9
La mañana llegó acompañada de un viento fresco y vivo y, con todas las velas desplegadas, la yola reanudó su travesía por el suavemente inclinado sarai: un paisaje que a Elvo le parecía suave y dulce como la primavera. Las avutardas alzaban el vuelo casi desde debajo de las susurrantes ruedas; macizos silvestres de vincapervincas rosadas y negras moteaban el por otra parte pardo soum.
Mediada la mañana avistaron una flotilla de bergantines que navegaban con rumbo norte, hinchadas las velas al viento: ello indicaba que habían llegado al tercer camino, como había estipulado Moffamides. Al cabo de unos minutos estaban ya en aquella calzada que, ante la perplejidad de Elvo, no conducía al norte, sino decididamente al noroeste.
— Nos hemos apartado de la ruta lo menos ciento sesenta kilómetros, si no son más — se quejó a Jemasze — . Si al partir de la Estación, hubiésemos avanzado hacia el norte, en vez de dirigirnos hacia el noreste, nos habríamos ahorrado un día de viaje.
Jemasze se mostró de acuerdo, con aire sombrío.
— Evidentemente, Moffamides deseaba que fumásemos esta ruta.
La yola alcanzó a las carretas vivienda. Niños de pelambrera despeinada se asomaban por las barandillas y señalaban con el dedo a la yola; los hombres miraban desde la cabina del timón; las mujeres salían de los camarotes, ni amable ni hostil la expresión. Como de costumbre, Elvo trató de saludarlos amistosamente, pero los mensajeros del viento hicieron caso omiso.
El camino descendió desde una comarca de grandes eminencias y depresiones a una llanura completamente plana que se extendía hasta más allá del horizonte. A intervalos, el agua que salía de los pozos regaba campos y huertos donde se cultivaban legumbres, cereales, arvejas, melones... Cada parcela protegida por su fiap.
La yola se desplazó por la planicie rumbo al noroeste, a veces en compañía de bergantines de mensajeros del viento, pero en solitario la mayor parte del tiempo. Los días largos y soleados alternaban con noches resplandecientes de estrellas. Elvo cavilaba a menudo que aquella era una vida envidiable, una existencia sin cortapisas ni rutinas, salvo las que imponían los vientos y las estaciones. Quizá los mensajeros del viento eran los habitantes más razonables de todo Koryfon, yendo de un lado para otro a través de los espacios abiertos, con gigantescas nubes en las alturas celestes y esplendorosas puestas de sol al concluir la jornada.
La tarde número cuatro de su avance por el camino del noroeste, una mancha oscura apareció en el horizonte; los prismáticos permitieron determinar que se trataba de un bosque de impresionantes árboles, de tonalidad fosca y especies que Elvo no había visto nunca.
— Ese debe de ser el bosque de Aluban — opinó Jemasze — . Seguiremos hasta llegar a la columna blanca.
En su momento, surgió la columna: una pieza de cosa de diez metros de altura, construida de una apelmazada sustancia blanca parecida al estuco. Al pie de aquel pilar, un anciano de alba sotana trabajaba una pasta agitando el almirez en un gran mortero de hierro. La yola avanzó hasta la columna y se detuvo junto a la misma; el anciano se levantó y, con la expresión ceñuda del fanático, les lanzó una mirada fulminadora y buscó protección apoyando la espalda en el pilar.
— Tened cuidado con vuestro vehículo. Este es el Gran Hueso. Apartaos a un lado.
Jemasze saludó con un cortés ademán, al que el viejo no correspondió.
— Buscamos a un tal Poliamides — dijo Jemasze — . ¿Podría usted indicarnos dónde podemos encontrarle?
Antes de dignarse contestar, el anciano introdujo una brocha en el mortero y aplicó una pasada de blanco a la columna. Luego levantó la brocha para señalar con ella hacia el bosque y dijo con voz ronca y áspera:
— Seguid camino adelante; preguntad en el hexágono.
Jemasze soltó el freno; la yola reanudó la marcha, dejó atrás el Gran Hueso y rodó rumbo al Aluban.
Jemasze detuvo el carruaje en la linde del bosque; los tres hombres se apearon para examinar cautelosamente el terreno. Aquellos árboles eran los más imponentemente desarrollados que Elvo había visto en Uaia: enormes troncos retorcidos del color y la aparente densidad del hierro, coronados por un desparramamiento de gruesas ramas y masas de follaje gris claro y gris verdoso. Durante un buen rato, los tres hombres escudriñaron en silencio el interior de la floresta, por la que el camino serpenteaba entre oblicuos rayos de sol y sombras negras. Al aguzar el oído, sólo percibieron una quietud húmeda.
