Capítulo XII

 

LA LIBERACIÓN

 

Alrededor de las tres de la tarde el día 18 de junio de 1984 observamos una actividad poco común en la oficina de los oficiales. Me llamaron. Mis amigos me previnieron: «Debe ser la Seguridad del Estado». El oficial me lo dijo sin rodeos: la Seguridad del Estado había venido a buscarme, quizá tuviera algo que ver con mi libertad. Tenía que coger solo una toalla y un cepillo de dientes, el mismo equipaje que exigían cuando ibas a recibir un «tratamiento». Volví a la celda y conté a los presos que me escuchaban a cierta distancia lo que pasaba. «Ten cuidado, es un tratamiento», me advirtió uno de ellos.

Otro dijo: «¿Y si te dejan marchar de verdad?»; me encogí de hombros. No podía permitirme el lujo de pensar en ello. Mi condena había terminado cuarenta días antes, el ocho de mayo. Al día siguiente me llamaron al despacho del oficia l: «Ya sabes que has cumplido tu condena». Por supuesto que lo sabía. «Y también cómo están las cosas». También lo sabía. Luego hablamos de otros asuntos.

Después me llevó a la oficina del director. Me dijo que me iban a poner en libertad. Me dio unos pantalones, una camisa y una cuchilla de afeitar. Algo se soltó dentro de mí y empezó a revolotear. Me corté la cara al afeitarme; me puse la ropa nueva. Me hicieron unas fotos y me llevaron a la Seguridad del Estado. El oficial intentaba ser amable. Le dije: «Si me van a poner en libertad, me marcho. Tengo algunos amigos en Santiago a los que me gustaría visitar. Me gustaría ir a la ermita de la Virgen del Cobre. Así que adiós».

«No», dijo, «eres libres, pero tienes que pasar esta noche aquí, con nosotros. Si quieres podemos llevarte de turismo por la ciudad». Yo pensé: «No tan rápido, es mejor que tengas cuidado».

Esa noche, en un coche de la Seguridad del Estado, me llevaron a ver Santiago, bajo una custodia agradable pero rigurosa. Me dejaron hablar por teléfono con un amigo. Era casi media noche y todavía no sabía cuál era mi verdadera situación. Observé Santiago desde un monte, rodeado por varios agentes de la Seguridad del Estado. Me enseñaron un parque de atracciones, alabándolo con su peculiar estilo pomposo. «Tiene cabida para tantos niños cada tarde. Tiene tantas máquinas que dan tantas vueltas por minuto...».

A la mañana siguiente me llevaron a La Habana en avión. Un oficial nos esperaba en el aeropuerto. «Te vamos a liberar, pero de momento permanecerás en la Seguridad del Estado».

Llegamos a «Villa Marista», el cuartel general de la Seguridad del Estado, tras un largo viaje en avión y en coche. Estaba mareado, con un gran dolor de cabeza y molestias en el estómago. Los oficia les me dejaron sentar en un banco. Media hora después vino a buscarme otro oficial que me trató como si fuera un preso recién arrestado. Me quitaron la ropa y me dejaron de cara a la pared. Luego me condujeron a través del edificio silbándome como a un animal. Me sonaba horriblemente familiar. Pedí un médico.

Me encerraron en una celda sucia. Pasó el tiempo y me quedé dormido. Cuando me desperté me sentía peor. Llamé, al principio lo más afablemente que pude, pero no prestaron atención. Volví a llamar y acabé gritando y golpeando la puerta. El guardián vino y me hizo callar. Le dije que necesitaba ver a un médico lo antes posible. Finalmente me pusieron una inyección. No dio el menor resultado y pocas horas después volví a gritar y golpear la puerta. Luego vinieron para llevarme a una entrevista.

Me condujeron a una habitación donde me esperaban unos oficiales de alta graduación. Entré enfadado por la forma en que me habían tratado. Durante unos minutos sostuvimos una conversación muy acalorada. Poco a poco nos fuimos calmando, ellos más que yo. Me informaron de que el viernes me iban a poner en libertad y enviarme a Caracas.

A lo largo de la conversación me di cuenta de que habían reunido información sobre mi familia, tanto dentro como fuera del país. Dijeron que tenían interés por llevarme a ciertos lugares que consideraban «éxitos de la revolución» antes de que abandonara el país, para que «no me llevara una mala impresión de Cuba».

Entró un oficial que escribió mi nombre y mis datos personales en un pasaporte. «¿Por qué quieres abandonar el país?», preguntó.

«Para respirar», respondí.

Volví junto al primer grupo de oficiales que me preguntaron si había algún lugar en la ciudad que me apeteciese ver especialmente. No lo dudé: «La Universidad». Uno de ellos sonrió y dijo: «Lo sabía».

