hasta que, tras la correspondiente deliberación, enseñaba en su soporte uno u otro de los extremos. Después de cada mano, se podía o no efectuar un descarte en el centro de la mesa, habitualmente acompañado de una palabrota o exclamación. El juego provocaba considerable tensión y los jugadores intercambiaban profusamente miradas de sorpresa y fruncimientos de cejas que subrayaban los cálculos mentales que hacían.

Jemasze y Kurgech se fueron a sus hamacas. Elvo continuó sentado, como espectador de aquel juego que resultaba más complicado de lo que a primera vista le pareció. Las ciento cinco varillas se dividían en veintiún grupos, que permitían combinaciones de rojo, negro, naranja, blanco, azul y verde. Para iniciar la partida, las varillas se colocaban en el receptáculo, que se agitaba hasta que uno de los palillos aparecía en una ranura dispuesta de forma que no permitía ver ninguna de las dos puntas. El jugador correspondiente cogía la varilla, la examinaba a escondidas y luego introducía un extremo por el agujero del soporte que tenía delante de sí encima de la mesa. Cada jugador iba sacando varillas, por turno, conservándolas o descartándolas, hasta que todos los miembros de la partida tenían cinco varillas sobresaliendo de sus respectivos soportes, con otra variación de colores oculta y conocida sólo por el jugador al que correspondía el soporte. Después de cada ronda de extracción de varillas, los jugadores aceptaban, aumentaban la apuesta o se retiraban, según considerasen buenas o malas las posibilidades que les ofrecía su juego. Cada uno de los que continuaban cogía otra varilla y procedía a desecharla o a introducirla en el soporte, aunque normalmente se descartaba de uno de los palillos que tenía previamente; y así continuaba la partida hasta que se habían sacado, seleccionado o descartado todas las varillas. En ese punto, los jugadores consideraban sus últimos descartes y los colores expuestos en las cajas, y, con esa información, cada jugador trataba de adivinar los colores ocultos en los soportes de los contrarios: todo lo cual servía de base para la definitiva ronda de apuestas. Hechas éstas, los jugadores enseñaban los extremos encubiertos. La combinación de varillas más alta ganaba el total acumulado de las apuestas. Elvo, un tanto intimidado por los viscerales gruñidos de emoción, permitió que su timidez se impusiera a la curiosidad y se mantuvo a una respetuosa distancia de la partida; como consecuencia no pudo determinar el valor de cada una de las combinaciones y enterarse de cuál era la más alta.

Una vez más, la joven se adelantó para servir una jarra de cerveza que, aunque no la había pedido, Elvo aceptó encantado. Trataba de llamar la atención de la muchacha, para tener ocasión de intercambiar unas palabras amistosas con ella, cuando en la habitación irrumpió un hombre de aspecto y porte impresionantes. Su rostro era un conjunto de facciones desproporcionadamente grandes y discordantes entre sí: mandíbulas anchas, mejillas hundidas, pómulos protuberantes, boca constituida por una delgada hendidura amplia y flexible, que se retorcía en estúpida mueca. Los ojos, redondos y amarillo claros, parpadeaban dolientes como si la luz les mortificase. Los largos y gruesos brazos colgaban de unos hombros fornidos; huesos y músculos formaban en el torso un relieve de irregulares, nudos y bultos; las largas piernas concluían en un par de pies enormes. Elvo tuvo la impresión de que aquel individuo parecía a la vez imbécil y astuto; simple y, no obstante, fértil en ideas.

Por el rabillo del ojo, los jugadores le vieron entrar, pero, tras esa rápida ojeada de soslayo, no le prestaron ninguna atención; el pinche le ignoró, como si no existiese. El sujeto se acercó a la mujer y le dijo algo; a continuación, mientras una sonrisa suavemente mustia curvaba sus labios, propinó a la muchacha una bofetada, cuyo sonoro chasquido provocó el que a Elvo se le revolviera el estómago. La joven fue a parar al suelo; el hombre le propinó un puntapié en la nuca.

En el cerebro de Elvo se grabó automáticamente una imagen que nunca olvidaría: la demudada muchacha tendida en el piso de la habitación, con un hilillo de sangre fluyendo de entre sus labios, sereno, impávido el semblante, fija le mirada en ninguna parte; el hombre la observó con expresión de orgulloso deleite y alzó de nuevo su pesada pierna, dispuesto a descargar una patada, como un bailarín que estuviese interpretando una grotesca giga; los jugadores se limitaron a lanzar fugaces vistazos de reojo, desde la mesa, indiferentes y remotos; el propio Elvo Glissam, de Olanje, estaba allí sentado, pasmado y horrorizado. De pronto y ante su asombro, se vio a sí mismo en el momento de extender el brazo, agarrar el pie y tirar de él con fuerza, lo que hizo que el hombre cayese contra el suelo, aunque sólo para levantarse raudo, con increíble agilidad, y, siempre con la tristona mueca en el rostro, disparar un puntapié a la cabeza de Elvo. Era la primera vez en toda su vida que Elvo peleaba a brazo partido; apenas supo qué hacer, salvo echarse hacia atrás instintiva y bruscamente, de modo que el ímpetu de la patada no consiguió más que agitar el aire ante su rostro. A la desesperada, aferró el pie del individuo y empujó hacia adelante. El hombre, repentinamente contorsionado el rostro a causa del pánico, retrocedió a la pata coja, con saltitos ridículos, cruzó la puerta de la galería recorrió el espacio de ésta, franqueó la barandilla y cayó al vacío.

Tambaleante, Elvo volvió a su silla. Se sentó y, cuando sus jadeos disminuyeron un poco, tomó un trago de la jarra de cerveza. Los jugadores seguían enfrascados en su partida. La mujer se marchó cojeando. Cayó sobre el dormitorio comunal un silencio sólo quebrado por los ruidos que se producían en la mesa de los jugadores. Elvo se acarició la frente y bajó la mirada hacia la cerveza de la jarra. Evidentemente, aquel episodio había sido una alucinación... Durante varios minutos, Elvo permaneció inmóvil. Acudió a su mente un extraño pensamiento: el hombre no llevaba encima ningún fiap, ningún talismán protector. Elvo apuró pensativamente la jarra de cerveza, se puso en pie y salió en busca de su hamaca.