— Nos esperan — dijo Kurgech con voz densa.
Elvo se percató de pronto de que, por algún tácito entendimiento, la dirección del grupo había pasado a Kurgech, que en aquel momento le murmuraba a Jemasze:
— Que Elvo se quede en el vehículo; nosotros dos seguiremos adelante.
Elvo inició una nerviosa protesta, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Trató torpemente de hacerse el gracioso.
— Si se ven en apuros, griten pidiendo ayuda — ofreció.
— No se derrama sangre caliente en este bosque sagrado — informó Kurgech.
— Me temo que Moffamides nos ha gastado una broma con maldita la gracia — articuló Jemasze en voz baja.
— Eso estuvo claro desde el principio — observó Kurgech — . Sin embargo, es mejor seguir el juego hasta el final y obrar conociendo las cosas con certeza.
Ambos empezaron a adentrarse por el bosque e, inmediatamente, el follaje les tapó el cielo. El camino se estrechaba y zigzagueaba de acá para allá, entre bancos de musgo y puñados de flores estrella de color pálido; de vez en cuando aparecía algún que otro claro, que alternaba con sombríos pasillos atravesados por rosados rayos de sol deseosos de iluminar la vista. Kurgech se movía con su habitual tiento: caminando sobre la base delantera del pie, moviendo la cabeza para mirar primero a un lado y después al otro. Jemasze no sentía más que calma y paz; no captaba ningún peligro, ni la actitud de Kurgech sugería otra cosa que la precaución lógica frente la proximidad de lo desconocido.
Se abrió ante ellos un claro cubierto por una alfombra de sedo purpúreo; allí se alzaba una especie de monumento hexagonal, de piedra blanca, que duplicaba la altura de un hombre y se abría por sus seis lados a los tranquilos aires del bosque.
Delante de aquella estructura les esperaba un sacerdote de blanca sotana: un hombre frágil, de gélido semblante.
— Outkeros — declamó el sacerdote — , habéis llegado muy lejos y se os da la bienvenida para que compartáis la paz de nuestro bosque de Aluban.
— Hemos llegado muy lejos, efectivamente — respondió Jemasze — . Como sabe, buscamos a Poliamides. ¿Nos llevará hasta él?
— Desde luego, si ese es vuestro deseo. Vamos, pues.
El sacerdote echó a andar por el bosque: Jemasze y Kurgech le siguieron. El sol estaba bastante bajo; la oscuridad empezaba a invadir la floresta. Jemasze alzó la vista y se detuvo en seco ante algo blanco que tenía frente a sí: un esqueleto acomodado en la horquilla de un árbol.
— Ahí está sentado Boras Mael, Señor de los Vientos, cuya alma suspira a través de las hojas y que ha cedido la punta de su pie derecho al Gran Hueso.
Les indicó que continuaran andando.
Al levantar la cabeza, Jemasze vio esqueletos en muchos árboles.
El sacerdote hizo otro alto y habló con voz un tanto plañidera:
— Todos cuantos están fatigados o atormentados deben hacer aquí las paces con Ahariszeio. Se entierra su carne efímera; se abrazan al árbol sus huesos; el aire sagrado del Palga absorbe y purifica su espíritu y luego lo aventa para que cabalgue sobre las nubes felices.
— ¿Y Poliamides?
El sacerdote señaló hacia lo alto.
— Ahí se sienta Poliamides. Jemasze y Kurgech contemplaron el esqueleto durante unos segundos.
— ¿Cómo murió?
— Emprendió una introspección de sí mismo tan intensa que se olvidó de comer y beber, hasta que resultó imposible distinguir su condición física del estado de muerte. Los errores de su deshonesta vitalidad están ahora olvidados y su alma aspira el aire a través de las hojas de los árboles.
— ¿Le informó Moffamides de que veníamos?
— preguntó Jemasze, cortante la voz.
Intervino Kurgech, en tono bajo y profundo:
— ¡Habla con verdad!
— Moffamides explicó vuestra presencia — replicó el sacerdote — , como era su deber.
— Moffamides nos ha utilizado con malas artes — dijo Jemasze — . Hizo con nosotros un trato que era un timo. Tenemos todo un montón de cuentas que ajustar con él.