Al día siguiente, vestido de civil, y acompañado por dos agentes de la Seguridad del Estado, fui a ver el «Parque de Lenin», el «Instituto Lenin» y un hospital modelo.

Cuando estábamos en el parque vi un autobús pequeño, pintado a rayas amarillas y negras. «Es una "cebra"», me explicaron. «Estamos construyendo un zoológico en el que los animales vivirán en libertad y la gente podrá verlos desde estos autobuses». Luego me miró y dijo: «Ya sabes, para que no vivan en condiciones tan inhumanas». Me quedé pasmado.

En el Instituto Lenin el director me facilitó una serie de estadísticas para demostrarme lo bien que funcionaba todo. Era un colegio de lujo, con muchos jardines, museos y patios de recreo. Me acordaba de la hija de Osvaldo Figueroa, a la que habían expulsado de aquel colegio porque su padre era un preso político que no había aceptado el plan de reeducación. Pensaba en cómo aquello la había puesto en contra de su padre.

El hospital tenía una sala de espera tan lujosa que parecía un hotel mejicano de primera clase. Ciertamente los tres lugares eran ejemplos magníficos.

Cuando llegamos a la Universidad tuvieron el buen gusto de dejarme a solas. Paseé bajo los laureles de la plaza y a través de las columnas del exterior de la oficina del rector. Subí lentamente la gran escalera y fui a la sala de la Asociación de Estudiantes. La puerta estaba cerrada. Luego fui a la Facultad de Derecho. También estaba cerrada. «No entre», me dijo una voz desde dentro, «¿Quién es usted?».

«No se preocupe», respondí. «Solo es un fantasma». Fui a la Facultad de Arquitectura, donde solía reunirme con José Antonio Echevarría, líder estudiantil al que habían matado en 1957. Tampoco me dejaron entrar. Nos marchamos.

A las tres de la tarde me dejaron en una habitación del Hotel Riviera de La Habana. Me duché y me puse la ropa que me habían dado. El hotel estaba en el Vedado, mi antiguo barrio. Bajé las escaleras y me fui a dar una vuelta. Los paseos eran los mismos, pero los árboles estaban mucho más viejos. Me asombraba ver los autobuses, las luces, la gente vestida con colores brillantes. Fui a la iglesia a la que solía asistir de niño. «¿No vivía usted en...?», me preguntó un hombre que trabajaba en el jardín. Le miré a los ojos; no le había reconocido, pero él a mí sí.

Oí mi primera Misa, después de tantos años, en una capilla cerca del río, donde once ancianitas habían estado rezando por mí y seguían haciéndolo. Estuve hablando con un sacerdote, amigo desde mi juventud.

Aquella noche por fin vi a mi familia, al menos a los que seguían vivos. Era extraño cuánto habían cambiado las cosas: donde había dejado ocho encontraba cuatro, donde había dejado cuatro encontraba diez.

Pasé la tarde del miércoles, el jueves y el viernes vagando por mi ciudad. Intenté visitar a todos los amigos y parientes que pude. Todo parecía maravilloso, pero algo había cambiado. Estaba en una esquina con mi madrina, esperando el autobús. Iba a decir: «...porque en Boniato...» y alguien discretamente presionó mi brazo: «No deberías hablar de eso».

Fui a buscar una dirección. Siete personas, una tras otra, me dijeron que no sabían dónde estaba. Más tarde descubrí que estaba justo delante de la casa y que los siete lo sabían perfectamente.

El viernes los agentes de la Seguridad del Estado me llevaron al aeropuerto. Justo antes de subir al avión me entrevistó un periodista español: «¿Irá usted a Holanda a recoger el premio Rotterdam?». Me encogí de hombros, perplejo: «¿Qué es eso?».

No había nada más lejos de mi mente que un premio literario, pero todavía me esperaban otras sorpresas. Cristina había salido de la cárcel en 1970. Me había casado con ella en 1979 y al año siguiente se las arregló para salir del país. Se dedicó en cuerpo y alma a una campaña internacional para conseguir mi libertad, y publicó en el exilio un volumen con lo que yo había escrito en prisión. Se había perdido tanto...; calculo que solo una de mis líneas por cada cien pudo pasar de contrabando. Me enteré de que mi poesía había ganado cinco premios, incluyendo el Grand Prix en el Festival Internacional de Poesía de Rotterdam, en 1983.

Aquella noche tomé tierra en Caracas, una ciudad que me encanta. Antes de eso necesitaba tener contacto con mis raíces, mi tierra, mi gente. Eso es todo.

Cristina y yo celebramos nuestra noche de bodas en Rotterdam el 27 de junio de 1984.