— ¡Paciencia, amigos míos, paciencia y autodominio! Regresad a vuestras tierras outkeras con el corazón lleno de humildad y no de cólera.
— Pero antes hemos de entendérnoslas con Moffamides.
— Seguramente no tendréis ningún agravio que Baldar con Moffamides — declaró el sacerdote — . Solicitasteis la presencia de Poliamides y ¡mirad!... se os ha concedido vuestro deseo.
— De modo que se nos ha enviado a realizar un viaje de una semana, con fiaps inútiles, para ver un conjunto de huesos, ¿no? Moffamides no disfrutará mucho tiempo de su triunfo.
El sacerdote habló en tono grave:
— Puede que sea sensato que moderes tu enojo. Moffamides te prestó verdaderamente un servicio beneficioso. Si examinas a fondo sus indicaciones, comprenderás las tristes consecuencias de la curiosidad innoble. Tal conocimiento tiene un valor incalculable. Poliamides, por ejemplo, se vio tan dominado por la codicia y el deseo de poseer que aceptó el soborno de un outkero. Cuando reconoció su falta, le acosó un remordimiento tan fuerte que le llevó a la agonía.
— Me parece que exagera los benéficos efectos de la traición de Moffamides — dijo Jemasze — . Tardará bastante en volver a engañar a extranjeros confiados, se lo garantizo.
— El Palga es vasto — murmuró el sacerdote.
— El punto donde está Moffamides es pequeño — replicó Jemasze — . Podemos descubrir ese punto mediante la magia azul. De momento, ya hemos visto a Poliamides lo suficiente.
El sacerdote dio media vuelta y, sin pronunciar palabra, les condujo a través del bosque de regreso al hexágono. Se subió al pórtico de piedra blanca y se inmovilizó allí, sonriente e impasible. Kurgech le miró con fijeza unos segundos. Despacio, levantó la mano derecha. El sacerdote siguió con los ojos el movimiento. Kurgech alzó la mano izquierda y el sacerdote, cuya sonrisa se hizo tensa, miró las dos manos por separado, primero una y luego la otra. De la palma de la zurda de Kurgech brotó repentinamente una ráfaga de chispas de luz blanca. Con voz tranquila y profunda, Kurgech ordenó:
— ¡Expresa con palabras lo que estás pensando!
Las palabras se abrieron paso por entre los labios del sacerdote, como si surgieran por propia voluntad y en contra de la del hombre:
— ¡Jamás llegaréis vivos a ver la tierra outkera, pobres imbéciles!
— ¿Quién nos matará?
El sacerdote recobró su compostura.
— Ya habéis visto a Poliamides — dijo concisamente — . Ahora poneros en camino.
Jemasze y Kurgech volvieron por el entonces casi invisible camino hasta la linde del bosque sagrado de Aluban.
De pie, apoyado en la popa de la yola, Elvo constituía una melancólica y preocupada figura; al ver a Jemasze y Kurgech se adelantó con evidente alivio.
— Han estado ausentes mucho tiempo. Empezaba a preguntarme qué podía haberles ocurrido.
— Encontramos a Poliamides — manifestó Jemasze — . La punta de su pie derecho forma parte del Gran Hueso. En suma... es un esqueleto.
Elvo miró indignado hacia el bosque cercano.
— ¿Por qué nos envió aquí Moffamides?
— Es un lugar tan bueno como cualquier otro para que cuelguen en él nuestros huesos.
Elvo contempló a Jemasze como si dudara de su seriedad, luego volvió la cabeza y observó recelosamente el bosque de Aluban.
— ¿Qué gana él?
— Supongo que no quieren que los outkeros investiguen el comercio de erjines... especialmente miembros de la Sociedad para la Emancipación del Erjin.
Elvo sonrió tristemente ante la broma. Jemasze alzó la mano para pulsar las posibilidades que ofrecía la fresca brisa del norte.
— Apenas suficientepara movernos.
— Este no es un buen sitio — determinó Kurgech — . Deberíamos marcharnos.
Jemasze y Elvo Glissam izaron las velas. La yola respondió perezosamente y rodaron hacia el sur en paralelo con la linde del bosque.
Cesó el poco viento; lacio el velamen, la yola acabó por detenerse, a unos quince metros de la ominosa arboleda.
— Parece que deberemos acampar aquí — dijo Jemasze.
Kurgech miró hacia el bosque, pero guardó silencio.
Jemasze arrió las velas y calzó las ruedas; Kurgech rebuscó entre las provisiones guardadas en el camarote de proa; no sin precaución, Elvo se llegó a la linde del bosque y regresó con una brazada de leña. Jemasze rezongó con cierta desaprobación, pero como no se trataba de una protesta clara, Elvo encendió una fogata junto a la yola.
Cenaron pan, cecina y unos bocados de fruta seca, todo ello regado con las últimas existencias de la cerveza adquirida en la Estación. Elvo descubrió que no tenía hambre ni sed; más bien se sentía dominado por una lasitud extraña y en lo único que podía pensar era en estirarse junto a la lumbre y dormitar... «¡Qué fuego más curioso!», se dijo Elvo. Las llamas no parecían estar hechas de saltarines y ondulante gases de combustión, sino de jarabe o jalea; se movían despacio, muy despacio, como pétalos de una monstruosa flor roja acariciada por un viento cálido. Elvo miró lánguidamente hacia Gerd Jemasze, para ver si había observado también aquel peculiar fenómeno... Jemasze conversaba con Kurgech; Elvo captó lo que decían:
— ... fuerte y cercano.
— ¿Puedes romperlo?
— Sí. Hay que traer leña del bosque... y seis palos largos.
Jemasze se dirigió a Elvo.
— Despierte. Le están hipnotizando. Ayúdeme a traer leña.
Aturdido, Elvo se levantó como pudo y siguió a Jemasze al bosque. Ahora se sentía alerta, despierto y ardiendo de rabia. La arrogancia de Jemasze no tenía límites: un ultraje, eso es lo que era, ¡darle órdenes de aquel modo! Bueno, pues, ¿qué es esta rama nudosa? Una estaca excelente.
— ¡Elvo! — chirrió la voz de Jemasze — . ¡Despierte!
— Estoy despierto — murmuró Elvo.
— Bien, entonces lleve esta leña hasta la fogata.
Elvo parpadeó, bostezó, se frotó los ojos. Había estado dormido. Había andado sonámbulo, pensando cosas terribles. Arrastró las ramas secas hasta la lumbre. Kurgech desbastó seis palos retorcidos y los clavó en el suelo, formando un hexágono de unos tres metros sesenta de diámetro, y enlazó los palos entre sí con trozos de cuerda que fue atando a la parte superior de aquellos postes. Encendió entre los palos seis reducidas hogueras y colgó de las cuerdas piezas pequeñas del equipo: prendas de vestir, prismáticos, pistolas, artículos todos ellos importados al Palga.
— Tiene que colocarse dentro del círculo de fogatas — indicó Kurgech — . Hemos convertido en extranjero ese trozo de tierra y necesitarán recurrir a muchísima fuerza para llegar a nosotros.
— No entiendo nada de lo que está pasando — articuló Elvo quejumbrosamente.
— Los sacerdotes están utilizando contra nosotros magia mental — explicó Kurgech — . Emplean sus objetos sagrados e instrumentos antiguos, y pueden aplicar gran poder.
— No permita que le hagan soñar despierto o le hundan en la somnolencia — le encareció Jemasze — . Mantenga encendidos los fuegos.
— Me esforzaré al máximo — dijo Elvo sucintamente.
Fueron transcurriendo los minutos... diez... quince... veinte...
«Es curiosísimo — pensó Elvo — , cómo estas hogueras tienden a arder sin llama más que a quemar». Las llamas se retiraban antes de elevarse y se convertían en rizos de humo encarnado. Presentía en la oscuridad la presencia de formas agazapadas que le miraban con ojos como charcos de tinta.
— No se deje dominar por el pánico — conminó la voz de Jemasze — ; limítese a prescindir de ellos, como si no existieran.
Elvo soltó una carcajada ronca.
— Estoy sudando; jadeo; me castañetean los dientes. No va a dominarme el pánico, pero las fogatas se están apagando.
— Creo que ha llegado la hora de que empleemos un poco de magia outkera — dijo Jemasze. Se dirigió a Kurgech — : Les preguntaremos qué les parecería un bosque incendiado.
Una quietud sobrenatural se apoderó del aire. Jemasze cogió de la hoguera central un tizón encendido y dio un paso hacia el Aluban.
La tensión se rompió como una ramita que se quiebra. Las hogueras empezaron a arder normalmente. Elvo dejó de ver formas agazapadas; sólo el paisaje iluminado por las estrellas. Gerd Jemasze volvió a dejar el tizón donde estaba y se quedó mirando el bosque con aquella actitud de negligente desdén que tan a menudo había parecido irritante a Elvo. No se percibía aliento alguno de aire; la noche estaba sumida en una calma mortal. No les quedaba la opción de alejarse de allí, de ponerse en marcha y avanzar por el saludable sarai.
— La furia y el miedo flotan en el ambiente — comentó Kurgech — . Pueden intentar algo más común.
Repentinamente, inducido por un impulso apremiante, Jemasze decidió:
— Al bosque, entonces, al menos allí estaremos a salvo de cualquier posible emboscada.
Los tres hombres treparon a los árboles y se tornaron invisibles en la tiniebla protectora de la enramada. A unos veinte metros, en el sarai, la yola permanecía abandonada al resplandor de las hogueras. Por centésima vez, Elvo se dijo que si la suerte se mostraba generosa con él hasta el punto de permitirle regresar a la seguridad de Olanje, tendría recuerdos para darle color al resto de su vida. Dudaba mucho que volviese a emprender otra excursión por el Palga... Aguzó el oído. Silencio. No podía oír a Jemasze ni a Kurgech, que estaban ocultos en alguna parte, a su izquierda. Elvo dejó escapar una risita desprovista de humor. Toda aquella aventura le pareció absurda y melodramática... hasta que recordó la forma en que el terreno que circundaba la yola le había oprimido y agobiado.
Fue pasando el tiempo. Elvo empezó a sentirse incómodo. Ya debía de ser medianoche. Se preguntó cuántas horas se proponía Jemasze permanecer en el árbol. ¡Seguramente no hasta el amanecer! Lo más probable era que, en cuestión de cinco o diez minutos Jemasze o Kurgech llegaran a la conclusión de que la amenaza había disminuido y de que ya era hora de ir a dormir un poco.
Pasaron otros diez minutos, quince, media hora. Elvo respiró hondo, preparándose para preguntar cautelosamente en la oscuridad cuánto tiempo pensaban Jemasze y Kurgech seguir encaramados en los árboles. Abrió la boca, pero la cerró en seguida. A Jemasze podría no parecerle bien tal pregunta. No había dicho expresamente que debían guardar silencio, pero Elvo no dejaba de comprender que el silencio era algo que había que considerar indisolublemente integrado a aquellas circunstancias. Decidió contener la lengua. Sin duda, Kurgech y Jemasze también se encontrarían incómodos; si ellos podían aguantar la mortificación, él podía soportarla igualmente. Para aliviar el entumecimiento de las piernas, Elvo se puso en pie despacio. La cabeza tropezó con una rama que, al desviarse, le arañó en la mejilla. Elvo se echó hacía atrás para ver el perfil de la rama recortado contra el cielo, pero lo que vio no era una rama, sino un esqueleto, unidos los huesos con alambre. Junto al rostro de Elvo se balanceaba el pie derecho. Con el corazón latiéndole desoladamente, Elvo se apresuró a recuperar su anterior postura.
Un ruido, un golpe sordo, rumores sofocados, agitación de hojas secas. Elvo saltó a tierra, para encontrar a Jemasze y a Kurgech con la mirada sobre el bulto de un hombre tendido boca abajo en el suelo. Elvo se dispuso a hablar. Jemasze le hizo una seña, indicándole silencio... Ningún sonido. Pasó un minuto. El hombre que estaba caído a sus pies empezó a removerse. Jemasze y Kurgech lo arrastraron hacia la yola. Elvo recogió un alargado objeto metálico y los siguió; descubrió que el objeto resultaba ser un rifle de los mensajeros del viento. Jemasze y Kurgech dejaron al hombre dentro del radio de claridad de la fogata. A Elvo se le escapó una exclamación de sorpresa:
— ¡Moffamides!
Moffamides miró la lumbre con ojos como esquirlas de pedernal pulimentado. No hizo ningún movimiento cuando Kurgech le ató los tobillos y las muñecas y, con ayuda de Jemasze, lo lanzó a la cubierta de la yola como si fuera un saco de alubias.
Jemasze izó las velas, que se hincharon al recibir el soplo del fresco viento que se había levantado en la noche. Elvo ni siquiera se había dado cuenta de ello. La yola se desplazó hacia el sureste, dejando a popa el sagrado bosque de Aluban.